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San Benito José Labre - de Charles Grolleau

 
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Leandro del Santo Rosario
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MensajePublicado: Sab Feb 21, 2009 11:35 pm    Asunto: San Benito José Labre - de Charles Grolleau
Tema: San Benito José Labre - de Charles Grolleau
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En este tema publicaré la biografía de San Benito José Labre, de Charles Grolleau, que no sólo nos narra la vida del santo, es en sí misma también la biografía una verdadera obra de arte. La obra la conocí leyendo la obra maestra del P. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, donde el dominico la recomienda vivamente.
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Leandro del Santo Rosario
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MensajePublicado: Sab Feb 21, 2009 11:40 pm    Asunto:
Tema: San Benito José Labre - de Charles Grolleau
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SAN BENITO JOSÉ LABRE
PEREGRINO Y MENDIGO
(1748-1783)

de Charles Grolleau
Traducción de Leopoldo Marechal


La Iglesia ha sufrido y sufrirá hasta el final de los tiempos por cada palabra de su Credo. No hay una sola de ellas que no esté teñida en sangre, bañada en lágrimas; y su traje de martirio es matizado, como el de la Reina del salmo. Cada santo vivió, sobre todo, y ha muerto para dar testimonio de la verdad de una de esas palabras, glorificando a todas al mismo tiempo, puesto que cada una de ellas es un centro.

Diríase que Benito José no ha vivido sino para el Crucifixus, mortuus et sepultus est.

El crucifijo que llevaba sobre el pecho, blasón de su librea de miseria, era el signo exterior de su vida profunda. Parece que Benito José, desde sus primeros pasos, está consagrado a la penitencia, al sacrificio, como por libre elección, por apasionado gusto. Este adorador, en su búsqueda del desprecio, de la abyección, de un apobreza que, por lo completa, diríase que va más allá del ideal franciscano, ha querido igualarse, en el éxtasis que le procuraba la gloria del Verbo, al Vermis et non homo en que se convirtió por nosotros el Único Amor.

Benito José Labre nació en Amettes, (Francia), el 26 de marzo de 1748. La cátedra de Pedro era ocupada por Benedicto XIV. En Francia (escribe Jules Barbey d'Aurevilly en el estudio que consagra al santo mendigo) «Luis XV reinaba bajo Voltaire». Y este hijo de aldeanos, de pequeños comerciantes (cristianos como lo eran todos aun y en la medida suficiente como para equilibrar la balanza divina cuyo platillo cargado de cóleras se volcaría luego sobre el mundo» tuvo una infancia de predestinado.

Benito José, el mayor de quince hijos -algunos de sus hermanos fueron sacerdotes y confesaron su fe durante la Revolución- vivió en una atmósfera de vida cristiana intensa. Santiago José Vincent, más tarde cura de Conteville, luego de Lespesses y muerto en el destierro hacia 1794, en Middelbourg, fue su iniciador en lo poco de ciencia humana que quiso adquirir y en la práctica de la piedad y de la mortificación. El niño contaba cinco años cuando fue confiado a la dirección de aquel a quien se llamaba en la diócesis «el nuevo San Vicente». A pesar de su austeridad, este sacerdote fue más bien un moderador, un maestro de sobriedad y de mesura en el entusiasmo espontáneo del niño por los caminos arduos.

Benito José, por otra parte, hubiera descubierto por sí mismo estos ásperos senderos. Sin ruido, sin gestos, siempre amable, poseyendo desde pequeño lo que fue lo dominante de su fisonomía moral: la jovialidad en la gravedad, preludió muy pronto, y dentro de los límites impuestos por la edad, esa vida cuya cruz cotidiana había de abrazar más tarde. A los doce años, durante la noche, deslizaba bajo su cabeza una tabla tosca, un leño nudoso.

Se pensaba de él: «será sacerdote».

El cura de Érin, tío paterno y padrino de Benito José, se ofreció a tenerlo consigo y a darle, con el sustento, las primeras nociones.

La Sagrada Escritura, el Catecismo y la Liturgia, encontraron en Benito el alumno perfecto; y cuando pudo leer a los autores paganos, su interés por los libros ascéticos, le hizo abandonar a los más famosos de aquellos. Llevado por un espíritu de renunciamiento se inclinó no obstante sobre páginas profanas que nada dicen de Dios y pudo comprobar la verdad del salmo: Contáronme los inicuos fábulas, pero no hay nada como tu ley.

A los dieciséis años consiguió que le permitieran someterse a las leyes eclesiásticas del ayuno. Durante la noche, aún en invierno, duerme sobre el piso de ladrillo de su habitación. En esta época un sacerdote le habla de la Gran Trapa, que había visitado tiempo atrás. Simple relato en el cual no entra ninguna intención oculta, pero que hace estremecer al adolescente como si fuera un llamado. Ese será, pues, -él lo cree, está seguro- el lugar al que Jesucristo lo invita para compartir la misteriosa agonía de su Cuerpo místico, a fin de alcanzar su propia redención y trabajar en la ayuda que debe dar a la redención del mundo. Por adelantado repetía la palabra de Pedro, no ya sobre el Tabor sino al pie de la Cruz, que allá tendría tan próxima: «Señor, bueno es que permanezcamos aquí». Pero los padres no quieren ceder a los deseos de Benito José, quien trabajará todavía en esos estudios que desearía estimar; su trabajo no da nada y se aumenta con las angustias de una crisis interior. Teme y tiembla. En verdad, él ha de temer siempre, aun en medio de sus alegría, pero aquí se trata de temores y de alegrías que nosotros, viajeros de otros caminos, no conocemos.

En esta fecha su deseo de la Trapa le martiriza a causa de la duda creciente sobre la validez de su deseo. Tenía dieciocho años. Se declara entonces una epidemia en Érin, y la caridad activa junto a los enfermos y moribundos lo salva de la desesperación. Su tío muere y Benito José vuelve a Amettes a fines de 1766 para continuar allí, aceptando alegremente todos los deberes de la familia, la vida de preparación a la Trapa. Esta preparación se hizo más intensa cuando sus padres, que siempre acariciaban para él la idea del sacerdocio, le propusieron que fuera a reunirse con su tío Vicente, para continuar sus estudios.

En Conteville la vida de Benito fue la misma que había conocido en Érin. Pero parecía que su espíritu ya en calma se abría al fin a los trabajos propiamente humanos de la inteligencia. Hizo en ellos progresos evidentes. En cuanto a la austeridad, encontraba en el «nuevo San Vicente», un émulo magnífico, a pesar de que no tenía necesidad de maestro. Habiendo distribuido todos sus muebles entre los pobres, la habitación del vicario no tenía ya ni piso ni enlozado. Vicente había cavado un gran agujero en el suelo, y maestro y discípulo se sentaban en sus bordes. Aquello era, en cierto modo, un vestíbulo de la Trapa. Benito José habló de su gran deseo, pero la sola mención del monasterio, su misma lejanía, podían despertar el antiguo desacuerdo de sus padres que ya se asustaban menos de la vida monástica y el señor Vicente habló de los Cartujos.

Su parecer fue aceptado. Benito partió a fines de abril de 1767, para golpear a la puerta de la Cartuja de Val Sainte-Aldegonde, en la diócesis de Saint-Omer, la cual por ser demasiado pobre no pudo aceptar al postulante. Al fin, el 6 de octubre de 1767, Benito, con un compañero de estudios que había conquistado para el amor del claustro, fue acogido en la Cartuja de Notre-Dame des Prés.

No bien se halla en el claustro las tinieblas vuelven. Los Cartujos profesan la contemplación. Benito José ¿ha hecho acaso otra cosa? Si el temor filial parece haberle arrebatado desde su infancia, también desde su infancia padeció la violencia del Amor. No es el temor lo que mantiene a un niño de cinco años horas enteras en la iglesia; no es el temor lo que hace de su corazón una brasa viva en la cual las cosas más humildes se convierten en un incienso cotidiano. Y en el mismo asilo donde le esperan, según cree, sus más caras delicias (la oración continua y la penitencia) no es para él otra cosa que una pobre nada hostigada por la mala risa del Enemigo.

Su pena se hizo más evidente para que no le hablaran de partir y sus padres lo volvieron a ver en Amettes. Sin embargo, Benito consigue que le permitan hacer una tentativa en la Trapa, adonde lo llama, según parece, su verdadera vocación. Y vuelve a partir. Sesenta leguas a pie, bajo incansables lluvias. Allá le aguarda el puerto, sin duda, pero el puerto está cerrado; la regla exige que el los postulantes tengan veinticuatro años. ¡Esperar cuatro años! No, él tocará otra puerta, la de una Trapa siempre, pero la de Sept-Fons, en la diócesis de Autun. Antes de su partida se le hace escribir al Padre Abad. La respuesta es negativa: el postulante no tiene aun la edad requerida. Entonces el obispo de Boulogne, consultado por Benito, le aconseja que acate el deseo de sus padres, que no piense más en la Trapa, que ingrese en la Cartuja de Neuville. La Cartuja lo recibe, pero esa mansión de paz se convierte para él en temible residencia de torturas del alma, y esto llega a tal punto, que el prior le declara, un día, que Dios lo quiere, sin duda, en otr aparte, y que debe renunciar a la lucha.

Parece, pues, evidente, que era la Trapa lo que necesitaba. Benito escribe una carta a su familia, la primera de las dos únicas que tenemos de él, una carta piadosa e ingenua, humilde pero fuerte, algo ruda, que da la sensación de tocar un áspero sayal de monje o de saborear un trozo de pan negro. Benito les anuncia su partida a Sept-Fons. Cien leguas de camino. En realidad comienza ya su verdadera vida: los caminos y el pan mendigado. Cuatro semanas duró el viaje. Admitido el 2 de noviembre de 1769 en aquel claustro cuya austeridad superaba en rigor, a la Trapa de Mortagne, Benito José sabe de algunos meses de paz. Después la noche vuelve a rodearle: la tempestad de escrúpulos, el temor del sacrilegio que durante seis semanas lo priva de la comunión. Y su cuerpo sucumbe. A los seis meses de su entrada en el monasterio lo llevan a la enfermería atacado de una fiebre muy alta; y habiendo comprendido el prior que aquella alma, juzgada incomparable en la prueba, no estaba en su lugar, se le hace pasar de la enfermería conventual al hospital de pobres, fuera de la clausura. Allí, enfermo todavía, Benito se entera de que debe abandonar la cogulla blanca y volver a tomar la librea del mundo. Junta las manos, mira al cielo y dice humildemente: Fiat Dei voluntas.

Aquellas seis semanas pasadas en un lecho de hospital ¿dieorn acaso a Benito José la ocasión de un retiro propicio a la meditación y a la investigación de la voluntad de Dios? Lo que él siempre había deseado era el desierto y Dios lo había conducido ahí, paso a paso. La incapacidad para la vida del mundo, aun la de un mundo chico y simple sometido a la ley divina, su familia, los vecinos de Amettes, aquellos rechazos sufridos en la puerta del claustro y, una vez el claustro abierto, su Maestro que se le ocultaba; todo esto era el aprendizaje. Y durante todo aquel tiempo había tenido guías: sacerdotes, santos religiosos, libros, el Evangelio leído y releído, las obras de aquel Padre Lejeune, del Oratorio, que Benito apreciaba tanto. La regla del «varón perfecto» estaba en su carne. Sería un religioso errante; partiría solo con Dios, por los caminos, sin preocuparse nunca de su cuerpo, viviendo de las sobras que le arrojaran. Y bendecido por el Abad de Sept-Fons, que tan paternal había sido con él, emprendió el camino de Roma, con lágrimas en los ojos, pero con el alma en paz.

Su primera etapa fue Paray-le-Monial. Es opinión general que fue allí donde su resolución de un abandono completo alcanzó la plena madurez. Lo que puede afirmarse es que, en virtud de la obediencia absoluta que siempre había guardado a la Iglesia, Benito consultó a un director, y después de haberle abierto su alma recibió del mismo una formal aprobación. Algunos biógrafos creen verosímil que dicho director haya sido un sacerdote de Paray.
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Leandro del Santo Rosario
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MensajePublicado: Sab Feb 21, 2009 11:41 pm    Asunto:
Tema: San Benito José Labre - de Charles Grolleau
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La tradición quiere que Benito José, en el curso de su viaje, haya sido hospedado en una pobre casa de Dardilly, cerca de Lyon. En esa casa nacería más tarde el santo cura de Ars.

Llegado a Italia, desde Chieri, en Piamonte, escribió a sus padres la última misiva que recibieron de sus manos.

Llevaba todavía la túnica y el escapulario de novicio que le habían dado al partir de Sept-Fons. En una bolsa llevaba la Imitación, el Evangelio y un Breviario en cuatro volúmenes; sobre el pecho, un crucifijo; un rosario al cuello. Antes de Roma visitó la Santa Casa de Loreto, a la cual había de volver todos los años hasta su muerte.

El 3 de septiembre de 1770 entra en Roma, sobrecogido de admiración y de gozo. Todos los pasos que da le conducen a una iglesia o a una capilla. Todas las horas llaman a un oficio, a una reunión piadosa. Casi todas las esquinas están adornadas con una imagen. Después de sólo tres días pasados en el hospicio de Saint Louis-des-Français, Benito José se perdió en la muchedumbre, durmiendo allí donde podía encontrar un rincón de sombra, a menudo como San Alejo, debajo de una escalera exterior. Será para siempre el vagabundo, el trapense de las calles y de las campiñas, el hijo alegre de Aquel que no tuvo una piedra en qué reposar la cabeza.

Hacia fines de mayo de 1771, tras algunos meses de una vida cuyos detalles se ignoran, realizó su peregrinación a Loreto, y se detuvo en Fabriano para venerar el cuerpo de San Romualdo, fundador de los Camaldulenses. De dicha residencia en Fabriano datan los primeros testimonios recogidos más tarde sobre el santo. Los que se le acercan, siempre al pasar (puesto que difícilmente se deja detener, sobre todo si cree adivinar una caridad demasiado viva o un elogio), le ven ya con el mismo aspecto: sumergido durante horas en su adoración en la iglesia; orando todavía en la calle, de rodillas ante una imagen dando a los pobres que encuentra casi todo lo que han podido hacerle aceptar y contentándose él con residuos incomibles.

Un día, en Bari, después de haber orado ante la tumba de San Nicolás, acordándose de la solicitud del gran obispo para con los presos, se sitúa delante de los «Carceri». Lleno de conmiseración observa a los encadenados, visibles a través de las rejas de sus calabozos, abiertos sobre la calle; se arrodilla, pone su crucifijo sobre el ala de su sombrero colocado en el suelo, y después de haber orado algunos instantes, entona las letanías de Loreto. El espectáculo imprevisto hace que se aglomere la muchedumbre, la cual le tira moneditas. Cuando ha cantado la última invocación, Benito José recoge los cobres y los besa a modo de «gracias» y , a través de los barrotes, los distribuye entre los presos, no menos enternecidos que los transeúntes. Piadoso y conmovedor acto de su corazón de carne, ese corazón de carne que necesitaba tener para con su prójimo, según él decía. Y agregaba que para el Señor lo quería de fuego, y de bronce para consigo mismo.

En la primavera de 1772, al volver por tercera vez a Loreto, se encontró en Consignano con un sacerdote, don Miguel Santucci, quien transportado de admiración al verle orar, inventó, con objeto de edificarse y santificarse a su contacto, el inocente pretexto de algunas lecciones de francés. Sólo Dios sabe cuántas astucias debió emplear Santucci para hacer aceptar a Benito José, con pretexto de pagarle sus lecciones, frugales comidas que tocaba apenas y algunas ropas que pasaba a sus hermanos de miseria. Cierto día en que la lección consistiera en la lectura de un sermón sobre la impureza, Benito José dijo, con lágrimas en los ojos: «Se ofende a Dios porque no se conoce su bondad».

Desde los primeros tiempos de su residencia en Roma, el pobre por amor, aceptó seguir, por tratarse de una obra que sólo contaba como asociados a los más miserables entre los vagabundos, el Vía Crucis que un grupo de sacerdotes y piadosos laicos rezaba en el Coliseo.

Pero rechazó siempre las módicas limosnas que se distribuían entre ellos a la salida de los ejercicios. Fue, por otra parte, la ley formal que se había impuesto y que no transgredió jamás: no aceptar nada, ni la sombra de un socorro material, en pago de una obra de piedad.

La elección de su refugio era dictada casi siempre por una preocupación religiosa. En el Coliseo, al cual le llevaban las estaciones del Vía Crucis, había dispuesto, bajo una arcada, un poco de paja, lo mismo que bajo aquella escalera de la plaza Monte Cavallo, en donde alguien, viéndole salir al alba, lo confundió una vez con un perro; y había elegido ese rincón solo porque estaba en frente de una bella imagen de la Madona. A menudo no buscaba ningún refugio. La oración incansable que le había retenido en las iglesias durante días enteros, no decaía al llegar la noche y entonces, cuando todo estaba cerrado, eligiendo los santuarios más apartados, pasaba las horas junto a la puerta detrás de la cual se sabía escuchado. Más de una vez los merodeadores nocturnos lo asaltaron y lo maltrataron.

Algunas personas piadosas de Roma habían reparado ya en él. No pocas lo seguían y espiaban su oración en las iglesias en que pasaba casi todas las horas. Con sus harapos, cuyo horror nada podía igualar; con el asqueroso pululamiento de parásitos que soportó siempre, sin hacer un ademán para librarse de ellos; con la carne que se le veía por los agujeros innumerables de sus ropas, esa carne, ¡cosa extraña!, siempre limpia como el marfil, Benito José caminaba con los ojos entrecerrados, con los brazos cruzados sobre el pecho, envuelto en una majestad que imponía e inspiraba el deseo de orar como él. Cierta mujer que lo veía perdido así en Dios repetía en voz baja: ¿O beato te, chi sa che cosa vedi? (Oh, bienaventurado, ¿quién sabe lo que ves?)

Su modo de agradecer, cuando aceptaba una limosna -y ésta tenía que ser muy modesta- era tan amable y llena de gracia que a menudo el transeúnte generoso se sentía gratificado con un don inmerecido, con no sé qué toque interior que lo conducía hacia Dios.

Benito José no sólo agradecía las moneditas de cobre y los mendrugos. También bendecía suavemente a aquellos que le prodigaban sarcasmos e injurias. Muchas veces fue gravemente molestado, asaltado por pandillas de niños, perseguido a pedradas. Cierto día un guijarro muy grande le había dado en la pierna, causándole una llaga sangrante: se volvió sólo para recogerlo y llevarlo lejos, cerca de un muro, para que no estorbase el paso de los demás.

El esquema de una vida como la suya sería incompleto y sobre todo, poco fiel, si dejáramos sin decir que fue, a semejanza de la vida de su Maestro, un signo de contradicción. Motivo de burla y de asco para la mayoría, Benito José sólo fue comprendido y admirado por escasos fieles cuya existencia siempre ignoró él o quiso ignorar, sustrayéndose, por la fuga, a los testimonios de simpatía y de respeto. Conoció también las más angustiosas penas interiores, la desolación del Amor. Cierta mujer que le veía orar como han de orar los serafines, le oyó expresar en voz baja los más conmovedores llamados de un alma pecadora. Sin duda, el santo había tenido, desde hacía tiempo, la visión del «doble abismo», el de la grandeza divina y el de la nada humana; pero también a menudo, cuando logró alcanzar la cima, sus clamores dirigidos al corazón misericordioso no eran sino los de un corazón que participaba de la caridad de su Maestro, ofreciendo, por sus hermanos, con su terrible penitencia, la pura oblación de sí unida al sacrificio del Cordero.

Pero sobre todo gemía por sí mismo cuando después de haber descendido, como dice Chesterton del Pobre de Asís, «en el sombrío atajo de la humillación», sin cansarse de «beber a grandes tragos la ignominia de la Cruz», sentía pasar por su carne torturada el soplo ardiente del demonio impuro para caminar en seguida en ese invierno atroz del alma en el cual nada alienta ya que pueda hablar de esperanza. La verdad es que aparte del trato que le era infligido por el Amor inefable, Benito José, fue, voluntariamente, una víctima propiciatoria. Bien lo necesitaba aquella época terrible, y el santo, en repetidas ocasiones, manifestó claramente su visión de la Justicia que muy pronto se ejercería sobre el mundo, y en particular sobre Francia.

En Loreto, adonde acudía todos los años, guardaba, cualquier que fuese la temperatura, su costumbre de acostarse a la intemperie. Un sacerdote, apiadado al encontrarlo una mañana, después de una noche fría, acostado en las gradas de mármol de la basílica, le dijo: -«¿No sabe usted que el frío del suelo y la corriente de aire del campanario podrían acarrearle la muerte?»- «Dios lo quiere, respondió Benito José. Un pobre como yo descansa donde lo encuentra la noche y no debe buscar una cama demasiado cómoda. Además, me gusta estar solo y en paz».

¡Solo! Quiso estarlo siempre, él, tan amable, tan atrayente por la gracia misteriosa de sus maneras que hacía olvidar a los mejores la indecible miseria de su atavío y lo sórdido de su aspecto. Además de la fuerte inclinación que tenía por la soledad, la pena angustiosa que padecía al oír palabras impuras, sobre todo blasfemias, lo apartó casi siempre, no sólo de las fondas, que no hubiera podido pagar, sino de los asilos nocturnos donde los vagabundos como él solían acogerse.

En la quinta peregrinación de Benito a Loreto, en 1776, el penitenciario francés, un conventual, el P. Temple, después de un tiempo bastante largo de indiferencia, y hasta de sospechas, se sintió ganado, poco a poco, por tal admiración hacia él que consignó por escrito, en el registro de los peregrinos, todo lo que le sugerían los hechos del santo. Las notas del Padre Temple, escritas en latín y en francés, constituyen el documento más notable que se posee sobre todo un período de la vida de Benito.

Durante cerca de ocho años el peregrino mendigo fue un infatigable visitador de los santuarios más célebres. Devoto esclavo de Cristo Jesús y de su Madre, no se cansaba de mendigarles las gracias multiformes que ellos derraman en esos oasis del alma. Además de vivir cada año una temporada más o menos larga en Roma y en Loreto, visitó, desde 1771 a 1778, Italia, Suiza, Alemania, Francia y España, orando en Bari ante la tumba de San Nicolás, en el monte Gargano testigo de una aparición del arcángel San Miguel, en Monte Casino donde, con largas y amorosas oraciones florificaba a su santo patrón San Benito, padre y patriarca de los monjes, del cual era hijo espiritual por su amor a la Liturgia y al Oficio. Visitó muchas veces Einsiedeln en Suiza, fue a Santiago de Compostela, a Nuestra Señora de Monserrat, a la Louvesca en Vivarais para rezar ante la tumba de San Francisco Regis, a Chartres, cuya cripta ofrece ahora a nuestra piedad una imagen de Benito cerca de la de Nuestra Señora de Sous-Terre; creen algunos que también fue a Nuestra Señora de Liesse en Picardía y al Calvario del Mont-Valérien. No son sino indicaciones breves de las estaciones más notables que hizo este infatigable peregrino del Cielo.

Tuvo cierto día un curioso encuentro. Un anciano que le veía pegado a la pared, desfalleciente y lívido, le convidó a compartir su comida en la fonda. Benito José aceptó. El anciano, un persa, Jorge Zitli, era un ex gobernador de Teherán que, convertido a la fe cristiana, había tenido que huir de su país. El mismo, al día siguiente, al pasar por un caserío, vio a un niño que acaba de ser curado por su pobre compañero de la noche anterior. Benito José, acogido en un establo, había oído gritar a su huéspeda, y corriendo hacia ella vio su desesperación delante del hijo que se le moría. El niño gritaba; entonces el peregrino extendió sus manos sobre la cabecita doliente y dijo a la madre: «Tranquilícese, no llorará más». Y la madre refería al persa que su pequeño se había dormido y que al despertar lo encontró curado.

En 1777 Benito José renuncia a su vida de errante. Por otra parte, Roma, bastaba al peregrino. ¡Tantas iglesias, tantas capillas, algunas abiertas a los ejercicios de la Adoración perpetua y que constituían el gozo de aquel a quien se llamó «el pobre de las Cuarenta Horas»! Su oración, ávida y continua, que seguía el orden y el ritmo de la oración de la Iglesia, nunca era tan libre y tan jubilosa como cuando la elevaba en una iglesia solitaria. Allá, proyectado enteramente por el ímpetu de su corazón de llama, hacia el Huésped divino, Benito se dejaba invadir por la ola creciente de la oración. Una de sus estaciones predilectas era Nuestra Señora de los Montes, una iglesia construida en el siglo XVI en el barrio de los pobres y que guardaba una imagen milagrosa de la Madona. Desde la madrugada Benito José estaba allí, oía todas las misas y sólo a mediodía dejaba la iglesia que, según la costumbre romana, cerraba las puertas a dicha hora. Su amor por el Oficio divino databa de su juventud, pero la costumbre de rezarlo cada día en el breviario, que llevaba en su bolso de mendigo, databa de su estada en la Trapa de Sept-Fons. Como al rezarlo no tenía que ajustarse a las exigencias de la oración coral, se detenía a veces en un versículo de un salmo, en una palabra quizás, -pues nadie pudo escudriñar nunca ese secreto de su alma, que iba con las alas abiertas, por el campo infinito de la Escritura. Y lo más posible es que el santo no habitaba ya entonces la esfera en que el alma humana se sirve todavía de la palabra.

Con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados, dejaba a veces escapar de sus labios un breve gemido, en los instantes en que, delante del misterio contemplado, se transparentaba un poco su dolor o su amor. Después parecía volver a la vida; abríanse sus ojos y se clavaban en el sagrario; y otra vez tomaba su pesado breviario con la mano derecha y lo abría sobre su brazo izquierdo replegado.

Si no era día de ayuno dirigíase Benito José, a mediodía, a las puertas de un convento cercano; y si nadie le quitaba lo que aun podía recibir (siempre era de los últimos en llegar) o si no había dado su magra porción a las mujeres o a los niños, Benito José comía. Si no había recibido nada se iba en busca de las sobras a cualquier parte y el más miserable se hubiera negado entonces a compartir su deplorable festín.

A veces, o acosado por un hambre demasiado grande, o para humillarse en público, mendigaba a su modo, poniéndose en silencio a la puerta de los negocios, figura viva de la aflicción y de la necesidad. No pedía nada, ni con la voz ni con el gesto, pero su aspecto habría ablandado a las piedras. No obstante se le negaba lo que así pedía, se le echaba a veces. Otras le decían, al modo romano, que se fuera en paz. Y se iba entonces, tranquilamente, murmurando el versículo del salmo: In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum.

En el mes de junio de 1778, volviendo de su peregrinación anual a Loreto, Benito José, al cabo de sus fuerzas, con las piernas hinchadas y consiguiendo apenas sostenerse, aceptaba entrar en el asilo de San Martín de los Montes donde se recibía cada noche a doce pobres de las calles. No quiso, sin embargo, renunciar a su peregrinación a la Santa Casa. A mediados de la cuaresma de 1780, partió, pues, para Loreto, más extenuado que nunca. En este viaje trabó relación, sin quererlo, con Gaudencio y Barba Sori que tenían un modesto negocio de santería y que, habiéndole visto rezar en la basílica, no estuvieron tranquilos hasta que Benito aceptó alojarse en su casa. Aquellos buenos samaritanos tuvieron que emplear no pocas estratagemas para hacerle aceptar un humilde lecho que, por otra parte, no usó nunca, y comidas que no estuvieran compuestas de sobras inutilizables.

Hacerle aceptar algunas ropas para substituir todos y parte de sus horribles andrajos era casi siempre tentativa infructuosa. Recibía un chaleco, una camisa, pero conservaba su hopalanda informe y llena de agujeros de la cual no quería separarse. Esta prenda según decía, había tocado a menudo las paredes de la Santa Casa.

En 1781 volvió a Loreto donde permaneció quince días, y los Sori fueron una vez más sus hospedadores. Llegaba al atardecer, cuando la basílica estaba ya cerrada, y si el negocio tenía clientes esperaba de pie, en la calle. Sólo cuando Gaudencio o Barba, al verlo, iban a su encuentro, Benito José entraba, diciendo su habitual: ¡Alabado sea Jesucristo!

En 1782 hizo su último viaje. No podía más. El frío y la nieve lo habían sorprendido en la montaña, y sólo al precio de esfuerzos heroicos logró continuar su marcha. Un religioso, el Padre Almerici, que le oyó su confesión, declaró más tarde que no había encontrado materia de absolución en sus manifestaciones (lo mismo les ocurrió a todos los confesores del pobre). A pesar suyo, gimiendo, sin comprender a veces hacia dónde lo llevaba el sacerdote, Benito José dejaba adivinar en sus respuestas algunos de los favores que nuestro Señor pagaba su prodigioso abandono. «Habiéndole interrogado muchas veces -declaró el citado religioso- comprendí que Dios lo elevaba a una contemplación muy alta».

Los misterios de la Pasión eran los que meditaba con preferencia y, sobre todo, el de la Coronación de espinas. Cuando aplicaba su espíritu a este misterio, sin quererlo y aun sin advertirlo se sentía imperiosamente llevado a considerar y contemplar el misterio de la Santa Trinidad.

-¿Y qué sabe usted, hombre ignorante, de tan sublime misterio?, le dijo cierto día el Padre Almerici, fingiendo un tono de desprecio.
- No sé nada, respondió Benito José, PERO ME ARREBATAN.

Dicho padre le preguntó más tarde si volvería al año siguiente.
- No, respondió Benito.
- ¿Por qué?
- Debo ir a mi patria.

Y a todas las preguntas dio obstinadamente la misma respuesta.
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MensajePublicado: Sab Feb 21, 2009 11:42 pm    Asunto:
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Aquel año, el de 1782, Benito José abrevió su estada en Loreto. ¿Lo hacía para huir de las atenciones de que era objeto, o se sentía minado por el presentimiento de una muerte próxima, y quería volver a Roma? Se decía de él, sin duda, que podía apagarse, como había vivido, en la sombra de un portal, cerca de la esquina, bajo la luz de una lamparilla, a los pies de una Dolorosa.

La ciudad santa, aunque poblada, no dejaba de ser para él, desecho del mundo, mendigo sórdido y anónimo, el desierto deseado. Sólo los ángeles sabían qué combate libraba este caballero de Cristo y veían la bella armadura debajo de sus andrajos.

Los doce pobres de San Martín, los sacerdotes que lo encontraban cada día en Nuestra Señora de los Montes y lo admiraban sin hablarle nunca, algunas personas piadosas, todos sin contacto con él y poco capaces, tal vez, de adivinar en aquella crisálida humana el ser alado que en su interior se agitaba impaciente del Cielo, he ahí todo lo que Dios permitía; vagas chispas bajo la ceniza de la indiferencia, pero que más tarde alumbrarían el tormentoso júbilo y los vítores de las muchedumbres.

Sin embargo, algunos de esos raros testigos, habían visto algo más que el fervor inaudito del Pobre y sus estaciones de rodillas durante horas, algo más que aquel Oficio leído y meditado, y entrecortado por pausas en las cuales Benito parecía abandonar la tierra. La abandonaba, en efecto, y algunos vieron el prodigio. Un sacerdote, Francisco Brizi, que le conocía y no podía resistir la tentación de espiar respetuosamente a este gran orante, acostumbraba situarse, para la acción de gracias después de la misa, en una capilla desde la cual divisaba el altar mayor, del lado de la epístola, y la balaustrada que cierra el coro. Detrás de aquella balaustrada, casi enteramente disimulado por ella, Benito José, estaba de rodillas, según su costumbre, bajando los ojos hasta su libro y levantándolos luego para contemplar, con infinita ternura, el altar y el sagrario. Sólo en este momento de la oración veía Brizi la cabeza del mendigo, pero a veces el mendigo se erguía de modo tal que su tronco entero sobrepasaba la balaustrada, en una actitud imposible de mantener, con el rostro inflamado y después muy pálido, y el cuello hinchado extraordinariamente. Y en ciertos momentos aquella elevación duró el tiempo de un Miserere. Consciente de la fuerza invencible que le atraía, Benito José se aferraba a la balaustrada, luchando contra el Ángel raptor; después, cayendo suavemente, echaba miradas furtivas en torno suyo, y volvía a tomar su libro. Habría huído para siempre de aquella iglesia que tanto amaba, si hubiera sospechado un testigo oculto. Los dones de Dios que florecían en él, aun por fuera, como una floración demasiado viva, lo llenaban de indecible confusión. Él se quería cada vez más bajo, cada vez más pobre, la «basura del mundo». Y lo conseguía. Uno de sus últimos confesores, el Padre Gabrini, dice que al final de su vida la sola vista del mendigo producía náuseas. Pero allá iba él, cubierto de asquerosos girones, bajo su viviente cilicio, con el alma sumergida en la paz. El demonio de la soberbia le había abandonado, no sabiendo ya por dónde agarrarlo; el demonio de la carne había enmudecido. Más frecuentemente ahora, cuando oraba delante del Santísimo Sacramento, se erguía, a pesar suyo, en un súbito arranque; después, completamente derecho, su cuerpo caía hacia atrás, contra todas las leyes del equilibrio.

Ya se ha dicho que los testigos de tales hecho nunca fueron numerosos, y aquel divino escándalo jamás turbó a nadie. Sólo a la muerte del santo se reunieron aquellos testigos para formular su unánime admiración. El guardián de la iglesia de San Ignacio donde se halla la tumba de San Luis Gonzaga, iglesia poco frecuentada entonces por haberse suprimido en aquella época la Compañía de Jesús, le sorprendió numerosas veces en aquella posición inaudita; pero el buen guardián (llamado Schiandi) se guardó mucho de intervenir. Su fe simple ya no se asombraba: habiendo medido, a su manera, el ardor de aquella alma, Schiandi admiraba piadosamente y callaba.

Según algunos testimonios, Benito José, en Nuestra Señora de los Montes, permaneció una vez durante tres horas enteras en aquella inconcebible posición.

En febrero de 1783 Antonio Daffini, secretario del cardenal Achinto, al entrar a la iglesia de los Santos Apóstoles encontró a Benito cerca de la puerta grande y se lo vio circundado de luz. Daffini se detuvo, confundido, y pudo contemplar largamente al mendigo, sin ser visto por él. La claridad parecía palpitar en torno suyo y era más resplandeciente alrededor de la cabeza.

Benito ya casi no leía. Tenía siempre su libro entre las manos, pero quizás sólo le servía para disimular sus inefables arrobamientos. La luz en que sumergía su alma brotaba ahora de su carne miserable y desfalleciente. Una mujer que le conocía se hallaba en misa, cierta mañana de invierno,en la iglesia de Nuestra Señora de los Montes. Benito estaba en su lugar habitual, delante de la reja del coro. Había dos cirios en el altar, y eran las dos únicas luces en la penumbra del coro y de la nave. De pronto, la mujer, María Poeti, vio resplandecer la cara de Benito. Aquel resplandor brotaba del mismo rostro del mendigo y dejaba lo demás en la sombra. Y María Poeti, fuera de sí, vio a aquella luz, que el pobre se elevaba por encima del escalón en que estaba arrodillado.

Poco tiempo después el abate Luigi Pompei vio en Santa María Mayor ese mismo fenómeno de irradiación, pero más intenso. Esta vez la cara de Benito parecía arder, y de aquel incendio brotaron rayos, y después chispas que como chorreando de la frente, descendían sobre las mejillas y a lo largo de su cuerpo, resbalaban en el suelo e iban a dispersarse y apagarse lejos.

Benito José tuvo, ciertamente, el don de leer los corazones y de penetrar en el pensamiento de los que se le acercaban. Algunos, detenidos, al pasar, por su mirada que tan poco se fijaba sobre los hombres, sintieron nacer el arrepentimiento en sus corazones, o el llamado a una vida más alta.

Cierta mujer, Jacqueline Bombled, que le conocía y admiraba desde hacía varios años, con el pretexto de una limosna deseaba en vano oírle hablar. Un día creyó que el instante había llegado. Benito José estaba en la calle, cerca de una tienda. Jacqueline se acerca y le tiende una moneda, pero Benito José no advierte el ademán. Ella lo mira y reconoce en su rostro aquella misma expresión de beatitud y de ausencia que frecuentemente le había visto en el templo; entonces le toca suavemente el brazo, y como Benito abre la mano, ella deposita su moneda. El mendigo inclina la frente y sigue callado. Jacqueline partió sin alcanzar el consuelo de recibir, a su vez, una limosna, la limosna más bella y más alta que ella esperaba del pobre. Pero un día, después de haber oído misa en Nuestra Señora de los montes, Jacqueline se disponía a salir. Benito José se hallaba frente a ella, sumergido en una oración profunda. Entonces el mendigo se volvió hacia la piadosa mujer y la miró largamente. Jacqueline no lo había visto nunca mirar a nadie, y aquella mirada le horadó el alma. Se quedó allí, sin moverse. Benito José volvió a su libro; al rato levantó los ojos y fijó de nuevo en Jacqueline la misma mirada profunda y severa. Una luz interior invadió el alma de la mujer, que se marchó presa de una emoción indecible y poco a poco, segura de que se trataba de una intervención celeste, vio claro dentro de sí misma y descubrió un defecto grave que nunca se había ocupado de combatir.

Aquel don que tenía el pobre de ver más allá de la tierra, de penetrar los corazones y de predecir las cosas futuras había de ejercerse de un modo singular poco antes de su muerte y en algo que personalmente le concernía. Cierta vez, a mediodía, abandonaba la iglesia de Nuestra Señora de los Montes. Habitualmente recorría la nave y ganaba derechamente la puerta, sin levantar los ojos, murmurando aún los versículos de un salmo. Sucedió, pues, que aquel día Benito José se detuvo de pronto en el medio de la nave, y volviéndose hacia el lado de la epístola fijó sus miradas en un punto del suelo. Numerosos fieles que le conocían, entre ellos María Poeti, le miraron asombrados. Benito reanudó su marcha, pero no había dado tres pasos cuando se detuvo nuevamente para volver a fijar, sus ojos en aquel punto del suelo que parecía ofrecerle quién sabe qué interés. María Poeti, que no había podido adivinar el secreto de una atención tan persistente, lo comprendió el día en que vio cómo era abierto el piso y se cavaba en aquel mismo lugar la fosa en que debía descansar el cuerpo del santo.

Otros testimonios se recogieron más tarde que atestan de manera indudable numerosos hechos de bilocación del santo mendigo. Aquella vez, por ejemplo, que prolongando sus oraciones al pie de su catre, en San Martín, fue visto al mismo tiempo, por un gran número de fieles, arrodillado en una iglesia donde se rezaban, de noche, las Cuarenta Horas.

Había llegado el tiempo en que el divino Albergue iba a abrirse para el vagabundo de la penitencia y del amor. «El pobre Benito José se nos va», decía la buena gente del barrio de los Montes.

Le dijeron una vez: «Usted va a morir en la calle». A lo cual respondió, sonriendo: «Qué importa». Un Miércoles Santo, después de haber oído la Pasión, Benito José quiso salir, para respirar, y cayó en los escalones. Acudieron todos, apresuradamente: unos ofrecían el refugio de su casa y otros el alimento a ese pobre andrajoso reducido casi al esqueleto, y que se moría evidentemente de hambre y de miseria.

Un carnicero llamado Zaccarelli, que le conocía y le había dado limosna muchas veces, pudo llevarlo hasta su casa, con la ayuda de su hijo. Benito quería que lo tendieran en el suelo pelado, y sólo aceptó una cama a condición de que lo acostaran completamente vestido. Los cuidados que le prodigaron fueron inútiles. Recibió la Extremaunción sin haber recobrado el conocimiento. Cuando en las letanías de los santos se pronunció Sancta María, la cara del pobre tomó una blancura de nieve. Benito José acababa de renacer a la vida. Era la una de la mañana. Todas las campanas de Roma tocaban para la Salve Regina ordenado por Pío VI.

En Loreto, Gaudencio y Barba Sori aguardaban al peregrino, contando los días. El Miércoles Santo, mientras los dos comerciantes hablaban de ello, el hijo de uno de ellos, Giuseppe, un niño de cinco años, gritó de pronto: «Benito no vendrá más. Benito se va a morir». Y en los días que siguieron, Giuseppe, interrumpiendo a veces sus juegos, repetía, como si fuera el refrán de una canción ingenua: «Benito ha muerto. Benito está en el Paraíso.» Sólo la víspera del Domingo de Quasimodo los Sori recibieron la noticia y cuando Giuseppe volvió de la escuela, Barba, para probarlo, le dijo: «¡Benito está aquí, Beppo! Acaba de llegar». Y el niño replicó: «Pero no; les he dicho que ha muerto. Está en el paraíso».

Benito José, vestido de lienzo blanco y con el hábito de los cofrades de la Penitencia, descansa en un lecho cubierto de flores y rodeado de la trémula luz de los cirios. Sus miembros han permanecido flexibles, y de aquella pobre envoltura humana, que ya es venerada como una preciosa reliquia, sube un olor suave. La casa de Zaccarelli ha sido invadida. Los que consiguen entrar a ella besan los pies y las manos del santo. Y el rumor de la muerte de Benito, que se ha extendido a todo el barrio, se propaga, poco a poco, a toda la ciudad de Roma. Turbas de niños recorren las calles cantando: «¡Ha muerto el santo, ha muerto el santo!» Fue necesario llamar a las guardias para contener a la muchedumbre, para despejar el acceso a la casa, cuando los cofrades de Nuestra Señora de las Nieves vinieron a buscar el cuerpo de Benito José, que se había resuelto sepultar en la iglesia de los Montes. Y hasta el Domingo de Pascua, hasta el momento en que la inhumación se hizo en aquel mismo lugar que el pobre había mirado con tanta insistencia un día, un indescriptible entusiasmo convocó a Roma entera, desde los más humildes hermanos del mendigo admirable hasta los príncipes, cardenales y generales de órdenes. Por otra parte, el concierto súbitamente creado entre los testigos de esa santa causa, a pesar de que estaban dispersos y se desconocían mutuamente, se aumentaba con todo el ardor agradecido de los privilegiados, enfermos del alma o del cuerpo, que Benito curaba ya. Extraordinario fue el número de milagros operados ante su féretro y ante su tumba.

Así partió para la gloria sin fin el más humillado de los santos, en medio de aclamaciones frenéticas que no conoció jamás ningún potentado de la tierra.

En cuanto a esa gloria que, para los ojos de los creyentes, fija en la luz del Cielo a esos nuevos astros que son los canonizados, bien pronto conoció Benito José Labre sus preludios con el nombramiento de un postulador, las averiguaciones múltiples, todo el imponente aparato de los procesos que instruye la Iglesia con una augusta severidad. Pero dicho proceso, además de la interrupción ocasionada por la Revolución Francesa, recorrió no pocas etapas. Se hubiera dicho que desde lo alto Benito hacía peregrinar su imagen, como lo había hecho él mismo, antes de que fuera colocada en los altares. El 2 de junio de 1859 Pío IX formuló el decreto de beatificación. Y el 8 de diciembre de 1881, León XIII tuvo al fin la gloria de inscribir al Peregrino Mendigo en el catálogo de los santos y de ordenar que todos los años, el 16 de abril, su memoria fuese honrada con piadosa devoción, entre la de los confesores no pontífices.

Este relato, en el cual la silueta del héroe de la humildad no aparece sino en trazos someros, no será inútil si inspira el ansia de conocerlo mejor y, conociéndolo, de amarlo. No se ha sabido, no se ha querido sembrar las secas flores de la retórica bajo los pies polvorientos y sangrantes del Pobre. El mensaje de Benito Labre es el mismo de la Cruz, una invitación a buscar PRIMERO el Reino de Dios y su Justicia. Y la «añadidura» prometida, ya también es de este mundo, en parte: Es la Paz, obra de la Justicia.

Nuestras necesidades actuales, de una espantosa complejidad, pueden condensarse en una sola y legítima si nuestra mirada consiente en purificarse contemplando estos modelos, inaccesibles, en apariencia, y que son signos de contradicción. Ellos nos invitan, bajo las más desconcertantes apariencias, a la adoración en espíritu y en verdad, de Aquel cuyo indecible aniquilamiento un Benito José Labre amó hasta el exceso.

Por lo demás (humilde acompañamiento de las alabanzas litúrgicas) voces maravilladas de prosistas y de poetas han cantado, en tono más alto que el de la paradoja, a ese pordiosero que ya no es sino luz. Esa emoción de las almas que comprendieron la belleza del buscador estático de lo Único necesario, se la encontrará en páginas que dedicaron su gloria Louis Veuillot, Barbey d'Aurevilly, Germain Nouveau, Paul Verlaine.

No por eso dejas de ser un «sublime escándalo», San Benito José Labre, réplica humana de la Santa Faz blasfemada, ángel harapiento, consumido de amor, extenuado por un eterno ayuno, ardiendo en silencio, bajo tu odioso cilicio, delante del Santísimo Sacramento...

Los sabios y prudentes pueden reír, pero la risa última corresponde a la Sabiduría, cuyo vino embriaga a sus amadores.
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