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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Dom Jul 22, 2007 11:44 pm Asunto:
-Florecillas de San Francisco-
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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INTRODUCCIÓN A LA LECTURA
DE LAS «FLORECILLAS» DE SAN FRANCISCO
por Agustín Gemelli, o.f.m.
Fuente fratefrancesco.org
I.- Origen de las «Florecillas»
Este pequeño libro, que cuenta casi setecientos años, nació en latín y con dimensiones más amplias, con el nombre de Actus Beati Francisci et sociorum eius.
Los Actus son una recopilación de episodios de la vida de San Francisco y de sus primeros compañeros que se realizó en las Marcas hacia fines del siglo XIII. Fundamento de esta recopilación es la tradición oral mantenida viva por el amor de los frailes contemporáneos y más allegados al Santo y por aquellos que lo conocieron y guardaron sus recuerdos. Un fraile marquesano obedeció a la necesidad de fijar estos recuerdos sobre el papel para asegurarlos a la posteridad.
Más tarde, en pleno siglo XIV, cuando el latín vulgar había recibido con Dante Alighieri su bautismo literario, otro fraile seleccionó veinticuatro capítulos de los Actus, los que juzgó más hermosos y más edificantes; los tradujo, intitulándolos Florecillas según la costumbre medieval que llamaba Floretum a la selección de los mejores pasajes de una obra. Probablemente el mismo traductor tomó algunos capítulos de los Actus que se referían a los estigmas, pero no se contentó con ello; los refundió y los completó, no sin confusión cronológica, «con otro copioso material de fuentes más antiguas o de viva tradición toscana» (B. Bughetti). El traductor toscano que, precisamente por ser tal, sabía más acerca del episodio sucedido en el Alvernia que el escritor marquesano, y que se empeñaba más en hacerlo conocer con cierta amplitud, quiso dar del milagro de los estigmas una historia completa y actualizada, conservando, sin embargo, el plan marquesano; y lo consiguió maravillosamente. Fue, pues, a un mismo tiempo, nuevo compilador y traductor.
«El texto latino de su Trattato delle stimate tal como nunca ha existido», afirma el P. Bughetti; por consiguiente puede considerarse obra original y obra que integra, aunque impensadamente, a las Florecillas.
Surge en el lector el deseo de conocer la paternidad de estos tres escritos:
¿Quién es el autor de los Actus?
¿Quién es el traductor de las Florecillas?
¿Quién es el reconstructor de las Consideraciones sobre las llagas?
Puede considerarse como autor de los Actus al fraile Ugolino de Montegiorgio, en las Marcas, ayudado por otro fraile (algunos dicen Ugolino de Sormano, su sobrino) quien declara haberle oído los episodios que narra. Sabatier, en su edición de los Actus, ha seleccionado los capítulos donde aparece el escritor y aquellos en que aparece el relator inmediato. Si esta documentación no es suficiente para indicarnos con plenitud y con precisión qué capítulos se deben a la pluma de fray Ugolino y cuáles a la pluma de otro, basta, sin embargo, para llevarnos a la persuasión de que «por medio de Ugolino y del otro fraile se ha formado toda la recopilación». Puede considerarse a fray Ugolino de Montegiorgio como principal autor de los Actus. Lo ayudó y continuó, especialmente en los últimos capítulos, un discípulo suyo, de ambiente marquesano, pero siempre bajo su asistencia e inspiración» (B. Bughetti).
Conocemos, pues, el autor de los Actus; ignoramos, en cambio, el traductor y compilador de las Florecillas.
Probablemente fue un toscano de mediados del siglo XIV; según los antiguos historiadores (Wadding, Sbaralea), seguidos por algunos modernos, fue fray Juan de los Marignolli, florentino. Según los atentísimos estudios del P. Bughetti fue, en cambio, un ignorado fraile menor sienés. De cualquier modo, supo exponer con sencillez encantadora la austeridad y belleza de los orígenes del Franciscanismo y también el drama divino del Alvernia. En efecto, generalmente se considera que el autor de las Consideraciones sobre las llagas es el mismo que tradujo los cincuenta y tres capítulos de los Actus y que los recopiló como Florecillas. Si tanto fray Ugolino de Montegiorgio como el anónimo traductor y compilador no respetaron rigurosamente la cronología y la exactitud histórica, comprendieron muy bien, en cambio, el espíritu de San Francisco y de sus primeros compañeros, y lo trasmitieron con devoto amor, ese amor que confiere al claro relato eficacia de apostolado y de poesía.
II.- Lectura de las «Florecillas»
La lectura de las Florecillas ofrece diversos aspectos e intereses, según la mentalidad de los lectores.
El historiador encuentra allí documentos, si no de los hechos, del animus franciscano de los orígenes. El literato encuentra en las Florecillas la frescura de una prosa cándida y vigorosa como los episodios que relata; encuentra una naturaleza virgen, redescubierta por los ojos cristianos y vivida en el fervor de la penitencia y de la oración; encuentra caracteres egregiamente entregados al diálogo o introducidos en la corporeidad de los hechos; encuentra un primitivismo que nada tiene de ferino, y todo de sincero y de puro.
El hombre de vida interior, aun reconociendo la importancia de las Florecillas desde estos puntos de vista, encuentra algo que, para él, es más importante: las Florecillas son, para el cristiano, el testimonio de la gran fe que Jesucristo exigía de sus discípulos y que tuvo en San Francisco a uno de sus más eficaces paladines. Por otra parte, las Florecillas nos dicen qué es esa vida a la que San Francisco exhortaba a sus hijos, es decir, la observancia del Evangelio según la letra, o sea, la esencia misma del Cristianismo: el amor.
Otros libros llevan, ciertamente, este sello religioso.
En la innumerable literatura originada o inspirada por el Cristianismo, ¡cuántas obras parten de los mismos principios de las Florecillas! Basta con nombrar una entre todas: La Imitación de Cristo, que fue consuelo, luz y guía para un sinnúmero de almas y que continuará siéndolo permanentemente. Juan Joergensen, el notable franciscanófilo danés, pone a las Florecillas junto a la Imitación; me parece obvio, sin embargo, observar que entre las dos obras existe una diferencia fundamental, no ya de ideas sino de base. La Imitación es obra meditativa y didáctica, las Florecillas son obra de arte. En la Imitación existe siempre, claro o sobreentendido, un preceptor, en las Florecillas existe «el niño» que admira a los hombres y a los hechos con estupor y amor.
Las Florecillas, presentándose como obra de arte, toman el camino del corazón, el camino que los Franciscanos, a ejemplo de San Francisco, de San Buenaventura y de todos sus Doctores, adoptan para llegar a conquistar e iluminar la inteligencia, e inducen al más escéptico lector a meditar esa verdad que las Florecillas más que proclamar, dejan entrever. Hasta un incrédulo se conmueve ante el relato del leproso o de los ladrones de Monte Casale, y una vez conmovido, se encuentra, sin advertirlo, a las puertas de la luz.
Por otra parte, el lector creyente no debe detenerse en la poesía de las Florecillas; en ese lenguaje del siglo XIV que nos acerca como ningún otro al Pobrecito de Asís, debe recoger la esencia del libro, es decir, la imitación de Cristo, esa imitación que, precisamente, se encuentra prescripta con razonamientos, sentencias y aforismos en la obra de Kempis y que aquí está representada por ejemplos ingenuamente heroicos, que culminan en los estigmas, de acuerdo con la más precisa pedagogía franciscana.
Saber leer las Florecillas significa, pues, no tanto abandonarse a un goce estético, menos aún soñar un siglo de oro del Cristianismo, sino acercarse piadosamente a la Cruz, comprender la necesidad y la novedad de la negación de sí mismo que el Cristianismo ha enseñado, abrazar al Crucificado, disponerse también a dejarse crucificar por la paterna voluntad de Dios como San Francisco en el Alvernia. Era ésta, por otra parte, la intención del fraile Ugolino de Montegiorgio y de su traductor, quienes quisieron realizar obra de edificación, no de arte; si ellos fueron (especialmente el segundo) artistas, lo fueron sin querer y aun sin saber, como sucede a menudo a los Franciscanos.
III.- San Francisco en las «Florecillas»
Desde el primer capítulo de las Florecillas se comprende cómo nos presenta el autor a San Francisco: «En todos los actos de su vida estuvo conformado a Cristo». Los estigmas sellaron dignamente esta semejanza con el Maestro Divino, observada por los primeros compañeros del Santo y demostrada más tarde con difuso paralelismo por Bartolomé de los Albizzi en su obra: De conformitate vitae Beati Francisco ad vitan Domini Jesu. Mas las Florecillas no constituyen un esquema; aun en su poética fragmentación que, no obstante, incluye una visión unitaria del fundador y de su Orden, agrupan múltiples aspectos de San Francisco.
Nos presentan al «caballero de la pobreza» que prefiere una piedra blanca, pocos mendrugos de pan y agua de fuente, a una mesa palaciega; que realiza expresamente un peregrinaje a Roma para invocar a San Pedro y a San Pablo, con lágrimas y súplicas, el tesoro de la «altísima pobreza»; que prescribe a cinco mil frailes -reunidos en capítulo, en campo abierto, bajo la enorme bóveda del cielo-, no ocuparse del comer y del beber, sino sólo de «orar y alabar a Dios»; que ante la ofrenda del Conde Orlando teme el peligro de la posesión y recomienda a sus fieles: «Tened por cierto que cuanto más despreciemos la pobreza tanto más nos despreciará el mundo y más necesidades padeceremos».
Las Florecillas nos presentan al gran contemplativo que pasa secretamente la noche en oración; que pasa una cuaresma completamente solo en la isla Mayor del Trasimeno; que se embosca en las florestas de las Carceri y del Alvernia para elevarse a Dios. Nos presentan al apóstol que en Asís, en Gubbio, en Siena, en Bolonia, en presencia del Califa o entre sus frailes, habla con ardor maravilloso arrastrando a las masas profanas y aferrando a las conciencias timoratas; nos presentan al maestro rápido para intuir el estado de ánimo de los discípulos y, como buen pastor, solícito en ampararlos con la oración, el consejo, el sacrificio; nos presentan al Santo llegado a tal punto del «para mí el vivir es Cristo» de estar no sólo espiritualmente, sino sensiblemente crucificado.
Pero las Florecillas atisban también el corazón humano de San Francisco. Ese nacimiento burgués, que en el mundo había tratado de hacer olvidar con la generosidad magnánima y con el honor de las armas, debía quedarle siempre en la carne como una señal de inferioridad cuando, convertido, la recordaba a sí mismo y a los demás para humillarse y para ser humillado. «Humíllate villano, hijo de Pedro Bernardone», ordena decir a fray Bernardo. «¿De dónde en ti tanta presunción, hijo de Pedro Bernardone, vil hombrecito, para condenar a fray Rufino, que es de los hombres más nobles de Asís?», se dice a sí mismo, después de haber ordenado al discípulo ir a predicar «desnudo y sólo con calzones», es decir, sin la túnica campesina que llevaban los frailes. Enamorado de la belleza, la ceguera debía golpearlo en lo más vivo. Conmueve su triple grito a fray Bernardo: «Ven y habla con este ciego». El hombre de Dios mendigaba el consuelo de la amistad. Su actitud caballeresca hacia la mujer, que creyó digna de nuevos horizontes de apostolado, se revela en el ágape fraternal con Santa Clara y en el convite y en la acogida a dama Jacoba. Las Florecillas nos presentan al asceta; pero nos presentan también al hombre generoso, delicado, afectuoso con los amigos y con los huéspedes; sensible a toda gentileza y, tal vez, a toda frase intencionada. La pobreza voluntaria no le impide aceptar las cortesías de los demás; pero las somete a la humillación, dolorosa para un donante magnífico como él, de no poder devolverlas. Pero esta humillación le es tan querida como un beso de la Pobreza y le da derecho a pedir al Señor, su gran tesorero, lo que desea para sus benefactores. Las Florecillas nos presentan al poeta de la pobreza, de la libertad, de la naturaleza y, en modo particular, de los pájaros, las criaturas menos sometidas al trabajo, menos ligadas a la tierra, por eso más libres y felices del mundo. Un intenso batir de alas se cierne sobre estas paginas: tórtolas en las Carceri, golondrinas en Bavena, pájaros de toda especie en el Alvernia, alondras en la Porciúncula, sobre la cabaña del Tránsito. Parece sólo poesía pero es mucho más; es la felicidad de la naturaleza inocente, como antes de la caída de Adán. Respecto a la sensibilidad estética del Santo de Asís, no es necesario negar ni exagerar; sería siempre desfigurar su fisonomía.
El Romanticismo ha extraído de las Florecillas un San Francisco poéticamente suave, el Pobrecito dulcísimo, amigo de los pájaros y de los corderitos, pero en realidad las Florecillas nos presentan también a un Francisco duro consigo mismo y con los demás; capaz de castigar severamente a sus discípulos, de responder al diablo con plebeya violencia; un Francisco audaz hasta la temeridad, que hace frente a lobos, bandidos y sediciosos en luchas; que emprende, en plena guerra, un viaje a Palestina; que se arriesga desarmado en medio de los sarracenos; que desafía la hoguera por sed de martirio y por ansias de pureza.
Pero el hombre es absorbido por el santo, es decir, las tendencias naturales de Francisco, sus mismas flaquezas, son consumidas por el fuego que arde en el centro de su vida; el amor de Dios, ese amor «que no endurece el corazón del hombre fiel, antes bien, lo ablanda», hace a Francisco paternal con el frailecito joven, con fray Ricerio, con el caballero cortés, con los ladrones de Monte Casale, con el leproso encolerizado, con el Sultán irreductible. Su dolor más grande es la ofensa a Dios. Su obra tiende a beneficiar a los hombres, librándolos del pecado para llevarlos a celebrar al Creador. Cuida del cuerpo para llegar al alma porque sabe que nada mejor que la caridad diligente, incansable, afectuosa induce a un acto de Fe. La bondad de un hombre hace creer en Dios. La obra fraternal de San Francisco comienza siempre por la oración. Sin oración no hay Gracia, sin Gracia no hay salvación, ni temporal ni eterna. Por eso, antes de salir al encuentro del lobo, San Francisco hace la señal de la cruz; antes de curar al leproso, «ruega devotamente por él a Dios»; mientras el Guardián atiende con pan y vino a los ladrones, «ruega a Dios que ablande sus corazones y los convierta a la penitencia»; antes de descubrir al «hombre cortés», que muy gentilmente lo había hospedado, el deseo de tenerlo entre sus frailes, ruega «larga y devotísimamente» al Señor para que lo llame a la vida religiosa; antes de corregir a sus discípulos, ruega; en cualquier cosa que haga, su acción es precedida, acompañada, seguida por la oración, atmósfera divina de su alma.
El Romanticismo, tomando literalmente la humildad de San Francisco que se confiesa «bobo e ignorante», se complace en presentarlo como un poeta primitivo, inspirado por la naturaleza e inmediato en la expresión; pero las Florecillas muestran, a quien las lee con la debida preparación religiosa, una vigorosa trama bíblica y especialmente paulina, que informaba la oración de San Francisco, sus diálogos y sus cantos.
Las Florecillas descubren, para nuestro consuelo, la humanidad del santo, pero nos enseñan, sin embargo, que en San Francisco el santo prevalece sobre el hombre. Prevalece, pero, me apresuro a añadir, sin anular al hombre; lo limpia de las escorias terrenas para hacer resplandecer sus rasgos divinos. San Francisco fue originalísimo, porque, negándose a sí mismo para dejar vivir en sí a Jesucristo, tuvo la recompensa que Jesús da a sus fieles y que en el fondo es el homenaje al Padre Celestial. Por este camino San Francisco se encontró a sí mismo, acentuó la propia personalidad con esos rasgos que el Padre divino había impreso en él, y que una vida pecadora habría borrado y una vida demasiado humana habría alterado reduciéndolos a un nivel común. Donde Jesucristo entra y reina, allí entra y reina el Creador que forja las almas con lineamientos propios y, artista supremo, no se repite jamás.
Esto explica la singular fascinación que San Francisco ejerce sobre el mundo, y que, hasta en su época, provocaba en fray Maseo la impertinente pregunta: «¿Por qué todo el mundo viene en pos de ti?», y en nosotros, con más respeto pero con el mismo estupor: «¿Cómo es posible que un santo de vida austerísima, inimitable por su absoluta pobreza, que pareció sobrepasar el consejo evangélico, atraiga a los hombres alejados de la Iglesia, según el testimonio de siete siglos y especialmente de los últimos, los más laicos de todos?»
Los antiguos, por ser creyentes, respondieron: por su conformidad a Jesucristo. Los modernos, por ser incrédulos, responden: por su amor a la naturaleza y por su profunda humanidad. Las dos respuestas no se contradicen, se complementan. San Francisco quiso imitar fielmente al Maestro y lo consiguió, al punto de obtener el don de la crucifixión; pero no fue una copia exterior; se empeñó en sentir como su Señor, solicitó el honor de amar y sufrir como Él, actuando las palabras de San Pablo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Ese su transferirse todo en Cristo, bien observado por San Buenaventura, no ocurrió sólo en el momento de los estigmas, sino siempre, y por eso, ayudado sin duda por su temperamento de poeta, miró y amó a la naturaleza sin temor de pecar y se unió a la pobreza y a la penitencia como a la oración y a la alabanza. Lo sombrío del Alvernia, la rusticidad de las Carceri, la soledad boscosa de la pequeña isla de Trasimeno lo llevaron a la presencia de Dios no menos que las grandes catedrales y las humildes iglesitas de campaña. Tal vez en esos lugares solitarios pensaba en Jesús orante en la noche sobre los montes, o en el desierto, o en Getsemaní; para imitarlo, precisamente, prefería rezar al descubierto, sintiéndose en cualquier parte en la casa del Padre y amando al universo como templo de Dios.
La presencia del Creador iluminaba a sus ojos la belleza íntima de las criaturas, el corazón de Cristo se las hacía amar. San Francisco era, ciertamente, poeta por naturaleza, pero ese amor respetuoso que sintió por todas las cosas creadas provenía de fuente más elevada. San Francisco era, en verdad, poeta por temperamento, más aún, generoso por impulso; pero esa bondad intuitiva hacia los ladrones, esa abnegación paciente hacia los leprosos, ese coraje ante el Sultán provenían del Maestro. Y también ese no sé qué de sencillo y de libre, de primitivo y de genial, que brilla en cada uno de sus gestos dulcificando la aspereza de la ascesis, ese no sé qué de alado que lo distingue de entre los santos y que nosotros llamamos poesía, es, en realidad, una compenetración total del espíritu de Nuestro Señor que también fue sumo poeta, si por poesía se entiende no «el insignificante verso», sino la belleza y el heroísmo.
IV.- Los «pobrecitos» en las «Florecillas»
Las Florecillas nos hacen asistir al nacimiento de la Primera y de la Tercera Orden. El origen es humilde como la fuente de algunos ríos, que manan exiguos de remotos manantiales montanos y que después crecen a través de los continentes hasta el mar.
La Primera Orden nació aquella noche de abril de 1209 en que Bernardo de Quintavale espió a San Francisco orante en su habitación. Mientras el santo rezaba y temía la revelación de la responsabilidad de fundador que Dios le imponía, él, Bernardo, convencido ya de la santidad del hijo de Pedro Bernardone, se decidía a imitarlo. La Primera Orden nacía con la oración matutina de los dos amigos en la Iglesia de San Nicolás, con el sello del sacrificio de la Misa y con la Regla basada directamente en el Evangelio. La Primera Orden fue manifestada al pueblo con el grandioso gesto de maese Bernardo, el estimado caballero de Asís que en la plaza comunal distribuyó lo suyo a los pobres en medio del estupor de todos. Y si un sacerdote allí presente tuvo un momento de mezquindad pensando que el otro, ese Francisco que esparcía a diestra y siniestra los dineros de maese Bernardo, olvidaba pagar sus deudas, y se lo recordó groseramente, en ese momento de avaricia hubo sin embargo un sentimiento de envidia por la nueva maravillosa vida de los dos hombres que, de un salto, se elevaban por encima de la muchedumbre afanosa de ganancia. En efecto, el sacerdote Silvestre se volvió fray Silvestre, hombre de oración y de consejo.
Los primeros compañeros de San Francisco son todos caballeros de dama Pobreza, pero todos conservan una fisonomía inconfundible, no debilitada por la Regla, no mortificada por la obediencia que, no obstante, era severísima. El más enteramente reconocido en las Florecillas es Bernardo, que posee todas las virtudes del primogénito, permaneciendo hasta el final humilde, pobre, dulce, profundamente contemplativo aún en la acción. Interrumpe gustoso el peregrinaje a Santiago de Compostela que, en verdad, su corazón deseaba, para asistir a un leproso; enviado a Bolonia «para que rindiera frutos», en lugar de destilar doctas prédicas, Bernardo calla. En vez de presentarse como hombre inteligente y sabio se expone a ser juzgado bobo, en el sentido moderno de la palabra, y se deja burlar por los rapazuelos. Este método, según la lógica corriente, en una ciudad de estudiosos debería naufragar desacreditando a Bernardo y, con él, a todos los franciscanos; por el contrario, puesto que él se aniquiló para dejar obrar sólo a Dios, Dios le concedió plena victoria. Los intelectuales fueron conquistados precisamente por ese silencio, por esa sencillez evangélica; el «lugar», que así se llamaban los primeros conventos, fue fundado y floreció, tanto que Bernardo para evitar la admiración de los boloñeses ruega a San Francisco ser enviado a otra parte. Hombre de oración, «marcha con la mente y el rostro elevados al cielo», ama el retiro en los montes por veinte o treinta días, sin preocuparse del alimento, tanto que fray Gil dice de él que «volando se saciaba como las golondrinas». Hombre de penitencia, come lo suficiente para sentir el sabor del renunciamiento. Admirador sin límites de San Francisco, Bernardo llega a la tortura cuando éste le ordena ponerle un pie sobre la boca para castigarlo por una sospecha alimentada contra él. Esa es, tal vez, la prueba más difícil de su vida. El maestro no encuentra defecto que reprocharle y en el momento de la muerte lo bendice con muy especial bendición. Bernardo posee exquisita delicadeza con los frailes sus hermanos; próximo a morir, cuando ve llegar a fray Gil que alegremente le dice: «Sursum corda», piensa en seguida en los gustos del amigo y ordena prepararle un lugar apto para la contemplación.
La intensa vida interior de fray Gil está luego representada en su silencioso abrazo con Luis IX, episodio legendario, pero de esa leyenda que recoge el núcleo de la historia.
Fray Maseo, alto, fuerte, excelente, facundo, afortunado en la cuestación, está un poco pagado de sus cualidades, como lo demuestra la pregunta un tanto burlona que por tres veces hizo a su fundador: «¿Por qué a ti?», pero se sometió humildemente al triple oficio de cocinero, portero y pordiosero, y al molinete que San Francisco le impone en el trivio cercano a Siena. Las duras lecciones del Maestro caen en buen terreno; fray Maseo pedirá a Dios la virtud de la humildad «con ayunos, vigilias, oraciones y grandísimo llanto».
Fray Rufino, noble de Asís, es virtuosísimo, pero anida en él un pequeño resto de soberbia feudal, cuando el demonio, bajo la forma de crucificado, lo tienta a abandonar a San Francisco, o cuando rehúsa predicar en Asís y, por ello, como todos saben, es castigado.
Fray León goza de toda la confianza de San Francisco que lo define «ovejuela de Dios». Él es su confesor, secretario, enfermero, y más tarde será el documentador de su íntima santidad, el narrador cándido y nostálgico de los episodios característicos de su vida (El Espejo de perfección, a pesar de la negación de algunos estudiosos de cosas franciscanas, es casi totalmente suyo). Dos diálogos famosos se desarrollan con él en las Florecillas: el diálogo de la perfecta alegría, en el que la teoría paulina de la Cruz es celebrada con grado de poesía, y el diálogo de la humildad, o sea esos maitines recitado sin breviario por San Francisco y por fray León en el que la humildad del santo fue vencida por la «sencillez de paloma» del discípulo que respondía lo contrario de cuanto él quería.
Fray León está junto a San Francisco en el Alvernia durante el período de los estigmas. Queda aterrorizado ante los hechos sobrenaturales que revelan quién es su maestro. Ve a San Francisco en éxtasis, levantado de la tierra, y llora su miseria de pecador; va de noche a su pequeña celda para recitar juntos los maitines, pero no encontrándolo, «a la luz de la luna va buscando lentamente por la selva»; lo sorprende en coloquio con Dios; ve «una luz bellísima y muy resplandeciente sobre su cabeza»; después, sintiéndose descubierto, queda aterrorizado y querría «que la tierra lo tragase» antes que disgustar al maestro con riesgo de ser privado de su compañía. En cambió, cuando San Francisco lo consuela, se le confía y le permite, precisamente a él «entre todos el más sencillo y el más puro», curar sus llagas, fray León se sumerge en la humildad ante su penitente, de quien será el intérprete más fiel.
Entre estos hombres interesados en ocultarse resalta fiera la figura de fray Elías que rehúsa responder al incógnito peregrino, en el que se oculta un ángel. Pero por mucho que el autor de las Florecillas ponga en evidencia su carácter autoritario, su expulsión de la Orden, su rebelión contra la Iglesia, no calla, sincero como es, un hecho indiscutible que lo rehabilita frente a Dios y a la historia, es decir, que Elías ama a San Francisco y confía en su protección. Por este amor, que sabe comprender la grandeza social del santo y la misión de la Orden en el mundo, merece la bendición del maestro y su oración que lo salva del infierno.
Además de estas figuras de mayor relieve, otras se presentan en el fondo: Nicolás de Pepoli, el «sabio doctor en leyes», boloñés, que intuyó la santidad de fray Bernardo y de su Regla; Peregrino y Ricerio, «dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona», el primero «muy literato y gran decretalista», el otro tan convencido de la santidad de San Francisco que remite a su intuición el saber si él estaba o no estaba en gracia de Dios; el frailecito joven curioso de conocer la oración nocturna del maestro; el desconocido fraile de la Porciúncula, liberado de una fuerte tentación de odio hacia un hermano.
Son originales estos frailes. Rezan bien en la soledad, en las cumbres, en las selvas. «Hombres crucificados» los define y los quiere San Francisco que, corazón valeroso, enseña a amar el dolor y la muerte; hombres crucificados y, sin embargo, libres como pájaros, crucificados alados que, rezando, extendiéndose en los cielos y predicando y convirtiendo, rozan como golondrinas la tierra. Según la bendición de San Francisco van, como pájaros, a todos los puntos cardinales, a Francia, a Alemania, a España, a Egipto, a Palestina; sin dinero, sin ropas, sin temor al hambre, al frío, a los peligros (pero ¿existen peligros para quien no tiene nada que perder, ni siquiera la vida, ya ofrendada a Dios?); van hacia lo desconocido con magnífico espíritu, que el mundo diría de aventura y que los cristianos dicen de apostolado.
En sólo doce años los «pobrecitos» crecieron a tal punto que en 1221 el capítulo de las esteras ofrecía el panorama de cinco mil frailes en el llano de Santa María de los Angeles, alrededor de la Porciúncula, «divididos en grupos» en chozas de zarzas. Si bien paraban allí por pocos días, prontos a emprender el vuelo hacia lejanas tierras, como una bandada de pájaros, causaban una impresión poderosa. Cinco mil hombres: una fuerza. Parécele al Cardenal Ugolino, gran protector y amigo de San Francisco, «un verdadero campo y ejército de caballeros de Cristo» armados de cilicio y de oración.
Sin embargo ese campo, tan compacto en apariencia, estaba ya surcado por dos tendencias, que las Florecillas personifican en fray Bernardo y en fray Elías; una, la de quienes propugnaban la absoluta pobreza, la vida contemplativa y el apostolado sencillo, activo entre el pueblo; la otra, la de quienes afirmaban el valor de la pobreza mitigada, de la expansión grandiosa, de la excelencia intelectual además de espiritual de la Orden.
Desde que tuvo la primera revelación, aquella noche de abril en casa de Bernardo, hasta la vigilia de los estigmas, la Orden constituye la apasionada preocupación de San Francisco. «Señor Dios, después de mi muerte, ¿qué será de tu pobre familia que por tu dignidad has encomendado a mí, pecador?» Ante la gran promesa del Señor: «Tu Orden se mantendrá hasta el día del juicio», el santo se tranquiliza; las Florecillas parecen atestiguar la realización de esa promesa con la figura del árbol de la raíz de oro, que, tronchado por la tempestad, renace con áurea y maravillosa florescencia; y con el ejemplo de muchísimos frailes de las dos sucesivas generaciones franciscanas, comenzando por el grande y popularísimo San Antonio de Padua, elocuente aún a los peces.
Pero los autores de los Actus ilustran preferentemente a los frailes de su tierra, Marca de Ancona, la que fue, «como el cielo de estrellas, adornada de santos y ejemplares frailes» como Pedro de Monticello, que habló con San Miguel Arcángel y con la Virgen María; Juan de la Penna, que conoció la hora de su muerte y la esperó con luchas interiores y dulzuras sobrehumanas; Liberato de Loro, que fue curado por la Virgen con tres vasos de electuario paradisíaco; fray Juan del Alvernia (nacido, sin embargo, en Fermo), el místico torturado y embriagado por el amor divino. Estos frailes no poseen, es verdad, la «vivaz santidad... el impulso amoroso y alegre... la serena, imperturbable alegría de niños y, al mismo tiempo, de poetas de la santidad» (B. Bughetti) de los doce primeros, pero su vida angélica termina siempre con «gran alegría y júbilo», como si la hora de la muerte fuese la hora de las nupcias. Así, hasta lo último, el ejemplo de San Francisco era imitado por los suyos, alejados en el tiempo, no en el espíritu.
La Segunda Orden se perfila en las Florecillas con la figura de Santa Clara tomada, sobre todo, en tres momentos fundamentales para la obra del Santo: el convite místico en la Porciúncula, la bendición de los panes en San Damián, la noche de Navidad pasada milagrosamente en la basílica de San Francisco, mientras yacía enferma en su convento. En el primer momento es la pequeña planta frente a su gran jardinero; en el segundo, es la Abadesa Santa frente al Pontífice Gregorio IX, que quería mitigar la Regla; en el tercero, es la virgen de Cristo que obtiene del Esposo divino dones sobrehumanos. Detrás de ella aparecen fugazmente las «hermanas e hijas amadísimas» que la esperan ansiosas y la contemplan admiradas y reverentes.
En otra parte la vemos dar a San Francisco, en pocas palabras y discretamente, el consejo de predicar; más tarde la vemos dar al estigmatizado y casi ciego el consuelo de una «pequeña celda de juncos»; por último, dar el llanto del corazón filial a los despojos del santo, gloriosamente transportados de la Porciúncula a Asís.
Las Florecillas nos hacen también asistir al nacimiento de la Tercera Orden y la colocan, diría, arquitectónicamente, entre la mediata y aconsejadísima decisión de San Francisco de entregarse al apostolado y a la prédica a los pájaros, que puede significar prodigiosa difusión del espíritu seráfico en todas las clases sociales y en todas las partes del mundo. Dama Jacoba y el Conde Orlando son, en las Florecillas, los ejemplos de la muchedumbre que en los siglos siguió al santo y que, sin formar parte de los «pobrecitos», lo amó y asimiló su espiritualidad.
V.- El Franciscanismo en las «Florecillas»
En las Florecillas el Franciscanismo se manifiesta genuino en su ideal de pobreza y en sus hechos para defenderlo, en su doble exigencia de contemplación y de acción, en sus directivas constantes de humildad que conducen a la formación de la verdadera personalidad de pobreza, que inicia en la verdadera libertad, libertad que es disciplina, de una disciplina que es amor, de amor que es sacrificio de sí mismo y comprensión del prójimo. El Franciscanismo se afirma en la fuerza sobrenatural que dirige todas las acciones de los «pobrecitos», insertándose, sin embargo, en la naturaleza que palpita siempre en estas páginas; se manifiesta en la austeridad que llega basada, no obstante, en un plano de cándida y sincera alegría; se manifiesta en el método de apostolado que se sirve de la oración, del ejemplo, de la ayuda fraternal antes que de las palabras, y que en el prójimo culpable ve a un hermano que socorrer antes que a un pecador que convertir, atrae a los alejados antes con el canto que con el precepto.
Los «pobrecitos» rompen los lazos con el mundo, no con la humanidad. No desprecian a nadie, prefieren ser despreciados; en este querer ser despreciado hay una indiferencia que a algún laico puede parecer desprecio y desafío, pero los franciscanos no lo advierten porque se sienten humilde y fraternalmente ligados a la humanidad pecadora.
Se ha dicho que las Florecillas son el breviario del pueblo italiano. Este juicio es al mismo tiempo acertado y exagerado. Acertado, si se quiere decir que refleja ciertas inconscientes virtudes de nuestro pueblo, especialmente la humildad, la adaptabilidad a las incomodidades, la generosidad, la cordial sencillez, la confianza en la Providencia, el espíritu de aventura; exagerado, si se quiere decir que las Florecillas es el libro más leído por los italianos, el libro que más contribuye a su educación religiosa. Al contrario, las Florecillas, conocidas y amadas siempre por los franciscanos celosos, apreciadas por los lingüistas y sobre todo por los puristas del siglo XIX, fueron valoradas como libro de actualidad y nacional por los extranjeros (Görres, Ozanan, Renan, Sabatier, Jeorgensen), fueron puestas nuevamente de moda entre nosotros por los extranjeros, según nuestra pésima costumbre de admirar sólo aquello que nos llega o nos viene de vuelta del otro lado de los Alpes o del otro lado del mar. Pero si con una mayor penetración de la cultura en todos los niveles sociales entraron las Florecillas verdaderamente en nuestras casas, ellas serán no sólo un libro abstractamente representativo de la religiosidad italiana, sino un libro que retempla las virtudes capaces de hacer grande a un pueblo con la linfa divina del Cristianismo.
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Agustín Gemelli, O.F.M., Introducción a la lectura de las «Florecillas»,
en Idem, S. Francisco de Asís y sus "Pobrecitos".
Buenos Aires, Ed. Pax et Bonum, 1949, pp. 107-120.
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Lun Jul 23, 2007 12:01 am Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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+FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO
Y DE SUS COMPAÑEROS
+CONSIDERACIONES SOBRE LAS LLAGAS
Ilustraciones:
José Segrelles y José Benlliure
Introducción, traducción y notas:Lázaro Iriarte, o.f.m.cap.
Texto tomado de:San Francisco de Asís.
Escritos. Biografías. Documentos de la época
Edición preparada por José Antonio Guerra, o.f.m.
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC 399)
Madrid, 1998, 7ª edición (reimpresión), págs. 795-930.
En el nombre de nuestro Señor Jesucristo crucificado
y de su madre la Virgen María.
Este libro contiene ciertas florecillas, milagros y ejemplos devotos del glorioso pobrecillo de Cristo messer San Francisco y de algunos de sus santos compañeros.
En alabanza de Cristo. Amén
Capítulo I
Los doce primeros compañeros de San Francisco
Primeramente se ha de considerar que el glorioso messer San Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Cristo bendito; porque lo mismo que Cristo en el comienzo de su predicación escogió doce apóstoles, llamándolos a despreciar todo lo que es del mundo y a seguirle en la pobreza y en las demás virtudes, así San Francisco, en el comienzo de la fundación de su Orden, escogió doce compañeros que abrazaron la altísima pobreza.
Y lo mismo que uno de los doce apóstoles de Cristo, reprobado por Dios acabó por ahorcarse, así uno de los doce compañeros de San Francisco, llamado hermano Juan de Cappella, apostató y, por fin, se ahorcó. Lo cual sirve de grande ejemplo y es motivo de humildad y de temor para los elegidos, ya que pone de manifiesto que nadie puede estar seguro de perseverar hasta el fin en la gracia de Dios.
Y de la misma manera que aquellos santos apóstoles admiraron al mundo por su santidad y estuvieron llenos del Espíritu Santo, así también los santísimos compañeros de San Francisco fueron hombres de tan gran santidad, que desde el tiempo de los apóstoles no ha conocido el mundo otros tan admirables y tan santos. En efecto, alguno de ellos fue arrebatado hasta el tercer cielo, como San Pablo, y éste fue el hermano Gil; a otro, el hermano Felipe Longo, le fueron tocados los labios con una brasa, como al profeta Isaías; otro, el hermano Silvestre, hablaba con Dios como lo hace un amigo con su amigo, como lo hacía Moisés; otro volaba con la sutileza de su entendimiento hasta la luz de la sabiduría divina como el águila, o sea, Juan Evangelista, y éste fue el humildísimo hermano Bernardo, que explicaba con gran profundidad la Sagrada Escritura; otro fue santificado por Dios y canonizado en el cielo cuando aún vivía en la tierra, y éste fue el caballero de Asís hermano Rufino (1).
Y así, todos se distinguieron por singulares señales de santidad, como se irá viendo seguidamente.
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Lun Jul 23, 2007 12:08 am Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo II
Cómo messer Bernardo,
primer compañero de San Francisco,
se convirtió a penitencia
El primer compañero de San Francisco fue el hermano Bernardo de Asís, cuya conversión fue de la siguiente manera: San Francisco vestía todavía de seglar, si bien había ya roto con el mundo, y se presentaba con un aspecto despreciable y macilento por la penitencia; tanto que muchos lo tenían por fatuo y lo escarnecían como loco; sus propios parientes y los extraños lo ahuyentaban tirándole piedras y barro; pero él soportaba pacientemente toda clase de injurias y burlas, como si fuera sordo y mudo. Messer Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y sabios de la ciudad, fue poniendo atención en aquel extremo desprecio del mundo y en la gran paciencia de San Francisco ante las injurias, y, viendo que, al cabo de dos años de soportar escarnios y desprecios de toda clase de personas, aparecía cada día más constante y paciente, comenzó a pensar y decirse a sí mismo:
-- Imposible que este Francisco no tenga grande gracia de Dios.
Y así, una noche lo convidó a cenar y a dormir en su casa. Y San Francisco aceptó; cenó y durmió aquella noche en casa de él.
Entonces, messer Bernardo quiso aprovechar la ocasión para comprobar su santidad. Le hizo preparar una cama en su propio cuarto, alumbrado toda la noche por una lámpara. San Francisco, con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, San Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: «¡Dios mío, Dios mío!» Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: «¡Dios mío!», sin añadir más (2). Y esto lo decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la majestad divina, que se dignaba inclinarse sobre el mundo en perdición, y se proponía proveer de remedio, por medio de su pobrecillo Francisco, a la salud suya y de tantos otros. Por esto, iluminado de espíritu de profecía, previendo las grandes cosas que Dios había de realizar mediante él y su Orden y considerando su propia insuficiencia y poca virtud, clamaba y rogaba a Dios que con su piedad y omnipotencia, sin la cual nada puede la humana fragilidad, viniera a suplir, ayudar y completar lo que él por sí mismo no podía.
Messer Bernardo veía, a la luz de la lámpara, los actos de devoción de San Francisco, y, considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e impulsado por el Espíritu Santo a mudar de vida. Así fue que, llegado el día, llamó a San Francisco y le dijo:
-- Hermano Francisco: he decidido en mi corazón dejar el mundo y seguirte en la forma que tú me mandes.
San Francisco, al oírle, se alegró en el espíritu y le habló así:
-- Messer Bernardo, lo que me acabáis de decir es algo tan grande y tan serio, que es necesario pedir para ello el consejo de nuestro Señor Jesucristo, rogándole tenga a bien mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo lo podemos llevar a efecto. Vamos, pues, los dos al obispado; allí hay un buen sacerdote, a quien pediremos diga la misa, y después permaneceremos en oración hasta la hora de tercia, rogando a Dios que, al abrir tres veces el misal, nos haga ver el camino que a Él le agrada que sigamos.
Respondió messer Bernardo que lo haría de buen grado. Así, pues, se pusieron en camino y fueron al obispado. Oída la misa y habiendo estado en oración hasta la hora de tercia, el sacerdote, a ruegos de San Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió por tres veces en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Al abrirlo la primera vez salieron las palabras que dijo Jesucristo en el Evangelio al joven que le preguntaba sobre el camino de la perfección: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 11,21). La segunda vez salió lo que Cristo dijo a los apóstoles cuando los mandó a predicar: No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni calzado, ni dinero (Mt 10,9), queriendo con esto hacerles comprender que debían poner y abandonar en Dios todo cuidado de la vida y no tener otra mira que predicar el santo Evangelio. Al abrir por tercera vez el misal dieron con estas palabras de Cristo: El que quiera venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Entonces dijo San Francisco a messer Bernardo:
-- Ahí tienes el consejo que nos da Cristo. Anda, pues, y haz al pie de la letra lo que has escuchado; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado indicarnos su camino evangélico.
En oyendo esto, fuese messer Bernardo, vendió todos sus bienes, que eran muchos, y con grande alegría distribuyó todo a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a los monasterios y a los hospitales. Y en todo le ayudaba, fiel y próvidamente, San Francisco.
Viendo uno, por nombre Silvestre, que San Francisco daba y hacía dar tanto dinero a los pobres, acuciado de la codicia, dijo a San Francisco:
-- No me has terminado de pagar aquellas piedras que me compraste para reparar las iglesias; ahora que tienes dinero, págamelas.
San Francisco se sorprendió de semejante avaricia, y, no queriendo altercar con él, como verdadero cumplidor del Evangelio, metió las manos en la faltriquera de messer Bernardo y, llenándolas de monedas, las hundió en la de messer Silvestre, diciéndole que, si más quisiera, más le daría.
Messer Silvestre quedó satisfecho y se fue con el dinero a casa. Pero por la noche, al recordar lo que había hecho durante el día, se arrepintió de su avaricia y se puso a pensar en el fervor de messer Bernardo y en la santidad de San Francisco; a la noche siguiente y por otras dos noches recibió de Dios esta visión: de la boca de San Francisco salía una cruz de oro, cuya parte superior llegaba hasta el cielo, mientras que los brazos se extendían del oriente al occidente. Movido por esta visión, dio, por amor de Dios, todo lo que tenía y se hizo hermano menor; y llegó en la Orden a tanta santidad y gracia, que hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo, como lo comprobó repetidas veces San Francisco y se dirá más adelante.
Asimismo, messer Bernardo recibió de Dios tanta gracia, que con frecuencia era arrebatado en Dios durante la contemplación; y San Francisco decía de él que era digno de toda consideración y que era él quien había fundado esta Orden, porque fue el primero en abandonar el mundo sin reservarse cosa alguna, sino dándolo todo a los pobres de Cristo; él fue el iniciador de la pobreza evangélica al ofrecerse a sí mismo, despojado totalmente, en los brazos del Crucificado.
El cual sea bendecido de nosotros por los siglos de los siglos. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Jue Jul 26, 2007 11:05 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo III
Cómo San Francisco,
queriendo hablar al hermano Bernardo,
lo halló todo arrebatado en Dios
El devotísimo siervo del Crucificado, San Francisco, con el rigor de la penitencia y el continuo llorar, había quedado casi ciego y no veía apenas (3). Una vez, entre otras, partió del lugar en que estaba y fue a otro lugar (4), donde se hallaba el hermano Bernardo, para hablar con él de las cosas divinas; llegado al lugar, supo que estaba en el bosque en oración, todo elevado y absorto en Dios. San Francisco fue al bosque y le llamó:
-- ¡Ven y habla a este ciego!
Y el hermano Bernardo no le respondió. Es que estaba con la mente absorta y elevada en Dios, por ser hombre de grande contemplación. Y por lo mismo que tenía gracia particular para hablar de Dios, como lo había comprobado muchas veces San Francisco, deseaba hablar con él. Al cabo de un rato le llamó segunda y tercera vez de la misma manera, pero tampoco ahora le oyó el hermano Bernardo, por lo cual no respondió ni vino a su encuentro. En vista de esto, San Francisco se volvió un tanto desconsolado, muy extrañado y quejoso en su interior de que el hermano Bernardo, habiéndole llamado tres veces, no hubiera venido a su encuentro.
Retiróse con este pensamiento San Francisco, y cuando se hubo alejado un poco, dijo a su compañero:
-- Espérame aquí.
Y se fue a un lugar solitario próximo; se postró en oración, pidiendo al Señor que le revelase por qué el hermano Bernardo no le había respondido. Estando así, le vino una voz de Dios que le dijo:
-- ¡Oh pobre hombrecillo! ¿Por qué te has turbado? ¿Acaso debe dejar el hombre a Dios por la creatura? El hermano Bernardo, cuando tú lo llamabas, estaba conmigo, y por eso no podía ir a tu encuentro ni responderte. No te extrañes, pues, de que no pudiera hablarte, ya que estaba tan fuera de sí, que no oía ninguna de tus palabras.
Recibida esta respuesta de Dios, San Francisco volvió en seguida apresuradamente a donde estaba el hermano Bernardo para acusarse humildemente del pensamiento que había tenido acerca de él.
Al verlo venir hacia sí, el hermano Bernardo le salió al encuentro y se echó a sus pies. San Francisco le obligó a levantarse y le contó con gran humildad el pensamiento y la gran turbación que había tenido contra él y cómo el Señor le había reprendido por ello. Y terminó:
-- Te ordeno, por santa obediencia, que hagas lo que voy a mandarte.
El hermano Bernardo, temiendo que San Francisco le impusiera alguna cosa demasiado fuerte, como solía hacerlo, quiso buenamente evitar aquella obediencia, y le respondió:
-- Estoy pronto a obedecerte, si tú me prometes también hacer lo que yo te mande.
San Francisco se lo prometió. Y dijo el hermano Bernardo:
-- Di entonces, Padre, lo que quieres que yo haga.
-- Te mando por santa obediencia -dijo San Francisco- que, para castigar mi presunción y el atrevimiento de mi corazón, al echarme yo ahora boca arriba, me pongas un pie sobre el cuello y el otro sobre la boca, y así pasarás tres veces de un lado al otro insultándome y despreciándome; sobre todo, me dirás: «¡Aguanta ahí, pícaro, haragán, canalla, hijo de Pedro Bernardone! ¿De dónde te viene a ti semejante soberbia, siendo una vilísima creatura?» (5).
Oyendo esto el hermano Bernardo, aunque le resultaba muy duro ejecutarlo, para no sustraerse a la santa obediencia, cumplió con la mayor delicadeza que pudo lo que San Francisco le había mandado. Cuando terminó, le dijo San Francisco:
-- Ahora mándame lo que quieres que yo haga, ya que he prometido obedecerte.
-- Te mando, por santa obediencia -dijo el hermano Bernardo-, que siempre que estemos juntos me corrijas y reprendas ásperamente de mis defectos.
San Francisco se asombró de esto, ya que el hermano Bernardo era de tanta santidad, que le inspiraba grande respeto y no lo encontraba digno de reprensión en ninguna cosa. Por esta razón, en adelante San Francisco procuraba no estar mucho con él, a causa de dicha obediencia, a fin de no verse obligado a decir palabra alguna de corrección a quien reconocía adornado de tanta santidad; cuando le venía el deseo de verlo o de oírle hablar de Dios, se apartaba de él lo antes que podía y se iba. Causaba grandísima devoción ver con qué caridad, miramiento y humildad el padre San Francisco trataba y hablaba al hermano Bernardo, su hijo primogénito.
En alabanza y gloria de Cristo. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Sab Jul 28, 2007 12:52 am Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo IV
Cómo un ángel propuso una cuestión al hermano Elías,
y, respondiéndole éste con orgullo,
fue a referírselo al hermano Bernardo (6)
En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia, llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo (7). Yendo así juntos por el camino, encontraron en un país a un pobre enfermo; San Francisco, compadecido, dijo al hermano Bernardo:
-- Hijo mío, quiero que te quedes aquí a servir a este enfermo.
El hermano Bernardo, arrodillándose humildemente e inclinando la cabeza, recibió la obediencia del Padre santo y se quedó en aquel lugar, mientras San Francisco siguió con los demás compañeros para Santiago.
Llegados allí, se hallaban durante la noche en oración en la iglesia de Santiago, cuando le fue revelado por Dios a San Francisco que tenía que fundar muchos conventos por el mundo, ya que su Orden se había de extender y crecer con una gran muchedumbre de hermanos. Esta revelación movió a San Francisco a fundar conventos en aquellas tierras. Y, volviendo San Francisco por el mismo camino, encontró al hermano Bernardo, y con él al enfermo, con el que lo había dejado, perfectamente curado. Por lo cual, San Francisco, al año siguiente, dio permiso al hermano Bernardo para ir a Santiago.
San Francisco se retiró al valle de Espoleto, y estaba en un eremitorio juntamente con el hermano Maseo, el hermano Elías y algunos otros, todos los cuales tenían buen cuidado de no molestarle ni distraerle mientras oraba; y esto por la gran reverencia que le profesaban y porque sabían que Dios le revelaba cosas grandes en la oración.
Sucedió un día que, estando San Francisco orando en el bosque, llegó a la puerta del eremitorio un joven apuesto y hermoso con atuendo de viaje, que llamó con tanta prisa, tan fuerte y tan largo, que los hermanos se alarmaron ante tan extraño modo de llamar. Fue el hermano Maseo a abrir la puerta y dijo al joven:
-- ¿De dónde vienes, hijo, que llamas de esa forma? Parece que no has estado nunca aquí.
-- Pues ¿cómo hay que llamar? -respondió el mancebo.
-- Da tres golpes pausadamente, uno después de otro -le dijo el hermano Maseo-; después espera hasta que el hermano haya tenido tiempo para rezar el padrenuestro y llegue; si en este intervalo no viene, llama otra vez.
-- Es que tengo mucha prisa -repuso el mancebo-, y he llamado tan fuerte porque tengo que hacer un viaje largo. He venido aquí para hablar con el hermano Francisco, pero él está ahora en contemplación en el bosque y no quiero molestarle; pero anda haz venir al hermano Elías, que quiero hacerle una pregunta, pues he oído decir que es muy sabio.
Fue el hermano Maseo y dijo al hermano Elías que aquel joven quería estar con él. Pero el hermano Elías se incomodó y no quiso ir. El hermano Maseo quedó sin saber qué hacer ni qué respuesta dar al joven: si decía que el hermano no podía ir, mentía; y si decía cómo se había incomodado y no quería ir, temía darle mal ejemplo. Viendo que el hermano Maseo tardaba en volver, el joven llamó otra vez lo mismo que antes. A poco llegó el hermano Maseo a la puerta y dijo al mancebo:
-- No has llamado como yo te enseñé.
-- El hermano Elías -replicó él- no quiere venir; vete, pues, y dile al hermano Francisco que yo he venido para hablar con él; pero, como no quiero interrumpir su oración, dile que me mande al hermano Elías.
Entonces, el hermano Maseo fue a encontrar al hermano Francisco, que estaba orando en el bosque con el rostro elevado hacia el cielo, y le comunicó toda la embajada del joven y la respuesta del hermano Elías. Aquel mancebo era un ángel de Dios en forma humana. Entonces, San Francisco, sin cambiar de postura ni bajar la cabeza, dijo al hermano Maseo:
-- Anda y dile al hermano Elías que, por obediencia, vaya en seguida a ver a ese joven.
Al oír el hermano Elías el mandato de San Francisco, fue a la puerta muy molesto, la abrió estrepitosamente y dijo al joven:
-- Qué es lo que quieres?
-- Apacíguate primero -le dijo el joven-, porque veo que estás alterado. La ira oscurece la mente y no le permite discernir la verdad.
-- ¡Dime de una vez lo que quieres! -insistió el hermano Elías.
-- Te pregunto -continuó el joven- si es lícito a los seguidores del santo Evangelio comer de lo que les ponen delante, como lo dijo Cristo a sus discípulos (Lc 10,7). Y te pregunto, además, si le está permitido a nadie disponer algo en contra de la libertad evangélica.
-- ¡Eso bien me lo sé yo! -respondió el hermano Elías altivamente-; pero no quiero responderte. Métete en tus cosas.
-- Yo sabría responder a esa pregunta mejor que tú -dijo el joven.
A este punto, el hermano Elías, encolerizado, cerró la puerta con rabia y se fue.
Pero luego comenzó a pensar en la pregunta y dudaba dentro de sí, sin saber qué respuesta dar, ya que, siendo como era vicario de la Orden, había prescrito por medio de una constitución, en desacuerdo con el Evangelio y con la Regla de San Francisco, que ningún hermano de la Orden comiese carne. La cuestión que le había sido planteada iba, pues, expresamente contra él (8 ). No acertando a ver claro por sí mismo y reflexionando sobre la modestia del joven al decirle que él sabría responder a la cuestión mejor que él, volvió a la puerta y abrió para pedir al joven la respuesta a dicha pregunta; pero ya se había marchado. La soberbia había hecho al hermano Elías indigno de hablar con el ángel.
En esto volvió del bosque San Francisco, a quien todo esto había sido revelado por Dios, y reprendió fuertemente en alta voz al hermano Elías, diciéndole:
-- Haces mal, hermano Elías orgulloso, echando de nosotros a los santos ángeles que vienen a enseñarnos. A fe que temo mucho que esa soberbia te haga acabar fuera de esta Orden.
Y así sucedió, como San Francisco se lo había predicho, ya que murió fuera de la Orden.
Aquel mismo día y en la hora en que el ángel se marchó, este mismo ángel se apareció en aquella forma al hermano Bernardo, que volvía de Santiago y estaba a la orilla de un grande río, y le saludó en su lengua:
-- ¡Dios te dé la paz, buen hermano!
No salía de su extrañeza el hermano Bernardo al ver la apostura del joven y al escuchar el habla de su patria, con el saludo de paz y el semblante festivo.
-- ¿De dónde vienes, buen joven? -le preguntó.
-- Vengo -le respondió el ángel- de tal lugar, donde se halla San Francisco. He ido para hablar con él; pero no he podido, porque estaba en el bosque absorto en la contemplación de las cosas divinas, y no he querido molestarle. En el mismo lugar están los hermanos Maseo, Gil y Elías; y el hermano Maseo me ha enseñado a llamar a la puerta según el estilo de los hermanos. Pero el hermano Elías no ha querido responderme a la pregunta que yo le he hecho; después se ha arrepentido, ha querido escucharme, y no ha podido.
Luego dijo el ángel al hermano Bernardo:
-- ¿Por qué no pasas a la otra parte?
-- Tengo miedo, porque veo que hay mucha profundidad -respondió el hermano Bernardo.
-- Pasemos los dos juntos; no tengas miedo -dijo el ángel.
Y, tomándolo de la mano, en un abrir y cerrar de ojos lo puso al otro lado del río. Entonces, el hermano Bernardo cayó en la cuenta de que era un ángel de Dios, y exclamó con gran reverencia y gozo:
-- ¡Oh ángel bendito de Dios!, dime cuál es tu nombre.
-- ¿Por qué me preguntas por mi nombre, que es maravilloso? -respondió el ángel.
Dicho esto, desapareció, dejando al hermano Bernardo muy consolado, hasta el punto que hizo todo aquel viaje lleno de alegría. Se fijó en el día y en la hora en que se le había aparecido el ángel, y, llegando al lugar donde estaba San Francisco con los compañeros mencionados, les refirió todo punto por punto.
Y conocieron con certeza que era el mismo ángel el que aquel mismo día y en aquella hora se había aparecido a ellos y a él. Y dieron gracias a Dios. Amén.
6) Relato abiertamente partidista, fruto del ambiente en que brotaron las Florecillas. El hermano Elías, segundo sucesor de San Francisco en el gobierno de la Orden, fue mirado, en el círculo de los celantes, como el responsable de la primera desviación del puro ideal. En la literatura «espiritual» es frecuente la contraposición entre el hermano Elías, el hombre de gobierno que gozó de la confianza del Fundador, y el hermano Bernardo, el primogénito, a quien se consideraba como suplantado por aquél.
7) San Francisco realizó su viaje a España entre 1213 y 1215, con intención de pasar a Marruecos a predicar el Evangelio (cf. 1 Cel 56). Evidentemente, en el relato hay un error cronológico, ya que Elías no comenzó a ejercer el cargo de ministro general sino en 1221, a la muerte de Pedro Cattani. Otro anacronismo es el hablar de fundación de conventos en una fecha en que San Francisco se oponía a toda forma de morada estable.
8 ) La regla primera, compuesta de 1210 a 1221, prescribía: «Y, según el Evangelio, puedan comer de cuantos manjares les ofrezcan» (1 R 3,13). Con ello, la nueva Orden rompía con la tradición monástica de la abstinencia perpetua de carne. Pero el sector de los prudentes veía en esto una inferioridad respecto a las demás órdenes, en especial la del Cister, tenida a la sazón en gran estima. Aprovechando la ausencia de San Francisco, cuando su viaje a Oriente, los vicarios que él había dejado en Italia habían impuesto la abstinencia monástica. Es posible que el relato de las Florecillas atribuya al hermano Elías la constitución de los vicarios, anulada al regreso del Fundador (1220). La Regla bulada (1223) mantendría la libertad evangélica de comer de todo (2 R 3,14).
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Ultima edición por clauabru el Sab Jul 28, 2007 12:55 am, editado 1 vez |
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clauabru Moderador
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clauabru Moderador
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Lun Jul 30, 2007 11:02 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo V
Cómo el hermano Bernardo fue a Bolonia
y fundó allí un lugar
Puesto que San Francisco y sus compañeros habían sido llamados y elegidos por Dios para llevar la cruz de Cristo en el corazón y en las obras y para predicarla con la lengua, parecían, y lo eran, hombres crucificados en la manera de vestir, en la austeridad de vida y en sus acciones y obras; de ahí que deseaban más soportar humillaciones y oprobios por el amor de Cristo que recibir honores del mundo, muestras de respeto y alabanzas vanas; por el contrario, se alegraban de las injurias y se entristecían con los honores. Y así iban por el mundo como peregrinos y forasteros, no llevando consigo sino a Cristo crucificado. Y, puesto que eran verdaderos sarmientos de la verdadera vid, Jesucristo, producían copiosos y excelentes frutos en las almas que ganaban para Dios.
Sucedió en los comienzos de la Orden que San Francisco envió al hermano Bernardo a Bolonia con el fin de que, según la gracia que Dios le había dado, lograse allí frutos para Dios. El hermano Bernardo, haciendo la señal de la cruz, se puso en camino con el mérito de la santa obediencia y llegó a Bolonia. Al verle los muchachos con el hábito raído y basto, se burlaban de él y le injuriaban, como se hace con un loco; y el hermano Bernardo todo lo soportaba con paciencia y alegría por amor de Cristo. Más aún, para recibir más escarnios, fue a colocarse de intento en la plaza de la ciudad. Cuando se hubo sentado, se agolparon en derredor suyo muchos chicuelos y mayores; unos le tiraban del capucho hacia atrás, otros hacia adelante; quién le echaba polvo, quién le arrojaba piedras; éste lo empujaba de un lado, éste del otro. Y el hermano Bernardo, inalterable en el ánimo y en la paciencia, con rostro alegre, ni se quejaba ni se inmutaba. Y durante varios días volvió al mismo lugar para soportar semejantes cosas.
Y como la paciencia es obra de perfección y prueba de la virtud, no pasó inadvertida a un sabio doctor en leyes toda esa constancia y virtud del hermano Bernardo, cuya serenidad no pudo alterar ninguna molestia ni injuria; y dijo entre sí:
-- Imposible que este hombre no sea un santo.
Y, acercándose a él, le preguntó:
-- ¿Quién eres tú y por qué has venido aquí?
El hermano Bernardo, por toda respuesta, metió la mano en el seno, sacó la Regla de San Francisco y se la dio para que la leyese. Cuando la hubo leído, considerando aquel grandísimo ideal de perfección, se volvió a sus acompañantes lleno de estupor y admiración y dijo:
-- Verdaderamente éste es el más alto estado de religión que he oído jamás. Este hombre y sus compañeros son las personas más santas de este mundo, y obra muy mal quien le injuria, siendo así que merece ser sumamente honrado, porque es un verdadero amigo de Dios.
Y dijo al hermano Bernardo:
-- Si tenéis intención de asentaros en un lugar donde poder servir a Dios a vuestro gusto, yo os lo daría de buen grado por la salud de mi alma.
-- Señor -respondió el hermano Bernardo-, yo creo que esto os lo ha inspirado nuestro Señor Jesucristo; por lo tanto, acepto gustosamente vuestro ofrecimiento a honor de Cristo.
Entonces, dicho juez, con gran alegría y caridad, llevó al hermano Bernardo a su casa y después le donó el lugar que le había prometido; todo lo acomodó y completó a su costa; y en adelante se hizo padre y defensor especial del hermano Bernardo y de sus compañeros.
El hermano Bernardo comenzó a ser muy honrado de la gente por su vida santa; en tal grado, que se tenía por feliz quien podía tocarle o verle. Pero él, verdadero y humilde discípulo de Cristo y del humilde Francisco, temió que la honra del mundo viniera a turbar la paz y la salud de su alma, y un buen día se marchó, y, volviendo donde San Francisco, le dijo:
-- Padre, ya está hecha la fundación en Bolonia. Manda allá otros hermanos que la mantengan y habiten, porque yo no tenía ya allí ganancia; al contrario, por causa de la demasiada honra que me daban, temía perder más de lo que ganaba.
Entonces, San Francisco, al oír al por menor todo cuanto Dios había obrado por medio del hermano Bernardo, dio gracias a Dios, que de ese modo comenzaba a acrecentar a los pobrecillos discípulos de la cruz. Y luego envió a algunos de sus compañeros a Bolonia y a Lombardía, los cuales fundaron muchos lugares en diversas partes.
En alabanza y reverencia del buen Jesús. Amén. _________________
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clauabru Moderador
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Mie Ago 01, 2007 4:43 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo VI
Cómo San Francisco bendijo al hermano Bernardo
antes de morir
Era tal la santidad del hermano Bernardo, que San Francisco le profesaba gran respeto y muchas veces lo alababa. Estando un día San Francisco en devota oración, le fue revelado por Dios que el hermano Bernardo, por permisión divina, habría de sostener muchas y duras batallas de parte de los demonios; por lo que San Francisco tuvo grande compasión de él, pues lo amaba como a un hijo; y por muchos días oró con lágrimas, rogando a Dios por él y recomendándolo a Jesucristo para que obtuviera victoria contra el demonio. Un día que oraba con esa devoción, le respondió el Señor:
-- No temas, Francisco, porque todas las tentaciones con que ha de ser combatido el hermano Bernardo son permitidas por Dios para ejercicio de su virtud y para corona de sus méritos. Y acabará obteniendo victoria de todos los enemigos, ya que él es uno de los comensales del reino de Dios.
Esta respuesta le dio a San Francisco grandísima alegría, y dio gracias a Dios. Y desde entonces sintió hacia él cada vez mayor amor y respeto.
Y bien se lo demostró, no sólo durante la vida, sino también en el trance de la muerte. Estando, en efecto, San Francisco para morir y viéndose, como el santo patriarca Jacob, rodeado de sus hijos, acongojados y llorosos por la partida de un padre tan amable, preguntó:
-- ¿Dónde está mi primogénito? Acércate, hijo mío, para que te bendiga mi alma antes de que yo muera.
Entonces, el hermano Bernardo dijo al oído al hermano Elías, que era vicario de la Orden:
-- Padre, ponte a la mano derecha del Santo para que te bendiga.
Y, colocándose el hermano Elías a la mano derecha, San Francisco, que había perdido la vista por el demasiado llorar, posó la mano derecha sobre la cabeza del hermano Elías y dijo:
-- No es ésta la cabeza de mi primogénito el hermano Bernardo.
Entonces, el hermano Bernardo se le acercó por la mano izquierda, y San Francisco cruzó las manos, poniendo la derecha sobre la cabeza del hermano Bernardo y la izquierda sobre la cabeza del hermano Elías, y dijo al hermano Bernardo:
-- Bendígate el Padre de nuestro Señor Jesucristo con toda bendición espiritual y celestial, porque tú eres el primogénito elegido en esta santa Orden para dar ejemplo evangélico en el seguimiento de Cristo mediante la pobreza evangélica, pues no sólo diste todo lo tuyo y lo distribuiste total y libremente a los pobres por amor de Cristo, sino que te ofreciste a ti mismo en esta Orden en sacrificio de suavidad. Seas, pues, bendito de nuestro Señor Jesucristo y de mí, siervo suyo pobrecillo, con bendición eterna, en tu caminar y en tu reposar, despierto y dormido, en vida y en muerte. Quien te bendiga sea lleno de bendición y quien te maldiga no quede sin castigo. Sé el jefe de tus hermanos y a tu mandato obedezcan todos ellos; ten facultad para recibir candidatos a la Orden y para expulsar a los que tú quieras; y ningún hermano tenga potestad sobre ti y tengas libertad para ir y estar donde te agrade (1).
Después de la muerte de San Francisco, los hermanos amaron y respetaron al hermano Bernardo como a venerable padre. Cuando estaba para morir, acudieron muchos hermanos de diversas partes del mundo; entre ellos, aquel angélico y divino hermano Gil, el cual, al ver al hermano Bernardo, le dijo con alegría:
-- ¡Sursum corda, hermano Bernardo, sursum corda! ( ¡arriba los corazones!)
Y el santo hermano Bernardo encargó secretamente a un hermano que preparase al hermano Gil un lugar apto para la contemplación; y así se hizo.
Y cuando el hermano Bernardo se halló en la hora de la muerte, hizo que lo incorporasen y habló en estos términos a los hermanos que tenía delante:
-- Hermanos carísimos: no os diré muchas palabras; pero quiero recordaros que vosotros vivís la misma vida religiosa que yo he vivido; y un día os hallaréis en el mismo estado en que yo ahora me hallo. Y os digo, como lo siento en mi alma, que no querría, ni por mil mundos como éste, haber dejado de servir a nuestro Señor Jesucristo y a vosotros. Os suplico, hermanos míos carísimos, que os améis los unos a los otros.
Después de estas palabras y otras buenas enseñanzas, se extendió en la cama, y su rostro apareció resplandeciente y alegre en extremo, de lo que todos los hermanos se maravillaron. En medio de aquel gozo, pasó su alma santísima, coronada de gloria, de la vida presente a la vida bienaventurada de los ángeles (2).
En alabanza y gloria de Cristo. Amén.
1) Se trata de un calco de la bendición de Jacob a sus hijos; en especial, el gesto de cruzar las manos sobre los dos hijos de José (Gén 48,13-17). El hecho fue cierto y lo refiere Tomás de Celano (1 Cel 108), pero en un sentido exactamente contrario: Francisco cruzó las manos para poner la derecha sobre el hermano Elías, su vicario (cf. 2 Cel 216). Según LP 12 y el EP 107, Francisco habría posado la diestra sobre la cabeza del hermano Gil y habría dicho: «No es ésta la cabeza de mi hermano Bernardo».
2) La muerte del hermano Bernardo debió de ocurrir entre los años 1242 y 1246. En 1242 se hallaba en el convento de Siena.
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clauabru Moderador
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Vie Ago 03, 2007 3:08 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo VII
Cómo San Francisco pasó una cuaresma
en una isla del lago de Perusa
con sólo medio panecillo
Al verdadero siervo de Dios San Francisco, ya que en ciertas cosas fue como un segundo Cristo dado al mundo para la salvación de los pueblos, quiso Dios Padre hacerlo, en muchos aspectos de su vida, conforme y semejante a su Hijo Jesucristo, como aparece en el venerable colegio de los doce compañeros, y en el admirable misterio de las sagradas llagas, y en el ayuno continuo de la santa cuaresma, que realizó de la manera siguiente:
Hallándose en cierta ocasión San Francisco, el último día de carnaval, junto al lago de Perusa en casa de un devoto suyo, donde había pasado la noche, sintió la inspiración de Dios de ir a pasar la cuaresma en una isla de dicho lago. Rogó, pues, San Francisco a este devoto suyo, por amor de Cristo, que le llevase en su barca a una isla del lago totalmente deshabitado y que lo hiciese en la noche del miércoles de ceniza, sin que nadie se diese cuenta. Así lo hizo puntualmente el hombre por la gran devoción que profesaba a San Francisco, y le llevó a dicha isla. San Francisco no llevó consigo más que dos panecillos. Llegados a la isla, al dejarlo el amigo para volverse a casa, San Francisco le pidió encarecidamente que no descubriese a nadie su paradero y que no volviese a recogerlo hasta el día del jueves santo. Y con esto partió, quedando solo San Francisco.
Como no había allí habitación alguna donde guarecerse, se adentró en una espesura muy tupida, donde las zarzas y los arbustos formaban una especie de cabaña, a modo de camada; y en este sitio se puso a orar y a contemplar las cosas celestiales. Allí se estuvo toda la cuaresma sin comer otra cosa que la mitad de uno de aquellos panecillos, como pudo comprobar el día de jueves santo aquel mismo amigo al ir a recogerlo; de los dos panes halló uno entero y la mitad del otro. Se cree que San Francisco lo comió por respeto al ayuno de Cristo bendito, que ayunó cuarenta días y cuarenta noches, sin tomar alimento alguno material. Así, comiendo aquel medio pan, alejó de sí el veneno de la vanagloria, y ayunó, a ejemplo de Cristo, cuarenta días y cuarenta noches.
Más tarde, en aquel lugar donde San Francisco había hecho tan admirable abstinencia, Dios realizó, por sus méritos, muchos milagros, por lo cual la gente comenzó a construir casas y a vivir allí. En poco tiempo se formó una aldea buena y grande. Allí hay un convento de los hermanos que se llama el convento de la Isla (3). Todavía hoy los hombres y las mujeres de esa aldea veneran con gran devoción aquel lugar en que San Francisco pasó dicha cuaresma.
En alabanza de Cristo bendito. Amén.
3) Se trata de Isola Maggiore, en el lago Trasimeno. Dos capillas recuerdan el lugar donde habría desembarcado San Francisco y aquel en que pasó la cuaresma. El antiguo convento ha desaparecido. _________________
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clauabru Moderador
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Dom Ago 05, 2007 11:02 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo VIII
Cómo San Francisco enseñó al hermano León
en qué consiste la alegría perfecta (4)
Iba una vez San Francisco con el hermano León de Perusa a Santa María de los Angeles en tiempo de invierno. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío, llamó al hermano León, que caminaba un poco delante (5), y le habló así:
-- ¡Oh hermano León!: aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grande ejemplo de santidad y de buena edificación, escribe y toma nota diligentemente que no está en eso la alegría perfecta.
Siguiendo más adelante, le llamó San Francisco segunda vez:
-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que aún es más, resucite a un muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la alegría perfecta.
Caminando luego un poco más, San Francisco gritó con fuerza:
-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la alegría perfecta.
Yendo un poco más adelante, San Francisco volvió a llamarle fuerte:
-- ¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la alegría perfecta.
Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte:
-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la alegría perfecta.
Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó:
-- Padre, te pido, de parte de Dios, que me digas en que está la alegría perfecta.
Y San Francisco le respondió:
-- Si, cuando lleguemos a Santa María de los Angeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois vosotros?» Y nosotros le decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como a indeseables importunos, diciendo: «¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!» Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta.
-- Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo? (1 Cor 4,7). Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo (Gál 6,14).
A Él sea siempre loor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
4) La florecilla de la alegría perfecta, tan bella en su composición como evangélicamente profunda, es, en realidad, la poetización de la quinta de las Admoniciones de San Francisco: «Nadie se enorgullezca, sino gloríese en la cruz del Señor»; y responde a un tema que sale al paso reiteradamente en los escritos del Santo (1 R 14.16.17.22; 2 R 10; Adm 6.9.11-15.18; 2 Cel 145). El autor de Actus-Fioretti no ha hecho sino escenificar una anterior redacción, más breve, dada a conocer por B. Bughetti en AFH 20 (1927) pp. 85-108, y publicada por J. Cambell como supuesto fragmento de la Legenda antiqua. El dramatismo adquiere en ésta mayor fuerza, ya que el mismo Fundador, en calidad de tal y a sabiendas, es rechazado brutalmente. Cf. el texto entre los Escritos de San Francisco.
5) Era la manera evangélica de caminar Francisco y sus hermanos. Dante se hace eco, en Divina comedia (Inf. 23,1-3), del espectáculo, ya popular, de los hermanos menores «caminando de dos en dos: uno delante y otro detrás». _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mar Ago 07, 2007 4:57 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo IX
Cómo San Francisco y el hermano León
rezaron maitines sin breviario
En los comienzos de la Orden estaba una vez San Francisco con el hermano León en un eremitorio donde no tenían los libros para rezar el oficio divino. Llegada la hora de los maitines, dijo San Francisco al hermano León:
-- Carísimo, no tenemos breviario para rezar los maitines; pero vamos a emplear el tiempo en la alabanza de Dios. A lo que yo diga, tú responderás tal como yo te enseñaré; y ten cuidado de no cambiar las palabras en forma diversa de como yo te las digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantas maldades y tantos pecados en el siglo, que eres digno del infierno». Y tú, hermano León, responderás: «Así es verdad: mereces estar en lo más profundo del infierno».
-- De muy buena gana, Padre. Comienza en nombre de Dios -respondió el hermano León con sencillez colombina.
Entonces, San Francisco comenzó a decir:
-- ¡Oh hermano Francisco!: tú cometiste tantos pecados en el mundo, que eres digno del infierno.
Y el hermano León respondió:
-- Dios hará por medio de ti tantos bienes, que irás al paraíso.
-- No digas eso, hermano León -repuso San Francisco-, sino cuando yo diga: «¡Oh hermano Francisco!, tú has cometido tantas cosas inicuas contra Dios, que eres digno de ser arrojado por Dios como maldito», tú responderás así: «Así es verdad: mereces estar con los malditos».
-- De muy buena gana, Padre -respondió el hermano León.
Entonces, San Francisco, entre muchas lágrimas y suspiros y golpes de pecho dijo en voz alta:
-- ¡Oh Señor mío, Dios del cielo y de la tierra!: yo he cometido contra ti tantas iniquidades y tantos pecados, que ciertamente he merecido ser arrojado de ti como maldito.
Y el hermano León respondió:
-- ¡Oh hermano Francisco!; Dios te hará ser tal, que, entre los benditos, tu serás singularmente bendecido.
San Francisco, sorprendido al ver que el hermano León respondía siempre lo contrario de lo que él le había mandado, le reprendió, diciéndole:
-- ¿Por qué no respondes como yo te indico? Te mando, por santa obediencia, que respondas como yo te digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti? Porque tú has cometido tantos pecados contra el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación, que no mereces hallar misericordia». Y tú, hermano León, ovejuela, responderás: «De ninguna manera eres digno de hallar misericordia».
Pero luego, al decir San Francisco: «Oh hermano Francisco granuja!...», etc., el hermano León respondió:
-- Dios Padre, cuya misericordia es infinita más que tu pecado, usará contigo de gran misericordia, y todavía añadirá muchas otras gracias.
A esta respuesta, San Francisco, dulcemente enojado y molesto sin impacientarse, dijo al hermano León:
-- ¿Cómo tienes la presunción de obrar contra la obediencia, y tantas veces has respondido lo contrario de lo que yo te he mandado?
-- Dios sabe, Padre mío -respondió el hermano León con mucha humildad y reverencia-, que cada vez me disponía a responder como tú me lo mandabas; pero Dios me hace hablar como a Él le agrada y no como yo quiero.
San Francisco se maravilló de esto y dijo al hermano León:
-- Te ruego, por caridad, que esta vez me respondas como te he dicho.
-- Habla en nombre de Dios, y te aseguro que esta vez responderé tal como quieres -replicó el hermano León.
Y San Francisco dijo entre lágrimas:
-- ¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti?
-- Muy al contrario -respondió el hermano León-, recibirás grandes gracias de Dios, y Él te ensalzará y te glorificará eternamente, porque el que se humilla será ensalzado. Y yo no puedo decir otra cosa, porque es Dios quien habla por mi boca.
Así, en esta humilde porfía, velaron hasta el amanecer, con muchas lágrimas y consuelo espiritual.
En alabanza de Cristo. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Jue Ago 09, 2007 5:56 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo X
Cómo el hermano Maseo quiso poner a prueba
la humildad de San Francisco
Se hallaba San Francisco en el lugar de la Porciúncula (6) con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho San Francisco. Un día, al volver San Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:
-- ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
-- ¿Qué quieres decir con eso? -repuso San Francisco.
Y el hermano Maseo:
-- Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
Al oír esto, San Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:
-- ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera humildad.
En alabanza de Cristo. Amén.
6) San Francisco y el primer grupo se habían establecido en la Porciúncula cuando se vieron obligados a dejar el tugurio de Rivo Torto. En torno a la capilla de Santa María de los Angeles, restaurada por el Santo, se dispusieron unos cobertizos para refugio de los hermanos. No se trataba aún de un convento, sino del centro de cita de la fraternidad; sobre todo, con ocasión de los capítulos generales, que primero se celebraron dos veces al año; después, cada año, y finalmente, cada tres años. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Sab Ago 11, 2007 5:28 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XI
Cómo San Francisco
hizo dar vueltas al hermano Maseo
para conocer el camino que debía seguir
Yendo de camino un día San Francisco con el hermano Maseo, éste caminaba un poco adelantado, y, al llegar a un cruce del cual se podía ir a Siena, a Florencia y a Arezzo, dijo el hermano Maseo:
-- Padre, ¿qué camino hemos de seguir?
-- El que Dios quiera -respondió San Francisco.
-- Y ¿cómo podremos saber cuál es la voluntad de Dios? -repuso el hermano Maseo.
-- Por la señal que ahora verás -dijo San Francisco-. Te mando, pues, por el mérito de la santa obediencia, que en ese cruce, en el mismo sitio donde tienes los pies, te pongas a dar vueltas en redondo, como hacen los niños, y no dejes de dar vueltas hasta que yo te diga.
El hermano Maseo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo; y tantas dio, que cayó varias veces al suelo por el vértigo de la cabeza, que es común en semejante juego; pero como San Francisco no le decía que parase y él quería obedecer puntualmente, volvía a levantarse y seguía dando vueltas. Finalmente, cuando giraba más aprisa, dijo San Francisco:
-- Párate y no te muevas.
El se quedó quieto. Y San Francisco:
-- ¿Hacia qué parte tienes vuelta la cara?
-- Hacia Siena -respondió el hermano Maseo.
-- Ese es el camino que Dios quiere que sigamos -dijo San Francisco.
Marchando por aquel camino, el hermano Maseo no salía de su asombro, porque San Francisco le había obligado a hacer, a la vista de la gente que pasaba, lo que hacen los chiquillos; pero, por respeto, no se atrevió a decir nada al Padre santo.
Cuando se hallaban cerca de Siena, los habitantes, al saber la llegada del Santo, le salieron al encuentro y, con muestras de devoción, los llevaron en volandas, a él y a su compañero, hasta el palacio del obispo, sin dejarles tocar la tierra con los pies. En aquel mismo momento, algunos hombres de Siena estaban combatiendo entre sí, y habían muerto ya dos de ellos; llegando San Francisco, les predicó con tal devoción y fervor, que los indujo a hacer las paces y a vivir en grande unidad y concordia. Sabedor el obispo de Siena de la santa obra que había realizado San Francisco, le invitó a su casa y le recibió con grandísimo honor, reteniéndolo aquel día y también la noche. A la mañana siguiente, San Francisco, que, como verdadero humilde, no se buscaba a sí mismo en sus acciones, sino la gloria de Dios, se levantó temprano con su compañero y partió sin saberlo el obispo.
Esto le hacía al hermano Maseo ir murmurando en su interior por el camino: «¿Qué es lo que ha hecho este buen hombre? Me ha hecho dar vueltas como a un chiquillo, y luego al obispo, que lo ha tratado con tanta honra, no le ha dirigido ni siquiera una palabra de agradecimiento». Y le parecía al hermano Maseo que San Francisco se había comportado con poca discreción.
Pero luego, entrando dentro de sí bajo la inspiración divina, comenzó a reprenderse en su corazón: «Eres demasiado soberbio, hermano Maseo, al juzgar las obras divinas, y mereces el infierno por tu indiscreta soberbia; porque ayer hizo San Francisco tan santas acciones, que no hubieran sido más admirables si las hubiera hecho un ángel de Dios. Por lo tanto, aunque te mandase tirar piedras, deberías obedecerle; lo que él ha hecho en este viaje ha sido efecto de la bondad divina, como lo demuestra el buen resultado que se ha seguido, ya que, de no haber puesto en paz a los que luchaban entre sí, no sólo habrían perecido a cuchillo muchos cuerpos, como ya se había comenzado, sino que el diablo habría arrastrado también muchas almas al infierno. Así, pues, tú eres muy necio y muy orgulloso al murmurar de lo que viene manifiestamente de la voluntad de Dios».
Y todas estas cosas que iba diciendo el hermano Maseo en su interior mientras caminaba delante, fueron reveladas por Dios a San Francisco. Por lo cual, acercándose a él, le dijo:
-- Procura atenerte a las cosas que estás pensando ahora, porque son buenas y provechosas e inspiradas por Dios; pero aquella primera murmuración que traías antes era ciega, vana y orgullosa, y fue el demonio quien te la puso en el ánimo.
Entonces, el hermano Maseo, persuadido de que San Francisco penetraba los secretos de su corazón (1), comprendió que el espíritu de la divina sabiduría dirigía al Padre santo en todas sus acciones.
En alabanza de Cristo. Amén.
1) Era común esta persuasión de que San Francisco leía en el interior del corazón de sus hermanos (cf. 1 Cel 4. Sobre el espíritu de profecía del Santo véase 2 Cel 26-54; EP 101-109. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mar Ago 14, 2007 3:27 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XII
Cómo San Francisco quiso humillar al hermano Maseo
San Francisco gustaba de humillar al hermano Maseo, con el fin de que los muchos dones y gracias que Dios le daba no le hiciesen envanecerse, sino, más bien, le hiciesen crecer de virtud en virtud a base de la humildad. Una vez que se hallaba en un eremitorio con sus primeros compañeros, verdaderos santos, entre los que estaba el hermano Maseo, dijo un día a éste delante de todos:
-- Hermano Maseo, todos estos compañeros tuyos tienen la gracia de la contemplación y de la oración; tú, en cambio, tienes la gracia de la predicación y el don de agradar a la gente. Quiero, pues, que, para que ellos puedan darse a la contemplación, te encargues tú de atender a la puerta, a la limosna y a la cocina. Cuando los demás hermanos estén comiendo, tú comerás a la puerta del convento, de manera que los que vengan, ya antes de llamar, reciban de ti algunas buenas palabras de Dios, y así no haya necesidad de que ningún otro vaya a recibirlos. Y esto lo harás por el mérito de la santa obediencia (2).
El hermano Maseo se quitó la capucha, inclinó la cabeza y recibió con humildad esta obediencia, y la fue cumpliendo durante varios días, atendiendo juntamente a la puerta, a la limosna y a la cocina.
Pero los compañeros, siendo como eran hombres iluminados por Dios, comenzaron a sentir en sus corazones gran remordimiento al ver que el hermano Maseo, hombre de tanta o más perfección que ellos, tenía que correr con todo el peso del eremitorio, mientras ellos estaban libres. Movidos, pues, por un mismo impulso, fueron a rogar al Padre santo que tuviera a bien distribuir entre ellos aquellos oficios, ya que en manera alguna podían soportar sus conciencias que el hermano Maseo tuviera que sobrellevar tantas fatigas. Al oírles, San Francisco dio crédito a sus conciencias y accedió a lo que pedían. Llamó al hermano Maseo y le dijo:
-- Hermano Maseo, tus compañeros quieren compartir los oficios que te he encomendado; quiero, pues, que esos oficios se repartan entre todos.
-- Padre -dijo el hermano Maseo con gran humildad y paciencia-, lo que tú dispones, en todo o en parte, yo lo acepto como venido de Dios.
Entonces, San Francisco, viendo la caridad de aquellos hermanos y la humildad del hermano Maseo, les dirigió una plática admirable sobre la santísima humildad, enseñándoles que cuanto mayores son los dones y las gracias que Dios nos da, tanto más humildes debemos ser; porque, sin la humildad, ninguna virtud es acepta a Dios. Y, hecha la plática, distribuyó los oficios con grandísima caridad.
En alabanza de Cristo. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mie Ago 15, 2007 4:09 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XIII
Cómo San Francisco y el hermano Maseo
colocaron sobre una piedra, junto a una fuente,
el pan que habían mendigado,
y San Francisco rompió en loores a la pobreza
El admirable siervo y seguidor de Cristo messer San Francisco, para conformarse en todo perfectamente a Cristo, quien, como dice el Evangelio, envió a sus discípulos de dos en dos a todas las ciudades y lugares a donde Él debía ir, una vez que, a ejemplo de Cristo, hubo reunido doce compañeros, los mandó de dos en dos por el mundo a predicar. Y para darles ejemplo de verdadera obediencia, se puso el primero en camino, a ejemplo de Cristo, que comenzó a obrar antes que a enseñar. Habiendo asignado a los compañeros las otras partes del mundo, él tomó al hermano Maseo por campanero y se dirigió a tierras de Francia (3).
Al llegar un día muy hambrientos a una aldea, fueron, según la Regla, a pedir de limosna el pan por amor de Dios. San Francisco fue por un barrio y el hermano Maseo por otro. Pero como San Francisco era de aspecto despreciable y pequeño de estatura (4), por lo que daba la impresión, a quien no le conocía, de ser un pordiosero vil, no recogió sino algunos mendrugos y desperdicios de pan seco. Al hermano Maseo, en cambio, por ser tipo gallardo y de buena presencia, le dieron buenos y grandes trozos, y aun panes enteros.
Terminado el recorrido, se juntaron los dos en las afueras del pueblo para comer en un lugar donde había una hermosa fuente, y cerca de la fuente, una hermosa piedra, ancha, sobre la cual cada uno colocó la limosna que había recibido. Y, viendo San Francisco que los trozos de pan del hermano Maseo eran más numerosos y más hermosos y grandes que los suyos, no cabía en sí de alegría, y exclamó:
-- ¡Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste!
Y como repitiese varias veces estas palabras, le dijo el hermano Maseo:
-- Padre carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada.
-- Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro -repuso San Francisco-: el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara. Por eso quiero que pidamos a Dios que nos haga amar de todo corazón el tesoro de la santa pobreza, tan noble, que tiene por servidor al mismo Dios (5).
Dichas estas palabras y habiendo hecho oración y tomado la refección corporal con aquellos trozos de pan y aquella agua, reanudaron el camino hacia Francia.
Llegados a una iglesia, dijo San Francisco al compañero:
-- Entremos en esta iglesia para orar.
Y San Francisco fue a ponerse detrás del altar; se puso en oración, y en ella recibió un fervor tan intenso de la visitación de Dios, que encendió fuertemente su alma en el amor a la santa pobreza; parecía, por el resplandor del rostro y por su boca desmesuradamente abierta, que despedía llamaradas de amor. Y, marchando así encendido hacia el compañero, le dijo:
-- ¡Ah, ah, ah!, hermano Maseo, entrégate a mí.
Lo repitió por tres veces, y, a la tercera, San Francisco levantó en alto al hermano Maseo con el aliento y lo lanzó hacia adelante a la distancia de una lanza grande. Esto produjo gran estupor al hermano Maseo, y más tarde contó a los compañeros que, cuando San Francisco lo levantó y lo despidió con el aliento, él sintió en el alma tal dulcedumbre y tal consuelo del Espíritu Santo como nunca lo había sentido en su vida.
Después de esto, dijo San Francisco:
-- Mi querido compañero, vamos a San Pedro y a San Pablo a pedirles que nos enseñen y ayuden a poseer el tesoro inapreciable de la santísima pobreza, ya que es un tesoro tan noble y tan divino, que no somos dignos de poseerlo en nuestros vasos vilísimos; es ésta una virtud celestial por la cual vale la pena pisotear todas las cosas terrenas y transitorias; por ella caen al suelo todos los obstáculos que se ponen delante del alma para impedirle que se una libremente con Dios eterno. Esta es aquella virtud que hace que el alma, viviendo en la tierra, converse en el cielo con los ángeles; ella acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aun en esta vida, ligereza para volar al cielo, porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad. Pediremos, pues, a los santísimos apóstoles de Cristo, que fueron perfectos amadores de esta perla evangélica, que nos alcancen esta gracia de nuestro Señor Jesucristo: que nos conceda, por su santa misericordia, hacernos dignos de ser verdaderos amadores, cumplidores y humildes discípulos de la preciosísima, amadísima y angélica pobreza.
Platicando de esta suerte, llegaron a Roma y entraron en la iglesia de San Pedro; San Francisco se puso en oración en un ángulo de la iglesia, y el hermano Maseo en el otro. Permanecieron largo rato en oración, con muchas lágrimas y gran devoción; en esto se aparecieron a San Francisco los santos apóstoles Pedro y Pablo rodeados de gran resplandor y le dijeron:
-- Puesto que pides y deseas observar lo que Cristo y sus santos apóstoles observaron, nos envía nuestro Señor Jesucristo para anunciarte que tu oración ha sido escuchada, y te ha sido concedido por Dios, a ti y a tus seguidores, en toda perfección, el tesoro de la santísima pobreza. Y todavía más: te comunicamos de parte suya que a todos aquellos que, a tu ejemplo, abracen con perfección este ideal, Él les asegura la bienaventuranza de la vida eterna; y tú y todos tus seguidores seréis bendecidos por Dios.
Dichas estas palabras, desaparecieron, dejando a San Francisco lleno de consuelo. Al levantarse de la oración, fue donde su compañero y le preguntó si Dios le había revelado alguna cosa; él respondió que no. Entonces, San Francisco le refirió cómo se le habían aparecido los santos apóstoles y lo que le habían revelado. Por ello, llenos de alegría, los dos determinaron volver al valle de Espoleto, dejando el viaje a Francia.
En alabanza de Cristo. Amén.
3) La primera misión de la fraternidad tuvo lugar en 1209, cuando el grupo, junto con Francisco, alcanzó el número de ocho. Cf. 1 Cel 29.
En esa primera misión, Bernardo y Gil tomaron el camino de Santiago de Compostela (1 Cel 30), Francisco con su compañero se dirigió hacia el valle de Rieti (Wadding, Annales a. 1209 XXIV p. 65). Pero el hermano Maseo todavía no formaba parte del grupo. La única ocasión en que consta históricamente que San Francisco quiso ir a Francia fue en 1217, y entonces el cardenal Hugolino le disuadió del viaje cuando ya estaba en camino. Quizá fue entonces cuando tomó por compañero al hermano Maseo; en este caso, el autor de Actus-Fioretti habría sobrepuesto dos hechos diferentes.
4) «Era de estatura media, más bien pequeño», dice Tomás de Celano en el retrato que nos ha dejado de San Francisco, si bien el biógrafo pone de relieve la viveza de expresión de sus ojos negros y límpidos, la fuerza de su palabra insinuante y fácil, el gozo y la vitalidad espiritual que irradiaba de toda su persona (cf. 1 Cel 83). Así le vio en 1222 el entonces estudiante Tomás de Spalato cuando le oyó predicar en Bolonia: «Desaliñado en el vestido, despreciable en la persona, nada atrayente en su semblante...» (Cf. BAC, p. 970). El conocido retrato de Cimabue es el que mejor reproduce los rasgos tan pormenorizados descritos por el Celanense.
5) Una bella florecilla similar, pero al inverso, dada a conocer por Sabatier y publicada en la edición española de las Florecillas de J. R. de Legísima y L. Gómez Canedo (BAC, Madrid 1975, pp. 234-5), refiere que, yendo de camino San Francisco y el hermano Bernardo, llegaron a una ciudad, y, como sintieran hambre, se fueron a pedir pan de limosna, el uno por un lado de la población y el otro por el otro lado. Terminado el recorrido se reunieron en el lugar convenido. San Francisco, gozoso por el éxito, sacó los pedazos de pan y los colocó sobre una piedra, diciendo: «Mira, hermano, cómo ha sido generosa conmigo la divina Providencia. A ver cuánto has recogido tú, y comamos juntos en el nombre de Dios». El hermano Bernardo, iluminado y avergonzado, se echó a los pies del Santo y le dijo: «Padre, confieso mi culpa: no he traído nada de la limosna que he recogido; estaba tan muerto de hambre que, a medida que me la daban, me la iba comiendo». San Francisco, al oírlo, lloraba de gozo; lo abrazó y le dijo: «¡Oh hijo dulcísimo! En verdad eres tú más dichoso que yo; eres un perfecto observador del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado cosa alguna para el día de mañana, sino que pusiste en el Señor todo tu cuidado». _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Vie Ago 17, 2007 4:10 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XIV
Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos,
apareció Cristo en medio de ellos
En los comienzos de la Orden, estaba una vez San Francisco reunido con sus compañeros en un eremitorio hablando de Cristo; en esto, impulsado por el fervor de su espíritu, mandó a uno de ellos que, en nombre de Dios, abriese la boca y hablase de Dios como el Espíritu Santo le inspirase. Obediente al mandato recibido, el hermano habló de Dios maravillosamente; San Francisco le impuso silencio, y mandó lo mismo a otro; éste obedeció, a su vez, y habló de Dios con mucha penetración; San Francisco le impuso silencio de la misma manera y mandó al tercero que hablase de Dios; también éste comenzó a hablar tan profundamente de las cosas secretas de Dios, que San Francisco conoció que, al igual que los otros dos, hablaba bajo la acción del Espíritu Santo.
Y esto quedó demostrado, además, por una señal expresa, porque, mientras se hallaban en esa conversación, apareció Cristo bendito en medio de ellos con el aspecto y figura de un joven hermosísimo, y, bendiciéndoles a todos, los llenó de tanta dulcedumbre, que todos quedaron al punto fuera de sí y cayeron a tierra como muertos, ajenos totalmente a las cosas de este mundo. Cuando volvieron en sí, les dijo San Francisco:
-- Hermanos míos amadísimos, dad gracias a Dios, que ha querido, por la boca de los sencillos, revelar los tesoros de la divina sabiduría, ya que Dios es quien abre la boca a los mudos y hace hablar sabiamente a los sencillos.
En alabanza de Cristo. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Dom Ago 19, 2007 4:45 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XV
Cómo Santa Clara comió en Santa María de los Angeles
con San Francisco y sus compañeros (1)
Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco:
-- Padre, nos parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa tu planta espiritual.
-- Entonces, ¿os parece que la debo complacer? -respondió San Francisco.
-- Sí, Padre -le dijeron los compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo.
Dijo entonces San Francisco:
-- Puesto que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa María, donde le fue cortado el cabello y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos juntos en el nombre de Dios.
El día convenido salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Angeles.
Saludó devotamente a la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había recibido el velo, y luego la llevaron a ver el convento hasta que llegó la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo preparar la mesa sobre el suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa Clara; y después se acercaron humildemente a la mesa todos los demás compañeros.
Como primera vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal elevación y tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la divina gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados, elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo el convento y el bosque que había entonces al lado del convento ardían violentamente, como si fueran pasto de las llamas la iglesia, el convento y el bosque al mismo tiempo; por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos de que todo estaba ardiendo. Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco con Santa Clara y con todos los compañeros arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación, sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquellos santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron con el corazón lleno de consuelo y santamente edificados.
Al volver en sí, después de un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás, bien refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara volvió bien acompañada a San Damián.
Las hermanas, al verla, se alegraron mucho, porque temían que San Francisco la hubiera enviado a gobernar otro monasterio, como ya había enviado a su santa hermana sor Inés a gobernar como abadesa el monasterio de Monticelli, de Florencia (2). San Francisco había dicho algunas veces a Santa Clara: «Prepárate, por si llega el caso de enviarte a algún convento»; y ella, como hija de la santa obediencia, había respondido: «Padre, estoy siempre preparada para ir a donde me mandes». Por eso se alegraron mucho las hermanas cuando volvió. Y Santa Clara quedó desde entonces muy consolada.
En alabanza de Cristo. Amén.
1) Cf. 1 Cel 18. Puede que hubiera sucedido este hecho aquí recogido en la primera fase de su vida, en que intentaba vivir en retiro y en fidelidad a dama Pobreza.
2) Inés había seguido a su hermana a los pocos días de la profesión de ésta, fugándose de casa como ella. Hacia 1229 fue enviada al monasterio de Monticelli como abadesa. Por lo tanto, el autor de las Florecillas ha sufrido un despiste cronológico al colocar ese hecho en vida de San Francisco. Santa Inés murió en San Damián el 16 de noviembre de 1253, a los tres meses de la muerte de su hermana Santa Clara. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mar Ago 21, 2007 11:10 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XVI
Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios,
por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre,
sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación (3)
El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad, que poseía en alto grado, no le permitía presumir de sí ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:
-- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mi parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo.
Era éste aquel messer Silvestre que, siendo aún seglar, había visto salir de la boca de San Francisco una cruz de oro que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta los confines del mundo. Era el hermano Silvestre de tal devoción y santidad, que todo lo que pedía a Dios lo obtenía y muchas veces conversaba con Dios; por esto, San Francisco le profesaba gran devoción.
Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.
Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer (4). Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo respondió:
-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y dijo:
-- ¡Vamos en el nombre de Dios!
Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel (5), dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Llegaron a una aldea llamada Cannara (6); San Francisco se puso a predicar, mandando antes a las golondrinas que, cesando en sus chirridos, guardasen silencio hasta que él hubiera terminado de hablar. Las golondrinas obedecieron (7). Y predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:
-- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas.
Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos (8 ). Y, dejándolos así muy consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia, marchó de allí y prosiguió entre Cannara y Bevagna.
Iba caminando con el mismo fervor, cuando, levantando la vista, vio junto al camino algunos árboles, y, en ellos, una muchedumbre casi infinita de pájaros (9). San Francisco quedó maravillado y dijo a sus compañeros:
-- Esperadme aquí en el camino, que yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros.
Se internó en el campo y comenzó a predicar a los pájaros que estaban por el suelo. Al punto, todos los que había en los árboles acudieron junto a él; y todos juntos se estuvieron quietos hasta que San Francisco terminó de predicar; y ni siquiera entonces se marcharon hasta que él les dio la bendición. Y, según refirió más tarde el hermano Maseo al hermano Santiago de Massa, aunque San Francisco andaba entre ellos y los tocaba con el hábito, ninguno se movía.
El tenor de la plática de San Francisco fue de esta forma:
-- Hermanas mías avecillas, os debéis sentir muy deudoras a Dios, vuestro creador, y debéis alabarlo siempre y en todas partes, porque os ha dado la libertad para volar donde queréis; os ha dado, además, vestido doble y aun triple; y conservó vuestra raza en el arca de Noé, para que vuestra especie no desapareciese en el mundo. Le estáis también obligadas por el elemento del aire, pues lo ha destinado a vosotras. Aparte de esto, vosotras no sembráis ni segáis, y Dios os alimenta y os regala los ríos y las fuentes, para beber; los montes y los valles, para guarecemos, y los árboles altos, para hacer en ellos vuestros nidos. Y como no sabéis hilar ni coser, Dios os viste a vosotras y a vuestros hijos. Ya veis cómo os ama el Creador, que os hace objeto de tantos beneficios. Por lo tanto, hermanas mías, guardaos del pecado de la ingratitud, cuidando siempre de alabar a Dios.
Mientras San Francisco les iba hablando así, todos aquellos pájaros comenzaron a abrir sus picos, a estirar sus cuellos y a extender sus alas, inclinando respetuosamente sus cabezas hasta el suelo, y a manifestar con sus actitudes y con sus cantos el grandísimo contento que les proporcionaban las palabras del Padre santo. San Francisco se regocijaba y recreaba juntamente con ellos, sin dejar de maravillarse de ver semejante muchedumbre de pájaros, en tan hermosa variedad, y la atención y familiaridad que mostraban. Por ello alababa en ellos devotamente al Creador.
Finalmente, terminada la plática, San Francisco trazó sobre ellos la señal de la cruz y les dio licencia para irse. Entonces, todos los pájaros se elevaron en banda en el aire entre cantos armoniosos; luego se dividieron en cuatro grupos, siguiendo la cruz que San Francisco había trazado: un grupo voló hacia el oriente; otro, hacia el occidente; el tercero, hacia el mediodía; el cuarto, hacia el septentrión, y cada banda se alejaba cantando maravillosamente. En lo cual se significaba que así como San Francisco, abanderado de la cruz de Cristo, les había predicado y había hecho sobre ellos la señal de la cruz, siguiendo la cual ellos se separaron, cantando, en dirección de las cuatro partes del mundo, de la misma manera él y sus hermanos habían de llevar a todo el mundo la predicación de la cruz de Cristo, esa misma cruz renovada por San Francisco. Los hermanos menores, como las avecillas, no han de poseer nada propio en este mundo, dejando totalmente el cuidado de su vida a la providencia de Dios.
En alabanza de Cristo. Amén.
3) El hecho aquí revelado responde a una duda que repetidamente asaltó a San Francisco en los primeros años (cf. 1 Cel 35; LP 118) y está atestiguado por San Buenaventura (LM 12,1-3). Debió de suceder por el año 1213, a raíz del fracasado viaje de San Francisco a Oriente. Según San Buenaventura, los mensajeros enviados a Clara y Silvestre habrían sido dos; el segundo sería el hermano Felipe, según Wadding (Annales I a. 1212 XXXII p. 145). Clara estaba aún en los comienzos de su experiencia evangélica en San Damián; el hermano Silvestre era asiduo frecuentador del próximo eremitorio del monte Subasio, donde pasaba -dice San Buenaventura- los días y las noches en oración. Obsérvese que Francisco consulta a dos contemplativos si debe dedicarse a la vida activa.
Es de notar que San Buenaventura como Actus-Fioretti establecen una clara relación entre la respuesta recibida por Francisco a sus vacilaciones y las dos sorprendentes predicaciones inmediatas; pero mientras San Buenaventura presenta las avecillas como el primer público con el que el Poverello desahogó el ímpetu espiritual que le impulsaba, las Florecillas anteponen el sermón no a los habitantes de Alviano, como dice el primero, sino a los de Cannara. Es más verosímil el itinerario que sigue el relato de las Florecillas.
4) Actitud muy en conformidad con el ceremonial caballeresco del tiempo, tan del agrado de Francisco.
5) Se trata del hermano Ángel Tancredi (cf. LP 7), uno de los once primeros seguidores de Francisco, «el primer caballero que entró en la Orden». Francisco lo apreciaba por su exquisita cortesía y afabilidad (EP 85). Formaba parte del coro de los «juglares de Dios» (EP 123). Es uno de los colaboradores de los relatos de los Tres Compañeros.
6) Cannara se halla a unos doce kilómetros de Asís, en el camino de Montefalco.
7) Según 1 Cel 59 y LM 12,4, el episodio de las golondrinas, a las que el Santo impuso silencio porque con su vocinglería no dejaban oír el sermón, habría sucedido en Alviano, entre Narni y Orvieto.
8 ) La Orden Tercera de Penitencia surgió por efecto de la renovación suscitada en los seglares por la predicación de Francisco, a imitación de otros movimientos penitenciales existentes en aquellos años. Suele considerarse como fecha de fundación el año 1221, en que el cardenal Hugolino le dio una organización juntamente con la institución canónica. Así es cómo el Poverello, comprometiendo en el mismo ideal evangélico, primero, a los Hermanos Menores (1209), luego, a las Damas Pobres (1212), y, finalmente, a los Hermanos de Penitencia (1221), se vio fundador de tres Ordenes.
9) La tradición señala Pian d'Arca como lugar de la predicación a los pájaros. Este hecho, tan representativo de la vida de Francisco, se halla atestiguado por las fuentes biográficas de mayor solvencia: Tomás de Celano, quien especifica que entre las aves había palomas torcaces, cornejas y grajos (¡se comprende que Francisco no mencione el canto entre los dones que esas aves han recibido de Dios!) (1 Cel 58; cf. 3 Cel 20; Julián de Espira, Vita s. Francisci 37; LM 12,3). _________________
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clauabru Moderador
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Jue Ago 23, 2007 5:41 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XVII
Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche
Un niño muy puro e inocente fue admitido en la Orden cuando aún vivía San Francisco (10); y estaba en un eremitorio pequeño, en el cual los hermanos, por necesidad, dormían en el suelo. Fue una vez San Francisco a ese eremitorio; y a la tarde, después de rezar completas, se acostó a fin de poder levantarse a hacer oración por la noche mientras dormían los demás, según tenía de costumbre.
Este niño se propuso espiar con atención lo que hacía San Francisco, para conocer su santidad, y de modo especial le intrigaba lo que hacía cuando se levantaba por la noche. Y para que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir al lado de San Francisco y ató su cordón al de San Francisco, a fin de poder sentir cuando se levantaba; San Francisco no se dio cuenta de nada. De noche, durante el primer sueño, cuando todos los hermanos dormían, San Francisco se levantó, y, al notar que el cordón estaba atado, lo soltó tan suavemente, que el niño no se dio cuenta; fue al bosque, que estaba próximo al eremitorio; entró en una celdita que había allí y se puso en oración.
Al poco rato despertó el niño, y, al ver el cordón desatado y que San Francisco se había marchado, se levantó también él y fue en su busca; hallando abierta la puerta que daba al bosque, pensó que San Francisco habría ido allá, y se adentró en el bosque. Al llegar cerca del sitio donde estaba orando San Francisco, comenzó a oír una animada conversación; se aproximó más para entender lo que oía, y vio una luz admirable que envolvía a San Francisco; dentro de esa luz vio a Jesús, a la Virgen María, a San Juan el Bautista y al Evangelista, y una gran multitud de ángeles, que estaban hablando con San Francisco. Al ver y oír esto, el niño cayó en tierra desvanecido.
Cuando terminó el misterio de aquella santa aparición, volviendo al eremitorio, San Francisco tropezó con los pies en el niño, que yacía en el camino como muerto, y, lleno de compasión, lo tomó en brazos y lo llevó a la cama, como hace el buen pastor con su ovejita.
Pero, al saber después, de su boca, que había visto aquella visión, le mandó no decirla jamás mientras él estuviera en vida. Este niño fue creciendo grandemente en la gracia de Dios y devoción de San Francisco y llegó a ser un religioso eminente en la Orden; sólo después de la muerte de San Francisco descubrió aquella visión a los hermanos.
En alabanza de Cristo. Amén.
10) Se trata, quizá, de un novicio admitido en edad muy temprana. No consta que en vida de San Francisco existiera el uso, más tarde bastante extendido en la Orden, de recibir los pueri oblati, niños de once o doce años que eran educados en los conventos y, al llegar a la edad canónica, hacían el noviciado y profesaban. _________________
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clauabru Moderador
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Dom Ago 26, 2007 7:44 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XVIII
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden (12).
Se halló también presente a este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual él le había profetizado que sería papa, y así fue (13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea, viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios; unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:
-- ¡Verdaderamente éste es el campamento y el ejército de los caballeros de Dios!
En toda aquella muchedumbre, a ninguno se le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por almohada tenían una piedra o un madero.
Todo esto hacía que todos los que los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del pueblo, así como también cardenales, obispos y abades, además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa, tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.
Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras:
-- Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita (14).
Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo:
-- Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial.
Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.
Al ver todo esto Santo Domingo y al comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo humildemente su culpa y añadió:
-- No hay duda de que Dios tiene cuidado especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden la presunción de tener nada en propiedad (15).
Quedó muy edificado Santo Domingo de la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande, así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo bien.
En aquel mismo capítulo tuvo conocimiento San Francisco de que muchos hermanos llevaban cilicios y argollas de hierro a raíz de la carne, lo cual era causa de que muchos enfermaran, llegando algunos a morir, y de que otros se hallaran impedidos para la oración. Llevado, por lo tanto, de su gran discreción paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos aquellos que tuviesen cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de él. Así lo hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de hierro, y mayor número de anillas, que llevaban en los brazos, en la cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran montón; y todo lo hizo dejar allí San Francisco (16).
Terminado el capítulo, San Francisco animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre el modo de vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de consoladora alegría espiritual, a sus provincias con la bendición de Dios y la suya propia.
En alabanza de Cristo. Amén.
11) El Capítulo de las esteras, célebre en la historia de la Orden, suele colocarse en el año 1219. Sin embargo, el dato de la proximidad de la corte pontificia en Perusa obliga a adelantar a 1216 la fecha del capítulo de que hablan las Florecillas; pero entonces la fraternidad no había alcanzado la enorme cifra que supone el relato. Es posible que el relato haya juntado en un mismo recuerdo el capítulo de 1216, con la presencia de Hugolino y de Santo Domingo, y el de 1221, en que a Hugolino reemplazó el cardenal Rainero Capocci. En un principio, Francisco reunía a todos los hermanos dos veces al año en la Porciúncula; desde 1216, los capítulos fueron una vez al año, y por fin cada tres años. El de 1221 fue el último que congregó a todos los hermanos de la fraternidad; en adelante, según la Regla, las reuniones de la base se harían a nivel regional, mientras que los capítulos generales estarían integrados sólo por los ministros. La cifra de 5.000 participantes está confirmada por otras fuentes (LM 4,10; EP 68; Eccleston, De adventu, 6 ed. Little, p. 40; Ángel Clareno, Expos. Regulae, ed. Oliger [Quaracchi 1212] pp. 128 y 190. Jordán de Giano da solamente 3.000 [o.c., 16 p. 161).
12) No es inverosímil la visita de Santo Domingo de Guzmán al capítulo general, si éste tuvo lugar en 1216, ya que el fundador de la Orden de Predicadores estuvo en Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán (1215). Tanto las fuentes franciscanas como las dominicas hablan de encuentros habidos entre los dos grandes fundadores, pero no es fácil determinar las fechas. Los cronistas franciscanos tienden a poner de relieve la superioridad carismática del Poverello frente a la prudencia humana y a la eficiencia científica y organizativa, en que llevaban ventaja los hijos de Santo Domingo. Cada una de las dos Ordenes gemelas tendría una misión diferente en el común servicio a la renovación de la Iglesia.
13) Se trata del cardenal Hugolino.
14) Es textualmente el tema que, según Tomás de Celano, pone San Francisco, en una parábola, en boca del predicador sencillo ante el capítulo general; sin duda, corresponde al esquema de las exhortaciones de San Francisco en tales ocasiones (cf. 2 Cel 191).
15) Hay una clara intención polémica en las expresiones puestas en boca de Santo Domingo. No es fácil precisar en qué grado el ideal de vida de San Francisco influyó en la evolución del de Santo Domingo; consta que por aquellos años éste adoptó la pobreza personal y colectiva como elemento esencial de su Orden; en 1220, el capítulo general de Bolonia sancionó este paso.
16) El hecho está atestiguado por LP y EP: «El santo Padre... prohibió en un capítulo que los hermanos llevaran sobre la carne otra cosa que la túnica» (LP 50; EP 27). Véase, además, 2 Cel 21; TC 59. San Francisco veía, en ese afán de maceración corporal, un peligro para la verdadera pobreza de espíritu (Adm 14). _________________
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clauabru Moderador
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Publicado:
Mar Ago 28, 2007 4:23 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XIX
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro
Se hallaba San Francisco gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a encontrarse con él en Rieti, donde había muy buenos médicos de los ojos (1). San Francisco, recibida la carta del cardenal, fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa devotísima de Cristo, con el fin de darle alguna consolación y luego proseguir a donde el cardenal lo llamaba. Pero, estando aquí, a la noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba la luz. Como por esta razón no podía partir, le hizo Santa Clara una celdita de cañizos para que pudiera reposar. Pero San Francisco, entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le daban grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de noche.
Y como se prolongase por muchos días aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:
-- Señor mío, yo me merezco todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno, que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita, gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor me aparte de ti.
Hecha esta oración, oyó una voz del cielo que le decía:
-- Francisco, respóndeme: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas, cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y alegre?
Respondió San Francisco:
-- ¡Señor, yo no merezco un tesoro tan precioso!
Y la voz de Dios prosiguió:
-- ¡Regocíjate, Francisco, porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).
Entonces, San Francisco llamó al compañero, con grandísima alegría por una promesa tan gloriosa, y le dijo:
-- ¡Vamos donde el cardenal!
Y, consolando antes a Santa Clara con santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti. Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante de ella unas dos millas.
Al enterarse los habitantes de que se hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le dijo:
-- Padre amadísimo, ¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los años mejores?
-- Doce cargas -respondió él.
-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-, que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte cargas.
Esto lo hacía San Francisco para seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del amor divino y decididos a abandonar el mundo.
El sacerdote se fió de la promesa de San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo. Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).
Este milagro dio claramente a entender que así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la doctrina de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén.
1) Este episodio, que la Leyenda de Perusa sitúa «dos años antes de la muerte» del Santo (LP 83; EP 100), tuvo lugar en el verano de 1225. Ya dijimos cómo San Francisco había contraído la enfermedad de los ojos -según parece, la conjuntivitis denominada tracoma- en su viaje a Oriente (1219-20).
2) Las demás fuentes franciscanas colocan aquí, como expresión del gozo desbordante del espíritu purificado de Francisco, la composición del Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol (2 Cel 213; LP 83; EP 100).
3) El hecho, atestiguado por LP 67 y EP 104, sucedió en la iglesia de San Fabián, hoy eremitorio de Santa María de la Foresta. Todavía existe el campo de la viña y el lagar de piedra, propiedad del sacerdote que hospedó a San Francisco. _________________
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clauabru Moderador
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Publicado:
Sab Sep 01, 2007 4:27 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XX
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al hábito que vestía, que le parecía llevar un saco vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo, todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de dejar el hábito y volver al mundo.
Había tomado la costumbre, como le había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.
En aquel momento fue arrebatado en espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían como el sol y se movían al compás de cantos y música de ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel caballero con sus galas.
El joven no cabía de admiración ante tal visión, sin entender qué podía significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los últimos y les preguntó lleno de temor:
-- ¡Oh carísimos!, os ruego tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes que forman esta procesión venerable.
-- Has de saber, hijo -le respondieron-, que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la gloria del paraíso.
-- Y ¿quiénes son -preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los otros?
-- Aquellos dos -le respondieron- son San Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza, obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un día un vestido igual e igual claridad de gloria.
Dichas estas palabras, el joven volvió en sí mismo, y, animado con esta visión, echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la Orden en grandísima santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
4) El episodio es, por lo tanto, posterior a la muerte y a la canonización de San Antonio de Padua (1231 y 1232). Se trata de uno de los piadosos relatos que fueron apareciendo en época tardía a favor de una pedagogía ascética de sabor monástico.
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mie Sep 05, 2007 12:02 am Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXI
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:
-- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro».
Terminado el sermón, dijo San Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?
El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco (5).
En alabanza de Cristo. Amén.
5) Mucho se ha escrito sobre la historicidad y el significado del relato del lobo de Gubbio. Puede tratarse de una transposición poetizada de la liberación del azote de los lobos que las fuentes biográficas colocan en la comarca de Greccio; de hecho, el contenido del sermón de San Francisco es idéntico al del que dirige a los habitantes de Gubbio (cf. LP 74; 2 Cel 35s. LM 8,11). O puede ser una ampliación dramatizada de otro hecho conservado en la Legenda S. Verecundi: Francisco va con un compañero, al atardecer, camino de Gubbio montado en un borriquillo. Unos labriegos le advierten del peligro por los muchos lobos que merodean por la zona. «Yo no he hecho ningún mal al hermano lobo para que tenga la osadía de comerse a nuestro hermano borriquito. Adiós, pues, hijos, y vivid en el temor de Dios». Y siguió el camino sin tropiezo (cf. BAC p. 591).
Los fautores de la historicidad vieron corroborada su tesis cuando hace algunos años fue hallado el cráneo de un lobo en el lugar que la tradición señalaba como la tumba de la famosa fiera.
Historia o leyenda, la florecilla del hermano lobo quedará siempre como una creación genial, símbolo de lo que fue y continúa siendo la figura cristiana del Poverello. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Sab Sep 08, 2007 5:27 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXII
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres
Cierto muchacho había apresado un día muchas tórtolas y las llevaba a vender. Encontróse con él San Francisco, que sentía especial ternura por los animales mansos (6), y, mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al muchacho:
-- ¡Oye, buen muchacho; dame, por favor, esas aves tan inocentes, que en la Sagrada Escritura representan a las almas castas, humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles que les den muerte!
El muchacho, impulsado por Dios, le dio al punto todas a San Francisco, y él las recibió en el seno y comenzó a hablar con ellas dulcemente:
-- ¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador.
Y San Francisco les hizo nido a todas. Ellas se domesticaron, y comenzaron a poner huevos y a empollar a la vista de los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San Francisco y los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por ellos. Y no se marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con su bendición.
Al muchacho que se las había dado dijo San Francisco:
-- Hijo mío, tú llegarás a ser hermano menor en esta Orden y servirás en gracia a Jesucristo.
Y así sucedió: aquel joven se hizo religioso y vivió en la Orden con grande santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
6) «Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165). El aspecto más llamativo, más original, con ser eminentemente cristiano, de Francisco de Asís es su manera de situarse ante la creación. Todos los seres, formando una familia gozosa bajo la paternidad de Dios, son, para él, hermanos y hermanas. Tiene el arte de sintonizar y de dialogar con cada cosa, con cada viviente, como nunca hombre alguno lo ha hecho. Ciertamente, entra en gran parte su enorme sensibilidad de poeta, pero entra en mayor grado la madurez de una fe que se abre a las realidades con ingenuidad, sin manipularlas, respetándolas, con la actitud del pobre de espíritu, que rehuye apropiarse el bien que el Creador ha diseminado en cada creatura útil y bella. «A todas las criaturas las llamaba hermanas, como que había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza del corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81). _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Dom Sep 09, 2007 6:04 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXIII
Cómo San Francisco, estando en oración,
vio al demonio entrar en un hermano
Estaba una vez San Francisco en oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por divina revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como por un grande ejército; pero ninguno de ellos lograba entrar en el convento, porque todos aquellos hermanos eran de tanta santidad, que los demonios no hallaban por dónde penetrar. Pero ellos perseveraban en su empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un enfado con otro, y andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él. Y este mal pensamiento fue la brecha que vio abierta el demonio; así pudo penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuello de aquel hermano.
El pastor amante y solícito, que velaba de continuo sobre su grey, viendo que el lobo había entrado para devorar su ovejita, hizo llamar en seguida a aquel hermano y le ordenó que descubriera allí mismo el veneno del odio que había concebido contra el prójimo, y que le había hecho caer en las manos del enemigo.
Quedó él espantado al verse conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su rencor, reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y misericordia. Hecho esto, una vez que él fue absuelto del pecado y recibió la penitencia, inmediatamente huyó el demonio ante San Francisco. El hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por la bondad del buen pastor, dio gracias a Dios y, volviendo corregido y amaestrado a la grey del santo pastor, vivió en adelante en grande santidad.
En alabanza de Cristo. Amén. _________________
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clauabru Moderador
Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 6144 Ubicación: Buenos Aires, Argentina
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Publicado:
Mie Sep 12, 2007 1:59 am Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXIV
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia
San Francisco, impulsado por el celo de la fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó una vez al otro lado del mar con doce compañeros suyos muy santos con intención de ir derechamente al sultán de Babilonia (7). Llegaron a un país de sarracenos, donde los pasos fronterizos estaban guardados por hombres tan crueles, que ningún cristiano que se aventurase a atravesarlos podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que fueran presos, apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del sultán.
Delante de él, San Francisco, bajo la guía del Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que para demostrarla se ofreció a entrar en el fuego.
El sultán le cobró gran devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del mundo que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería aceptar regalo ninguno, como también por el anhelo del martirio que mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con agrado, le rogó que volviese a verle con frecuencia y le concedió a él y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de nadie.
Obtenido este salvoconducto, envió San Francisco de dos en dos a sus compañeros a diversas regiones de los sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de ellos, se encaminó al país que había elegido. Llegado allá, entró en un albergue para reposar. Había allí una mujer muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó a San Francisco al pecado.
-- Acepto -le dijo San Francisco-; vamos a la cama.
Y ella lo condujo a su cuarto. Entonces le dijo San Francisco:
-- Ven conmigo, que te quiero llevar a un lecho mucho más bonito.
La llevó a una grande fogata que tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se desnudó por completo, se echó junto al fuego sobre el suelo ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse también en una cama tan mullida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo espacio con el rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y compungida en su corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala intención, sino que se convirtió totalmente a la fe de Cristo, y alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas por su medio en aquel país (8 ).
Finalmente, viendo San Francisco que no era posible lograr mayor fruto en aquellas tierras, determinó, por divina inspiración, volver con todos sus compañeros a tierra de cristianos; los reunió a todos y fue a despedirse del sultán. Entonces le dijo el sultán:
-- Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora, porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus compañeros. Tú puedes hacer todavía mucho bien y yo tengo que resolver asuntos de gran importancia; no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero enséñame cómo puedo salvarme; yo estoy dispuesto a hacer lo que tú me digas.
Díjole entonces San Francisco:
-- Señor, yo tengo que dejarte ahora; pero, una vez que esté de vuelta en mi país y haya ido al cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere voluntad de Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú recibirás el bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto, vete liberándote de todo impedimento, para que, cuando llegue a ti la gracia de Dios, te encuentre dispuesto a la fe y a la devoción.
El sultán prometió hacerlo así y lo cumplió.
Después de esto, emprendió el viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos compañeros. A los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte corporal. El sultán, que había caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, e hizo colocar guardias en ciertos puntos con el encargo de que, si aparecían dos hermanos con el hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por el mismo tiempo se apareció San Francisco a dos hermanos y les ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán y procurasen su salvación, como él se lo había prometido. Aquellos hermanos pasaron en seguida el mar y fueron conducidos por los guardias a la presencia del sultán. Al verlos éste, se llenó de alegría y les dijo:
-- Ahora sé verdaderamente que Dios me ha enviado a sus siervos para mi salvación, conforme a la promesa que me hizo San Francisco por revelación divina.
Recibió, pues, de aquellos hermanos la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado así en Cristo, murió de aquella enfermedad y su alma fue salva por las oraciones y los méritos de San Francisco (9).
En alabanza de Cristo. Amen.
7)Babilonia era el nombre que se daba en Europa por aquel tiempo a la capital de Egipto, El Cairo. El sultán cuya conversión intentó San Francisco era Melek-el-Kamel, empeñado a la sazón en hacer frente a la quinta cruzada lanzada por los pueblos cristianos.
El viaje de San Francisco y su entrada pacífica más allá de las filas mahometanas hasta lograr ser recibido amistosamente por el sultán, está avalado por las fuentes históricas y aun por un testigo presencial: el obispo de San Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita desde Damieta en marzo de 1220. Véase 1 Cel 57; 2 Cel 30; LM 9,8s; Jordán de Giano, o.c., 10 p. 9. Como es natural, la fantasía fue rellenando la aventura con episodios menos creíbles, como el de la prueba del fuego, referido por San Buenaventura, y el de la tentación de la moza del partido en el mesón.
San Francisco se embarcó en Ancona el 24 de junio de 1219 con doce compañeros, que serían los iniciadores de la misión franciscana en Oriente. Haciendo escala en Chipre y en San Juan de Acre, llegó en agosto a Damieta, que desde hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano. Poco después debió de suceder la visita a Melek-el-Kamel. Provisto de un salvoconducto del sultán, visitó los santos lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220.
El valor verdadero de la entrada del Poverello entre los sarracenos está en haber sido el primer intento de cruzada de paz y de amistad en un momento de la historia en que se hallaban encarnizadamente encontrados el mundo cristiano y el mundo islámico. Hombre de Evangelio, quería demostrar que los recursos de la minoridad y del amor, y no las armas, eran los que debían emplearse con los infieles.
8 ) Relato a todas luces legendario, con una fuerte impronta convencional de los ejemplos de los antiguos padres del yermo. Lo recoge en el siglo XIV, junto con otros similares, Bartolomé de Pisa en sus Conformidades. Véase AFH 12 (1919) p. 348s. 396s.
9) Melek-el-Kamel murió en 1238. Se ignora el origen de la leyenda de su conversión.
Francisco regresó a Europa con el sentimiento de no haber logrado el martirio por Jesucristo. Más afortunados, los cinco componentes de la misión de Marruecos habían logrado esa meta, ofrendando su vida el 16 de enero de 1220. La vocación misionera de la Orden era un hecho; al completar la Regla con miras a la aprobación pontificia, Francisco añadió un importantísimo capítulo: Los que van entre sarracenos y otros infieles.
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clauabru Moderador
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Dom Sep 16, 2007 5:25 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
El verdadero discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma, tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8 ). Por ello, no sólo servía él gustosamente a los leprosos, sino que había ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros quiso ser tenido por un leproso (1).
Sucedió una vez, en un lugar no lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio, porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.
-- Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
-- Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.
-- Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.
-- Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?
-- Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.
-- Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.
Y quiso Dios que aquel leproso, curado en el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba orando en un bosque y le dijo:
-- ¿Me conoces?
-- ¿Quién eres? -dijo San Francisco.
-- Soy el leproso que Cristo bendito curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un sólo día en que los santos ángeles y otros santos no estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo, dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!
Dichas estas palabras, se fue al cielo; y San Francisco quedó muy consolado.
En alabanza de Cristo. Amén.
1) Cf. Is 53,3s. San Francisco reconoce en su Testamento que la gracia de la conversión le vino a través de su experiencia del servicio a los leprosos; fue Dios mismo quien «le llevó» entre ellos. Por eso, ese servicio de amor a los «hermanos cristianos» era el noviciado que él exigía de sus seguidores. En los primeros años de la fraternidad, los hermanos se hospedaban frecuentemente en las leproserías y tomaban a su cargo la asistencia de los leprosos (LP 9 y 65). Más aún, había cierto compromiso de compartir con ellos el fruto del trabajo y de la mendicación, como lo establecía 1 R 8,10. _________________
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clauabru Moderador
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Mie Sep 19, 2007 10:32 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXVI
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas
Yendo una vez San Francisco por el territorio de Borgo San Sepolcro, al pasar por una aldea llamada Monte Casale, se le presentó un joven muy noble y delicado, que le dijo:
-- Padre, me gustaría mucho ser de vuestra fraternidad.
-- Hijo -le respondió San Francisco-, tú eres joven, delicado y noble; se te va a hacer duro sobrellevar la pobreza y austeridad de nuestra vida.
-- Padre, ¿no sois vosotros hombres como yo? -repuso él-. Lo mismo que vosotros la sobrelleváis, la podré sobrellevar también yo con la gracia de Cristo.
Agradó mucho a San Francisco esta respuesta; por lo que, bendiciéndolo, lo recibió, sin más, en la Orden y le puso por nombre hermano Ángel. Este joven se portó tan a satisfacción, que, al poco tiempo, San Francisco lo hizo guardián del convento del mismo Monte Casale (2).
Por aquel tiempo merodeaban por aquellos parajes tres famosos ladrones, que perpetraban muchos males en toda la comarca. Un día fueron al eremitorio de los hermanos y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El guardián les reprochó ásperamente:
-- ¿No tenéis vergüenza, ladrones y asesinos sin entrañas, que, no contentos con robarles a los demás el fruto de sus fatigas, tenéis cara, además, insolentes, para venir a devorar las limosnas que son enviadas a los servidores de Dios? No merecéis que os sostenga la tierra, puesto que no tenéis respeto alguno ni a los hombres ni a Dios que os creó. ¡Fuera de aquí, id a lo vuestro y que no vuelva a veros aquí!
Ellos lo llevaron muy a mal y se marcharon enojados.
En esto regresó San Francisco de fuera con la alforja del pan y con un recipiente de vino que habían mendigado él y su compañero. El guardián le refirió cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San Francisco le reprendió fuertemente, diciéndole que se había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y que Él no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Mt 9,12s); y por esto Él comía muchas veces con ellos.
-- Por lo tanto -terminó-, ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te mando, por santa obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y valles hasta dar con ellos; y les ofrecerás de mi parte todo este pan y este vino. Después te pondrás de rodillas ante ellos y confesarás humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte que no hagan ningún daño en adelante, que teman a Dios y no ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí (3).
Mientras el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia.
Llegó el obediente guardián a donde estaban ellos, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que San Francisco le había ordenado. Y plugo a Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre sí:
-- ¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a nosotros, que no sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos remordimiento alguno de conciencia ni temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la eterna perdición, merecedores de las penas del infierno; cada día agravamos nuestra perdición, y no sabemos si podremos hallar misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.
Estas y parecidas palabras decía uno de ellos; a lo que añadieron los otros dos:
-- Es mucha verdad lo que dices; pero ¿qué es lo que tenemos que hacer?
-- Vamos a estar con San Francisco -dijo el primero-, y, si él nos da esperanza de que podemos hallar misericordia ante Dios por nuestros pecados, haremos lo que nos mande; así podremos librar nuestras almas de las penas del infierno.
Pareció bien a los otros este consejo, y todos tres, de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San Francisco y le hablaron así:
-- Padre, nosotros hemos cometido muchos y abominables pecados; no creemos poder hallar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna esperanza de que Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos digas y a vivir contigo en penitencia.
San Francisco los recibió con caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les aseguró de la misericordia de Dios y les prometió con certeza que se la obtendría de Dios, haciéndoles ver cómo la misericordia de Dios es infinita. Y concluyó:
-- Aunque hubiéramos cometido infinitos pecados, todavía es más grande la misericordia de Dios; según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito ha venido a la tierra para rescatar a los pecadores.
Movidos de estas palabras y parecidas enseñanzas, los tres ladrones renunciaron al demonio y a sus obras; San Francisco los recibió en la Orden y comenzaron a hacer gran penitencia. Dos de ellos vivieron poco tiempo después de su conversión y se fueron al paraíso. Pero el tercero sobrevivió, y, recordando sin cesar sus pecados, se dio a tal vida de penitencia, que por quince años seguidos, fuera de las cuaresmas comunes, en que se acomodaba a los demás hermanos, en los demás tiempos estuvo ayunando tres días a la semana a pan y agua; andaba siempre descalzo, vestido de una sola túnica; nunca se acostaba después de los maitines.
En alabanza de Cristo bendito. Amén.
2) El eremitorio de Monte Casale, a cuatro kilómetros de Borgo San Sepolcro, en la montaña, existía ya en 1213. San Francisco se detuvo en él varias veces en sus viajes al monte Alverna. El episodio de los tres ladrones está atestiguado por la LP 115 y el EP 66. En cambio, la segunda parte, que relata la visión dantesca o, mejor, el sueño del tercer ladrón, ya penitentísimo religioso, pertenece al número de las fantasías bastardas que proliferaron en el siglo XIV y es adición posterior. Por ello hemos suprimido esa parte.
3) Acoger con cortesía y caridad a ladrones y malhechores era exigencia de la fraternidad evangélica. Cf. 1 R 7,14. _________________
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clauabru Moderador
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Vie Sep 21, 2007 5:16 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXVII
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes
Al llegar una vez San Francisco a Bolonia (4), todo el pueblo de la ciudad corrió para verlo; y era tan grande el tropel de gente, que a duras penas pudo llegar hasta la plaza. En medio de una gran multitud de hombres, de mujeres y de estudiantes, que llenaban la plaza, San Francisco se subió a un lugar elevado y comenzó a predicar lo que el Espíritu Santo le iba dictando. Y predicaba tan maravillosamente, que parecía, más bien, un ángel que un hombre quien predicaba; sus palabras celestiales eran como saetas agudas que traspasaban el corazón de cada oyente, y, por efecto de la predicación, se convirtieron a penitencia una gran muchedumbre de hombres y de mujeres.
Entre ellos hubo dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona, uno por nombre Peregrino y el otro Ricerio; ambos, tocados en su corazón por una inspiración divina, como efecto del sermón, se acercaron a San Francisco para decirle que querían abandonar totalmente el mundo y ser de sus hermanos. Y San Francisco, conociendo por revelación que eran enviados por Dios y que habían de llevar una vida santa en la Orden, los recibió con alegría, diciéndoles:
-- Tú, Peregrino, seguirás en la Orden el camino de la humildad, y tú, hermano Ricerio, te pondrás al servicio de tus hermanos.
Y fue así, porque el hermano Peregrino rehusó ser sacerdote y se quedó como lego, aunque era muy docto y grande canonista. Debido a esta su profunda humildad, llegó a gran perfección en la virtud, hasta el punto que el hermano Bernardo, el primogénito de San Francisco, dijo de él que era uno de los hermanos más perfectos de este mundo. Finalmente, este hermano Peregrino pasó, lleno de virtudes, de esta vida a la vida bienaventurada, realizando muchos milagros antes y después de la muerte (5).
Y el hermano Ricerio sirvió a los hermanos con devoción y fidelidad, viviendo en gran santidad y humildad; gozó de gran familiaridad con San Francisco, quien le confió muchos secretos. Habiendo sido nombrado ministro de la provincia de la Marca de Ancona, la gobernó durante mucho tiempo con grandísima paz y discreción. Al cabo de algún tiempo permitió Dios que fuese objeto de una fuerte tentación interna; se hallaba atribulado y angustiado, se maceraba con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones día y noche, sin lograr ahuyentar aquella tentación; con frecuencia se veía en grande desesperación, ya que por esta causa se consideraba abandonado de Dios. Al borde de la desesperación, como último remedio, se decidió a ir a San Francisco, discurriendo de esta manera: «Si San Francisco me muestra buen semblante y me trata con familiaridad, creeré que aún tendrá Dios piedad de mí; de lo contrario, daré por cierto que estoy abandonado de Dios». Se puso, pues, en camino para ir a encontrar a San Francisco. El Santo se hallaba a la sazón gravemente enfermo en el palacio del obispo de Asís, y supo, por inspiración divina, toda la tentación y desesperación del hermano, así como su determinación y su venida. Al punto, San Francisco llamó a los hermanos León y Maseo y les dijo:
-- Id en seguida al encuentro de mi hijo carísimo hermano Ricerio, abrazadlo de mi parte y saludadlo, y decidle que, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo lo amo a él con afecto singular.
Fueron ellos y lo hallaron en el camino. Lo abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado. Con esto él experimentó un consuelo tan grande, que casi quedó fuera de sí; y, dando gracias a Dios de todo corazón, se dirigió al lugar en que San Francisco yacía enfermo. Y, aunque San Francisco se hallaba gravemente enfermo, al oír que venía el hermano Ricerio, se levantó y le salió al encuentro, lo abrazó con gran ternura y le dijo:
-- Hijo mío carísimo, hermano Ricerio, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo te amo particularmente.
Dicho esto, le hizo en la frente la señal de la santa cruz, le besó y añadió:
-- Hijo carísimo, Dios ha permitido te sobreviniera esta tentación para que fuese para ti fuente de grandes merecimientos; pero, si tú quieres renunciar a esta ganancia, no la tengas.
¡Cosa admirable! No bien hubo dicho San Francisco estas palabras, le dejó por completo la tentación, como si nunca en toda la vida la hubiera tenido, y quedó completamente consolado (6).
En alabanza de Cristo. Amén.
4) Bolonia era a la sazón el emporio de la ciencia del derecho. El sermón de que hablan las Florecillas pudo ser el del 15 de agosto de 1222, descrito por Tomás de Spalato, testigo presencial; los efectos de conversión coinciden con los de nuestro texto (cf. BAC p. 970).
5) Se trata del Beato Peregrino de Falerone, muerto hacia 1233. Su culto ha sido oficialmente reconocido por la Iglesia.
6) Sobre el hermano Ricerio cf. LP 101 n. 2. Su culto ha sido aprobado por la Iglesia. San Francisco fue acogido por el obispo de Asís en su palacio en septiembre de 1226, próximo ya a la muerte. Y fue entonces, según el testimonio del hermano León, cuando Ricerio hizo esta pregunta al santo Fundador: «Dime, Padre, ¿cuáles fueron tus intenciones cuando empezaste a tener hermanos y cuáles son las que ahora tienes y las que crees has de mantener hasta el día de tu muerte?» Y obtuvo la respuesta del Santo (LP 101). _________________
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clauabru Moderador
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Lun Sep 24, 2007 11:36 pm Asunto:
Tema: -Florecillas de San Francisco- |
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Capítulo XXVIII
Cómo el hermano Bernardo tuvo un arrobamiento,
en el que permaneció desde la madrugada hasta la hora de nona
Cuánta gracia concede Dios muchas veces a los pobres evangélicos que abandonan el mundo por amor de Cristo, lo demuestra el caso del hermano Bernardo de Quintavalle, el cual, desde que tomó el hábito de San Francisco, era con mucha frecuencia arrebatado en Dios al contemplar las cosas celestiales. Sucedió una vez, entre otras, que, estando en la iglesia oyendo la misa totalmente absorto en Dios, quedó tan arrobado por la fuerza de la contemplación, que en el momento de la elevación del cuerpo de Cristo no se dio cuenta de nada y no se arrodilló ni se quitó la capucha, como lo hacían los demás que estaban presentes, sino que permaneció insensible, mirando fijamente sin pestañear, desde la madrugada hasta la hora de nona. Y después de nona, vuelto en sí, iba por el convento gritando en tono admirativo:
-- ¡Hermanos, hermanos, hermanos! No hay nadie en esta tierra tan grande ni tan noble que, si le prometieran un palacio hermosísimo lleno de oro, no aceptase con gusto llevar un saco de estiércol para ganar un tesoro tan valioso.
En este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue introducido el hermano Bernardo en tal grado con su espíritu, que durante quince años anduvo siempre con la mente y el rostro vueltos hacia el cielo. Durante ese tiempo, jamás sació el hambre en la mesa, si bien tomaba un poco de lo que le era puesto delante, porque decía que no es perfecta la abstinencia que consiste en privarse de las cosas que no se prueban, sino que la verdadera abstinencia consiste en moderarse en las cosas que saben buenas al gusto.
Así es como llegó a una tal clarividencia y luz de la mente, que aun los hombres más doctos acudían a él en busca de solución de cuestiones difíciles y de pasajes intrincados de la Sagrada Escritura; y él aclaraba toda dificultad. Puesto que su mente se hallaba del todo liberada y abstraída de las cosas terrenas, se remontaba a la altura como las golondrinas, a impulsos de la contemplación; y le acaeció estar hasta veinte días, y a veces treinta, solo en las cimas de las más altas montañas contemplando las cosas celestiales. Por esta razón solía decir de él el hermano Gil que no a todos se concede este don otorgado al hermano Bernardo de poder alimentarse volando, como lo hacen las golondrinas. Y por esta gracia extraordinaria que había recibido de Dios, San Francisco gustaba muchas veces de hablar con él día y noche; así que algunas veces fueron hallados juntos, arrebatados en Dios durante toda la noche en el bosque, donde se habían recogido para hablar de Dios.
El cual sea bendecido por los siglos de los siglos. Amén. _________________
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