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otra critica a Freud...

 
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llazcano13
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MensajePublicado: Vie Nov 17, 2006 11:18 pm    Asunto: otra critica a Freud...
Tema: otra critica a Freud...
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Sigo yo, sigo yo!

Después que el tocayo Enrique L. desmenuze los articulos sobre Freud que puso Esther Filomena, aquí tengo estos otros para el mismo propósito.

Sería interesante conocer tu opinión como sicoanalista, está medio largo, pero se me hicieron buenos comentarios, es material de un post en el foro viejito:


Cita:
CRITICA A FREUD

¿CASTIDAD O REPRESIÓN?



Aunque Freud ha hecho aportaciones muy valiosas al campo de la Psicología y sobre todo de la Psiquiatría, ha tenido sin embargo una influencia nefasta en el campo de la moral sexual al identificar castidad con represión y neurosis. Así ha favorecido una coartada científica para el libertinaje sexual, y ha creado un auténtico complejo en grandes sectores del Catolicismo, que no han sabido hacer frente a este tremendo desafío.

Muchos educadores han optado por el silencio o por el relativismo moral, apartándose de la doctrina católica, y temiendo crear neuróticos han creado sidosos, pues las enfermedades venéreas se han convertido en la plaga del siglo XX y XXI como consecuencia del libertinaje sexual.

Podemos afirmar sin lugar a dudas que el remedio ha sido peor que la enfermedad, pues mientras la neurosis es una de las enfermedades más leves, el sida es una de las más graves, pues es mortal e incurable.
Se está cumpliendo el refrán de que “en el pecado va la penitencia” y el colmo del cinismo es que nos neguemos ha reconocerlo y nos empeñemos en “mantenedla y no enmendadla”, porque de sabios es rectificar.

El libertinaje sexual no sólo tiene efectos devastadores en la salud, sino también en la familia y en la sociedad; La causa principal de tantas familias rotas es un falso concepto del amor que sólo entiende de placer y no quiere saber nada de sacrificio. Amor no es el placer que sienten dos estando juntos, esto puede ser una coincidencia de egoísmos. Uno comienza a amar cuando es capaz de sacrificarse para hacer feliz a la persona amada.

Los casos cada vez más frecuentes de abusos de menores por parte que quienes menos se podía esperar que lo hicieran, y que está haciendo que los menores no estén seguros ni siquiera con sus padres y educadores, demuestra hasta qué punto la lujuria desenfrenada puede convertir a las personas en monstruos tan sedientos de placer, que no reparan en medios para conseguirlo.

¿Es posible que Freud que era tan inteligente no hubiera reparado en las consecuencias nefastas de sus teorías sobre la sexualidad humana?

Y es que el sexo puede convertirse en una droga porque crea una dependencia tan fuerte o más que cualquier droga dura. Así lo reconocen ya algunos que se someten a tratamiento psicológico para superar esta adicción.

Pero es lógico que Freud no comprendiera la castidad, porque su ateísmo radical le llevaba a negar una dimensión fundamental del hombre: su apertura a lo sobrenatural. El hombre es religioso por naturaleza, como lo demuestra la historia de las religiones, y su religiosidad es una tendencia natural, no un trauma como pretende Freud. Lo que traumatiza realmente al hombre es reprimir esta tendencia natural, empeñándose en ignorar a Dios y a sí mismo, es decir, a su realidad auténtica que es cuerpo y espíritu.
Esta verdad la expresó San Agustín diciendo: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones).

Precisamente San Agustín, que venía de vuelta del libertinaje sexual, pues se convirtió a los treinta años, distingue entre el continente y el casto. El continente aspira a ser casto, pero todavía no lo es, porque su continencia tiene más de represión que de castidad, y a duras penas consigue ser casto, pues está todavía obsesionado con el sexo. Su continencia es un auténtico calvario, pues el sexto y noveno mandamientos son para él una carga insoportable, y su vida es una lucha terrible contra las tentaciones, que el mundo el demonio y la carne provocan continuamente. Pero sería un sarcasmo imperdonable que a este cristiano, que lucha con todas sus fuerzas por conseguir la castidad, lo acusáramos de reprimido, pues con la ayuda de la gracia de Cristo puede llegar a ser casto y vivir la castidad como un valor y no como una imposición; gozosamente como quien practica un deporte y no como una carga insoportable. La castidad es un don de Dios y no todos lo consiguen en el mismo grado, pero salvo un milagro de la gracia nadie puede conseguirla sin una larga lucha y sin recurrir a la oración y a la frecuencia de los sacramentos, así como a la huida de las ocasiones de pecar.

No podemos caer en la tentación de minimizar la importancia de la castidad diciendo que hay otras virtudes más importantes como la caridad, porque sin la castidad es imposible la caridad, pues el que peca contra el sexto y noveno mandamientos, pierde la gracia santificante y la caridad, que es inseparable de la gracia. Por eso la lujuria es uno de los mayores obstáculos para que los cristianos puedan vivir su vida de gracia, y crezcan cada vez más en el amor a Dios y al prójimo.

Es natural que Freud no comprendiera la castidad porque su ateísmo le incapacitaba para ello. Intentar ser casto prescindiendo de Dios es como querer volar sin alas. El que intente semejante disparate sólo conseguirá ser un reprimido y un neurótico, pero nunca un casto. La castidad es uno de los frutos del Espíritu Santo, estos frutos son: Caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, longanimidad, benignidad, bondad, mansedumbre, fe modestia, continencia y castidad.

Precisamente una de las principales razones por las que el cristiano debe ser casto es porque desde nuestro bautismo somos templos del Espíritu Santo, como dice San Pablo: “No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El que profane el templo de Dios, Dios lo perderá y ese templo sois vosotros” (1 Cor. 3,16-17). Por eso los primeros cristianos se distinguían de los paganos, no sólo por la caridad sino también por la castidad, y muchos de ellos sufrieron el martirio, no por ser caritativos, sino por ser castos y defender su castidad hasta la muerte.

La caridad es mucho más aceptable por todo el mundo e incluso los ateos suelen presumir de ser más caritativos que los cristianos, aunque al hacerlo están confundiendo la caridad con la filantropía, pues la caridad es inseparable de la gracia santificante, que recibimos en el bautismo y podemos perder por un pecado mortal y recuperarla mediante una buena confesión en el sacramento de la penitencia.

Desgraciadamente muchos católicos ignoran esto e intentan reducir la moral al amor al prójimo despreciando la castidad como una virtud anticuada, como si fuera posible tener caridad sin cumplir los mandamientos, aunque sean tan difíciles como el sexto y el noveno mandamientos. Pero de lo que no podrá presumir nunca un ateo es de ser verdaderamente casto, como lo fueron los santos y los mártires y como lo han sido tantos buenos cristianos a lo largo de la historia. Esta es la razón por la que la castidad provoca el odio del mundo, porque es una bofetada a la soberbia del incrédulo, que no puede imitar la fortaleza del creyente. Podrá admirarlo o envidiarlo, pero nunca imitarlo, porque para hacerlo tendría que contar con la ayuda de Cristo que dijo: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn. 15,5). Esa es la paradoja del cristiano y de todo hombre: que sin Cristo no puede nada, mas que pecar, pero con Cristo lo puede todo, incluso lo más heroico y lo que el mundo considera como imposible.
Por eso el cristiano puede decir como San Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filip. 4,13).

Finalmente la castidad tiende a devolvernos la unidad que perdimos como consecuencia del pecado, pues tanto el pecado original como los pecados personales han causado en nosotros una profunda división. La carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne, de modo que en lugar de dominar nuestros instintos y pasiones, nos vemos dominados por ellos, que tienden a convertirnos en esclavos de sus tendencias ciegas. Nuestra voluntad está debilitada y pervertida por siete malas inclinaciones, que son los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira gula, envidia y pereza.

De aquí que es absolutamente necesaria la educación de la voluntad, para no convertirnos en esclavos de nosotros mismos, es decir, de nuestros instintos y pasiones. Pero este objetivo resulta imposible sin la gracia de Cristo, que ilumina nuestro entendimiento y robustece nuestra voluntad para obrar el bien y evitar el mal. Sólo Cristo puede darnos la libertad como él mismo dijo: “Si el Hijo del hombre os librare seréis verdaderamente libres” (Jn. 8,36).

Se equivocan totalmente los que piensan que la lujuria es una necesidad fisiológica y que la castidad es antinatural y sólo sirve para traumatizar a los que la practican, pues “no fue así desde el principio”. La lujuria es el castigo de la soberbia del hombre que por revelarse contra su Creador mereció justamente perder el dominio total que tenía sobre sí mismo. Por eso sólo después del pecado Adán y Eva empezaron a sentir vergüenza de estar desnudos, pues empezaron a sentir la rebelión de la carne, que antes no sentían, y fue necesario el pudor como defensa contra el instinto sexual, que empezaba a escapar a su control. Por eso cubrieron sus cuerpos con lo primero que encontraron: con un ceñidor hecho de hojas de higuera.
Así como la lujuria es el castigo de la soberbia, la castidad, en cambio, es el premio de la humildad. Dios corona a los humildes con la castidad, como hizo con su Madre, la Santísima Virgen María, la más humilde y la mas casta de todas las mujeres. Y tanto aprecia Dios esta joya de la castidad, que no quiso que María dejara de ser virgen ni siquiera para ser su madre.

¿Quién podrá decir después de esto que la castidad no es tan importante como la Iglesia ha enseñado siempre o que no hay que exagerar la importancia de esta virtud?
Además la humildad y la castidad nos abren de par en par las puertas de la intimidad con Dios, pues así como el lujurioso todo lo asocia con la lujuria y sólo ve en el cuerpo humano un objeto de placer, el casto ve en todo un reflejo de la belleza infinita de Dios y puede decir con San Juan de la Cruz:
“Mil gracias derramando
paso por esto sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sólo su figura
vestidos los dejó de su hermosura.”
“Y todos cuantos vagan
me van de ti mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no se qué que quedan balbuciendo.” (Cántico Espiritual).

Por eso dijo Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5,Cool. Y no sólo lo verán en la otra vida, sino que lo contemplan ya en todas las criaturas gozando del cielo por anticipado. Por eso pueden decir como San Pablo: “Tengo todo lo terreno por basura, con tal de ganar a Cristo” (Filip. 3,Cool.

Sin embargo, como Dios no lleva a todos por el mismo camino, mientras a unos les concede una castidad angélica hasta el punto de que no se acuerdan de cuando tuvieron la última tentación contra la castidad, a otros en cambio les niega este don y les hace pasar por tentaciones terribles, como le ocurrió a San Pablo, que para que no presumiera de santo, tuvo que soportar durante toda su vida tentaciones muy propias en un adolescente, pero totalmente impropias de un gran santo, que se supone ya ha superado la obsesión por el sexo y la repesión sexual del continente. Esto parece deducirse de lo que él mismo escribe en una de sus cartas: “Para que la sublimidad de las revelaciones no me ensoberbezca se me ha puesto un aguijón en la carne, un ángel de Satanás encargado de abofetearme, ¡para que no me enorgullezca! Sobre esto he rogado por tres veces al Señor que se apartase de mí. Pero Él me ha dicho: <<Te basta mi gracia, pues mi poder se desarrolla en la flaqueza>>. Por tanto muy gustosamente me seguiré gloriando en mis debilidades, para que la fuerza de Cristo se instale en mí. Sí me complazco en mis flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor. 12,7-10).

Es decir, la gracia actúa en nosotros con tanta mayor fuerza cuanto más reconocemos nuestra debilidad e impotencia para el bien y menos presumimos de nuestras propias fuerzas y más ponemos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos. Pues así como sólo es verdaderamente casto el que ama la castidad y la practica gozosamente, como el que practica un deporte, que aunque suponga esfuerzo, goza practicándolo, sólo es verdaderamente humilde el que ama la humillación y se goza en ella.

Al soberbio le gusta sentirse fuerte y seguro, para no tener que depender de nadie, y, si fuera posible, ni siquiera de Dios. Por eso toda tentación es una bofetada a nuestra soberbia, porque nos hace sentir nuestra debilidad e impotencia para el bien y cómo “con temor y temblor debemos obrar nuestra salvación, pues Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Cf. Filip. 2,12-13). Por eso Jesús nos enseñó a orar diciendo: “No nos dejes caer en la tentación”, como decimos en el “Padre Nuestro”. Y es que sólo con la oración humilde y perseverante podemos conseguir las gracias necesarias para vencer las tentaciones y conseguir las virtudes.

Como dice San Agustín: “Dios te llama y te ordena lo que has de hacer, pero él da las fuerzas para que puedas hacer lo que te manda. Por tu parte debes poner la fe suficiente para que te humilles ante la lluvia de la gracia, supliques a Dios, no presumas de nada de lo tuyo, te despojes de Goliat y te revistas de David” (Sermón 32,9). Y en sus Confesiones dice: “Toda mi esperanza no estriba sino en tu gran misericordia. Da lo que mandas y manda lo que quieras. Nos mandas que seamos continentes. Y como yo supiese que nadie puede ser continente si Dios no se lo da, entendí que también esto es parte de la Sabiduría, conocer de quién es este don (Sab. 8,21).
Por la continencia, en efecto, somos juntados y reducidos a la unidad, de la que nos habíamos apartado, derramándonos en muchas cosas...

¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues! Caridad, Dios mío, enciéndeme. ¿Mandas la continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras” (Confesiones X,29,40).
Como acabamos de ver San Agustín asocia la castidad con la caridad, y por eso le pide a Dios, que es amor, que lo inflame en su amor para ser casto: “Dios mío, enciéndeme”. Efectivamente para ser verdaderamente casto, no basta una caridad cualquiera, es necesario una caridad ardiente; no basta amar a Dios a medias, es necesario amarlo “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”, como nos manda el primer mandamiento de la Ley de Dios. De aquí que los que sólo hablan de caridad para con el prójimo y no quieren saber nada de la castidad, están confundiendo la caridad con la filantropía, que puede practicar cualquier ateo, que tenga buenos sentimientos, aunque no ame a Dios ni crea en él.

Otra idea que ha tenido también consecuencias nefastas en la educación es que “lo prohibido es lo deseado” y que basta que le digas a un niño o a un joven no hagas esto para que desee más hacerlo. Pero es que la ley sin la gracia sólo sirve para conocer el pecado, pero no para evitarlo. Precisamente San Pablo dice que “la ley fue puesta como pedagogo para conducirnos a Cristo”, es decir, para que convencidos de que no podemos cumplirla con nuestras fuerzas, porque somos esclavos del pecado, acudamos a Cristo para que nos salve de esta esclavitud con su gracia.

Mientras en el Antiguo Testamento la Ley era una imposición externa que había que cumplir, por miedo al castigo, en el Nuevo Testamento es un valor que el cristiano vive a impulsos del “amor que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones”. El cristiano puede decir como David: “Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón”. Y san Pablo decía a sus fieles: “Vosotros sois carta de Dios escrita, no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo, y no en tablas de piedra sino en tablas de carne que son vuestros corazones”. Las tablas de piedra, donde estaba escrita la ley de Dios, eran el símbolo del corazón del hombre, que lleva escrita la ley de Dios en su conciencia, que le acusa cuando obra mal y le aprueba cuando obra bien. En el Antiguo Testamento los corazones de los hombres eran de piedra, es decir, endurecidos por el pecado, e incapaces de amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo. Sólo en el Nuevo es cuando van a tener un corazón de carne capaz de amar como corresponde a un cristiano y aun hijo de Dios. Pero para esto necesitamos un trasplante de corazón, como había profetizado Dios: “Arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne, y haré que camines por el camino de mis mandamientos y cumpláis mis mandatos”. El Nuevo Testamento sólo se puede vivir con un nuevo corazón. Como dice San Juan: “La ley nos vino por Moisés, la gracia y la verdad por Jesucristo” (Jn. 1,17).

Por cierto que si San Pablo sentía tentaciones contra la castidad, no era porque no fuera limpio de corazón, pues ¿cómo puede sentir nostalgia de los placeres terrenos el que “tiene todo lo terreno por basura”? Para la mayoría de los cristianos las tentaciones vienen, de su falta de conversión, de que quieren amar a Dios y al mundo, de que nadan entre dos aguas, de que les gustaría ponerle una vela a Dios y otra al diablo y a veces lo hacen.

Por eso creo que las tentaciones de San Pablo debían ser sugestiones diabólicas tanto más terribles cuanto más diabólicas y que ponían verdaderamente a prueba sus virtudes heroicas. Procedían del “ángel de Satanás que lo abofeteaba”. Esto vendría confirmado por otro texto en el que dice: “Pues nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan los espacios aéreos” (Ef. 6,12).

Para San Pablo el cristiano es el soldado de Cristo, que tiene que luchar con las armas espirituales: el cinturón de la verdad, la coraza de la santidad, el calzado del celo apostólico, el escudo de la fe, el yelmo de la esperanza y la espada del espíritu que es la palabra de Dios. Por eso dice: “Estad pues listos para el combate: ceñida vuestra cintura con la verdad, protegido vuestro pecho con la coraza de la santidad, y calzados vuestros pies con el celo por anunciar el mensaje de la paz. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se apaguen las flechas incendiarias del maligno. Como casco, usad el de la salvación, y como espada, la del espíritu, que es la palabra de Dios. Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar, bajo la guía del Espíritu; renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes y por mí” (Ef. 6,14-1Cool.

Finalmente la castidad cristiana tiene una intima relación no sólo con la caridad, sino también con la esperanza, pues tiene un profundo sentido escatológico, sobre todo la castidad perfecta en el celibato o la virginidad. Esto viene confirmado por varios textos del Nuevo Testamento, como la respuesta de Jesús a los saduceos que no creían en la resurrección, y hasta pensaban que podía llevar a situaciones tan absurdas como que una mujer tuviera siete maridos después de la resurrección, pues los siete habían sido legítimos por haber quedado viuda seis veces. Jesús respondió que estaban muy equivocados, porque después de la resurrección, no habrá matrimonio, pues seremos como ángeles. Los cuerpos gloriosos no tienen ninguna de las imperfecciones, necesidades y debilidades de nuestros cuerpos mortales, pues participan de las propiedades del espíritu. No sólo son inmortales, sino que no necesitan alimentarse ni dar satisfacción a sus instintos y pasiones, que están totalmente sometidos al espíritu. Por eso los que hacen voto de castidad, renunciando al matrimonio, están dando un testimonio a favor de la otra vida y de la resurrección de la carne.

La castidad perfecta es como un anticipo de la resurrección, en la que todos los cuerpos gloriosos de los que se hayan salvado, gozarán de una castidad angélica. Así lo interpreta también la Liturgia en uno de sus himnos de santas vírgenes:

Esta mujer no quiso
tomar varón ni darle su ternura,
selló su compromiso
con otro amor que dura
sobre el amor de toda criatura.

Y tanto se apresura
a zaga de la huella del Amado,
que en él se transfigura,
y el cuerpo anonadado
ya está por el amor resucitado.

Aquí la Iglesia canta
la condición futura de la historia,
y el cuerpo se adelanta
en esta humilde gloria
a la consumación de su victoria.

Por tanto no se puede argumentar en contra de la castidad diciendo que no somos ángeles, pues estamos llamados a serlo e incluso a ocupar los tronos que los ángeles rebeldes dejaron vacíos, y esa es la razón por la que nos odian tanto, porque tenemos la posibilidad de conseguir la inmensa felicidad, total y eterna, que ellos perdieron para siempre.

Dice San Juan de la Cruz que “si tuviéramos una remota idea de la belleza infinita de Dios, desearíamos, mil muertes dolorosísimas, sólo por verlo un instante, y después de ha verlo visto, desearíamos otras mil muertes, sólo por volverlo a ver.”

Cuando contemplemos la belleza infinita de Dios, sentiremos un amor tan grande por él, que un siglo nos parecerá un segundo y la eternidad nos parecerá corta para estar en su compañía.

Dice Santa Teresa que una de las razones por las que Jesús se oculta en la Eucaristía, es porque está con tanta gloria y majestad como en el cielo. Por eso, si lo viéramos, no sólo nos llevaríamos un susto de muerte, por la inmensa majestad que tiene, sino que la vida se nos convertiría en un tormento insufrible, pues sólo desearíamos morir cuanto antes para estar para siempre con Él.

También para San Pablo la castidad tiene un sentido escatológico, pues después de recomendar la castidad perfecta para consagrarse a Dios, como lo mejor que puede hacer un cristiano dice: “Hermanos, el tiempo es breve; queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, los que compran como si no poseyeran, los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutaran de él, porque la representación de este mundo se termina”. Este mundo es como un teatro en el que cuando menos lo esperamos cae el telón y se acaba la representación. El cristiano tiene que vivir con los pies en la tierra y la mente y el corazón en el cielo, porque como dice Jesús: “Donde está tu tesoro allí está también tu corazón”. Es imposible practicar la esperanza con el corazón pegado como una lapa a los bienes de este mundo, que aunque en sí son buenos, nuestro amor desordenado los convierte en malos; en lugar de servirnos de espejo para contemplar las perfecciones infinitas de Dios: su belleza, su sabiduría su bondad, nos sirven de pantalla para no verlo; en vez de escalones para elevarnos hacia Él, en piedras de tropiezo para caer en el pecado, amando a la criatura más que al Creador.


¿CONCIENCIA DE CULPA O COMPLEJO DE CULPABILIDAD?

Otro de los grandes errores de Freud es identificar la conciencia de culpa con el complejo de culpabilidad, y considerar que la religión no es más que el fruto de este complejo. Da la impresión de que Freud no conoció la religión más que a través de los enfermos mentales que llegaron a su consulta. De otra forma no se explica que diga un disparate semejante. ¿El que asesina a sangre fría no tiene motivos para sentirse culpable? Si además de asesinar no se sintiera culpable sería un anormal, digno de tratamiento psiquiátrico. Lo normal es que el que obra mal se sienta culpable y el que obra bien se sienta inocente.

Pero es que además el pecado como ofensa a Dios es inconcebible para un ateo, pues ¿cómo puede uno ofender a quien no existe? Freud se ve de nuevo condicionado por su ateísmo radical que le lleva a ignorar la capacidad que tiene toda persona para distinguir el bien del mal, por el simple hecho de ser inteligente. Es la capacidad de nuestra inteligencia lo que nos hace sentirnos culpables cuando obramos mal, por eso un animal no se siente culpable nunca aunque devore a una persona.

Una cosa es el complejo de culpabilidad y otra muy distinta es la conciencia de culpa. El complejo de culpabilidad se da cuando uno se siente culpable sin motivo y vive la culpa como una obsesión de la que no consigue librarse nunca por más que lo intente. Ni siquiera la confesión de sus pecados en el sacramento de la penitencia podrá devolverle la paz a este enfermo mental, que por más que se confiese de los mismos pecados nunca se quedará tranquilo.

En cambio la conciencia de culpa se da cuando existe un motivo, pero no se vive como una obsesión y desaparece cuando uno se arrepiente sinceramente de sus pecados y se reconcilia con Dios y si es católico recibe el sacramento de la Penitencia. El gozo y la paz que experimenta el pecador arrepentido no se puede explicar con palabras, pero sí podemos afirmar que es todo lo contrario del complejo de culpabilidad.
Pero el problema del incrédulo es que, si va de mala fe, nunca podrá librarse del sentimiento de culpa, porque es culpable de su increencia. No es que tenga complejo de culpabilidad, es que tiene motivos para sentirse culpable, porque en el fondo él sabe que no está obrando bien. Puede que esté ciego, pero es culpable de su ceguera, como dice San Pablo: “Si nuestro evangelio permanece oculto es para los incrédulos, a los cuales cegó el dios de este siglo, para que no conozcan la verdad”. En efecto, existe una ceguera diabólica, la del que ni cree ni le interesa creer.

Además Freud da por supuesto que la fe no tiene ningún argumento serio a su favor, que es una simple ilusión, una neurosis colectiva y este es otro de sus grandes errores. La fe católica está confirmada por milagros tan numeroso, tan extraordinarios y tan científicamente comprobados, que cuando un científico ateo ha intentado demostrar que son falsos ha acabado convirtiéndose al catolicismo, como le ocurrió a Alexis Carrell, Premio Nobel de Medicina, que fue a Lourdes ateo y volvió católico. Allí pudo comprobar la curación instantánea de una peritonitis tuberculosa en una paciente suya, que él mismo había diagnosticado como incurable.

Además el ateísmo científico está hoy en más crisis que nunca porque la ciencia está llegando al límite de sus posibilidades. Las partículas más elementales de la materia no se pueden observar ni siquiera con el microscopio electrónico, es decir, sólo podemos creer en ellas por un acto de fe en la autoridad de los científicos, que suponemos no quieren engañarse ni engañarnos. Nadie puede decir ya que solo cree en lo que se puede ver y tocar, como la materia, porque hasta la materia es un misterio, y cada vez se descubren partículas más elementales y por tanto más invisibles. Es como si Dios se hubiera guardado una última carta para ganarle la partida al ateo y humillar su soberbia dejándolo confundido. Quien no crea en lo invisible tampoco podrá creer en la ciencia.

Hoyle, uno de los mayores astrofísicos del siglo XX, profundamente ateo, que inventó la teoría del universo estacionario, al cabo de treinta años de investigación, reconoció que se había equivocado y que era imposible atribuir al azar el orden del universo, pues comprobó que las probabilidades de que las dos mil encimas del cuerpo humano se hayan formado por azar son las mismas que sacar el seis doble cincuenta mil veces seguidas, sin fallar ni una y sin que los dados estén trucados. Esto lo explica en su libro “El universo inteligente”, en el que reconoce la necesidad de un Dios Creador.
Hasta los científicos ateos están ya de vuelta de su ateísmo científico, y reconocen con el salmista, que “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal. 1Cool.

Desgraciadamente la inmensa mayoría de los profesores de ciencias sólo conocen al Hoyle ateo y explican su teoría como algo indiscutible, cuando él mismo está de vuelta de ella. Así, unas veces por ignorancia y otras por mala voluntad, se está fomentando la increencia en el campo de la educación, dando una interpretación materialista del origen del mundo y del hombre, como si la ciencia pudiera explicarlo todo sin recurrir a Dios. Con intención o sin ella se está engañando a la juventud, cuando no se les explica que estas teorías están en contra del calculo de probabilidades y que son más increíbles que los cuentos de hadas y las mitologías griegas. Una cosa es que Dios programara la materia para que diera origen al universo y otra que una explosión incontrolada y una evolución ciega puedan explicar el origen del universo y del hombre. Por eso hoy tienen más valor que nunca las pruebas de la existencia de Dios y sobre todo la prueba de orden que dice: todo orden exige un ordenador y cuanto mayor y más complicado sea ese orden mayor tiene que ser la inteligencia que lo ordene. Ahora bien, el orden del universo es tan gigantesco y tan perfecto, que sólo un ser infinitamente sabio y poderoso ha podido crearlo. Luego Dios existe.

Lo mismo podemos decir de la prueba de la finalidad, pues vemos que en la naturaleza, no sólo hay un orden admirable sino una finalidad asombrosa, pues el ojo está hecho para ver, el oído para oír, la boca para comer y hablar etc,. Incluso los animales que parecen más inútiles y dañinos, tienen una gran utilidad, como los insectos, que sirven para polinizar las plantas, llevando el polen en sus patas, al ir de flor en flor; lo cual demuestra que el mundo es el resultado de un proyecto tan gigantesco y tan perfecto, que sólo Dios ha podido crearlo.

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El día de la Asunción del año 1583, al recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó una voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús»
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MensajePublicado: Sab Nov 18, 2006 11:41 pm    Asunto:
Tema: otra critica a Freud...
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Hermoso lo que has escrito. Me gustó.
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llazcano13
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Mensajes: 2541

MensajePublicado: Mar Nov 28, 2006 4:39 pm    Asunto:
Tema: otra critica a Freud...
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Gracias Enrique, perdon por la tardanza en contestar.

Voy a revisar otra vez el artículo para señalarte los párrafos que me llamaron más la atención, para que nos puedas dar tu opinión.

Saludos!
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llazcano13
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Registrado: 03 Oct 2005
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MensajePublicado: Mie Nov 29, 2006 7:29 pm    Asunto:
Tema: otra critica a Freud...
Responder citando

Hola tocayo, te agradezco el tiempo que te tomaste, tu respuesta es sumamente rica, como aquel texto sobre la película "What the bleep you know".

A veces, sin malicia, con el afán de defender los valores cristianos frente al Relativismo moral, se cae en errores y malentendidos por ignorancia, como todos los que tú señalas respecto al sicoanalisis.

Tu respuesta tiene mucha tela de donde cortar.



Por cierto lo que mencionas de los martires en Roma que fueron asesinados por ser castos y no solo por creer en un solo Dios, me parece que si sucedio.

Aunque me parece que la mayoria de esos martires murieron por negarse a dar culto a alguna estatua del César o algún dios como Júpiter o Apolo, y afirmar que solo había un Dios, así que te daria la razón en tu comentario.

He leido algunas vidas de martires (no muchas), especificamente de martires mujeres, que al consagrar su virginidad a Dios y rehusarse a sostener relaciones sexuales con hombres paganos, quizas en un matrimonio forzado, eran denunciadas como cristianas y enviadas al martirio en el Imperio Romano.

Voy a buscar algun dato para ejemplificarlo.




Nota de Moderación
Puede seguirse el tema en el siguiente enlace
Dios les Bendiga

http://foros.catholic.net/viewtopic.php?t=32494&highlight=
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