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La historia de la Inquisición
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Christifer
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MensajePublicado: Mie Dic 19, 2007 8:02 pm    Asunto: La historia de la Inquisición
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Sí, vamos a hablar de esa monstruosa leyenda negra, la peor que se ha creado. Su mera mención provoca espanto y odio, a nuestra mente nos vienen todo tipo de atroces torturas. Estoy hablando del Tribunal del Santo Oficio, más conocido como la Inquisición.



En este foro pienso postear lo que nadie cuenta sobre la Inquisición. Aquí, delante de todos, pienso ir diseccionando todo el proceso inquisitorial de arriba a abajo, sin omitir nada (con lo cual se incluyen las torturas y las penas impuestas), para que comprendáis la verdad. Y a la par que hago esto, iré desarrollando la leyenda negra de España y su explicación, así como el estricto contexto histórico, cultural y político en el que hay que entenderlo y la situación en la "civilizada" Europa de ese momento.


Una última cosa: esto es un post informativo, no de debate porque ya sabemos claramente por donde irán los tiros, así que por favor pido que NO, y repito, NO se discuta aquí y pido que se me deje tiempo para ir desarrollando la auténtica historia y funcionamiento de la Inquisición.


Veritas liberabit vos
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Christifer
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MensajePublicado: Sab Dic 22, 2007 10:44 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

La Leyenda Negra. La leyenda negra antiespañola y anticatólica. Qué es: definición, orígenes, características y finalidad.

La Historia se puede definir como un conjunto de sucesos o hechos políticos, sociales, económicos, culturales, etc., de un pueblo o de una nación. Como es evidente aunque se intenta tratar con objetividad este conjunto la propia subjetividad tanto del historiador como de los receptores de la información se encargan, en ocasiones de deformarla apareciendo así los grandes mitos nacionales y las leyendas negras.

Centrándonos en la leyenda negra nos encontramos ante la opinión desfavorable y generalizada sobre alguien o algo, generalmente infundada con el fin de desprestigiarlo.

Para tratar este tema voy a presentar un artículo de la página ciudadseva.com muy interesante sobre que es la leyenda negra y, más en concreto sobre la leyenda negra antiespañola, aunque haré unas matizaciones y cambios usando informaciones de otras páginas pues se refiere el artículo a la otra gran leyenda negra de España: la Conquista de América. Pero antes unas reflexiones:

Para tratar el tema de la Inquisición es necesario comprender la leyenda negra que envuelve a España y a la Iglesia Católica. La imagen que nosotros tenemos sobre la Inquisición está totalmente deformada por esta leyenda que bajo la apariencia de Historia objetiva no es más que un conjunto de calumnias y mentiras lanzadas contra España y la Iglesia por sus enemigos. Por tanto superar la leyenda negra es estrictamente necesario para entender la Inquisición.
También es necesario comprender que en aquel momento España era la católica España, firme defensora a ultranza de la Iglesia católica en todo el mundo. Debido a eso la leyenda que rodea a la Inquisición es antiespañola y anticatólica.
Algunos verán hablar de la leyenda negra como una excusa para desviar la atención pero la existencia de una leyenda negra es una verdad como un templo, que se ha ido perpetuando y que ha oscurecido la verdad.

Y sin más demora pasemos a tratar la leyenda negra:

La mejor manera para definir algo, posiblemente, comienza por buscar su significado en los diccionarios. Según el de la Real Academia Española, la palabra leyenda significa, en su 4ª acepción, "relación de sucesos que tienen más de tradicionales y maravillosos que de históricos y verdaderos". En este mismo diccionario encontramos que el adjetivo negra se refiere tanto a algo "oscuro y deslucido, o que ha perdido el color que le corresponde" (4ª acepción), es decir, que no es como debería ser en realidad, como a "la novela o el cine de tema criminal y terrorífico, que se desarrolla en ambientes sórdidos y violentos" (6ª acepción), es decir, una fantasía en torno al mal. Con lo dicho, resulta evidente que el término de "Leyenda Negra" a sido acuñado por quienes han reaccionado en contra de tales opiniones, al considerar que presentan como verdad lo que no lo es (es decir, leyenda), y considerar además que lo hacen intencionadamente de manera deformada y negativa (es decir, negra), para crear una opinión contraria
Más allá de la discusión sobre las palabras (que, en cualquier caso, siempre es importante), lo que pretende el párrafo anterior es adelantar que la Leyenda Negra no es realmente Historia, como quedará explicado más adelante, puesto que no se corresponde con la realidad de los hechos, sino que es una ficción. Pero no se trata simplemente de una ficción literaria, sin más pretensiones que las propias del género, sino que es una ficción, como se indicó en la introducción, al servicio de unos planteamientos ideológicos, doctrinales, o de unos intereses particulares.
Una vez definido lo que es la Leyenda Negra, surge la inevitable pregunta: ¿y esto, por qué? Pues por algo tan simple como es la pugna por la hegemonía, en la que la Leyenda no es sino un instrumento propagandístico de quienes disputan esa hegemonía a España, primera potencia mundial durante tres siglos. En este sentido, los elementos esenciales para el nacimiento de la Leyenda no son más que la envidia y la competencia expansiva de sus rivales. Nada nuevo por otra parte en la Historia, sino una constante desde el principio de las relaciones entre civilizaciones y entre estados.
Pero no se trata sólo de una pugna política entre naciones fuertes, entre potencias, por la hegemonía mundial (España está presente a lo largo de ese periodo en todos los continentes y en todos los océanos), sino también de una pugna entre dos formas de concebir las relaciones entre los pueblos, –el Imperio frente a la afirmación nacional–, y de una pugna religiosa y cultural –entre el catolicismo y el protestantismo–.
Por eso la Leyenda Negra no se dirige únicamente contra España por su poderío como Estado, de cara a desacreditar a la nación española y disputarle esa hegemonía, sino también contra la Fe y la Iglesia católicas, que son quienes con sus principios morales y su labor eclesiástica, a la vez que impulsan la historia de España durante la mayor parte de su existencia, constituyen el eje de la cultura, en su más amplio significado, europea occidental desde el Bajo Imperio hasta la Reforma luterana, reforma que junto con la ruptura espiritual conlleva una ruptura cultural, la crisis de las mentalidades en Europa. En ese sentido el objetivo de la Leyenda Negra es crear una opinión contraria a los principios religiosos, morales y culturales del catolicismo, y a las formas como esos principios se han materializado mediante un modelo social y de pensamiento que hunde sus raíces en el organicismo medieval, en la idea imperial, y en el predominio de la Fe, y del que la España de los siglos XV al XVIII se convierte en ejemplo casi paradigmático. Crear una opinión contraria, obviamente, por quienes sostienen unas doctrinas opuestas o por quienes ven con resquemor el hecho de no haber sido los protagonistas de esos acontecimientos o de esa época, o, simplemente, el hecho de no haber gozado de una posición de predominio internacional para su propio beneficio e interés.
Así, la pervivencia y la constancia de la Leyenda Negra obedecen a la importancia del imperio español y al potencial del mundo hispánico como poder político, como baluarte de la religión y como modelo social y cultural, según unos parámetros abandonados primero y rechazados y combatidos posteriormente por la Modernidad.
En definitiva, se trata de una labor de propaganda, de desinformación, que a través de la presentación tendenciosa de los hechos bajo la apariencia de objetividad y de rigor histórico o científico, procura crear una opinión determinada. Por esto es por lo que se aparta de lo que podría aceptarse como una simple crítica, una denuncia de los errores e injusticias cometidos, aun cuando sólo se redujese a ello, o una visión distinta del pasado, fruto de las diferentes circunstancias en que uno se puede encontrar por pertenecer a distinta creencia, a distinto país, o a distinto tiempo; dando en cambio una imagen voluntariamente distorsionada del pasado para convertirla en una descalificación global de una acción histórica y de las ideas y valores que la impulsaron.
Este es, sin duda, uno de los rasgos más característicos de la Leyenda Negra: "que consiste en la descalificación global de un país (...) a largo de toda su historia, incluida la futura. En eso consiste la peculiaridad original de la Leyenda Negra", según palabras de Julián Marías, y se puede añadir que de unas ideas religiosas o de base religiosa, por no decir directamente de una religión y ser tachados por ello de exagerados. Precisamente, es una descalificación global en la medida en que responde no sólo a una envidia nacional o a un recelo del pasado, sino también en la medida que tiene ese componente doctrinal del que hemos hablado, que conlleva una visión o una interpretación, evidentemente generalizadora, del mundo. Pero no se puede caer en la simpleza de creer que se debe a una especie de conjura internacional contra España, mantenida de forma constante a lo largo de los últimos cinco siglos. Que la descalificación que se pueda encontrar de España se haga de forma global no significa que sea generalizada, que la haga todo el mundo y en todo momento. Unas líneas más arriba se ha dicho que consiste en crear una opinión contraria por quienes sostienen unas doctrinas o intereses opuestos a ese supuesto "ideal histórico" que España representa en la época Moderna; pero sólo por ellos, es decir, por aquellas elites o grupos ideológicos o políticos enfrentados a ello, con la fuerza y los medios que la situación y los intereses en conflicto en cada momento se lo indiquen o se lo permitan.
Hay otra particularidad de la Leyenda Negra: que no es meramente una acción externa a España, sino que se da dentro de nuestra propia sociedad, por parte de quienes son conciudadanos nuestros. Y esto está motivado por la misma causa ideológica que lo anterior: en la medida en que uno piensa de forma distinta, o incluso opuesta, a la que ha sido el motor de la historia hispanoamericana durante trescientos años, uno se aparta en mayor o menor medida de la identificación con su pasado nacional o colectivo, interpretándolo así de distinta forma, desde la frialdad de la indiferencia, que no por ello deja necesariamente de ser objetiva, hasta el rechazo y la aversión por esa historia, lo que lleva a muchos a caer en esa interpretación y manipulación negativa de su propio pasado.

Después de esto quiero hacer hincapié en una cosa curiosa la Leyenda Negra que rodea a España y, a través de ella y separada, a la Iglesia.
Por unas "extrañas" razones el único estado europeo que tiene una leyenda negra tan grande como el Everest es España. Ni Inglaterra, ni Francia, ni Suiza, ni Alemania, ni Holanda, ni ninguna otra ha tenido que pasar por ello. ¿Y por qué? Porque fueron esas naciones las que al caer España y su hegemonía impusieron su visión de la Historia a las generaciones futuras y le echacaron todos los defectos posibles a España y a la Iglesia; se despojaron de todas sus faltas a las que ya tenía España y la Iglesia les añadieron otras que no les correspondían; de esa forma las cazas de brujas de Alemania, los ministros del Santo Evangelio de Calvino, el trato vejatorio a la Irlanda católica y las matanzas de Francia han pasado totalmente desapercibidos.


Ahora vuelvo a insistir: al hablar de la Leyenda Negra no estoy echándoles el muerto a otros países, como perfectamente hicieron ellos, si no que con lo que fue la Inquisición en realidad ya hay suficiente y no necesita que le cuelguen un sambenito que no le corresponde. Aquí cada uno afronta sus culpas, no las de otros.
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Luis-Carlos
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MensajePublicado: Sab Dic 22, 2007 9:10 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=1304

La historia de Alonso de Salazar
Cuando la Inquisición salvó a las brujas
La propaganda nos ha vendido la idea de una España negra donde la Inquisición quemaba brujas para gozo de una población fanatizada. Pero la realidad es exactamente la contraria: España es el país de Europa que, proporcionalmente, menos brujas quemó, y ello, precisamente, gracias al celo jurídico de la Inquisición. Fue a principios del XVII. En esta historia hay un nombre propio: el inquisidor don Alonso de Salazar Frías, un hombre de fe, pero también de razón, que descubrió que la inmensa mayoría de los casos de brujería era pura patraña. Salazar pasó a la historia como “el abogado de las brujas”. Mientras el resto de Europa (y Norteamérica) seguía con sus cazas de brujas, ya hacía un siglo que España había prohibido esa práctica.
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-“Voy a destruir su Iglesia” “Je detruirai votre eglise!” (Napoleon).
- No, no podrá. ¡Ni siquiera nosotros hemos podido hacerlo!”- (respuesta del cardenal Consalvi).

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Christifer
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MensajePublicado: Sab Dic 22, 2007 11:16 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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Gracias Luis-Carlos por poner un claro ejemplo de la leyenda negra, la caza de brujas, en el que le ha tocado a la Inquisición tener que llevar el sambenito de los protestantes. Más adelante, cuando hablemos de la historia de la Inquisición se hablará más en detalle de la brujería y su relación con la Inquisición así como de cifras sorprendentes.
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Beatriz
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MensajePublicado: Dom Dic 23, 2007 12:26 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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Para el que quiera visitar virtualmente el ahora Museo de la Inquisiciòn de Lima:

http://www.congreso.gob.pe/museo.htm
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Christifer
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MensajePublicado: Dom Dic 23, 2007 12:46 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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Muchísimas gracias Beatriz, tu colaboración es inestimable Wink, pero para no perder el hilo voy a ir sacando la información de la página con la que tengo y así completando.
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Beatriz
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MensajePublicado: Dom Dic 23, 2007 1:18 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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En 2 siglos y medio de funcionamiento el Tribunal de Lima condenò a muerte a 32 personas, solo 2 por protestantes ¡en 250 años!


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Fuente: Revista Caretas (que no tiene nada de catòlica)

http://www.caretas.com.pe/1999/1563/inquisicion/inquisicion.htm
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La Inquisición Auténtica

Dando fe de sus 1,477 procesados y 32 condenados a muerte, el Museo de la Santa Inquisición cuenta ahora lo que realmente fue.

Creado en 1569 como un órgano de control favorable a la fe y al poder político, la Santa Inquisición fue el brazo armado y legal de la intolerancia hasta hace más de un siglo. En Lima, los cientos de procesados dan cuenta de una institución que aunque cruenta, no lo fue tanto como se ha dicho. Más aún, cuando tribunales civiles y otras iglesias protestantes exhiben un balance más dantesco. Aquí, un breve paseo por sus oscuros pasadizos.

El garrote, una pena capital, podía coronar jornadas diarias de tormento de hasta una hora y cuarto como máximo.

EL cable de la agencia de noticias del Vaticano no dejaba lugar a dudas. La Santa Sede, en inobjetable despliegue de verbosidad celebrativa, invitaba a sus fieles del mundo a visitar el Museo de la Santa Inquisición de Lima. Desde ese momento, una curiosidad se instaló en la mente de quienes navegaban despreocupadamente por internet ¿Cómo y por qué la Iglesia promocionaba a una de sus instituciones más repudiadas? La respuesta aparecería al trasponer las puertas del museo.

Hasta hace unos meses y gracias a unos risibles maniquíes de espanto, nuestro Museo de la Inquisición era recordado como fuente inagotable de pesadillas infantiles. Hoy, luego de su remodelación y de la publicación de nuevos trabajos historiográficos, sus responsables inician el camino de desmitificar mucho de lo dicho.

El licenciado Fernando Ayllón, jefe del Museo y uno de los principales artífices del cambio, ha editado además "El Tribunal de la Santa Inquisición. De la leyenda a la historia", un trabajo de casi 700 páginas dedicado a desentrañar los misterios reales y ficticios del santo oficio en Lima. Ayllón, mientras recita de memoria nombres y fechas cual niño aplicado, no deja de enorgullecerse por una gestión que ha hecho saltar de felicidad las sotanas pontificias.

Fernando Ayllón, jefe del museo, muestra remodelada y fiel cámara de tormentos.

"Aquí no caben ni una actitud apologética ni un ataque. Juzgar con ojos del siglo XX a una institución tan importante en el siglo XVI sería un anacronismo", dice antes de que reviente el chupo. Claro, quién en estos tiempos de ferviente liberalidad defendería a un organismo represivo. Pero tanto se ha dicho de la inquisición limeña que aún es difícil separar la verdad histórica de las fábulas acuñadas por anticlericales de todas las épocas. Ante esa perspectiva, Ayllón saca la garra y comienza a enumerar las ficciones que la rodean.

Curas administrando tormentos, miles de ciudadanos procesados por herejía, cientos de torturados hasta la muerte en sucias mazmorras y decenas de quemados en la hoguera son parte de ese "balance" nutrido de ficción. Indígenas ajusticiados y brujas empaladas luego de ser paseadas del puente a la alameda, engrosan este anecdotario. Pero lo que más incomodaba a sus estudiosos era la instalación escenográfica de tormentos nunca practicados por la Inquisición en Lima. "El fuego administrado a la planta de los pies simplemente no existía, ni la gente encadenada a las paredes, pero eran parte del antiguo museo", señala Ayllón.

"Tormento del agua" con Potro Dorsal en alegoría del siglo XVII.

Hoy se explica a los visitantes que los únicos encargados de aplicar tormentos eran los verdugos -un respetado oficio de su época-, que sólo se procesó a 1,477 ciudadanos por diversos delitos contra la fe y el orden público -bigamia en la mayoría de casos-, que sólo se torturaba en casos extremos y utilizando los medios de los tribunales civiles -más crueles y sofisticados por ese entonces- y que en 2 siglos y medio de funcionamiento fueron condenados a muerte "sólo" 32 personas -el francés Mateo Salado, vaya apellido, el primero de ellos-, la mitad achicharrada en la hoguera y los restantes pasados a garrote (ahorcamiento por torniquete).

En la aplicación de estos tormentos había un conjunto de reglas a seguir. La tortura sólo era aplicada en muy contados casos: la Inquisición limeña la aplicó al 9% de sus procesados -los tribunales civiles la operaban en un 90%, cuenta Ayllón- y únicamente cuando se trataba de "perjuros" (que habían jurado sobre la Biblia en vano) o ante la abierta contradicción de lo expresado por el inculpado y la versión de 3 testigos. Entonces sí que el sospechoso las tenía negras.

Aunque configure una extraña forma de benignidad, el tormento "sólo" era aplicado por un tiempo máximo de hora y cuarto -en el campo civil no había un límite determinado- y estaba prohibido seccionar el cuerpo, provocar hemorragias o cualquier tipo de mutilamiento. "El médico y los propios inquisidores, sacerdotes al cabo, supervisaban que no se le pasara la mano al verdugo y continuamente reconvenían al acusado para que confesara y evitara el castigo", explica el director del museo.

"La garrucha" se sigue aplicando sin santos de por medio.

De los condenados a muerte se sabe que 23 lo fueron por judaizantes y 6 por luteranos -en estos protestantes la corona encontraba una seria amenaza-, 2 por sustentar y difundir proposiciones heréticas y un alumbrado (falso santo). Las ejecuciones por hoguera o garrote eran rápidas y no se añadía sufrimiento adicional al desdichado, la idea de salvar su alma, incluso a último momento, era motivo de sobra.

"Jamás se procesó indígenas -estaban exceptuados- ni fue quemada "bruja" alguna. A veces los incriminados eran sacerdotes que faltaban gravemente a su deber o que acosaban sexualmente, por medio del chantaje, a alguna dama", afirma Ayllón.

Muchos de estos malentendidos surgieron a raíz de su fundación como museo, en julio de 1968. Su entonces jefe, el general Carlos Bockos Heredia, dispuso de espacios y escenografías en forma arbitraria, dando lugar a la proliferación de datos falsos. Además, la fabricación de sus recordados muñecos estuvo a cargo de los propios trabajadores quienes, entre refrigerios y la práctica visiblemente incipiente de manualidades, contribuirían con su controvertida fama. Y Ricardo Palma, desde sus "Anales", agregaría su cuota de ficción al tema.

Ahora, con estos cambios, se explica el entusiasmo purpurado por airear este recinto. Que sea el ánimo de conocimiento y no un renovado apetito inquisitivo, el que promueva su visita. (Pedro Tenorio).
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Ultima edición por Beatriz el Dom Dic 23, 2007 1:27 am, editado 1 vez
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MensajePublicado: Sab Dic 29, 2007 5:32 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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Los orígenes de la Inquisición. La Inquisición medieval. 1ª parte

Para poder hablar de la Inquisición española es necesario hablar de la Inquisición medieval, pero es fundamental dejar de lado los perjuicios y entender el contexto en el que surgió, si no se distorsiona y no avanzamos nada.
También quiero hacer constar que la mayor parte de esta información procede de la página www.conocereisdeverdad.org y www.luxdomini.com




¿Quién empezó la Inquisición?

Sorprendentemente no fue la Iglesia ni el poder religioso los que empezaron a perseguir herejes si no el poder civil y los emperadores.
El primero que podría considerar como el fundador de la Inquisición sería Diocleciano. Sí, y me explico, la Inquisición tiene como función luchar contra al herejía, detectarla y hacerla desaparecer. En el caso de Diocleciano se podría decir que fundó la Inquisición al atacar a la herejía y buscar preservar la religión romana “los jefes serán quemados con sus libros; los discípulos serán condenados a muerte o a trabajos forzados en minas” (año 287). Resulta curioso como ya empieza a aparecer la hoguera como forma de castigo contra herejes.
A continuación los emperadores se encargarán de ir persiguiendo las distintas herejías, pero sin que mediara la Iglesia ni partiera de esta la idea. Constantino el Grande confisco los bienes a los donatistas (afirmaban que solo los sacerdotes intachables podían administrar los sacramentos y que los pecadores no podían pertenecer a la Iglesia) y los condenó al destierro en 316; Arrio y a los obispos que rehusaron suscribir el símbolo de Nicea los desterró. Teodosio amenazó con castigos a todos los herejes en el 380, prohibió sus conventículos en el 381, quitó a los apolinaristas (defendían la total divinidad de Cristo, negando que poseyera alma humana) en 388, a los eunomianos (afirmaban que el Hijo no era Dios) y maniqueos en el 389, el derecho de heredar e impuso la pena capital a los encratitas (afirmaban que la materia había sido creada por un demiurgo y que era maligna, condenando el matrimonio) y a otros herejes en el 382, leyes confirmadas por Arcadio en el 395, por Honorio en 407, por Valentiniano III en el 428, a las que Teodosio II, Marciano y Justiniano I añadieron otras, declarando infames a los herejes y condenándolos al destierro, privación de los derechos civiles y confiscar sus bienes.
Los emperadores bizantinos del siglo IX dictaron severísimas leyes contra los paulicianos (eran dualistas, afirmando que el Espíritu Malo había creado y dirigía este mundo mientra que el Espíritu Santo sería el creador del mundo futuro); y Alejo Comneno al fin de su reinado, mandó buscar al jefe de los bogomilos (negaban el nacimiento divino de Cristo, los sacramentos y afirmaban que Dios había tenido dos hijos: Miguel y Satán), Basilio, y a sus secuaces; muchos de éstos fueron encarcelados y aquél quemado en la hoguera.
En Occidente, tal vez porque no surgieron sectas de tipo popular y sedicioso hasta el siglo XI, no tuvieron que padecer mucho los herejes.

Refiere Raúl Glaber que en 1023 trece eclesiásticos de Orléans convictos de maniqueísmo fueron degradados, excomulgados y quemados vivos "por mandato del rey Roberto y con el consentimiento de todo el pueblo".

Si el castigo que se les daba en Francia era el fuego, en Alemania, la horca. Así en 1052, el emperador Enrique III, que pasaba las Navidades en Goslar, mando ahorcar a un grupo de cátaros, según testifica la crónica de Hermann Contracto.
No era mucho más suave la pena en Inglaterra, pues el rey Enrique II en 1166, habiendo sabido que habían aparecido como una treinta de herejes, los hizo marcar en la frente con un hierro al rojo vivo, y después de azotarlos en público, los echó fuera, con prohibición de que nadie les diera alojamiento, por lo que en invierno murieron de frío. Consta igualmente que en Flandes, el conde Felipe, en 1183, extremaba la crueldad, confiscando los bienes y mandando a la hoguera a nobles y plebeyos, clérigos y caballeros, campesinos, doncellas, viudas y casadas.

El bárbaro rigor de Pedro II de Aragón contra los valdenses es conocida (mandando a 80 a la hoguera). De Felipe Augusto de Francia sabemos que hizo quemar a ocho cátaros en Troyes en 1200, uno en Nevers al año siguiente, otros muchos en 1204, y, obrando "tanquam rex christianissimus et catholicus", hizo quemar a todos los discípulos de Amaury de Chartres, hombres, mujeres, clérigos y laicos.

En resumen: durante mucho tiempo son los emperadores, los reyes y el poder civil los que persiguen a los herejes con saña y no la Iglesia ni el poder religioso.

¿A qué se debía aquella severidad de los reyes y príncipes en un asunto que a primera vista parecía caer fuera de su jurisdicción? Vivían profundamente la fe religiosa de sus pueblos, los cuales no toleraban la disensión en lo más sagrado y fundamental de sus creencias. Y esto no se atribuya a fanatismo propio y exclusivo de la Edad Media. Todos los pueblos de la tierra, mientras han tenido fe y religión, antes de ser víctimas del escepticismo o del indiferentismo, igual en Atenas que en Roma, en las tribus bárbaras que en los grandes imperios asiáticos, han dictado la pena de muerte contra aquellos que blasfeman de Dios y rechazan el culto legítimo.

Los cronistas medievales refieren muchos casos en que el pueblo exigía la muerte del hereje, y no toleraba que las autoridades se mostrasen condescendientes y blandas, por ejemplo aquel que cuenta Guillermo Nogent; descubiertos en Soissons (1114) algunos herejes, y no sabiendo qué hacer, el obispo Lisiardo de Chalons, dirigióse en busca de consejo al concilio de Beauvais; en su ausencia asaltó el pueblo la cárcel y, "clericalem verens mollitiem!", sacó fuera de la ciudad a los herejes detenidos y los abrasó entre las llamas.

Explicase también la severidad de las leyes civiles por el renacimiento que en el siglo XII experimentó el Derecho romano.
Ya vimos que los códigos de Roma y Bizancio condenaban con la pena de muerte. Del maniqueísmo, la herejía castigada, era fácil pasar a otras herejías, máxime existiendo otra ley antigua que castigaba con el último suplicio el delito de lesa majestad humana; y la herejía para el hombre medieval era más: era delito de lesa majestad divina. El influjo del Derecho romano se descubre en las constituciones antiheréticas de Federico I y Federico II, y sea por influencias jurídicas, sea por reflejos del sentir popular, la pena capital contra los herejes aparece en todos los códigos medievales: en el de Sajonia (Sachsenpiegel, 1226-1238), en el de Suabia (Schwabenspiegel, 1273-1282), en las Partidas de Alfonso el Sabio, aunque con cierta vaguedad, en las ordenanzas de Luis VIII y de Luis IX el Santo.



¿Cómo actuaba la Iglesia frente a las herejías?

Por extraño que pueda parecer a ciertas personas y grupos, hasta el siglo XII a la Iglesia le repugnó usar métodos violentos para reprimir la herejía, afirmando que solo debían emplearse armas espirituales. Esto contrasta con la actuación del poder civil y la opinión del pueblo.
Veamos unos ejemplos de esto:
- cuando tuvo lugar la ejecución de Prisciliano a instancias de los obispos Hidacio e Itacio, san Ambrosio, san Martín de Tours y el Papa Silicio protestaron enérgicamente porque la Iglesia, por medio de esos obispos, hubiera participado en la condena a muerte;
- san León Magno, en una carta a santo Toribio de Astorga, afirma que derramar sangre repugna a la Iglesia pero el suplicio corporal, aplicado únicamente por la ley civil, podía ser un buen remedio para lo espiritual “Quae etsi sacerdotali contenta iudicio, cruentas refugit ultiones, severis tamen christianorum principium constitutionibus adiuvatur, dum ad spirituale nonumquam, recurrunt remedium qui timen corporale supplicium
- san Juan Crisóstomo afirmaba que no se podía matar a los herejes aunque si reprimirlos;
- el XI concilio de Toledo, en el canon 6, prohibía a los clérigos participar en un juicio de sangre o imponer la mutilación corporal
- Inocencio III, aunque para muchos les parezca sorprendente ordenó lo siguiente en el año 1209 “la Iglesia intercediese eficazmente para que la condenación quedase a salvo la vida del reo, lo cual se introdujo en el Derecho común y debía observarlo todo juez eclesiástico que entregaba al brazo secular a un reo convicto y obstinado”.

Se puede afirmar que durante el primer milenio la Iglesia trató con benevolencia a los herejes. En el año 800 renegó Félix de Urgel sus errores adopcionistas en el concilio de Aquisgrán y fue restituido sin problemas en su sede episcopal. Años después, los concilios de Maguncia en el 848 y de Quierzy en el 849 declararon al monje Godescalco pecado en herejía predestinacionista. Godescazo no se retractó y hubo de sujetarse a las penas temporales de la flagelación y de la cárcel. Pero Hincmaro, presidente del concilio de Quierzy, declaró que la pena de los azotes se le imponía "secundum regulam Sancti benedicto" en conformidad con las prescripciones de la Regla benedictina, que señala ese castigo a los monjes incorregibles y rebeldes. La prisión fue la de un monasterio.

Hasta el siglo XII no piensan los papas en que la herejía tiene que ser reprimida por la fuerza. Es entonces cuando, alarmados por la invasión de predicadores ambulantes, que sembraban la revolución religiosa y a veces también la revolución social, mandan a los príncipes y reyes que procuren el exterminio de las sectas.

Así vemos que Calixto II en el concilio de Toulouse (1119), canon 3, e Inocencio II en el de Letrán (1139) canon 23, no contentos con excomulgar a los herejes, encargan su represión al Estado "per potestates exteras coercere praecipimus", represión que probabilísimamente se refería tan solo al destierro a la cárcel, de ningún modo a la pena de muerte.
Eugenio III, en el concilio de Reims (1148), se contenta con que los reyes no den asilo a los herejes. Alejandro III, en 1162, dice que más vale pecar por exceso de benignidad que de severidad. (Carta a Enrique, arzobispo de Reims).

Al año siguiente, en el concilio de Tours (1163), vista la perversidad de los albigenses, permite a los príncipes católicos que los cojan presos, si pueden, y los priven de sus bienes. Y lo mismo viene a decir el concilio Lateranense III (1179), concediendo además indulgencias a los que tomen las armas para oponerse virilmente a tantas ruinas y calamidades con que los cátaros, patarinos y otros perturbadores del orden público oprimen al pueblo cristiano.
En esta línea de rigor siguieron avanzando los Romanos Pontífices, impulsados, como se ve, no por prejuicios dogmáticos, sino por el peligro social de aquellos instantes y más de una vez contra sus propios sentimientos.
No fue ésta la única causa del cambio de actitud de la Iglesia respecto de los herejes. Intervino también, y de una manera decisiva, el ejemplo de la potestad civil.

A medida que avanza el siglo XII la oposición de la Iglesia va decreciendo hasta desvanecerse del todo. Ya en el tercer concilio de Letrán (1179) el papa Alejandro aunque recalcando el horror que inspira al clero la efusión de sangre, decide pedir al Poder Civil la represión por la fuerza de los cátaros, valdenses y albigenses que con sus excesos eran ya gravísima amenaza para la Iglesia y para la sociedad constituida (can. 27).

Un paso de verdadera importancia se dio en el convenio o dieta de Verona (1184) por parte del papa Lucio III y el emperador Federico I Barbarroja. De acuerdo entrambos, el Papa promulgó la constitución Ad abolendam, anatemizando a los cátaros y patarinos, a los humillados o pobres de Lyon, a los pasagginos, josefinos y arnaldistas, y dejándolos al arbitrio de la potestad secular para que los castigase con la pena correspondiente. No se mencionaba la pena de muerte. La animadversio debita contra un hereje no era todavía el último suplicio, como lo será más tarde; lo legal entonces era el destierro y la confiscación de los bienes.
No se puede afirmar que ésta sea la carta constitutiva de la Inquisición medieval. Manda, sí, buscar, indagar, averiguar si hay herejes para castigarlos, y eso de una manera organizada y sistemática, peor no instituye ningún nuevo tribunal.

Con esto los obispos avivan su celo en la búsqueda y pesquisa de los herejes, mas no pueden cumplir satisfactoriamente su oficio. Por eso Inocencio III se ve obligado a enviar delegados apostólicos, que actúen como inquisidores en determinadas circunstancias; por ejemplo a Pedro de Castelnau con otros cistercienses, y al mismo Santo Domingo, de quien escribe Bernardo Gui que "con autoridad de legado de la Sede Apostólica ejerció el oficio de inquisidor in partibus tolosanis". Erraría, sin embargo, quien le llamara el primer inquisidor. La Inquisición Pontificia no estaba creada aún.
Su creador fue S.S. Gregorio IX, y como fecha fundacional debe señalarse el año 1231.



El inicio de la Inquisición

Si el Papa fue realmente el que instituyó el tribunal extraordinario de la Inquisición, quien lo movió a dar ese paso fue el emperador, y un emperador tan indiferente en materias religiosas como Federico II.
Según el historiador Mons. Douais, lo que Federico II planeaba era avocar a sí el juicio y represión de la herejía para alcanzar una situación privilegiada y ventajosa sobre la misma potestad del Romano Pontífice. Gregorio IX comprendió sus intentos, y a fin de atajarle los pasos, quiso adelantarse, reivindicando para la Iglesia el derecho exclusivo de juzgar a los herejes en cuanto a tales, para lo cual creó un tribunal de excepción, que, al mismo tiempo que juzgaba las doctrinas, tutelaba las personas contra las arbitrariedades del poder civil.

A ello se llegó paso a paso. El 22 de noviembre de 1220 promulgó el emperador una constitución confirmando lo estatuido en el concilio IV Lateranense contra los herejes; éstos son condenados a destierro, infamia perpetua, confiscación de sus bienes y pérdida de sus derecho civiles. Nada de pena de muerte. Cualquiera diría que al astuto monarca le movía el más puro celo religioso, cuando en realidad sus móviles eran políticos, además de la razón de orden público y la avaricia de dinero.

Bajo el influjo de los legistas, empeñados en resucitar el antiguo derecho romano, Federico dió un paso decisivo. Ya sabemos cómo el Derecho romano señalaba la pena del fuego para los maniqueos; ahora bien, los modernos herejes, los más peligrosos, es decir, los cátaros o albigenses, ¿no profesaban el maniqueísmo? Además, en la legislación de la antigua Roma se castiga con la muerte a los reos de lesa majestad humana; ¡cuanto más merecían tal castigo los herejes, "cum longe gravius sit aeternam quam temporalem offendere maiestatem"! Conforme a estos principios, en marzo de 1224 condenó a todos los herejes de Lombardía a ser quemados vivos o, al menos, a que se les cortase la lengua, suplicio, por otra parte, frecuente en Francia, como hemos ya visto, y no del todo inusitado en Alemania, pues consta que en 1212 nada menos que ochenta herejes fueron quemados en Estrasburgo.

La trascendencia de este decreto estuvo en que más tarde Gregorio IX, a instancias tal vez del Beato Guala, O.P., obispo de Brescia, lo hizo incluir en su registro. Otros edictos imperiales de fecha posterior insistían en la pena del fuego para los herejes. En algunos de ellos Federico alude a "la plenitud del poder", al "origen divino de su autoridad", a su "misión de proteger a la Iglesia", y afirma que "el sacerdocio y el Sacro Imperio tienen el mismo origen divino e idéntica significación", de donde se podía sospechar -y los hechos lo evidenciaban-, que el emperador quería arrogarse los derechos civiles y eclesiásticos. Podría, pues, dictaminar en cuestiones de religión y, procediendo contra los herejes con más ardor y celo que el mismo Papa, se presentaría ante la cristiandad como el campeón de la fe; sobre cuya cabeza se cernían tantos anatemas.

La Inquisición pontificia

Pero llega el año 1231, y Gregorio IX se decide a instituir un juez extraordinario, que actúe en nombre del papa, haciendo inquisición y juicio de los herejes. Tendremos con ello la Inquisición Medieval en su sentido estricto. El momento de su creación debió de ser en febrero de 1231, coincidiendo con el decreto que expidió Gregorio IX contra los herejes de Roma, entregándolos a la justicia secular, a fin de que ésta les infligiese el merecido castigo. Pensamos que fué en esa fecha, porque poco después, o al mismo tiempo, se publicaron los Capitula Anibaldi Senatoris et populi romani, capítulos en los cuales se habla de "los inquisidores nombrados por la Iglesia"

Gregorio IX dirá, en abril de 1233, a todos los prelados de Francia que la razón que le movió a nombrar a los frailes predicadores como delegados suyos en la persecución de la herejía fue el ver que los obispos estaban tan abrumados de ocupaciones que les era casi imposible cumplir este oficio, por lo cual enviaba a dichos frailes, in regnum Franciae et circumiacentes provincias (POTTHAST, Regesta Romanorum Pontificum I, n. 9143; RIPOLLI-BRÈMOMND, Bullarium Ordinis Fratrum Praedicatorum, Roma 1729).

Pero, en realidad, lo que más vivamente deseaba era impedir que la autoridad civil del emperador se arrogase derechos sacros que no eran suyos, porque los últimos decretos de Federico II contra "los herejes que intentan desgarrar la túnica inconsútil de Nuestro Señor" parecían los de un pontífice.

Y todos los herejes, aun los levemente sospechosos de herejía, quedaban expuestos a la pasión política, a la ignorancia y a la arbitrariedad de los magistrados imperiales. Por eso Gregorio IX pensó que era necesario encauzar la represión de la herejía dentro de normas jurídicas y eclesiásticas, con lo cual salían favorecidos los mismos herejes. Y eso es lo que indujo a Mons. Douais a afirmar que, al instituir el tribunal de la Inquisición, Gregorio IX, en su época, trabajó por la civilización, ya que para proteger al hereje la Iglesia no tenía más que un medio: juzgarlo Ella misma.

"La Iglesia tenía la obligación de sustraer al reo a las violencias a que estaba expuesto. Sabemos cuáles eran esas violencias: de una parte, actos de salvajismo de la población amotinada; de otra, la confiscación arbitraria de sus bienes, que el juez secular, al servicio de un señor exigente, pronunciaba precipitadamente, después de haber dado con no menor precipitación sentencia de herejía. La Inquisición tenía que ser institución pontificia; sólo el papa, juez universal de la Iglesia, tenía autoridad para instituirla" (C. Douais, L´Inquisition. Ses origines. Sa procédure, París 1906, p. 143).



La aparición de los inquisidores

Tenemos noticia de que ese mismo año de 1231, empezó a funcionar la Inquisición no solo en Roma, sino en Sicilia y Milán, a favor de las leyes severísimas de Federico II. En febrero de 1232 el Papa encomienda este oficio a los dominicos de Friesach. En marzo el emperador habla de inquisidores, refiriéndose a todo su imperio. En mayo del mismo año unas letras del Papa exhortan al arzobispo de Tarragona a organizar allí la Inquisición por medio de los frailes predicadores o de otras personas idóneas. En noviembre va fray Alberico, O.P., a la Lombardía con el título de inquisitor haereticae pravitatis. En abril de 1233 decide Gregorio IX enviar frailes dominicos como inquisidores a Francia y países vecinos.

San Pedro de Verona, O.P., que en 1252 rubricará su misión inquisitorial con el martirio, hacía insertar en los estatutos de Milán, ya en 1233, las constituciones de Gregorio IX y del senador Anibaldo, y ese año, dicen las Memorias Mediolanenses, "comenzaron los de Milán a quemar herejes".

No todos los inquisidores procedieron con prudencia, justicia y benignidad. El presbítero secular Conrado de Marburg, director espiritual de Santa Isabel de Turingia, recibió dos veces la comisión (1227 y 1231) de perseguir a los herejes de Alemania, especialmente a los luciferianos, secta gnóstica semejante a la de los bogomilos, acusada de profesar un culto ridículo y depravado a Satanás. El 11 de octubre de 1231 le daba el Papa estas normas:

-En llegando a una ciudad, convocaréis a los prelados, al clero y al pueblo, y les dirigiréis una solemne alocución; luego llamaréis aparte a algunas discretas personas y haréis con toda diligencia la inquisición sobre los herejes y sospechosos o delatados como tales; los que se demuestre o se sospeche haber incurrido en herejía deberán prometer obediencia a las órdenes de la Iglesia; si se niegan a ello, procederéis según los estatutos que Nos. recientemente hemos promulgado contra los herejes.

Conrado de Marburg, arrebatado de su impetuoso celo, se excedió en la aplicación de tales normas. Los cronistas le acusan de no dar al reo facilidades para la defensa y de proceder demasiado sumariamente; si el hereje confesaba su error, se le perdonaba la vida, pero se le arrojaba en prisión; si lo negaba, al fuego con él. Y como el austerísimo Conrado no vacilaba en hacer comparecer ante su tribunal aun a los caballeros, éstos se vengaron, cayendo sobre él en las cercanías de Marburg y asesinándolo el 30 de julio de 1233.

Más antipática es la figura del primer inquisidor, per universum regnum Franciae, Roberto le Bougre (el Búlgaro o Hereje), así apodado porque antes de convertirse e ingresar en la Orden de Santo Domingo había sido cátaro. Llevado de un fanatismo ciego contra sus antiguos correligionarios, se presentó como inquisidor en Montwimer, sobre el Marne. En una semana hizo el proceso de todos los acusados de herejía, y el 29 de mayo de 1239 unos 180 herejes, con el obispo Moranis, perecieron en las llamas. Que cometió injusticias objetivamente gravísimas, parece indudable. El clamor de protesta que se alzó contra el terrible inquisidor llegó hasta Roma. El Papa examinó las acusaciones y, en consecuencia, destituyó a Roberto le Bougre de su cargo y luego lo condenó a prisión perpetua.
Mientras en Francia se aplicaban tan espantosos suplicios, en muchas ciudades de Italia parece que se contentaban con la proscripción y la confiscación de bienes, según el código penal de Inocencio III.



En la próxima ocasion terminaremos de hablar de la Inquisición medieval, más en concreto de su funcionamiento, incluyendo cierta bula papal.

Y de nuevo reitero que no se hagan discusiones sobre esto, ya que estoy presentando información para entender mejor una institución tan "polémica" como la Inquisición.
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MensajePublicado: Dom Dic 30, 2007 1:26 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Los orígenes de la Inquisición. La Inquisición medieval. 2ª parte

La información procede de www.luxdomini.com


Hay que advertir que los procedimientos de la Inquisición, cuyas normas generales se codificaron en el libro 5 de las Decretales y en las Clementinas, se fueron puntualizando más y desenvolviéndose paulatinamente por obra de los grandes inquisidores, que pusieron por escrito el resultado de sus experiencias.

Por eso lo que digamos -siguiendo principalmente la Practica inquisitionis, de Bernardo Gui, y el Directorium inquisitorum de Nicolás Eymerich, no se ha de creer que estuviese vigente desde primera hora. Hubo tanteos y retrocesos, y no en todas partes se procedió de igual modo.



El objeto de la Inquisición

Empecemos por determinar el objeto acerca del cual versaba la Inquisición y el juicio de los inquisidores. Al principio, sólo se habla de la herejía, y entre los herejes que se nombran están las sectas de los cátaros y albigenses, valdenses y pobres de Lyon, passaginos, josefinos, speronistas, arnaldistas, pseudoapóstoles, luciferianos, begardos y benguinas, hermanos del libre espíritu, etc. Los judíos no eran perseguidos mientras observaran religiosamente la ley mosaica, sino sólo cuando se convertían falsamente al cristianismo, conservando sus antiguos dogmas o cuando apostataban de la nueva religión.

Lo que la Inquisición perseguía y condenaba era el acto externo y social, la profesión externa de una creencia anticristiana y su difusión proselitista.
Como sospechosos de herejía, sometidos por tanto a juicio e inquisición, se consideraban los que conversaban frecuentemente con los herejes, los que escuchaban sus predicaciones, los que los defendían, ocultaban o no denunciaban, y los excomulgados que, al cabo de un año, no procuraban obtener la absolución.

Además del crimen de herejía era castigado todo lo que de alguna manera, saperet haeresim, tuviese sabor herético; de ahí los procesos contra los que practicaban sortilegios y pactos demoníacos, contra las brujas, adivinos, hechiceros, nigromantes, etc. (J. Hansen, Zauberbahn, Inquisition und Hexenprozess im Mittealalter, Munich, 1900)
Desde el siglo XIV se incluían igualmente ciertos crímenes de derecho común, como usura, adulterio, incesto, sodomía, blasfemia, sacrilegio.

Preparativos del proceso

El inquisidor, recibida la delegación pontificia, se trasladaba al lugar sospechoso de herejía, presentaba sus credenciales al señor del país o de la ciudad, le recordaba sus credenciales al señor del país o de la ciudad, le recordaba su deber de ayudar a la Inquisición, y le pedía letras de protección y algunos oficiales. En los primeros tiempos hacía una gira por pueblos y ciudades donde esperaba descubrir herejes, pero pronto se vio que tal viaje de exploración era muy peligroso, porque podía ocurrir lo que al inquisidor Guillermo Arnault, que en 1242 fue asesinado con todos sus compañeros.

En la ciudad escogida se constituía la corte o tribunal inquisitorial, formado por el inquisidor y sus auxiliares. El inquisidor tenía derecho a nombrarse un vicario o sustituto, que le ayudaba haciendo sus veces en muchas de las funciones judiciales. Tenía también a su lado un socio, religioso de su propia Orden, que le acompañaba, sin poder jurídico alguno. Venía luego el cuerpo de boni viri, oficiales subalternos, jurisperitos, lo mismo laicos que eclesiásticos, encargados de examinar las piezas del proceso, testimonios, defensas, etc., para ilustrar a los jueces. El oficial más importante era el notario, que ponía por escrito los interrogatorios, redactaba las actas y demás documentos oficiales, legalizaba las denuncias y anotaba cuanto fuese útil al proceso. Por fin, al servicio de la Inquisición estaban otros ministros o comisarios, espías, esbirros, carceleros, todos con juramento de guardar secreto.

Constituido el tribunal, o mientras se constituía, el inquisidor hacía un sermón público, en el que promulgaba dos edictos: el edicto de fe, intimando a todos los habitantes de la provincia a denunciar a los herejes y a sus cómplices, sin perdonar a los propios parientes y familiares; y el edicto de gracia, concediendo un plazo de quince a treinta días (tempus gratiae), durante el cual todos los herejes podían obtener el perdón facilísimamente, mediante una penitencia canónica, como en la confesión. Los que no compareciesen espontáneamente tendrían que atenerse a sanciones gravísimas.
En este tiempo se activaba la pesquisa o búsqueda de los herejes y sospechosos de herejía (causa per inquisitionem), se recibían las denuncias de los particulares (per denuntiationem) o la razonada acusación del fiscal, cuando la causa era per accusationem.

Expirado el plazo o tiempo de gracia, se abría el proceso, citando ante el tribunal del Santo Oficio a todos los culpables y sospechosos. La citación se hacía una, dos y aun tres veces por medio del sacerdote del lugar, o por aviso a domicilio, o desde el púlpito en la misa del domingo. Si los citados no comparecían, ni siquiera por procurador, o hacían resistencia, o emprendían la fuga, agentes civiles se encargaban de arrestarlos; si ya estaban en la cárcel, los esbirros los conducían ante el tribunal.

En el centro de la sala se alzaba una larga mesa (mensa Inquisitionis), en cuyos extremos se sentaban el inquisidor y el notario. Colgado en una de las paredes se veía un gran crucifijo. Al acusado se le notificaban los cargos que había contra él, descubriéndolo los nombres de los acusadores, siempre que no hubiese peligro de represalias de parte del reo o de sus amigos y parientes. El acusado juraba sobre los evangelios decir la verdad pura y entera, tam de se quam de aliis; si no lo hacía, se agravaban las sospechas que había contra él, tanto más que el juramento lo repudiaban casi todas las sectas de entonces. Si era culpable y lo confesaba, la causa se concluía pronto.

Generalmente negaba su culpabilidad. Entonces, como nadie podía ser condenado sin pruebas claras, y como en los casos de inquisición o pesquisa oculta, sólo la confesión del reo era prueba clara y evidente, inducíales el inquisidor a confesar paladinamente, ora arguyéndole, ora haciéndole promesas de libertad, o por el contrario, amenazándole con la muerte y encerrándolo en la cárcel, en la cual unos días le reducía el alimento, otros le enviaba compañeros, máxime si eran conversos, que le persuadieran a confesar la verdad. También se le aplicaba la tortura, como en seguida diremos.

La audiencia y deposición de los testigos no era pública. Aunque la delación obligaba incluso a los parientes, disputaban los doctores sobre si un hijo debía o no denunciar a su padre cuando éste era hereje oculto. De hecho tales casos se dieron. Y hoy nos produce tristeza leer que un niño de diez y de doce años acusó a sus propios padres. Por otra parte consta que varones expertos pesaban el valor de los testimonios, los cuales se consideraban inválidos cuando provenían de enemigos del acusado, o cuando el testigo no ofrecía garantías morales.
El acusado tenía derecho a defenderse respondiendo a las acusaciones. Aun a los muertos se les otorgaba ese derecho, que podía ser ejercitado por sus hijos y herederos. Es verdad que en ciertos documentos se excluye el uso de abogado defensor, y a ellos parece atenerse Bernardo Gui, pero en otros muchos se habla de haber actuado uno y dos abogados, ayudándole al reo en cada fase del proceso; y Nicolás Eymerich dice que no se le debe privar de las defensas de derecho, sino que se le debe conceder un abogado y un procurador.
A las audiencias, sin embargo, no asistía el abogado. También entraba en los derechos del acusado rechazar el juicio del inquisidor para atenerse al del vicario, y apelar al obispo e inclusive al Papa, no contra la sentencia sino contra el procedimiento. Y más de una vez se le dio en Roma la razón al acusado, según demuestra J. Vidal en Bullaire de l´Inquisition francaise au XIV siecle (París, 1913).



La sentencia

Hasta que se dictaba la sentencia solía quedar el reo en libertad, bajo juramento -pues no había prisión puramente preventiva- de estar a las órdenes del inquisidor y de aceptar la pena que se pronunciase contra él, saliendo fiadores, entre tanto, algunos de sus amigos y familiares.

El inquisidor no era un juez arbitrario y despótico. Deliberaba largamente con el obispo, consultaba a sus asesores ordinarios, que a veces eran más de treinta personas, y a otros jurisperitos ocasionales, todos los cuales, después de jurar que obrarían conforme a la justicia y a la voz de su conciencia, se pronunciaban sobre la naturaleza del delito y el grado de culpabilidad. Este juicio, de valor puramente consultivo, era comúnmente aceptado por el inquisidor y por el obispo. La sentencia, naturalmente, variaba según los casos.
Si no se demostraba que realmente el acusado era culpable, se le absolvía y liberaba inmediatamente. Si existían graves indicios acusatorios, pero él se empeñaba en afirmar su inocencia, se le sometía a la vexatio y aun al tormentum. Consistía la vexatio en el encarcelamiento más o menos riguroso, con cadenas en manos y pies, reducción del alimento, etc.

Cuando ningún otro medio bastaba, se empleaba la tortura. Por más que el Papa Nicolás I en 866 había reprobado la tortura aun en las causas no religiosas, de hecho se practicaba en los tribunales del medioevo, o a lo menos la flagelación. También se habían introducido las ordalías, de origen germánico, repudiadas constantemente por los Papas a causa de su carácter supersticioso y bárbaro. Con el renacer del Derecho Romano, los legistas restablecieron la antigua tortura. Y fue Inocencio IV quien, movido por la ventaja de acelerar el proceso, dio el desgraciado paso de aceptar en los tribunales eclesiásticos la tortura que ya se aplicaba en los civiles. Dio su autorización en la bula Ad exstirpanda (15 de mayo de 1252), con la condición de que se evitase el peligro de muerte y no se cercenase ningún miembro.

Los tormentos eran, además de la flagelación, el potro, ecúleo o caballete, en que se le distendían los miembros, hasta dislocarle a veces los huesos; el trampazo o estrapada (in chorda levatio), el brasero con carbones encendidos y la prueba del agua. Estaba mandado que más de media hora no durase la tortura; si en ella no confesaba, debía ponérsele en libertad, aunque imponiéndole la abjuración del error. Y si confesaba, la confesión en tales circunstancias no merecía entera fe, por lo cual se le interrogaba, libre ya de toda constricción violenta, si confirmaba lo dicho. Hay que advertir que el empleo de tortura era poco frecuente.

En los casos en que contra el acusado no había más que leves sospechas (leviter suspectus), se le hacía abjurar la herejía y cumplir una penitencia, la cual era más grave cuando el reo era vehementemente sospechoso (vehementer suspectus), y mucho más si era violenter suspectus, en cuyo caso se le imponían ciertos castigos y humillaciones, como disciplinas y presentarse en la iglesia en las fiestas solemnes con cruces de tela colorada cosidas sobre el vestido, o bien la prisión perpetua.
Había dos clases de prisión: la de muro estrecho, que era un angosto calabozo, y la de muro ancho, cárcel holgada con claustros y patio donde pasear. En casos de enfermedad y en otras ocasiones de conveniencia familiar se le permitía pasar algunas temporadas en su casa.

Si el reo confesaba ante el juez su culpa y se arrepentía de ella, se le obligaba a hacer abjuración formal de la herejía, y se le recibía en la Iglesia ad misericordiam, imponiéndole penas semejantes a las del violenter suspectus. Si era relapso o recidivo, la Iglesia no aceptaba en el foro externo su posible arrepentimiento, y lo abandonaba al brazo secular, al cual se le comunicaba la sentencia inquisitorial con el ruego de que la mitigase. En realidad, como dijimos, esta súplica de benignidad era pura fórmula. La sentencia civil era siempre de muerte.

Si el reo confesaba su crimen, pero obstinándose en él, se le recluía en prisión rigurosa, con cadenas, sin más trato que con el carcelero, el inquisidor y unas pocas personas que venían a exhortarle a la conversión. Al cabo de seis o doce meses de tales pruebas, si se convertía, se le aplicaba el castigo de los confesos y arrepentidos, pero si no, se insistía de nuevo hasta que finalmente se le entregaba al brazo secular.

El sortilegio, la magia, la invocación de los demonios, eran pecados que se castigaban incluso con prisión perpetua; los sacrilegios contra la Eucaristía merecían prisión temporal y pena de llevar sobre el pecho y la espalda la imagen de una hostia en tela amarilla. Todas las penas pronunciadas por la Inquisición eran medicinales, y con frecuencia se mitigaban, carácter vindicativo sólo tenía la pena de muerte.



Semo fidei

El último acto del proceso era el sermón general, llamado sermo fidei. En España se dirá más tarde auto de fe, tomado de la expresión portuguesa auto da fe, que ha pasado a otras lenguas. Los más importantes enemigos de la Inquisición lo pintan como una fiesta de fanatismo, hogueras y sangre. En realidad, en el auto de fe no había hogueras ni verdugos. Por la mañana, después de darles de comer a los sentenciados, se les conducía a casa del inquisidor, mientras repicaban las campanas de la catedral.
Iban, rapada la barba y cortados los cabellos, llevando jubón y calzones de tela negra, listada de blanco, encima el sambenito y capotillo, diverso según los reos, y en la cabeza una especie de mitra, coroza o capirote. Leídos los nombres de los reos, empezaba a desfilar la procesión, precedida de los frailes predicadores con el estandarte del Santo Oficio, hasta la Iglesia o plaza señalada. Inmensa multitud de pueblo se agolpaba a contemplar el auto de fe. En el altar mayor ardían seis cirios. En un trono lateral se sentaban los eclesiásticos, es decir, el inquisidor con sus auxiliares; en otro frontero, las autoridades civiles. En un banco de en medio, los reos acompañados de sus fiadores. Si era temprano, se celebraba la santa misa. Un predicador desde el púlpito pronunciaba el sermo fidei sobre la fe y la herejía, y a continuación se proclamaba la indulgencia de los reos que ya habían cumplido la penitencia, a otros se les hacía abjurar públicamente de sus errores, y se promulgaban las sentencias, empezando por las más suaves: ayunos, diversas obras pías, multas en dinero, peregrinaciones, cruces en el vestido, cárcel y entrega al brazo secular.

A excepción del último suplicio, las demás penas se aplicaban con relativa benignidad, y frecuentemente se conmutaban o suavizaban por motivos de buena conducta, enfermedad, vejez, petición de los parientes. En cuanto a la pena capital, la Iglesia la difería y retardaba todo lo posible, con la esperanza de que el reo finalmente se arrepintiese, mas si lo veía obstinado y contumaz, permitía que se le aplicase la ley civil. Cuando el condenado a muerte era sacerdote, primero sufría la degradación.

Las condenaciones a muerte no fueron muy numerosas. Según cálculos exactos de Mons. Douais, en los dieciocho sermones generales o autos de fe, que en el espacio de quince años (de 1308 a 1323) presidió el inquisidor Bernardo Gui, pronunció 930 sentencias, de las cuales sólo 42 fueron de pena capital, las absoluciones con libertad inmediata fueron 139 y 307 fueron de cárcel. Ascendían a 90 las penas dictadas contra personas ya difuntas. De las penas restantes, varias de las cuales podían recaer en una misma persona, la mayoría eran penitencias como peregrinar a Tierra Santa, militar contra los sarracenos, llevar cruces distintivas en el vestido.



Me gustaría hacer una serie de reflexiones para acabar:
Es interesante ver como fue el poder civil el que empezó a perseguir a los herejes y no la Iglesia, que durante siglos prefirió las armas espirituales. Además el pueblo también se mostró a favor de la persecución contra los herejes, llegando a participar activamente cuando aún no existía un tribunal especializado, habiendo linchamientos. Y solo cuando el poder civil ya se estaba pasando de la raya, buscando quedar por encima de la Iglesia, fue cuando la Iglesia respondió.
Pido que se "comprenda" la bula "Ad exstirpandam". En mi opinión fue una metedura de pata en toda regla, una equivocación del Papado con todas las letras, pero no caigamos en el amarillismo que flota por Internet que pone títulos cada vez más sensacionalistas para hablar de esta bula, sacándola de contexto. ¿Y como hay que entenderla? Como el fruto de la aplicación de los métodos jurídicos de los tribunales civiles en los tribunales eclesiásticas debido al estudio y revalorización del Derecho Romano. Punto. Fue, sencillamente, la adaptación de la Iglesia al momento, usando los métodos de la época. (Esta es una de las razones por las que me echo a temblar cada vez que oigo que la Iglesia tiene que adaptarse a los tiempos actuales).
Y de nuevo hay que entender esta institución en su contexto.




En la próxima entrega nos meteremos ya con la Inquisición española, esperando empezar a exponer la información el día 2 de enero (una fecha muy señalada). Y de nuevo me ratifico en nada de discusiones
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Cethnoy
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MensajePublicado: Mar Ene 01, 2008 12:18 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Beatriz escribió:
En 2 siglos y medio de funcionamiento el Tribunal de Lima condenò a muerte a 32 personas, solo 2 por protestantes ¡en 250 años!.


Ricardo Palma consigna 31 personas y 4 protestantes,todos luteranos.

Los ajusticiados son los siguientes:


1º Mateo Salade,francés,acusado de hereje y estafador,hizo creer al pueblo que era santo,por lo cual conseguía dinero de éstos en espera de "milagros".Murió en el 15 de noviembre de 1573.

2º Fray Francisco de la Cruz,de la orden de los dominicos,teólogo,predicador del arzobispo y el virrey.Su causa es por demás extraña,aparente mezcla de espíritu político con mucho de desequilibrio mental.Entre otras rarezas declaraba: "Que el arzobispo de Lima debía ser Sumo Pontífice","que los indios eran el verdadero pueblo de Israel", " que eran lícitos la poligamia y el desafío en caso de honra".Tuvo un hijo,al cual consideraba el nuevo Juan Bautista,considerandose el mismo el nuevo Mesías.Murió en el auto del 13 de abril de 1578.

3º Juan Bernal,flamenco,condenado por luterano.Murió en el auto del 29 de octubre de 1581.

4º Miguel del Pilar o Juan Miller,flamenco,condenado por luterano.30 de noviembre de 1587.

5º Gualtero Tillit,francés,condenado por luterano.5 de abril de 1592.

6º Eduardo Tillit.Idem.

7º Enrique Oxley.Idem.

8º Juan Fernández de las Heras,portugués,judío judaizante (no tengo idea de que significa "judaizante").17 de diciembre de 1595.

9º Francisco Rodríguez.Idem.

10º Jorge Nuñez.Idem.

11º Pedro de Contreras.Idem.

12º Baltazar Rodríguez de Lucena.Idem.10 de diciembre de 1600.

13º Duarte Nuñez.Idem.

14º Gregorio Díaz.Idem.13 de mayo de 1605.

15º Diego López de Vargas.Idem.

16º Duarte Henríquez.Idem.

17º Juan del Castillo,judaizante,un tipo realmente extraño,aunque por lo que dice Palma era ingenioso.No se consigna si era judío,más bien tenía ribetes de hereje o ateo burlón.10 de julio de 1608.

18º Diego de Andrade,portugués.Palma no lo consigna,pero supongo que fue por judío,era el caso típico con los portugueses.

19º Juan de Acuña Noroña.Idem.

20º Manuel Bautista Pérez,portugués,judío judaizante.Este caso,junto con el de los 9 siguientes llegó a ser muy famoso en el país,Palma lo cuenta en su tradición "La casa de Pilatos",además sobresalió porque todos los ajusticiados eran personas muy prósperas,sus posesiones fueron confiscadas y pasaron,claro,a las arcas del Tesoro del Rey.23 de enero de 1639.

21º Antonio Vega.Idem.

22º Juan Rodríguez Silva.Idem.

23º Diego López Fonseca.Idem

24º Juan Acevedo.Idem.

25º Rodrigo Vaéz Pereira.Idem.

26º Luis de Lima.Idem

27º Sebastián Duarte.Idem.

28º Tomé Cuaresma.Idem.

29º Francisco Maldonado.Idem.

30º Manuel Enríquez.Idem.23 de enero 1664.

40º Ana de Castro,judía judaizante.23 de diciembre 1736.


Curiosidades que Palma apunta en su libro:

_En el auto del 13 de mayo de 1605,se reconcilió (convirtió al cristianismo) el portugués Antonio Rodríguez,antiguo judío que tomó el hábito de la orden de la Merced,muriendo muy venerado y en "olor de santidad",atribuyendole el pueblo la gracia de Dios por medio de milagros y dandole el nombre de "Venerable Antonio de San Pedro".

_La Inquisición consideraba las correcciones en las traducciones bíblicas un delito "atroz"; cuando el Papa Sixto V mandó publicar una Biblia en italiano,la Inquisición le abrió causa,aunque ya que éstas eran muy largas,se dictó sentencia después de su muerte.Asimismo,se abrió causa al célebre latinista y gramático Antonio Nebrija,por las correcciones que hizo a la traducción bíblica.

_ El fanático Felipe II instituyó la "Inquisición de las Flotas" que funcionaba en los navíos españoles y la "Inquisición de las Aduanas" para impedir que libros prohibidos ingresen a sus Estados.


Fuente: Anales de la Inquisición de Lima.

Esas son algunas cosas que he sacado del libro de don Ricardo Palma,reconocido literato y erudito historiador peruano.

Sin embargo,Palma comete un error en su libro,puesto que casi al final dice que son 30 los ajusticiados,esto se debe a que no cuenta (se le chispoteó xD) a Juan Miller.
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Cethnoy
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MensajePublicado: Mar Ene 01, 2008 12:20 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Embarassed

Se me chispoteó a mi también,son 5 protestantes xD.
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Beatriz
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MensajePublicado: Mie Ene 02, 2008 5:33 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Iceman escribió:
Embarassed

Se me chispoteó a mi también,son 5 protestantes xD.


Querido Ice, de los 5 solo 2 fueron condenados por luteranos, los otros 3 lo fueron por pirateria no por luteranos. Entra a la pàgina que recomendè: http://www.congreso.gob.pe/museo.htm entra donde dice "Inquisiciòn" y luego "en el Perù".

Cita:
Muchos de los procesados como luteranos en realidad eran piratas. Cabe recordar que, por aquel entonces, Inglaterra los utilizaba en su lucha contra España para destruir su poderío económico y militar, establecer puntos de penetración en el Nuevo Mundo y asegurar su control sobre los mares. A la Inquisición fueron llevados algunos como Juan Drake (sobrino del famoso Francisco Drake), Juan Butler, Juan Exnem, Thomas Xeroel, Richard Ferruel, etc. Ellos fueron acusados de luteranismo así como de realizar proselitismo a favor de las sectas protestantes. La mayoría de ellos terminó reconciliada mientras que tres acabaron sus días en la hoguera: Walter Tiller, Eduardo Tiller y Enrique Oxley (05-04-1592). Los tres eran miembros de la armada de Cavendish. Habían sido capturados junto con seis de sus compañeros en el puerto de Quintero en 1587. El gobernador de San Diego hizo ahorcar a los otros. Los piratas atacaron Puná y el capitan Jerónimo Reinoso, quien había acudido con refuerzos, capturó a cuatro. Todos fueron puestos a disposición del Tribunal. Este condenó a la hoguera a los pertinaces y reconcilió a los demás.




Cita:

Y Ricardo Palma, desde sus "Anales", agregaría su cuota de ficción al tema.


Parece que Palma con todo el prestigio que tiene como escritor le añadiò algo de ficciòn al tema.

Saludos
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Christifer
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MensajePublicado: Mie Ene 02, 2008 1:03 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

La Inquisición española. El origen.



Lo prometido es deuda y hoy, día 2 de enero, fecha muy señalada en el reinado de los Reyes Católicos por ser el día de la Toma de Granada, empiezo con la Inquisición española, una de las instituciones que causan más polémica y fundada justamente por estos.

Voy a presentar un artículos muy interesante de la página www.luxdomini.com que ilustra lo que provocó la aparición de la Inquisición.

¿Y que provocó la aparición de la Inquisición? El problema judío, o mejor dicho, el problema judaizante.


El Sr. Amador de los Ríos, cuya reciente pérdida lloran los estudios de erudición española, describió con prolijidad y copia de noticias verdaderamente estimables las vicisitudes del pueblo de Israel en nuestro suelo. A su libro y a los de Graetz, Kayserling y Bedarride (1105) puede acudir el curioso en demanda de mayores noticias sobre los untos que voy a indicar, pues no gusto de rehacer trabajos hechos -y no mal- antes de ahora.

Sería en vano negar, como hacen los modernos historiadores judíos y los que sin serlo se constituyen en paladines de su causa, ora por encariñamiento con el asunto, ora por mala voluntad a España y a la Iglesia católica, que los hebreos peninsulares mostraron muy temprano anhelos de proselitismo, siendo ésta no de las menores causas para el odio y recelo con que el pueblo cristiano comenzó a mirarlos. Opinión ya mandada retirar es la que supone a los judíos y a otros pueblos semíticos Incomunicables y metidos en sí. ¿No difundieron su religión entre los paganos del imperio? ¿No habla Tácito de transgressi in morem Iudaeorum? ¿No afirma Josefo que muchos griegos abrazaban la Ley? Y Juvenal, ¿no nos ha conservado noticia de los romanos, que, desdeñando las creencias patrias, aprendían y observaban lo que en su arcano volumen enseñó Moisés? Las mujeres de Damasco eran casi todas judías en tiempo de Josefo; y en Tesalónica y en Beroe había gran número de prosélitos, según leemos en las Actas de los Apóstoles.
Cierto que esta influencia, que entre los gentiles, y por altos juicios de Dios, sirvió para allanar el camino a la Ley Nueva, debía tropezar con insuperables obstáculos enfrente de esta misma ley. ¿Qué especie de prosélitos habían de hacer los judíos entre los discípulos de Aquel que no vino a desatar la ley, sino a cumplirla? La verdad, el camino y la vida estaban en el cristianismo, mientras que, ciegos y desalumbrados los que no conocieron al Mesías, se iban hundiendo más y más en las supersticiones talmúdicas.

No tenía el judaísmo facultades de asimilación y, sin embargo, prevalido de la confusión de los tiempos, del estado de las clases siervas, de la invasión de los bárbaros y de otras mil circunstancias que impedían que la semilla cristiana fructificase, tentó atraer, aunque con poco fruto, creyentes a la sinagoga.
Sin remontarnos a los cánones de Ilíberis, en otro lugar mencionados, donde vemos que los judíos bendecían las mieses, conviene fijar la atención en la época visigoda. El concilio III de Toledo les prohíbe tener mujeres o concubinas cristianas y circuncidar o manchar con el rito judaico a sus siervos, quedando éstos libres, sin rescate alguno, caso que el dueño se hubiera empeñado en hacerles judaizar. Para en adelante prohibía a los hebreos tener esclavos católicos, porque entre ellos se hacía la principal propaganda.
Continuó ésta hasta el tiempo de Sisebuto, quien manda de nuevo manumitir a los esclavos cristianos, con prohibición absoluta de comprarlos en lo sucesivo (leyes 13 y 14 tít.2, 1.12, del Fuero juzgo); veda el circuncidar a ningún cristiano libre o ingenuo y condena a decapitación al siervo que, habiendo judaizado permaneciese en su pravedad.

Justo era y necesario atajar el fervor propagandista de los hebreos; pero Sisebuto no se paró aquí. Celoso de la fe, aunque con celo duro y poco prudente, promulgó un edicto lamentable, que ponía a los judíos en la alternativa de salir del reino o abjurar su creencia. Aconteció lo que no podía menos: muy pocos se resignaron al destierro, y se hicieron muchas conversiones o, por mejor decir, muchos sacrilegios, seguidos de otros mayores. Cristianos en la apariencia, seguían practicando ocultamente las ceremonias judaicas.
No podía aprobar la conducta atropellada de Sisebuto nuestra Iglesia, y de hecho la reprobó en el IV concilio Toledano (de 633), presidido por San Isidoro, estableciendo que a nadie se hiciera creer por fuerza. Pero ¿qué hacer con los judíos que por fuerza habían recibido el bautismo y que en secreto o en público eran relapsos? ¿Podía la Iglesia autorizar apostasías? Claro que no, y por eso se dictaron cánones contra los judaizantes, quitándoles la educación de sus hijos, la autoridad en todo juicio y los siervos que hubiesen circuncidado. Ya no se trataba de judíos, sino de malos cristianos, de apóstatas. Porque Sisebuto hubiera obrado mal, no era lícito tolerar un mal mayor.

Chintila prohíbe habitar en sus dominios a todo el que no sea católico. Impónese a los reyes electos el juramento de no dar favor a los judíos. Y Recesvinto promulga durísimas leyes contra los relapsos, mandándolos decapitar, quemar y apedrear,(Fuero juzgo, leyes 9.10 y 11 tít. 2 1.12). En el concilio VIII presenta el mismo rey un memorial de los judíos de Toledo, prometiendo ser buenos cristianos y abandonar en todo las ceremonias mosaicas, a pesar de la porfía de nuestra dureza y de la vejez del yerro de nuestros padres, y resistiéndose, sólo por razones higiénicas, a comer carne de puerco.

Los judíos, que en tiempo de Sisebuto habían emigrado a la tierra de los francos, volvieron en gran número a la Narbonense cuando la rebelión de Paulo; pero Wamba tornó a desterrarlos. Deseosos de acelerar la difusión del cristianismo y la paz entre ambas razas, los concilios XII y XIII de Toledo conceden inusitados privilegios a los conversos de veras (plena mentis intentione), haciéndolos nobles y exentos de la capitación. Pero todo fue en vano: los judaizantes, que eran ricos y numerosos en tiempo y de Egica, conspiraron contra la seguridad del Estado, quizá de acuerdo con los musulmanes de África. El peligro era inminente. Aquel rey y el concilio XVII de Toledo apelaron a un recurso extremo y durísimo, confiscando los bienes de los judíos, declarándolos siervos y quitándoles los hijos para que fuesen educados en el cristianismo.
Esta dureza sólo sirvió para exasperarlos, y, aunque Witiza se convirtiera en protector suyo, ellos, lejos de agradecérselo, cobraron fuerzas con su descuido e imprudentes mercedes para traer y facilitar en tiempo de D. Rodrigo la conquista musulmana, abriendo a los invasores las puertas de las principales ciudades, que luego quedaban bajo la custodia de los hebreos: así Toledo, Córdoba, Híspalis, Ilíberis.

Con el califato cordobés (1106) empieza la edad de oro para los judíos peninsulares. Rabí-Moseh y Rabí-Hanoc trasladan a Córdoba las Academias de Oriente. R. Joseph ben Hasday, médico, familiar y ministro de Abderramán III, tiende la mano protectora sobre su pueblo. Y, a la vez que éste acrece sus riquezas y perfecciona sus industrias brotan filósofos, talmudistas y poetas, predecesores y maestros de los todavía más ilustres Gabiroles, Ben-Ezras, Jehudah-Leví, Abraham-ben-David, Maimónides, etc. Pueblos exclusivamente judíos, como Lucena, llegan a un grado de prosperidad extraordinario.

El fanatismo de los almohades, que no hemos de ser solos los cristianos los fanáticos, pone a los judíos en el dilema de «islamismo o muerte». Hordas de muzmotos, venidos de África, allanan o queman las sinagogas. Entonces los judíos se refugian en Castilla y traen a Toledo las Academias de Sevilla, Córdoba y Lucena, bajo la protección del emperador Alfonso VII. Otros buscan asilo en Cataluña y en el Mediodía de Francia.
De la posterior edad de tolerancia, turbada sólo por algún atropello rarísimo, como la matanza que hicieron los de Ultra-puertos en Toledo el año 1212, resistida por los caballeros de la ciudad, que se armaron en defensa de aquella miserable gente, no me toca hablar aquí. Otra pluma la ha historiado, y bien, poniendo en el centro del cuadro la noble figura de Alfonso el Sabio, que reclama y congrega los esfuerzos de cristianos, judíos y mudéjares para sus tareas científicas. Verdad es que ya en tiempo de Alfonso VII había dado ejemplo de ello el inolvidable arzobispo toledano D. Raimundo.
Que los judíos no renunciaban, a pesar de la humanidad con que eran tratados, a sus anhelos de proselitismo, nos lo indica D. Jaime el Conquistador en los Fueros de Valencia, donde manda que todo cristiano que abrace la ley mosaica sea quemado vivo. El rey, deseoso de traer a los judíos a la fe, envía predicadores cristianos a las sinagogas, hace que dominicos y franciscanos se instruyan en el hebreo como en el árabe, y, accediendo a los deseos del converso Fr. Pablo Christiá, autoriza con su presencia, en 1263 y 1265, las controversias teológicas de Barcelona entre Rabí-Moseh-ben-Najman, Rabí-ben-Astruch de Porta y el referido Pablo, de las cuales se logró bien poco fruto, aunque en la primera quedó Najman muy mal, parado (1107).

A pena de muerte en hoguera y a perdimiento de bienes condena D. Alfonso el Sabio, en la partida VII (ley 7 tít.25), al malandante que se tornase judío, tras de prohibir a los hebreos «yacer con cristianas, ni tener siervos bautizados», so pena de muerte en el primer caso, y de perderlos en el segundo, aunque no intentaran catequizarlos.

La voz popular acusaba a los judíos de otros crímenes y profanaciones inauditas. «Oyemos decir, escribe el legislador, que en algunos lugares los judíos ficieron et facen el dia de Viernes Sancto remembranza de la pasión de Nuestro Señor Jesu Christo, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, e faciendo imágenes de cera, et crucificándolas, quando los niños non pueden aver.» Gonzalo de Berceo, en los Milagros de Nuestra Señora, y el mismo D. Alonso, en las Cantigas, habían consignado una tradición toledana muy semejante.
Cámbiase la escena en el siglo XIV. La larga prosperidad de los judíos, debida en parte al ejercicio del comercio y de las artes mecánicas y en parte no menor a la usura y al arrendamiento de las rentas reales, excitaba en los cristianos quejas, murmuraciones y rencores de más o menos noble origen.
Al fervor religioso y al odio de raza, al natural resentimiento de los empobrecidos y esquilmados por malas artes, a la mala voluntad con que el pueblo mira a todo cobrador de tributos y alcabalas, oficio dondequiera aborrecido, se juntaban pesares del bien ajeno y codicias de la peor especie. Con tales elementos y con la ferocidad del siglo XIV, ya antes de ahora notada como un retroceso en la historia de Europa, a nadie asombrarán las matanzas y horrores que ensangrentaron las principales ciudades de la Península, ni los durísimos edictos, que, en vez de calmar las iras populares, fueron como leña echada al fuego. Excepciones hay, sin embargo. Tolerante se mostró con los judíos D. Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá, y más que tolerante, protector decidido e imprudente, D. Pedro el Cruel, en quien no era el entusiasmo religioso la cualidad principal. Los judíos eran ricos y convenía a los reyes tenerlos de su parte, sin perjuicio de apremiarlos y despojarlos en casos de apuro.
Las matanzas, a lo menos en grande escala, comenzaron en Aragón y en Navarra. Los pastores del Pirineo, en número de más de 30.000, hicieron una razzia espantosa en el Mediodía de Francia y en las comarcas españolas fronterizas. En vano los excomulgó Clemente V. Aquellas hordas de bandidos penetraron en Navarra (año 1321), quemando las aljamas de Tudela y Pamplona y pasando a cuchillo a cuantos judíos topaban. Y aunque el infante de Aragón, D. Alfonso, exterminó a los pastores, los navarros seguían a poco aquel mal ejemplo, incendiando en 1328 las juderías de Tudela, Viana, Estella, etc., con muerte de 10.000 israelitas. En 1360 corre la sangre de los judíos en Nájera y en Miranda de Ebro, consintiéndolo el bastardo de Trastamara, que hacía armas contra D. Pedro.

No mucho después comenzó sus predicaciones en Sevilla el famoso arcediano de Écija, Hernán Martínez, varón de pocas letras y de loable vida (in litteratura simplex, et laudibilis vitae.), dice Pablo de Santa María, pero hombre animado de un fanatismo sin igual y que no reparaba en los medios, lo cual fue ocasión de innumerables desastres. La aljama de Sevilla se quejó repetidas veces a D. Enrique II y a D. Juan I de las predicaciones de Hernán Martínez, y obtuvo albalaes favorables. Con todo eso, el arcediano seguía conmoviendo al pueblo para que destruyera las sinagogas, Y en vista de tal contumacia, el arzobispo D. Pedro Gómez Barroso le declaró rebelde y sospechoso de herejía, privándole de las licencias de predicar. Pero, vacante a poco aquella metropolitana, el arcediano, ya provisor, ordenó el derribo de las sinagogas de la campiña y de la sierra, que en parte se llevó a cabo, con resistencia de los oficiales del rey.
Vino el año 1391, de triste recordación, y, amotinada la muchedumbre en Sevilla con los sediciosos discursos de Hernán Martínez, asaltó la judería, derribando la mayor parte de las sinagogas, con muerte de 4.000 hebreos. Los demás pidieron a gritos el bautismo. De allí se comunicó el estrago a Córdoba y a toda la Andalucía cristiana, y de Andalucía a Valencia, cuya riquísima aljama fue completamente saqueada. Sólo la poderosa y elocuente voz de San Vicente Ferrer contuvo a los matadores, y, asombrados los judíos, se arrojaron a las plantas del dominico, que logró aquel día portentoso número de conversiones.

Poco después era incendiada y puesta a saco la aljama de Toledo. Mas en ninguna parte fue tan horrenda la destrucción como en el Call de Barcelona, donde no quedó piedra sobre piedra ni judío con vida, fuera de los que a última hora pidieron el bautismo. Codicia de robar y no devoción, ya lo dice el canciller Ayala, incitaba a los asesinos en aquella orgía de sangre, que se reprodujo en Mallorca, en Lérida, en Aragón y en Castilla la Vieja en proporciones menores por no ser tanto el número de los judíos. Duro es consignarlo, pero preciso. Fuera de las justicias que D. Juan, el amador de toda gentileza, hizo en Barcelona, casi todos estos.. escándalos quedaron impunes.

El número de conversos del judaísmo, entre los terrores del hierro y del fuego, había sido grande. Sólo en Valencia pasaron de 7.000. Pero qué especie de conversiones eran éstas, fuera de las que produjo con caridad y mansedumbre Fr. Vicente Ferrer, escudo y defensa de los infieles hebreos valencianos, fácil es de adivinar, y por optimista que sea mi lector, no habrá dejado de conocerlo. De esos cristianos nuevos, los más judaizaban en secreto; otros eran gente sin Dios ni ley: malos judíos antes y pésimos cristianos después. Los menos en número, aunque entre ellos los más doctos, estudiaron la nueva ley, abrieron sus ojos a la luz y creyeron. Nadie los excedió en celo, a veces intolerante y durísimo, contra sus antiguos correligionarios. Ejemplo señalado es D. Pablo de Santa María (Selemoh-Ha-Leví), de Burgos, convertido, según es fama, por San Vicente Ferrer.



Gracias a este varón apostólico se iba remediando en mucha parte el daño de la conversión súbita y simulada. Muchos judíos andaluces y castellanos que en los primeros momentos sólo por el terror habían entrado en el gremio de la Iglesia, tornáronse en sinceros y fervorosos creyentes a la voz del insigne catequista, suscitado por Dios en aquel tremendo conflicto para detener el brazo de las turbas y atajar el sacrilegio, consecuencia fatal de aquel pecado de sangre.

Con objeto de acelerar la deseada conversión de los hebreos, promovió D. Pedro de Luna (Benedicto XIII) el Congreso teológico de Tortosa, donde el converso Jerónimo de Santa Fe (Jehosuah-Ha-Lorquí) sostuvo (enero de 1413), contra catorce rabinos aragoneses, el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Todos los doctores hebreos, menos Rabí-Joseph-Albo y Rabí-Ferrer, se dieron por convencidos y abjuraron de su error. Esta ruidosísima conversión fue seguida de otras muchas en toda la corona aragonesa.
Así iba perdiendo el judaísmo sus doctores, quienes con el fervor del neófito y el conocimiento que poseían de la lengua sacra y de las tradiciones de su pueblo, multiplicaban sus profundos y seguros golpes, levantando a altísimo punto la controversia cristiana. Seguían en esto el ejemplo de Per Alfonso, que en el siglo XII escribió sus Diálogos contra las impías opiniones de los judíos, y de Rabí-Abner, o Alfonso de Valladolid, que en los principios del XIV dio muestras de su saber escriturario en el Libro de las batallas de Dios, en el Monstrador de justicia y en el Libro de las tres gracias (1108). Jerónimo de Santa Fe, después de su triunfo de Tortosa, ponía mano en el Hebraeomastix, y D. Pablo de Santa María redactaba su Scrutinium Scripturarum, digno de veneración y rico hoy mismo en enseñanza: como que era su autor doctísimo hebraísta. Elevado el burguense a la alta dignidad de canciller de Castilla, redactó la severa pragmática de 1412 sobre encerramiento de judíos e moros.

La sociedad española acogía con los brazos abiertos a los neófitos, creyendo siempre en la firmeza de su conversión. Así llegaron a muy altas dignidades de la Iglesia y del Estado, como en Castilla los Santa Marías, en Aragón los Santa Fe, los Santángel, los La Caballería (1109). Ricos e influyentes los conversos, mezclaron su sangre con la de nobilísimas familias de uno y otro reino, fenómeno social de singular trascendencia, que muy luego produce una reacción espantosa, no terminada hasta el siglo XVII.

Nada más repugnante que esta interna lucha de razas, causa principal de decadencia para la Península. La fusión era siempre incompleta. Oponíase a ella la infidelidad de muchos cristianos nuevos, guardadores en secreto de la ley y ceremonias mosaicas, y las sospechas que el pueblo tenía de los restantes. Unas veces para hacerse perdonar su origen y otras por verdadero fervor, más o menos extraviado, solían mostrarse los conversos enemigos implacables de su gente y sangre. No muestran caridad grande micer Pedro de La Caballería en el Zelus Christi ni Fr. Alonso de la Espina en el Fortalitium fidei. Señaladísimo documento, por otra parte, de apologética, y tesoro de noticias históricas.
Como los neófitos no dejaban por eso de ser ricos ni de mantener sus tratos, mercaderías y arrendamientos, volvióse contra muchos de ellos el odio antiguo de la plebe contra los judíos cobradores y logreros. Fue el primer chispazo de este fuego el alboroto de los toledanos en 1449, dirigidos por Pedro Sarmiento y el bachiller Marcos García Mazarambroz, a quien llamaban el bachiller Marquillos (1110), el primero de los cuales, alzado en alcalde mayor de Toledo, despojaba, por sentencia de 5 de junio, a los conversos de todo cargo público, llamándolos sospechosos en la fe. Y aunque por entonces fue anulada semejante arbitrariedad, la semilla quedó y de ella nacieron en adelante los estatutos de limpieza.

Entre tanto, Fr. Alonso de Espina se quejaba en el Fortalitium de la muchedumbre de judaizantes y apóstatas, proponiendo que se hiciera una inquisición en los reinos de Castilla. A destruir este judaísmo oculto dedicó con incansable tesón su vida. El peligro de la infección judaica era grande y muy real. Confesábalo el mismo Fr. Alfonso de Oropesa, varón evangélico, defensor de la unidad de los fieles, en su libro Lumen Dei ad revelationem gentium (1111), el cual, por encargo del arzobispo Carrillo, hizo pesquisa en Toledo, y halló, conforme narra el P. Sigüenza, «de una y otra parte mucha culpa: los cristianos viejos pecaban de atrevidos, temerarios, facinerosos; los nuevos, de malicia y de inconstancia en la fe» (1112).

Siguiéronse los alborotos de Toledo en julio y agosto de 1467; los de Córdoba, en 1473, en que sólo salvó a los conversos de su total destrucción el valor y presencia de ánimo de D. Alonso de Aguilar; los de Jaén, donde fue asesinado sacrílegamente el condestable Miguel Lucas de Iranzo; los de Segovia, 1474, especie de zalagarda movida por el maestre don Juan Pacheco con otros intentos. La avenencia entre cristianos viejos y nuevos se hacía imposible. Quién matará a quién, era el problema.
Clamaba en Sevilla el dominico Fr. Alonso de Hojeda contra los apóstatas, que estaban en punto de predicar la ley de Moisés y que no podían encubrir el ser judíos, y contra los conversos más o menos sospechosos, que lo llenaban todo, así la curia eclesiástica como el palacio real. Vino a excitar la indignación de los sevillanos el descubrirse en Jueves Santo de 1478 una reunión de seis judaizantes que blasfemaban de la fe católica (1113). Alcanzó Fr. Alonso de Hojeda que se hiciese inquisición en 1480, impetrada de Sixto IV bula para proceder contra los herejes por vía de fuego.

Los nuevos inquisidores aplicaron el procedimiento que en Aragón se usaba. En 6 de febrero de 1481 fueron entregados a las llamas seis judaizantes en el campo de Tablada. El mismo año se publicó el Edicto de gracia, llamando a penitencia y reconciliación a todos los culpados. Más de 20.000 se acogieron al indulto en toda Castilla. ¿Era quimérico o no el temor de las apostasías? Entre ellos abundaban canónigos, frailes, monjes y personajes conspicuos en el Estado.
¿Qué hacer en tal conflicto religioso y con tales enemigos domésticos? El instinto de propia conservación se sobrepuso a todo, y para salvar a cualquier precio la unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa incertidumbre, en que no podía distinguirse al fiel del infiel ni al traidor del amigo, surgió en todos los espíritus el pensamiento de inquisición. En 11 de febrero de 1482 lograron los Reyes Católicos bula de Sixto IV para establecer el Consejo de la Suprema, cuya presidencia recayó en Fr. Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia.

El nuevo Tribunal, que difería de las antiguas inquisiciones de Cataluña, Valencia, etc., en tener una organización más robusta y estable y ser del todo independiente de la jurisdicción episcopal, introducíase en Aragón dos años después, tras leve resistencia. Los neófitos de Zaragoza, gente de mala y temerosa conciencia, dieron en la noche del 18 de septiembre de 1485 sacrílega muerte al inquisidor San Pedro Arbués al tiempo que oraba en La Seo (1114). En el proceso resultaron complicados la mayor parte de los cristianos nuevos de Aragón; entre los que fueron descabezados figuran mosén Luis de Santángel y micer Francisco de Santa Fe; entre los reconciliados, el vicecanciller micer Alfonso de La Caballería.
Fr. Alonso de Espina, distinto probablemente del autor del Fortalitium, fue enviado en 1487 a Barcelona de inquisidor por Torquemada, quien, no sin resistencia de los catalanes, atentos a rechazar toda intrusión de ministros castellanos en su territorio, había sido reconocido como inquisidor general en los reinos de Castilla y Aragón. En el curioso registro que, por encargo del mismo Fr. Alonso, formó el archivero Pedro Miguel Carbonell, y que hoy suple la falta de los procesos originales (1115), pueden estudiarse los primeros actos de esta inquisición. El viernes 20 de julio de 1487 prestaron juramento de dar ayuda y favor al Santo Oficio el infante D. Enrique, lugarteniente real; Francisco Malet, regente de la Cancillería; Pedro de Perapertusa, veguer de Barcelona, y Juan Sarriera, baile general del Principado.

Los reconciliados barceloneses eran todos menestrales y mercaderes: pelaires, juboneros, birreteros, barberos, tintoreros, curtidores, drogueros, corredores de oreja. La nobleza de Cataluña no se había mezclado con los neófitos tanto como en Aragón, y apenas hay un nombre conocido entre los que cita Carbonell. El primer auto de fe verificóse el 25 de enero de 1488, siendo agarrotados cuatro judaizantes y quemados en estatua otros doce (1116). Las condenaciones en estatua se multiplicaron asombrosamente; porque la mayor parte de los neófitos catalanes habían huido.
Carbonell transcribe, además de las listas de reconciliados, algunas sentencias. Los crímenes son siempre los mismos: haber observado el sábado y los ayunos y abstenciones judaicas; haber profanado los sacramentos; haber enramado sus casas para la fiesta de los Tabernáculos o de les Cabanyelles, etc. Algunos, y esto es de notar, por falta de instrucción religiosa querían guardar a la vez la ley antigua y la nueva, o hacían de las dos una amalgama extraña, o, siendo cristianos en el fondo, conservaban algunos resabios y supersticiones judaicas, sobre todo las mujeres.

Una de las sentencias más llenas de curiosos pormenores es la del lugarteniente de tesorero real Jaime de Casafranca. Allí se habla de un cierto Sent Jordi, grande enemigo de los cristianos y hombre no sin letras, muy versado en los libros de Maimónides y autor él mismo de un tratado en favor de la ley de Moisés. Otro de los judaizantes de alguna cuenta fue Dalmáu de Tolosa, canónigo y pavorde de Lérida.
La indignación popular contra los judaizantes había llegado a su colmo. «El fuego está encendido (dice el cura de los Palacios); quemará fasta que falle cabo al seco de la leña que será necesario arder fasta que sean desgastados e muertos todos los que judaizaron; que no quede ninguno; e aun sus fijos... si fueren tocados de la misma lepra» (1117). Al proclamar el exterminio con tan durísimas palabras, no era el cronista más que un eco de la opinión universal e incontrastable.

El edicto de expulsión de los judíos públicos (31 de marzo de 1492), fundado, sobre todo, en el daño que resultaba de la comunicación de hebreos y cristianos, vino a resolver en parte aquella tremenda crisis. La Inquisición se encargó de los demás. El edicto, tantas veces y tan contradictoriamente juzgado, pudo ser más o menos político, pero fue necesario para salvar a aquella raza infeliz del continuo y feroz amago de los tumultos populares. Es muy fácil decir, como el Sr. Amador de los Ríos, que debieron oponerse los Reyes Católicos a la corriente de intolerancia. Pero ¿quién se opone al sentimiento de todo un pueblo? Excitadas las pasiones hasta el máximo grado, ¿quién hubiera podido impedir que se repitieran las matanzas de 139l? La decisión de los Reyes Católicos no era buena ni mala; era la única que podía tomarse, el cumplimiento de una ley histórica.
En 5 de diciembre de 1496 seguía D. Manuel de Portugal el ejemplo de los reyes de Castilla; pero aquel monarca cometió la inicua violencia, así lo califica Jerónimo Osorio, de hacer bautizar a muchos judíos por fuerza con el fin de que no salieran del reino sus tesoros. «¿Quieres tú hacer a los hombres por fuerza cristianos? (exclama el Tito Livio de Toledo). ¿Pretendes quitalles la libertad que Dios les dio?»

Todavía más que a los judíos aborrecía el pueblo a los conversos, y éstos se atraían más y más sus iras con crímenes como el asesinato del Niño de la Guardia, que es moda negar, pero que fue judicialmente comprobado y que no carecía de precedentes asimismo históricos (1118). Los conversos Juan Franco, Benito García, Hernando de Rivera, Alonso Franco, etc., furiosos por haber presenciado en Toledo un auto de fe en 21 de mayo de 1499, se apoderaron, en represalias, de aquella inocente criatura llamada en el siglo Juan de Pasamontes y ejecutaron en él horribles tormentos, hasta crucificarle, parodiando en todo la pasión de Cristo (1119). Descubierta semejante atrocidad y preso Benito García, que delató a los restantes, fueron condenados a las llamas los hermanos Francos y sus ayudadores, humanas fieras. La historia del Santo Niño, objeto muy luego de veneración religiosa, dio asunto en el siglo XVI a la elegante pluma del P. Yepes y a los cantos latinos de Jerónimo Ramírez, humanista eminente:

Flagra cano, saevamque necem renovataque Christi
vulnera, et invisae scelus execrabile gentis
quae trucis indomitas effundens pectoris iras
insontem puerum praerupti in vertice montis
compulit exiguo maiorem corpore molem
ferre humeris, tensosque cruci praebere lacertos.


La negra superstición de los conversos llegaba hasta hacer hechicerías con la hostia consagrada, según consta en el proceso del Niño de la Guardia, cuyo corazón reservaron para igual objeto.
Las venganzas de los cristianos viejos fueron atroces. En abril de 1506 corría la sangre de los neófitos por las calles de Lisboa; horrenda matanza que duró tres días y dejó muy atrás los furores de 1391.

En tanto, el inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez Lucero, hombre fanático y violento, inspirado por Satanás, como dice el P. Sigüenza, sepultaba en los calabozos, con frívolas ocasiones y pretextos, a lo más florido de aquella ciudad y se empeñaba en procesar como judaizante nada menos que al venerable y apostólico arzobispo de Granada, Fr. Hernando de Talavera, y a todos sus parientes y familiares (1120). Y es que Fray Hernando, sobrino de Alonso de Oropesa y jerónimo como él, era del partido de los claustrales, puesto al e los observantes, de que había sido cabeza Fr. Alonso de Espina, cuanto al modo de tratar a los neófitos que de buena fe vinieron al catolicismo, y le repugnaba la odiosa antievangélica distinción de cristianos viejos y nuevos.
Tan lejos de los hechos, no es fácil decidir hasta dónde llegaba la culpabilidad de algunos conversos entre los infinitos cuyos procesos y sentencias constan. Pero no es dudoso que recayeron graves sospechas en micer Gonzalo de Santa María, asesor del gobernador de Aragón y autor de la Crónica de don Juan II, y en el mismo Luis de Santángel, escribano racional de Fernando el Católico, el cual, más adelante, prestó su dinero para el descubrimiento del Nuevo Mundo. Santa María fue penitenciado tres veces por el Santo Oficio y al fin murió en las cárceles; su mujer, Violante Belviure, fue castigada con sambenito en 4 de septiembre de 1486. Santángel fue reconciliado el 17 de julio de 1491.

Hasta 1525 los procesos inquisitoriales fueron exclusivamente de judaizantes. En cuanto a números, hay que desconfiar mucho. Las cifras de Llorente, repetidas por el Sr. Amador de los Ríos, descansan en la palabra de aquel ex secretario del Santo Oficio, tan sospechoso e indigno de fe siempre, que no trae documentos en su abono. ¿Quién le ha de creer, cuando rotundamente afirma que desde 1481 a 1498 perecieron en las llamas 10.220 personas? ¿Por qué no puso los comprobantes de ese cálculo? El Libro Verde de Aragón sólo trae 69 quemados con sus nombres. Sólo de 25 en toda Cataluña habla el Registro de Carbonell (1121). Y si tuviéramos datos igualmente precisos de las demás inquisiciones, mal parada saldría la aritmética de Llorente. En un solo año, el de 1481, pone 2.000 víctimas (1122), sin reparar que Marineo Sículo las refiere a diferentes años. Las mismas expresiones que Llorente usa, poco más o menos, aproximadamente, lo mismo que otros años, demuestran la nulidad de sus cálculos. Por desgracia, harta sangre se derramó, Dios sabe con qué justicia. Las tropelías de Lucero, v.gr., no tienen explicación ni disculpa, y ya en su tiempo fueron castigadas, alcanzando entera rehabilitación muchas familias cordobesas por él vejadas y difamadas.

La manía de limpieza de sangre llegó a un punto risible. Cabildos, concejos, hermandades y gremios, consignaron en sus estatutos la absoluta exclusión de todo individuo de estirpe judaica, por remota que fuese. En este género, nada tan gracioso como el estatuto de los pedreros de Toledo, que eran casi todos mudéjares y andaban escrupulizando en materia de limpieza.
Esta intolerancia brutal, que en el siglo XV tenía alguna disculpa por la abundancia de relapsos, fue en adelante semillero de rencores y venganzas, piedra de escándalo, elemento de discordia. Sólo el progreso de los tiempos pudo borrar esas odiosas distinciones en toda la Península. En Mallorca duran todavía.



Más adelante haré mención a algo que se ha mencionado: el caso del Santo Niño de la Guardia, algo tristemente célebre y que sirvió para caldear todavía más los ánimos contra los judíos.
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MensajePublicado: Mie Ene 02, 2008 8:03 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Disculpenos Christifer por no hacer caso de su condición al abrir el post,espero se pueda abrir otro post para hablar del tema,por mientras lo publicaré aquí.

Estimada Beatriz:
Yo no niego eso,sólo he consignado lo que eran.No puedo discutirle ello puesto que no estoy completamente seguro del tema,sin embargo a mi me parecería algo sumamente dudoso la frase que usted resalta. ¿Porqué? Porque la piratería no estaría en la clasificación de delito doctrinal.En el mismo libro de Palma (al inicio) se consigna cuales eran las atribuciones de los Inquisidores,y queda muy claro que ese tipo de delitos quedaba a la jurisdicción seglar,más no a la Inquisición.En otras palabras,la Inquisición no tenía porque meter las narices para juzgar a un pirata.Y es más,si mal no recuerdo,un pirata de la tripulación de Cavendish,también luterano,logró salvarse al convertirse,lo cual lleva a pensar que no fue la piratería la causa de la condena.

Además,ahora que me fijo bien ,en el párrafo que usted misma me cita hay algo respecto a eso,que si bien no es algo totalmente claro,revela cual era la causa de su condena.(Negrita y cursiva).

Cita:
Parece que Palma con todo el prestigio que tiene como escritor le añadiò algo de ficciòn al tema.

Bueno,esa es una opinión suya.Yo no lo creo así,no veo porque Palma habría de hacerlo,y menos aún cuando siguió siendo católico aún después de escribir Anales de la Inquisición (él mismo lo dice en una de sus "Tradiciones",obras escritas después del anteriormente mencionado libro).
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MensajePublicado: Mie Ene 02, 2008 11:11 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Si digo que no quería discusiones era porque un debate sobre la Inquisición es muy predecible saber por donde irán los tiros y lo que busco es enseñar la verdad sobre la Inquisición, quitándole todo rastro de Leyenda Negra y que se vea tal cual es, con sus verdaderos defectos, y no con los que otros le cuelgan impunemente, y sus virtudes (sí, aunque parezca una extraordinaria mentira también hay algo bueno en la Inquisición y el problema es que para reconocer lo bueno hay que quitarle todo lo que se ha inventado y exagerado).

Y quedáis disculpados pero intentad cumplir lo pedido por favor; y el disculpenos me pilla demasiado formal para lo joven que soy Wink.
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MensajePublicado: Mar Ene 08, 2008 10:01 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

No soy el único, otros historiadores también lo afirman, sobre todo aquellos que ven más allá.

Segundo, jamás me oirás pronunciar Santa Inquisición, jamás, son precisamente los que tanto odian a la Iglesia los que añaden el adjetivo santa para tener algo con lo que regodearse.

Tercero, lee atentamente lo que escribo y verás que se ha exagerado muchísimo sobre este tema y la Iglesia solo tiene que pedir perdón por sus muertos, no por los muertos de los demás o inventados gratuitamente.

Y cuarto ¿cuando ha sido mi intención abrir un proceso de canonización a la Inquisición? Nunca. No pienso hablar aquí de la santidad de la Inquisición; pienso hablar de la verdad, y si tengo que mencionar las torturas que se usaban las menciono, si tengo que mencionar la legislación civil la menciono, y si tengo que mencionar cifras las menciono. Pero quien busque aquí la canonización de la Inquisición o un alegato en favor de su restauración ya puede dejar de leer.

Atentamente
Del seguidor de fray Pedro de Verona al seguidor del Ministro del Santo Evangelio.

PD: NADA de discusiones.
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MensajePublicado: Vie Feb 08, 2008 8:20 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Bueno después de una larga pausa retomo el tema de la Inquisición. Por si alguien se lo pregunta, he estado de exámenes, pero como ya he acabado podré centrarme más en esto.

Antes de esto me gustaría hacer una pequeña reflexión propia:
Sinceramente me asombra el histerismo con el que se menciona la palabra Inquisición. Y todavía me sorprende más viniendo de gente que pide a gritos la "modernización" de la Iglesia. Puede resultar extraño pero no lo es tanto cuando uno descubre que la Inquisición es el resultado de modernizar el tratamiento que daba la Iglesia con respecto a las herejías y a los herejes. Lo digo y lo afirmo bien claro: la Inquisición fue el fruto de modernizar la Iglesia; fue el fruto de cuando la Iglesia aceptó los métodos que se usaban en la sociedad del momento. Si la Iglesia usó la tortura fue porque era aceptado por el Derecho de aquel momento, y usado también por tribunales civiles (y no veo a nadie gritando que el Derecho en aquel momento era bárbaro, y menos todavía al Derecho romano); la Iglesia en aquel momento era moderna, estaba al día en el tema del Derecho judicial. Si se usó la hoguera fue porque era la pena capital que imponía el Estado a los herejes, si como pena capital para herejes hubiera sido la decapitación se hubiera usado; por poner un ejemplo reciente, si la Inquisición existiera ahora con el Derecho actual y la Inquisición relajara al brazo secular al hereje tendría como castigo carcel perpetua.
Por eso le tengo pánico cuando dicen que hay que modernizar la Iglesia, porque justamente la Inquisición surgió por querer modernizar la Iglesia, y se metió la pata hasta el fondo.

Después de esto, y en el próximo post empezaré a hablar de la Inquisición más en profundidad, y si la gente se porta bien traeré datos asombrosos sobre la actuación de la Inquisición en Granada, y puedo adelantar que el tanto por ciento de gente relajada al brazo secular ascendía a un número de tres cifras (si no me falla la memoria).
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MensajePublicado: Mar Feb 12, 2008 8:54 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
Responder citando

Lista de Inquisidores Generales del Santo Oficio

Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz. (1483-1498)
Diego de Deza Tavera, prior de Santo Domingo. (1499-1506)
Diego Ramírez de Guzmán, obispo de Catanea y Lugo. (1506-1507)
Francisco Ximénez de Cisneros, arzobispo de Toledo (en Castilla) (1507-1517)
Juan Enguera, obispo de Lérida y Tortosa (en Aragón) (1507-1513)
Luis Mercader Escolano, obispo de Tortosa (en Aragón) (1513-1516)
Adriano de Traiecto (Utrecht) (en Aragón) (1516-1518)
Adriano de Traiecto (Utrecht) (1518-1522)
Alonso Manrique de Lara, arzobispo de Sevilla. (1523-1538)
Juan Pardo de Tavera, arzobispo de Toledo. (1539-1545)
García de Loisa, arzobispo de Sevilla. (1546-1546)
Fernando de Valdés y Salas (1547-1566)
Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y Cuenca. (1566-1572)
Pedro Ponce de León, obispo de Ciudad Rodrigo y Plasencia (no ejerció) (1572-1572)
Gaspar de Quiroga y Sandoval, arzobispo de Toledo. (1573-1594)
Jerónimo Manrique de Lara, obispo de Cartagena y Ávila. (1595-1595)
Pedro de Portocarrero, obispo de Calahorra y Cuenca. (1596-1599)
Hernando Niño de Guevara, arzobispo de Philipis y Sevilla. (1599-1602)
Juan de Zúñiga Flores, obispo de Cartagena. (1602-1602)
Juan Bautista de Acevedo, obispo de Valladolid y Patriarca de las Indias (1603-1608)
Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo. (1608-1618)
Luis de Aliaga Martínez (1619-1621)
Andrés Pacheco, obispo e Cuenca y patriarca de las Indias. (1622-1626)
Antonio de Zapata Cisneros y Mendoza, arzobispo de Burgos. (1627-1632)
Antonio de Sotomayor, prior de Santo Domingo. (1632-1643)
Diego de Arce y Reinoso, obispo de Tuy, Ávila y Plasencia. (1643-1665)
Pascual de Aragón y Fernández de Córdoba, arzobispo de Toledo (no ejerció) (1665-1665)
Juan Everardo Nittard (1666-1669)
Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y Plasencia. (1669-1695)
Juan Tomás de Rocaberti, prior de Santo Domingo y arzopispo de Valencia (1695-1699)
Alonso Fernández de Córdoba y Aguilar (no ejerció) (1699-1699)
Baltasar de Mendoza y Sandoval, obispo de Segovia. (1699-1705)
Vidal Martín, arzobispo de Burgos. (1705-1709)
Antonio Ibáñez de Riva Herrera, arzbpo de Zaragoza y Toledo. (1709-1710)
Antonio Judice, arzobispo de Monreal. (1711-1717)
José Molines (1717-1717)
Felipe de Arcemendi (no ejerció) (1718-1718)
Diego de Astorga y Céspedes, arzobispo de Toledo. (1720-1720)
Juan de Camargo y Angulo y Pasquer, obispo de Pamplona. (1720-1733)
Andrés de Prbe y Larreategui, arzobispo de Valencia. (1733-1740)
Manuel Isidro Orozco Manrique de Lara, azbpo.de Santiago. (1742-1745)
Francisco Pérez de Prado y Cuesta, obispo de Teruel. (1746-1755)
Manuel Quintano Bonifaz, arzobispo de Farsalia. (1755-1774)
Felipe Beltrán, obispo de Salamanca. (1775-1783)
Agustín Rubin de Ceballos, obispo de Jaén. (1784-1793)
Manuel Abad y Lasierra, arzobispo de Selimbria. (1793-1794)
Francisco Antonio Lorenzana y Butrón, arzobispo de Toledo. (1794-1797)
Ramón José de Arce, arzobispo de Amida, Burgos y Zaragoza. (1798-1798)
Francisco J.Mier y Campillo, obispo de Almería. (1814-1818)
Jerónimo Castillón y Salas, obispo de Tarazona. (1818-1820)


Extraído de: http://www.conoze.com/doc.php?doc=920
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MensajePublicado: Jue Feb 14, 2008 9:16 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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La Inquisición española. Su Historia.

La Inquisición, como se sabe, juzgaba herejías. Pero la herejía era un delito que podía manifestarse con múltiples formas. Además, la herejía era una percepción dictada desde la ortodoxia, y ésta se fue redefiniendo con el tiempo. Por ambas razones, la Inquisición evolucionó a lo largo de su historia dirigiendo sus actividades represoras hacia grupos y comportamientos diferentes, según estemos en una época u otra.

Por otro lado, la presencia de la Inquisición cubría un espacio de una extensión extraordinaria, igual a la de los vastos territorios de la Monarquía Hispana. Este hecho también provocó que la actividad represora de la Inquisición se ajustara de manera diferenciada a los particulares espacios geográficos de la Monarquía. En definitiva, una institución cuya vida supera los 350 años y que fue desplegada en un extenso espacio geográfico, tiene por fuerza que estar influida por el paso del tiempo y por las características del espacio donde se encuentra.

Este hecho hace que resulte difícil trazar una periodización en la vida de la Inquisición. Sin embargo, el gran número de estudios parciales que se han realizado en los últimos tiempos ha permitido que se ensayen diferentes visiones de conjunto, estableciendo las principales etapas en la historia de esta institución. Uno de estos esfuerzos, el del Profesor Dedieu, vale perfectamente para adelantar una primera división:

1ª Etapa: de 1483 hasta 1520.
2ª Etapa: de 1520 hasta 1630-40.
3ª Etapa: de 1630-40 hasta 1725.
4ª Etapa: de 1725 hasta 1834.



a) 1ª Etapa (1483-1520)

Estamos ante la etapa fundacional de la institución inquisitorial y de su actividad represora de la herejía. En estos primeros años se organizan e implantan los primeros tribunales, y en poco tiempo se alcanza una cifra extraordinaria de ellos: veintitrés tribunales en total, la cifra más alta en su historia.

Estos primeros años significan también la actividad represora más intensa de toda la historia de la institución. En menos de cuarenta años serán procesados más de la mitad de todos los reos que posteriormente pasarán por las cárceles inquisitoriales. La sorprendente actividad procesal en las tres primeras décadas de existencia de la Inquisición corresponde además con el funcionamiento más terrible de los inquisidores.

¿Las víctimas? Fueron los conversos, acusados de herejía judaica, el total de los procesados por la Inquisición. La expulsión de los judíos en 1492 no cambió las cosas. Antes y después de este año los inquisidores centraron su política represiva en tratar de impedir que la enorme población de judíos convertidos al cristianismo mantuviese viva su fidelidad a su antigua Ley.

¿Los resultados? El número de conversos procesados fue de una magnitud enorme. Pero con todo, la mayoría de los cristianos nuevos bautizados consiguió esquivar el rigor y la intolerancia inquisitorial, comenzando un paulatino, aunque lento, proceso de integración en la sociedad cristiana. Los principales escenarios donde operó la justicia del Santo Tribunal fueron las ciudades, y en menor medida en el medio rural, donde las visitas que los inquisidores hicieron a sus distritos nunca fueron suficientes.

Las cifras, en cualquier caso, hablan de una represión intensa. Los expertos señalan que en esos primeros años en Toledo se procesaron 12.000 personas y en Valencia más de 2.500. Durante estas tres primeras décadas de vida, la Inquisición mandó prender más hogueras que nunca. Si los conversos "relajados" fueron muchos, aquellos que obtenían una sentencia más benigna, la "reconciliación" fueron aún muchos más: no se les privaba de su vida, pero se les penaba con la confiscación de sus bienes, lo que para muchas familias significó la ruina irreversible. Además, la mancha y el sambenito mantendrían vivo el recuerdo en la memoria colectiva, señalando la mácula de aquellos castigados.

La imagen de la Inquisición ha quedado marcada por estos momentos iniciales de furor represivo. No hay duda que ese era el objetivo del nuevo Tribunal, advertir de su severidad frente a la herejía haciendo uso de una calculada pedagogía del miedo. Pero tanta crueldad, celeridad en los procedimientos judiciales y tan rápida implantación provocó no pocos casos de arbitrariedad. Se van conociendo cada vez mejor los detalles de estos primeros tiempos y se sabe que el Tribunal y los inquisidores, cuando se implantaban en las diferentes ciudades, se contaminaron de la propia conflictividad que existía en el mundo urbano. Aquí, la presencia conversa estaba muy extendida, y los tribunales no pudieron, y otras veces no quisieron, dejar de tomar partido en las luchas entre los diferentes grupos de las ciudades. Los inquisidores, con atribuciones y poderes excepcionales, llegaron a las ciudades a ocupar su tribunal en busca de la herejía judaica, pero en diversas ocasiones el castigo fulgurante de ésta sirvió para ventilar las tradicionales pugnas por el poder local.



b) 2ª Etapa (1520-1630/40)

Es ésta una larga etapa de la vida de la Inquisición (120 años) que puede caracterizarse por dos rasgos. Primero, asistimos a la consolidación de la institución. Queda configurada definitivamente la geografía de los distritos inquisitoriales y de las sedes de sus tribunales respectivos.

Además, la presencia de la Inquisición en la sociedad se hace más efectiva y más visible. En este período se desarrolla y organiza un verdadero ejército de ministros del tribunal de categorías inferiores -comisarios y familiares- que trasladan la imagen y el mensaje de la institución por buena parte de la sociedad. A su vez, mejor organizados y con mayores recursos, la Inquisición y sus ministros son capaces de comunicar con mayor éxito todo un amplio programa de discursos, no sólo religiosos, sino también políticos y culturales.

Por otro lado, la actividad represora del Santo Oficio se diversifica. Ya no serán sólo judaizantes los protagonistas de las pesquisas del Tribunal. Ahora, también la actividad se dirige contra los musulmanes convertidos -los moriscos-, contra los protestantes, contra brujas y hechiceros. Además, se persiguen diferentes prácticas extendidas en la sociedad, una vez que la ortodoxia católica trató de imponer el modelo cultural y religioso auspiciado en el Concilio de Trento.



Inquisición y moriscos.

La política de la Monarquía Hispana tomó diferentes tonalidades en lo relativo a las comunidades de "cristianos nuevos de moros". Evangelización y paciencia, represión, dispersión forzada y, finalmente, la expulsión, éstas fueron las medidas utilizadas, con diferente alternancia, para terminar con la herejía de los que continuaban profesando la "secta de Mahoma".

Las comunidades moriscas más importantes estaban muy bien localizadas, en el Reino de Granada, en el de Valencia y en el de Aragón. Además, estas comunidades se mantenían de forma compacta, mostrándose muy resistentes a todas las fórmulas que buscaban su cristianización. Esto fue así gracias a que la minoría morisca fue capaz de mantener sus propias señas de identidad y de grupo. Formó estructuras sociales y políticas muy homogéneas que hicieron posible la pervivencia de su propia cultura, su idioma, sus costumbres, sus fiestas y, claro está, sus creencias religiosas.

Pero los moriscos no fueron sólo un problema de herejía, también suponían un peligro político. El Mediterráneo fue un área de vital importancia para el mundo de la época, y allí las naves musulmanas del Imperio Turco y del norte de África se dejaban ver con demasiada cercanía. La tensión en el área entre la Monarquía Hispana y el Islam acabó precipitándose contra las comunidades moriscas. Así, desde la década de 1560 hasta la definitiva expulsión decretada contra ellos en 1609, la Inquisición desplegó una intensa actividad represora contra esta minoría.

Había que desterrar la herejía, pero también había que eliminar el fantasma de la posible colaboración entre los moriscos del interior de los reinos católicos y los musulmanes del Mediterráneo. Al final, la expulsión de 1609 manifestaba el fracaso de una sociedad, que había forzado la integración de los moriscos sin conseguirlo.



Inquisición y Reforma Protestante.

El fenómeno de las guerras de religión en Europa y de la reforma protestante durante el siglo XVI incidió de manera directa en España y en la evolución de la actividad inquisitorial. En el Concilio de Trento (1545-1564) la Iglesia Católica precisó todo un programa de reformas que debieron ser aplicadas por la Iglesia y la Monarquía Hispana en sus territorios. En el Concilio se establecieron los márgenes de la conducta y de la creencia de los católicos, y la Inquisición entonces dirigió sus esfuerzos para impulsar la puesta en práctica del programa tridentino.

Los inquisidores husmearon entre las conductas que guiaban la vida de los cristianos de siempre y en las formas complejas de la religiosidad de los fieles. Lógicamente, se encontraron muchas desviaciones entre los cristianos cuando los inquisidores trataron de examinarlos bajo los criterios impuestos por el modelo tridentino, desviaciones que se manifestaban en prácticas supersticiosas, en formas de decir que expresaban una religiosidad muy particular y poco adoctrinada, en sentimientos anticlericales, en dudas frente a ciertos dogmas de fe o en interpretaciones muy libres de las enseñanzas de la Iglesia.

En este momento la Inquisición vivió sumergida en el mundo de la feligresía más popular. Especialmente en el de aquella que vivía en los núcleos urbanos, ya que la presencia inquisitorial fue menor en las zonas rurales, consecuencia lógica de las limitaciones de la institución. Buscó la herejía entre el pueblo cristiano menudo, y la identificó en diferentes desviaciones, castigándola con el fin de erradicarla, pero también para ejemplarizar. Y es que, las "abjuraciones" con las que se sentenció buena parte de estas manifestaciones heréticas, así como las penas de humillación pública, le sirvieron a la Inquisición para difundir de una forma muy eficaz el nuevo modelo de catolicismo tridentino.



c) 3ª Etapa 1630/40-1725.

Inquisición y "cristaos-novos" portugueses.

Durante los cien años que comprende este período la Inquisición continuó desarrollando su actividad procesal en todos los frentes que había abierto en los tiempos precedentes. Sin embargo, en esta nueva etapa los inquisidores centran buena parte de su atención en un grupo destacado. Nos referimos a los conversos originarios de Portugal, a los "cristaos-novos" portugueses.

A partir de la incorporación del Reino de Portugal a la Monarquía Hispana, en 1580, una creciente marea migratoria trajo a Castilla a millares de familias portuguesas. Entre ellos vino un número difícil de precisar de judeo-conversos. Paradójicamente, muchas de estas familias eran descendientes de aquellos judíos expulsados de Castilla en 1492 que se habían refugiado en Portugal.

La situación de los judeoconversos en Portugal había sido muy particular. Convertidos en masa al cristianismo, habían vivido durante muchos años sin la presión de una Inquisición, que no se crearía allí hasta bien entrado el siglo XVI. Así, muchos de los bautizados consiguieron mantener viva su religión judía durante generaciones, aunque eso sí, alejada de la ortodoxia rabínica dictada en las sinagogas reconocidas de Europa.

En los primeros años de su llegada a Castilla, en la segunda mitad del siglo XVI, su presencia no despertó la sospecha del Santo Tribunal. Incluso, todo parece indicar que estos conversos portugueses se movieron con cierta tranquilidad, integrándose y participando en diferentes espacios de la economía del Reino. A principios del siglo XVII, grupos destacados entre estos portugueses consiguieron consolidarse en una importante posición dentro de la sociedad castellana, suficiente como para suplicar al monarca Felipe III que aceptase sus dineros a cambio de mantener a la Inquisición lejos de ellos.

En los años iniciales del reinado de Felipe IV estos cristianos-novos van a ver cómo culmina su progresivo ascenso dentro de la sociedad castellana. En 1627 la Corona invitará a la comunidad financiera portuguesa a participar activamente en el sostenimiento de la Monarquía. Con este paso, a mediados del siglo XVII puede verse ya a los portugueses -buena parte de ellos conversos- bien instalados en ferias, en administraciones de rentas, en los circuitos monetarios y en el sistema financiero de la Monarquía. Un éxito extraordinario, que no dejó de pasar desapercibido y que despertó diferentes resistencias entre algunos grupos, quienes hicieron un uso político del antijudaismo.

La Inquisición, durante este período, se movió entre dos aguas. La Corona procuró que el Tribunal no impidiese la progresiva integración de estos portugueses "cristaos-novos" en la sociedad mayoritaria y en los diferentes niveles de la economía castellana. Sin embargo, la inhibición del Tribunal no era fácil de justificar. Al final, triunfó la presión de quienes exigían que la Inquisición restaurase la lucha contra la herejía, en este caso contra el "marranismo", aquel particular judaísmo practicado por muchos de estos judeoconversos originarios de Portugal.

La Inquisición acabó por intervenir y en la década de 1650 y 1660 una ola de represión inquisitorial llenó las cárceles del Santo Oficio con muchos de estos hombres. Algunos eran destacados financieros y hombres de negocios, partícipes del capitalismo mercantil que se desarrollaba en el Atlántico, pero la mayoría fueron medianos y pequeños comerciantes de fortuna escasa.



Inquisición y brujería.

Menos importante numéricamente, pero muy reveladora, fue la actuación del Santo Tribunal frente a un fenómeno de alcance europeo que también en España estuvo presente, la brujería. Representaba este hecho un caso deleznable de apostasía, en el que algunos individuos elegían libremente renegar de la fe para entrar a formar parte de sectas dedicadas a adorar a Satán.

Un fenómeno que parecía haber arraigado con fuerza en zonas rurales y entre una población preferentemente formada por campesinos. ¿Existían las brujas y los brujos? ¿Era cierto que en lugares recónditos de la sociedad agraria, los miembros de la secta de Satán se reunían en aquelarres para celebrar misas negras y rendir culto al demonio? Fuera cierto o no, lo que sabemos es que la Inquisición, desde sus instancias superiores, desarrolló una política guiada por principios de una racionalidad proverbial. A principios del siglo XVII, cuando algunos brotes de brujería conmovieron a la sociedad, los inquisidores empezaron a reflexionar sobre este fenómeno con enorme claridad.

¿Cuál era la solución inquisitorial frente a la brujería?. El Tribunal entendió que, en este caso, sería más efectiva una estrategia que impusiera el silencio, en vez de comenzar campañas de represión, que inevitablemente traerían mucho ruido y publicidad. El éxito de esta solución pronto se dejó notar. No persiguiendo la brujería, ésta acabó por desaparecer con el paso del tiempo, además las brujas fueron consideradas personas desequilibradas por la Inquisición.



d) 4ª Etapa 1725-1834.

Suele calificarse esta última etapa en la vida de la institución inquisitorial como un período de "existencia lánguida". Sus actividades en la represión de la herejía cada vez tienen una intensidad menor. Además, esta última época del Santo Tribunal estará marcada por los acontecimientos principales que describen el siglo XVIII: la llegada de una nueva dinastía al trono español y los avances de la Ilustración y del Liberalismo en nuestro país. En ambos casos, la Inquisición se atrincheró en posiciones de resistencia, reaccionando con virulentos golpes frente a los cambios transformadores que se emprenden en el siglo de las Luces.

Proceso inquisitorial contra Melchor de Macanaz, Fiscal General de la Monarquía.

Macanaz fue un hombre que representó el proyecto político de la nueva Monarquía de los Borbones. Como ministro de Felipe V, participó activamente en el intento de desarrollar una política regalista. Se quiso someter el poder temporal de la Iglesia, y también de la Inquisición, a la jurisdicción civil de la Monarquía. Un viejo sueño de Reyes y ministros anteriores que ahora, tras la guerra traumática por la sucesión al trono español (1702-1713), parecía que cobraba mayores bríos.

Sin embargo, el Santo Tribunal fue capaz de neutralizar la embestida de la Corona, deseosa de ampliar el poder regio a costa de la jurisdicción eclesiástica e inquisitorial. La Inquisición apeló a su misión en defensa de la fe, a su naturaleza sagrada. Además consiguió granjearse el apoyo de Roma, así como el de las instancias eclesiásticas que todavía tenían una posición dominante dentro del propio entramado político de la Monarquía.

La reacción suscitada contra las medidas de este primer gobierno de Felipe V consiguieron finalmente derribar a Melchor de Macanaz. Su herejía, más "política" que religiosa, acabó con él.

La Inquisición contra la Ilustración: el proceso contra Pablo de Olavide.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII la Inquisición va a vivir un serio ataque organizado desde el equipo ministerial que integraban figuras señeras del movimiento Ilustrado español. Ministros de Carlos III como Moñino, Campomanes, Aranda u Olavide protagonizaron este conflicto con la Inquisición. Ilustrados e Inquisición se colocaron en posiciones claramente enfrentados. Esto ocurrió sobre todo en lo relativo a las nuevas corrientes de pensamiento que desde Francia, y bajo la bandera de la Enciclopedia, se extendieron también aquí, en España.

Para los ilustrados, esta renovación filosófica tenía que ser impulsada por el gobierno. Había que conseguir que la "razón" y "el progreso" desempolvaran la vetusta tradición, ya que en ella radicaban muchos de los males del país. Enfrente, la Inquisición se atrincheró en una posición tramontana. Hizo bandera de posiciones extremadamente conservadoras y salió en defensa de un orden social arcaico que se resistía a los cambios que estaban transformando Europa.

El conflicto cristalizó, como no, en la pugna por el control de la censura, censura de libros y de ideas. Los ministros de Carlos III quisieron que la jurisdicción del Rey se impusiera sobre el tradicional control que el Santo Tribunal venía ejerciendo sobre esta materia desde el siglo XVI.

Los inquisidores hicieron uso de sus armas y trataron de buscar la manera de procesar a aquellos ministros. Hombres tan representativos del movimiento ilustrado como fueran Jovellanos o Urquijo estuvieron en las miras del Tribunal. Finalmente, Pablo de Olavide, un significativo ministro del gobierno de Carlos III, fue acusado de herejía. En él, la Inquisición procesó a la Ilustración, pero con su condena el Santo Tribunal demostraba que su existencia era incompatible con los nuevos tiempos.



Liberalismo e Inquisición: la liquidación del Santo Tribunal.

La Inquisición había querido manifestarse como principal defensora de un viejo orden que se desmoronaba frente a los avances de las revoluciones burguesas y del Estado Medieval. Es por ello lógico que el Tribunal de la Fe fuera visto como uno de los principales obstáculos para la instauración de un nuevo régimen político y un nuevo orden social.

La polémica estalló tras la violencia revolucionaria que recorrió España en la guerra de 1808 a 1814. En las Cortes de Cádiz, el debate sobre la Inquisición enfrentó a unos y otros, defensores y abolicionistas, que dieron publicidad a argumentos de un furor inusitado. El Tribunal se convirtió en prisionero de esta encendida controversia y su destino quedó atrapado en el desarrollo de los acontecimientos. La lucha sin tregua entre los defensores del Antiguo Régimen y quienes trataron de instaurar en España un Estado Liberal acabaría decidiendo el futuro de la Inquisición.

Los primeros pasos del nuevo Estado Liberal, entre 1808 y 1834 fueron intermitentes, manifestando los avances y retrocesos que caracterizaron el vacilante y controvertido reinado de Fernando VII.

Tras la muerte de este rey en 1833, se constituyó definitivamente un nuevo régimen político cuya naturaleza sería radicalmente distinta a la anterior, un nuevo orden constitucional de naturaleza liberal, expresado en el Estatuto Real de 1834 que compusiera el gobierno de Martínez de la Rosa. Y en este nuevo ordenamiento del Estado, aquellas instituciones como la Inquisición no tenían cabida.

El 15 de julio de 1834 el gobierno firmó el edicto de abolición, que dio fin a una historia que había superado tres centurias.

Fuente de información: Trabajo realizado por mi.


Ya falta menos para empezar con el proceso inquisitorial en si y cuando empiece a poner cifras y cifras. Espero que resulte interesante y me alegro que haya gente (pelicano y raulalonso) que así le parezca.
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MensajePublicado: Vie Mar 14, 2008 10:25 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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La institución de la Inquisición: estructura y geografía




La Estructura de la Institución Inquisitoria.

Desde finales del siglo XV y durante todo el siglo XVI fue configurándose la definitiva estructura de la institución inquisitorial. Una estructura piramidal y estrictamente jerarquizada desde arriba hasta las categorías más inferiores de los ministros del Tribunal. El diseño de esta institución respondía a dos criterios fundamentales. En primer lugar, la cabeza de la institución debía ser susceptible de un control suficiente por parte de la Monarquía, pues el nuevo modelo de Inquisición debía responder fielmente a los propósitos de la política del Rey.
En segundo lugar, tenía que posibilitarse que los órganos directivos tuviesen un control sobre las instancias inferiores, esto es, sobre los Tribunales de distrito y sobre todos los ministros de cada uno de estos tribunales. De esta manera, la estrategia confeccionada por la dirección tenía que trasladarse hasta los tribunales y sus ministros de una forma rápida. Era necesario asegurar, pues, la eficacia del procedimiento.

El Inquisidor General

La clave del nuevo modelo de Inquisición residía lógicamente en el nombramiento del Inquisidor General. El primer y fundamental caballo de batalla cuando se creó el Santo Oficio fue quién sería el encargado de nombrar al Inquisidor General. Los Reyes Católicos quisieron instituir que fuesen los Reyes quienes eligiesen al Inquisidor General, y el Papa tuvo que contentarse con sancionar únicamente la elección efectuada. Su Santidad, con esta sanción, investía de la autoridad necesaria al Inquisidor General, dotándole de jurisdicción eclesiástica para que pudiera intervenir en cualquier materia de fe. Además la autoridad del Inquisidor General era inapelable.

El Monarca designó siempre ministros de su confianza para ocupar este puesto, que hicieran que la lucha contra la herejía se ajustase a las estrategias políticas emprendidas por la Monarquía. Hubo casos, muy pocos, en los que el Rey apartó del cargo al Inquisidor General cuando éste se desvió de la línea propuesta.

El Inquisidor General promulgaba las Instituciones Generales. Éstas eran un cuerpo de disposiciones institucionales que regulaban de manera muy precisa el modo de procesar a los reos acusados de herejía así como el procedimiento administrativo que debía regir la institución. Eran normas de rango superior y formaban un corpus jurídico-institucional fundamental y de obligado cumplimiento. Las instrucciones Generales, además, contaban con la ratificación del Papa y con la sanción de la Monarquía.

Consejo de la Santa y General Inquisición

Desde los primeros días de la creación de la institución inquisitorial existió un cuerpo colegiado intermedio que se creó para apoyar la tarea del Inquisidor General. Este organismo, el Consejo de la Santa y General Inquisición, conocido habitualmente como "La Suprema", comenzó a funcionar a mediados de la década de 1480.

Su labor fue de vital importancia, servía de foro donde se representaban los intereses particulares de la Monarquía. Estaba formado por un número variable de consejeros que osciló en torno a la media docena, por un fiscal, varios secretarios y otros oficiales de inferior categoría. La Corona, desde el principio, quiso que este organismo tuviera rango de Consejo -Sínodo Colegiado- y tomase parte en la administración de la Monarquía.

Los consejeros de la Suprema fueron elegidos entre los ministros del Rey que tuviesen una formación completa como teólogos y juristas. El nombramiento de Consejero, por un lado, solía ser la culminación de una larga carrera dentro de la propia institución inquisitorial, o por otro lado, la llegada desde otros Consejos de la administración.

Realmente era el Consejo de la Suprema quien controlaba y vigilaba las actividades de los diferentes tribunales desplegados en los territorios de la Monarquía. Formalmente el Consejo supervisaba las tareas procesales llevadas a cabo por los inquisidores de los tribunales de distrito. También vigilaba para que en cada uno de ellos se efectuase una buena administración de los bienes que se confiscaban a los reos. Y, por último, controlaba la aplicación que se hacía del fuero inquisitorial, aquel que cubría, en la esfera de lo civil y criminal, a los ministros y oficiales de la Inquisición, sujetos todos a la propia jurisdicción de la institución.

Además el Consejo tenía un papel fundamental en la composición de los tribunales de los distritos. La Suprema designaba a los inquisidores de distrito, proponiendo a la Corona quiénes debían ser estos. El Inquisidor General, como delegado del Papa, les nombraba y les otorgaba la jurisdicción eclesiástica necesaria e imprescindible para que pudiesen juzgar materias de fe y el Rey sancionaba la elección.

Inquisidores de los tribunales

Los inquisidores residentes en los Tribunales de distrito, normalmente tres, eran quienes realizaban toda la tarea a la hora de procesar y juzgar. El Inquisidor, como juez y en uso de la autoridad delegada por el Papa, fue quien se tuvo que enfrentar con el reo y con la herejía.

El perfil de los inquisidores fue uniformándose ya desde el principio. Serían ministros del Monarca y actuarían a su servicio. Por ello se eligió siempre a juristas, condición básica, formados en los primeros Colegios Mayores del Reino, donde se licenciaron o doctoraron en derecho civil o derecho canónico. Los inquisidores eran a su vez hombres de Iglesia, frailes de alguna orden religiosa en los primeros años, aunque después se escogieron preferentemente entre clérigos seculares vinculados a los obispados y cabildos.

Los inquisidores formaron parte de las elites locales. Procedentes de familias de elevado status social, en su oficio alcanzaban un extraordinario prestigio dentro de la administración y en la propia ciudad donde se ubicaba su tribunal correspondiente. Además, su posición sirvió algunas veces de trampolín desde donde saltar a los niveles superiores de la administración regia -a los Consejos- o de la propia Iglesia. Los aciertos en sus carreras, la influencia de la familia a la que pertenecían o de la clientela en la que estuviesen incluidos determinarían dónde finalizaba la carrera de estos ministros.

La tarea de los inquisidores fue siempre aplicar la ley: la ley del Rey, la ley eclesiástica y la ley de la propia institución inquisitorial. La Inquisición era un Tribunal y en él los inquisidores juzgaban, en principio, causas de fe. Pero también se vieron obligados a tomar parte en pleitos de diferente naturaleza: defendiendo los intereses económicos de la propia institución cuando éstos se veían lesionados; defendiendo la jurisdicción del Tribunal cuando se producían injerencias por parte de otros poderes; defendiendo a los oficiales y ministros de la Inquisición frente a otras justicias ordinarias o frente a individuos particulares.

Otros ministros y oficiales de la Inquisición

Inquisidor General, Consejo e Inquisidores de los tribunales eran los tres pivotes sobre los que se asentaba la institución. Pero tras ellos había todo un ejército de ministros y oficiales de menor categoría.

Los fiscales eran una pieza clave en el ordenamiento jurídico-penal del Tribunal. Otro hombre de leyes, experto en derecho y fundamental en el desarrollo de las actividades procesales. Junto a ellos, los jueces de bienes confiscados, tan importantes para el buen funcionamiento de la hacienda de la Inquisición. Ambos ministros podían equipararse, en rango y prestigio, a sus colegas, los inquisidores de distrito.

Los secretarios o notarios, como verdaderos expertos en el procedimiento seguido por los tribunales, se encargaban del grueso de la tarea administrativa. Redactaban los procesos y demás documentación producida por la institución y la daban validez.

Los alguaciles se encargaban de las tareas ejecutivas de los tribunales, detenían y encarcelaban a los sospechosos de herejía satisfaciendo las órdenes de los inquisidores. El nuncio se encargaba de proceder a las citaciones que los inquisidores solicitaban. Un portero hacía las labores de conserjería en el edificio que ocupaba el tribunal. Los alcaides cuidaban de los presos, y se aseguraban del efectivo aislamiento de los reos, necesario para el éxito del procedimiento inquisitorial.

En todos los tribunales de distrito había también médicos, barberos y cirujanos. Y por último, un receptor, encargado de la contabilidad corriente de gastos e ingresos efectuados por el tribunal.

Todos estos oficiales se beneficiaban de un salario, no muy alto, y de la protección del fuero inquisitorial, verdadero premio a sus trabajos. Sólo podían ser juzgados por los propios inquisidores cuando incurrían en algún delito civil o criminal. Esto, junto al prestigio que otorgaba formar parte de tan distinguida institución, era lo que hizo que muchos hombres de la ciudad quisieran disfrutar de un trabajo en el Santo Oficio.

Familiares y comisarios

Así mismo, la Inquisición creó una densa red de colaboradores allí donde se asentó. Una red de familiares y comisarios reclutados entre la población local, pertenecientes a los grupos intermedios de la sociedad. Gracias a ellos la Inquisición pudo estar presente en el conjunto social. Eran el rostro de la Inquisición, y también sus ojos y oídos.

Los familiares fueron colaboradores laicos, y los comisarios colaboradores eclesiásticos, curas la mayoría de las veces. Su trabajo era voluntario y no recibían más retribución que el prestigio, y ocasionalmente el apoyo, del Tribunal. Y esto no era poco.

Comisarios y familiares se encargaban de recoger información valiosa entre sus vecinos, en sus espacios sociales, que era de extraordinaria importancia para la vida del Tribunal. Recogían información sobre posibles manifestaciones heréticas, pero también, y esto era aún de mayor utilidad, informaban a los inquisidores sobre la realidad social en la que se desplegaba la Inquisición. Este hecho fue fundamental para el desarrollo de sus estrategias. La función de los familiares y comisarios fue inestimable para el Tribunal: para llevar a cabo las actividades represoras y para poder acomodarse en los lugares a donde llegaba y asegurar su presencia.

Una milicia de colaboradores tan valiosa contó con el respaldo incondicional de los inquisidores, lo que ocasionó recelos entre otros poderes y grupos de las ciudades y villas donde vivían y actuaban.

Pero la misión principal de estos familiares y comisarios fue trasladar la imagen del Santo Tribunal allí donde estaban. Esta función se hizo aún más visible cuando comenzaron a organizarse, desde el siglo XVI, en cofradías, las de San Pedro Mártir. Reunidos en estas congregaciones de hermanos desarrollaron una amplia y calculada gama de actividades de carácter público, lo que les llevó a constituirse en la mejor organización propagandista de la Inquisición. Acompañaban al Tribunal en todos los actos públicos en los que aparecía (Autos de Fe, Edictos, Promulgación de Indices, Fiestas patronales, etc.), desplegando sus estandartes, cruces y símbolos. Pero además realizaban sus propias actividades, y siempre, difundiendo los discursos y mensajes de la Inquisición.



La geografía inquisitorial

El despliegue de la institución inquisitorial se desarrolló rápidamente desde su fundación tratando de cubrir todos los territorios de la Monarquía. Tras una primera eclosión de tribunales de distrito, allá en las primeras décadas de existencia de la institución, después, durante el siglo XVI, se llevó a cabo una reorganización e intensificación de la presencia de la Inquisición en los diferentes espacios geográficos.

La Inquisición se fundó, cómo se ha dicho, en 1478. Dos años después empezó a funcionar el primer Tribunal, en Sevilla con la llegada a la ciudad de Miguel de Morrillo y Juan de San Martín, los primeros inquisidores. De forma inmediata, la Inquisición se expandió: en 1482 se creó el tribunal de Córdoba, en 1483 el de Jaén y Ciudad Real. En 1485, el de Toledo, Llerena y Medina del Campo. Al año siguiente, en 1486, Segovia. Dos años después se crearían los tribunales de Salamanca, Murcia, Alcaraz y Valladolid. Tras éstos, en las ciudades de Burgos, Cuenca, Osma, Ávila, Sigüenza y en otras más verán también cómo se asienta un Tribunal de la Fe.

Se produjo un crecimiento de la Institución inquisitorial en la Corona de Castilla, donde apenas hubo resistencias y donde los inquisidores comenzaron a actuar de manera intensa. En poco tiempo, a la par que perseguían la herejía judaica, fueron estructurando básicamente sus tribunales, dotándoles de notarios, fiscales, receptores, alguaciles, etc.

Más difícil fue el despliegue de la Inquisición en la Corona de Aragón. Aquí, las resistencias fueron mayores y en algunos momentos de violencia. Decían los aragoneses que ellos ya tenían su tradicional Inquisición, la medieval, y con tal argumento se opusieron a los deseos fundacionales del rey Fernando el Católico. Sin embargo, su presión sobre el Papa consiguió que Fray Tomás de Torquemada fuese nombrado como primer Inquisidor de Aragón. Tras él comenzaron a organizarse, para asombro de los naturales, los tribunales de Barcelona, Valencia y Zaragoza. En breve tiempo ya estaban procesando.

A lo largo del siglo XVI se reorganizó y amplió la Inquisición. Un solo Inquisidor General para las dos Coronas. Y la distribución de los tribunales de distrito quedó así:

Corona de Castilla
Tribunal de Toledo, Valladolid, Sevilla, Granada, Córdoba, Murcia, Cuenca, Llerena, Logroño, Santiago, Canarias, Cartagena de Indias, Lima y México.

Corona de Aragón
Tribunal de Zaragoza, Barcelona, Valencia, Mallorca, Sicilia y Cerdeña.


Fuente de información: Trabajo realizado por mi
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MensajePublicado: Jue Abr 03, 2008 3:24 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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El Proceso del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición

ETAPA PREVIA

Una de las características propias del procedimiento inquisitorial era que, antes de iniciar sus actuaciones procesales, los inquisidores debían pronunciar el sermón de la fe. Después de este comenzaba un período de gracia en el que se permitía a los herejes confesar voluntariamente sus culpas sin más sanción que una simple penitencia. La lectura del sermón se llevaba a cabo en día domingo, con la asistencia de los párrocos y de representantes de las órdenes religiosas establecidas en el lugar. Dicho sermón se dedicaba íntegramente a resaltar la fe católica, exhortando a los concurrentes a ayudar en su defensa. Seguidamente, se procedía a dar lectura al edicto de gracia, el cual fue denominado, a partir del siglo XVI, edicto de la fe. En ellos se explicaba las formas de reconocer las herejías para que el común de la gente las pudiera diferenciar y, en caso de tener conocimiento de que se hubiesen cometido hechos similares, los denunciasen. Toda persona que tuviera conocimiento de un acto de herejía estaba obligada a denunciarlo aunque los protagonistas hubiesen sido sus padres, cónyuges, hermanos o hijos. El móvil principal que originaba la mayoría de las acusaciones era que el silencio, en estos casos, era entendido como indicio de complicidad. Por otro lado, según las instrucciones de Torquemada, el falso denunciante debía ser sancionado con sumo rigor.

Los edictos de la fe incluían una síntesis minuciosa de los ritos y costumbres de los judaizantes, musulmanes, luteranos, alumbrados, solicitantes en confesión, bígamos, adivinos, supersticiosos, poseedores de libros prohibidos, etc. La Inquisición también utilizaba edictos cuando se establecía un nuevo tribunal o si algún hecho especial lo requería. Estos concedían un plazo determinado de tiempo, generalmente de 30 a 40 días, durante los cuales los herejes se podían presentar a confesar sus culpas haciéndose acreedores únicamente a sanciones leves. Los edictos no tuvieron una aparición repentina sino más bien correspondían a la conjugación del perdón y la penitencia, dentro de la tradicional benignidad de la Iglesia. Uno de los beneficios más importantes, obtenidos por los que habían sido reconciliados en el período de gracia, era el mantener la propiedad de sus bienes; y, desde el punto de vista material, sólo perdían sus esclavos los cuales, por el hecho mismo de la reconciliación, quedaban liberados.

Las reconciliaciones eran públicas, ante los inquisidores, el notario y dos o tres testigos; además de lo cual se registraban por escrito. En ellas se sometía a los penitentes a un "juramento en forma de derecho", el mismo que servía para avalar las confesiones ya realizadas así como para reforzar la veracidad de las respuestas dadas a los interrogantes planteados por los inquisidores. Si el procesado no se había presentado dentro del período de gracia sino después de su vencimiento, pero tal demora se había debido a un impedimento de fuerza mayor, los inquisidores actuaban benévolamente. Lo esencial del acto era que tanto la declaración realizada como el arrepentimiento manifestados fuesen verdaderos. De no ser así, previa demostración de comisión de perjurio, los inquisidores procedían en su contra con rigor.

Entre los principales medios con que contaba el Tribunal para perseguir a los herejes, además de los mencionados edictos, cabe añadir lo siguiente: la visita, el espionaje y los propios reos. Las visitas eran efectuadas por los inquisidores; de ser posible, una vez al año en cada poblado. En realidad, se tornaban más esporádicas, entre otras razones, porque los gastos corrían por cuenta de sus propios peculios hasta que, durante la gestión del Inquisidor General Quiroga, esta situación se modificó. En las visitas, los inquisidores publicaban el edicto de la fe que, además, era leído todos los años desde el púlpito con ocasión de las fiestas pascuales. Este acto era suficiente para que el Santo Oficio reuniese datos que le permitieran comenzar a actuar ya que, si alguien que tenía conocimiento de una herejía no la denunciaba quedaba sujeto a la pena de excomunión mayor. Ello originaba que las personas piadosas confesasen aquello que entendían relacionado con la materia.

"Entre 1550 y 1560, Jean Pierre Dedieu calcula que un inquisidor pasa por lo menos la tercera parte de su tiempo de «ejercicio inquisitorial» en visita, y las cuatro quintas partes de las sentencias se pronuncian durante la visita. Esta aparece, pues, como la pieza maestra del funcionamiento de la Inquisición durante los dos primeros tercios del siglo XVI.
El inquisidor está presente en todas partes; se le ve actuar, utiliza sus poderes; la Inquisición se convierte en una realidad concreta a ojos de la gente. Es tanto más impresionante cuanto que no vacila en atacar a los notables. De 1525 a 1560 el tribunal de Toledo se dedica a una caza sistemática de inhábiles convocados durante las visitas. De este modo la visita demuestra ser el mejor instrumento de propaganda del Santo Oficio: en parte, como el auto de fe, está rodeada de una solemnidad y de una pompa destinadas a impresionar a la muchedumbre que ve a todos los notables plegarse a las órdenes del inquisidor.
Sin embargo, hacia 1560 asistimos a un nuevo cambio. Las instrucciones del Inquisidor General Valdés en 1561 arrebatan toda autonomía al inquisidor de visita: sólo puede juzgar los casos leves. El proceso sustituye a la acción inmediata y ejemplar que consiste en juzgar en el lugar
".
(Peyre, Dominique, La Inquisición o la política de la presencia)

En las visitas se recogían las testificaciones que, una vez analizadas, eran derivadas a los correspondientes tribunales. Durante el transcurso de aquellas sólo se procesaban los delitos menores. Las personas acusadas no eran detenidas, salvo en los casos de delitos graves y si resultaba presumible su fuga. Generalmente se iniciaban a fines de enero o comienzos de febrero y se prolongaban hasta marzo, coincidiendo con la cuaresma: época de arrepentimiento, confesión de culpas, penitencia, recogimiento y reflexión; sin duda, días propicios para hacer inquisición. Para hacer frente a los egresos que demandaba las visitas, Quiroga dispuso que se otorgase una bonificación especial a los inquisidores de distrito y a sus acompañantes, compensación que sólo se hacía efectiva si aquella era realizada.

Debemos agregar que las visitas servían también para vigilar la conducta de los herejes ya sancionados y reconciliados, velando por el estricto cumplimiento de las penas impuestas por el Tribunal. Para ello se solicitaba su opinión al familiar y al párroco del lugar, buscando obtener información veraz que permitiese objetividad en la evaluación. Concluida la visita se redactaba un informe sobre la misma, el cual era remitido al Consejo. Cuando la población se hallaba dispersa en poblados demasiado pequeños y numerosos, imposibilitando la presencia del inquisidor en cada uno de ellos, este se instalaba en la ciudad más importante y desde allí dirigía los edictos a los pueblos de la zona a través de los sacerdotes, quienes realizaban su lectura el primer día de fiesta de guardar y luego los publicaban en las iglesias.

Las visitas de navíos eran dirigidas por el comisario, quien concurría acompañado por el notario, un familiar y algunos soldados. Primero tomaban juramento al maestre de la nave acerca de su lugar de nacimiento, residencia y profesión de fe. Después revisaban tanto la embarcación y mercaderías como a la tripulación. Si todo era conforme se procedía a la descarga del caso. Antes de que la nave regresara a su país de origen o se dirigiera al siguiente puerto era controlada para evitar el egreso ilegal de moneda. Estas visitas fueron normadas, según acuerdo de la Suprema con el Consejo Real, en 1579. El Santo Oficio era la primera institución en realizar las inspecciones a los buques, aunque cabe destacar que el Consejo de Guerra tenía igual prioridad por razones de estado. Todas las naves eran inspeccionadas cuidadosamente, fuesen nacionales o extranjeras. La Inquisición hacía uso del espionaje empleando a los familiares para investigar situaciones poco claras o sospechosas así como a personajes sobre los que hubiese dudas de su actuar. Su sistema era semejante al de la policía de investigaciones de nuestro tiempo. Otra fuente de información eran los propios presos a los cuales se les solía pedir que denunciaran a sus cómplices. En caso de que estos se negaran se les podía aplicar, en situaciones extremas, el tormento denominado in caput alienum. El Tribunal evitaba proceder con precipitación al recibir una acusación por el lógico temor a errar en sus apreciaciones. Por ello no solía actuar sobre la base de meros indicios sino después de haber recibido varias denuncias y reunido pruebas. Las pesquisas preliminares se realizaban en total reserva para evitar dañar el prestigio del sospechoso. La prisión preventiva era dispuesta por los inquisidores, a pedido del fiscal, para los casos que implicasen la comisión de delitos graves y sólo cuando el hecho fuese comprobado por las declaraciones de al menos cinco testigos. El Tribunal en materia de supersticiones debía comportarse con sumo cuidado, no debiendo entrometerse en juzgarlas si no exhibían indicios manifiestos de herejía. Las instrucciones de 1500 establecían la distinción entre blasfemia herética y blasfemia hija de la ira y del mal humor, la que nada tenía que ver con la herejía propiamente dicha. En este último caso no debía intervenir el Santo Oficio.
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MensajePublicado: Vie Abr 04, 2008 11:39 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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ETAPA INDICIARIA

A) Primeros indicios

Concluido el período de gracia los inquisidores procedían a iniciar las actuaciones procesales contra los presuntos herejes. El proceso podía presentar dos formas: por denuncia o por encuesta. La primera se daba cuando los inquisidores actuaban sobre la base de la declaración hecha por alguna persona contra un sospechoso. Esta se realizaba, bajo juramento y en presencia de dos testigos, ante el notario del Tribunal. Luego de finalizada, se pedía al testigo que jurase guardar secreto de lo tratado. Producida la acusación se procedía a completar la prueba de testigos. Ante todo, preguntaban al propio denunciante si existían otras personas que conociesen e los mismos hechos; si la respuesta era positiva se les citaba para interrogarlos, en forma general, acerca de si tenían algo que declarar en lo tocante a la fe. Como en numerosas oportunidades estos no sabían qué responder, se comenzaba a precisar los hechos para facilitar sus respuestas. Para la realización de los procesos e necesitaban tres testificaciones claras y creíbles pero, en la mayor parte de los casos, los inquisidores esperaban a tener varias más, habiéndose dado juicios en que testificaron más de 150 personas. Esto se mantuvo hasta los últimos días del tribunal, lo que motivó que sus detractores lo acusasen de negligencia -como lo hizo el diputado Villanueva en las Cortes de Cádiz- por no parecerles que fuese lo suficientemente riguroso.

La segunda forma se daba cuando, sin existir denuncia, había un rumor fundamentado en alguna localidad sobre actos contrarios a la fe, habiendo sido esto confirmado por personas honradas y entendidas en la materia. De ser así, un notario redactaba un documento en presencia de dos testigos.

El Tribunal no actuaba por denuncias anónimas, a las cuales otorgaba poca o ninguna importancia, sin considerarlas mayormente. Intentaba evitar ser influido por odios o enconos personales como lo demuestra el hecho de que, en pocas oportunidades, los reos pudieron probar la animadversión de sus acusadores quienes, frecuentemente, eran sus amigos más íntimos, cuando no, los propios cómplices de sus extravíos.

Las pruebas, antes de ordenarse la detención, se entregaban a los calificadores, quienes solían ser teólogos o expertos en Derecho Civil o Canónico. Estos actuaban como censores para determinar si los cargos constituían alguna forma de herejía. En este último caso, el fiscal redactaba una orden de arresto y el acusado era inmediatamente detenido. Se consideraba indispensable la existencia de indicios claros para culpar a alguien de hereje. No bastaba, por ejemplo, que un judeoconverso estuviera circuncidado, era necesario que constara claramente que lo había hecho después de haberse convertido al cristianismo; aun en este caso tenía que constar que lo había hecho por motivos religiosos.

La Inquisición sólo detenía sospechosos cuando los indicios resultantes de las investigaciones parecían concluyentes. Si se hallaba que las pruebas resultaban falsas se les ponía inmediatamente en libertad. Los juicios se iniciaban a petición escrita del fiscal a los inquisidores, señalando a una determinada persona como infamada y testificada del delito de herejía. El documento en referencia concluía solicitando un mandamiento para que el alguacil procediese a detener al presunto hereje.

B) Confirmación de sospechas

Los indicios reunidos en la etapa informativa no se consideraban prueba suficiente para iniciar un proceso si no eran antes confirmados fehacientemente. Para ello se realizaban las investigaciones pertinentes, se reunían las declaraciones de los testigos así como las demás pruebas a que hubiera lugar. Después del examen minucioso de los testimonios reunidos por el fiscal los inquisidores decidían si se archivaba la investigación o si había lugar a proceso. En este último caso, se dictaba la citación o el mandamiento de detención contra los presuntos herejes.

Desde mediados del siglo XVI, los inquisidores de distrito enviaban las informaciones reunidas a la Suprema antes de disponer la citación o detención del sospechoso y, por ende, del inicio del proceso en sí, para que esta dispusiese lo conveniente.
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MensajePublicado: Sab Abr 05, 2008 9:31 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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MEDIDAS CAUTELARES

A) Citación o detención

El juicio en sí se iniciaba con la citación o detención del presunto hereje. Cuando ocurría lo primero la citación se realizaba por vía notarial. Ello tenía por finalidad la concurrencia del interesado ante los jueces inquisidores, sin necesidad de ser detenido, con el objeto de despejar las dudas existentes en torno a su conducta. En el segundo caso, los inquisidores otorgaban al alguacil del Tribunal un mandamiento judicial ordenando la detención del sospechoso. Dicho funcionario, en aplicación estricta de tal disposición, lo entregaba al carcelero. Este último los encerraba en celdas donde permanecían incomunicados.

B) Secuestro de bienes

El secuestro de bienes se realizaba paralelamente a la detención, debido a que las propiedades de los herejes podían pasar a la corona. Antes de proceder al mismo, se efectuaba un detallado inventario de todas las propiedades muebles e inmuebles del presunto hereje. El encargado de realizarlo era el receptor quien concurría acompañado del alguacil y los respectivos escribanos. El receptor administraba tales bienes y, en su caso, disponía la enajenación de los mismos. Como terceras personas podían aducir o tener derechos sobre los bienes en mención, en el momento de producirse el secuestro el receptor debía pregonar para que todos los pretendientes, en el plazo de un mes, presentasen sus respectivos reclamos.
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MensajePublicado: Dom Abr 06, 2008 11:29 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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APERTURA DEL PROCESO

A) Interrogatorio inicial

Debía ser llevado a cabo por el inquisidor o su sustituto, en presencia de dos religiosos y de un notario. Para ello, el reo era citado dentro de los ocho días siguientes a su encarcelamiento. Estando este presente, el alcaide lo llevaba ante los inquisidores quienes, al tomarle el juramento de estilo, le solicitaban que respondiese con la verdad. El notario se encargaba de levantar el acta de las declaraciones efectuadas.

A partir de las instrucciones de Torquemada se insiste en la realización del interrogatorio inicial al reo, antes de la lectura de la acusación en su contra, para facilitar su confesión. Esto ocasionó que muchos herejes confesasen de motu proprio, permitiendo con ello el cierre del proceso sin haberse abierto las etapas acusatoria y probatoria. Cuando el reo no confesaba voluntariamente los inquisidores lo interrogaban con carácter preliminar antes de comunicarle la causa de su detención. Los inquisidores optaron por amonestar a los detenidos para que confesasen -antes de realizar cualquier otro acto procesal- hasta en tres oportunidades distintas. Sólo si al cabo de la tercera el reo persistía en su negativa a declarar se iniciaba el trámite acusatorio.

Los interrogatorios empezaban con la pregunta referente a la identidad del procesado, la que este debía contestar señalando sus ancestros posibles de recordar. Su posible ascendencia judía o islámica lo hacía más sospechoso por tratarse probablemente de falsos conversos. También inquirían si había estado en otros países -particularmente protestantes- o tenido algún vínculo con herejes. Si el reo era extranjero o procedía de alguna ciudad herética se convertía en muy sospechoso de herejía. Luego examinaban su forma de vida e instrucción religiosa, su conocimiento de las principales oraciones católicas tales como El Padre Nuestro, el Ave María, El Credo, el rezo del Santo Rosario, etc. No conocerlas debidamente aumentaba las sospechas en su contra.

Seguidamente, se le preguntaba si conocía los motivos de su detención. Si la respuesta era negativa se le indicaba la existencia de indicios según los cuales habría llevado una conducta contraria a la fe católica. Tras ello lo interrogaban para que respondiese acerca de lo hecho o dicho contra la Iglesia y la religión, a cambio de lo cual le ofrecían proceder misericordiosamente con él. Se le advertía que sólo declarase la verdad pues, en caso contrario, sería sancionado con rigor.

El primer examen se realizaba dando un trato benigno al procesado, dejándole entender que conocían los hechos, instándole a confesión para que no perdiese su honor, recobrase su libertad y volviese al lado de su familia. Si no se obtenía la confesión y los testimonios en su contra eran insuficientes, aunque existiesen indicios razonables de culpabilidad, los inquisidores podían usar algunos ardides - como fingir que conocían detalladamente los hechos- para terminar insistiendo en apremiar la confesión. Otra forma de conseguir su objetivo era interesarse por el detenido y por el trato que había recibido en el Santo Oficio. Agotados los anteriores recursos podían utilizar a un amigo o conocido del reo -inclusive a alguien que habiendo sido hereje hubiese abjurado sus errores- autorizándole a visitarlo para que hablase con él buscando su confesión y arrepentimiento.

Fueron raros los casos en que los procesados confesaron rápidamente los hechos o actos de que se les acusaba y de los que había testimonios en su contra. Generalmente se presentaban como buenos cristianos, tratando de hacer coincidir sus proposiciones con las de la Iglesia. Gradualmente iban haciendo confesiones presentando sus excusas por no haberlas realizado desde el inicio. Ante ello, los inquisidores actuaban con astucia para lograr la confesión completa del reo, la que era indispensable para brindarle el perdón.

En algunas oportunidades los acusados se reconocían como responsables de actos contra la fe católica en cuyo caso, unos días después, los inquisidores les solicitaban ratificarse en sus declaraciones. Generalmente los detenidos sólo se acusaban de hechos de escasa o ninguna gravedad por lo cual los inquisidores les requerían, en moniciones sucesivas, nuevas confesiones. Si el reo se mantenía en su negativa se iniciaba la etapa acusatoria.

Por lo que respecta a los reos que sí confesaban plenamente, sus procesos se abreviaban en forma notoria. El fiscal procedía a verificar la confesión, luego de lo cual presentaba sus conclusiones. A su vez, los consultores podían revisar lo actuado, después de lo cual los inquisidores dictaban sentencia. Debido a la actitud de arrepentimiento mostrada por el encausado esta solía ser benigna. Esta primera serie de audiencias concluía en la llamada primera monición, en la cual se suplicaba al acusado a que por amor a Dios examinase su conciencia y declarase si tenía que añadir algo a su confesión. Luego seguían, en las siguientes audiencias, otras dos o tres moniciones y, después de la última, se le comunicaba que el fiscal tenía una denuncia en su contra.

B) Fase acusatoria

a) Lectura del acta acusatoria

La siguiente fase se iniciaba con la lectura de la acusación a la cual debía responder el procesado detalladamente. Comenzaba con la declaración formal del fiscal quien acusaba al inculpado de que, siendo católico, había abandonado a la Iglesia convirtiéndose en hereje. Después, se especificaban los diversos puntos de la acusación para lo cual se precisaban, por escrito y en forma minuciosa, los cargos que el fiscal había acumulado contra el sospechoso. Se omitían los nombres de los testigos y aquellas circunstancias que pudiesen identificarlos. Esta forma de proceder buscaba evitar que, por temor a represalias, los testigos se viesen impedidos de acusar a los herejes, lo que constituye un antecedente de las normas de protección de testigos en el derecho contemporáneo. La razón de esta reserva se basaba en la necesidad que tenían de dar al testigo garantías contra las probables represalias de los acusados, constituía un defecto desde la óptica de los acusados ya que dificultaba al reo ejercer una defensa plena y lo dejaba a merced de posibles enconos y rivalidades personales. No está demás añadir que este proceder no fue inventado por la Inquisición pues, desde tiempos anteriores, era admitido en el derecho civil para aquellos casos en que existiesen las mismas razones de seguridad o la imposibilidad de la prueba, si es que no se procedía con sigilo.

Seguidamente, continuaba otra parte más genérica que tenía por objeto incluir en el proceso aquello que se descubriese como producto de la labor inquisitorial, evitando así las formalidades de una nueva acusación que podría retardar más el caso. Se añadía la petición del fiscal de que se le aplicasen las penas más graves, incluyendo la relajación y confiscación de bienes para así, en cuanto se descubriesen nuevos cargos, se hiciese innecesario otro proceso. Algunos autores creen ver en esto la intención de amedrentar al reo, forzándole a una confesión total y completa de sus faltas y errores. Lo cierto es que no pasaba de ser una mera amenaza ya que la sentencia se daba según las pruebas reunidas y no constituía más que una formalidad. A través de la lectura del acta acusatoria los inquisidores podían proceder contra el presunto hereje con todas las consecuencias jurídicas que se derivaban de las pruebas reunidas. Sin embargo, los inquisidores seguían intentando obtener la confesión del reo, para lo cual lo inquirían al concluir la lectura en mención.

A continuación, se tomaba al procesado el juramento de derecho, el juramento de declarar con veracidad ante las preguntas del fiscal, luego de lo cual se daba inicio al interrogatorio. Para ello se le repetían por partes las acusaciones, dejándole responder debidamente. Pasado el tiempo reglamentario se interrumpía la audiencia repitiéndose las preguntas tantas veces como fuera necesario hasta que culminase el interrogatorio. Las respuestas eran anotadas inmediatamente en forma detallada. El acta de acusación era entregada al reo para que la llevara a su celda y pudiese leerla con detenimiento, a fin de que indicase si tenía algo que añadir u observar.

b) Designación del abogado defensor

Las personas conducidas ante la Inquisición tenían a su disposición un conjunto de medios para su defensa. Los tratadistas de la época consideraban propio del derecho natural conceder a los procesados posibilidades reales de poder ejercerla. Con tal fin, se les permitía contar con la ayuda de un abogado, así como realizar la presentación de testigos de abono y efectuar la tacha de los testigos de cargo. La intervención del abogado se daba a partir de la negación realizada por el procesado de los cargos que se le imputaban. En tal sentido, solicitaba que el Tribunal le asignase un abogado y un procurador que le ayudasen a ejercer su defensa, en los inicios de la Inquisición se otorgaba al acusado plena libertad para escoger a sus abogados defensores pero, después, el propio Tribunal fue el que los designó. A partir de mediados del siglo XVI los abogados de los presos eran considerados como funcionarios del Santo Oficio, dependiendo de y trabajando para los inquisidores. Después de nombrarlos, estos últimos esperaban unos días antes de ponerlos en contacto con el encausado, en espera de que tal tiempo le sirviese para recapacitar y confesar. Luego de algunos días se sacaba al reo de la prisión y, en presencia de su abogado y procurador, se repetía la lectura de la acusación así como el interrogatorio. Si persistía la negativa del reo en torno a los cargos que se le imputaban, el procurador recibía oficialmente el traslado del acta acusatoria. En ningún caso se negaba a los detenidos el derecho de nombrar a sus defensores. Inclusive, cuando los reos se negaban reiterada y expresamente a que se les nombrase un abogado defensor, los inquisidores procedían a nombrar uno de oficio.

c) Contestación de la acusación

Luego de producida la nueva lectura del acta acusatoria los inquisidores otorgaban un plazo, normalmente de nueve días, para que el presunto hereje contestase la acusación. La respuesta se realizaba por escrito y en ella el acusado solía negar los cargos en su contra; asimismo, solicitaba el sobreseimiento del proceso, su libertad personal y el levantamiento del secuestro de sus bienes. En algunas oportunidades el encausado admitía alguno de los cargos, mientras en otras los defensores subordinaba la respuesta al traslado de todos los elementos del proceso. Este primer escrito de defensa era más formal que real pues se limitaba a negar las imputaciones cuya falsedad debía demostrarse en la etapa probatoria siguiente. Después de la presentación del escrito de defensa, el fiscal podía considerar conveniente contestar el alegato planteado en él, antes de concluir y pedir el recibimiento del proceso a prueba; o -cuando la defensa había logrado desbaratar las acusaciones- presentar una réplica, la que a su vez facilitaba la presentación de una duplica por parte del reo. El fiscal también podía solicitar a los inquisidores que, en vista de haberse negado el sospechoso a admitir los cargos en su contra, se procediese a la apertura del período probatorio.

La publicación de testigos se iniciaba con la lectura del documento que contenía las acusaciones sin ningún tipo de explicación; seguidamente, se volvía a repetir pero por partes, dejando al reo el tiempo suficiente para responder a cada punto como lo estimase conveniente. Esta parte del proceso podía durar muchos días pues los testimonios solían ser numerosos y cada uno constaba de diversos elementos. Cuando el procesado concluía sus respuestas recibía una copia de las mismas para revisarlas minuciosamente junto con su abogado. Redactaba luego el segundo escrito de descargo el cual era el de mayor importancia por constituir la defensa propiamente dicha.
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MensajePublicado: Lun Abr 07, 2008 7:17 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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ETAPA PROBATORIA

La etapa probatoria se iniciaba con una sentencia interlocutoria de prueba por la cual los inquisidores declaraban finalizada la anterior etapa procesal y otorgaban a las partes un plazo, regularmente de nueve días, para presentar sus pruebas. Los principales medios empleados eran la prueba testifical y la confesión. La primera, incluía los testimonios de cargo y de abono; la segunda se podía producir en cualquiera de las etapas del juicio e, inclusive, antes de su apertura. Su consecuencia inmediata era dar fin al proceso, permitiendo pasar a la etapa decisoria.

A) La prueba de testigos

La presentación de pruebas la solía iniciar el fiscal con sus testigos de cargo, a los cuales previamente se les sometía a juramento para que declarasen solamente la verdad, pudiendo presentar los que fueran necesarios. Su testimonio era tomado de manera reservada e individualmente. Cada testigo era interrogado sobre los asuntos que estaban contenidos en el escrito acusatorio del fiscal. Los inquisidores hacían constar expresamente la conveniencia de mantener en secreto las identidades de los declarantes para prestarles las seguridades que los pusiesen a salvo de cualquier represalia. Sólo podían asistir al interrogatorio, además de los testigos, los inquisidores, el notario, el alguacil, el receptor u otros oficiales del Santo Oficio. Los testigos concluían su declaración afirmando la veracidad de lo manifestado, después de lo cual se les preguntaba si el acusador actuaba por odio o animadversión contra el supuesto hereje. Los interrogatorios se caracterizaban por su objetividad y para su realización, entre otras consideraciones, se tenía en cuenta lo siguiente:

- Era obligatorio que los testigos fuesen examinados en presencia de los inquisidores.

- Los testigos debían realizar la ratificación de sus declaraciones. En tal acto no podían estar presentes los oficiales que habían participado en el interrogatorio sino solamente los inquisidores y otros religiosos.

- Las declaraciones debían quedar asentadas debidamente en los libros y registros del Santo Oficio.

Al respecto, las instrucciones de Torquemada señalaban que las ratificaciones se exigiesen especialmente en los procesos en que la condena al reo se basaba únicamente en declaraciones de los testigos de cargo, sin haberse obtenido la confesión del acusado. Inicialmente se volvía a citar a todos los testigos con la intención de que se reafirmasen en sus declaraciones, lo que se hacía en presencia del inquisidor y de dos personas honestas. Sólo se tomaba en cuenta a los testigos que se ratificaban en la prueba definitiva.

El proceso sufría dilaciones tanto por la ratificación de testigos -que muchas veces vivían en zonas alejadas- como por las declaraciones de los reos, quienes solían enredar más aún el juicio. Los testigos que habían declarado falsamente contra el acusado, por alguna animadversión o interés personal, se convertían en merecedores de la misma sanción que hubiese recibido la víctima de su calumnia. En algunas oportunidades los fiscales se limitaban a presentar como prueba de sus acusaciones los testimonios extraídos de otros procesos inquisitoriales. En estos casos lo habitual era que se recogiese al menos un extracto individualizado de la declaración de cada testigo de cargo en un documento denominado "publicación". Excepcionalmente también podía suceder que en los expedientes sólo se colocasen los nombres de los testigos, la fecha de su declaración y el folio de registro inquisitorial en que estaba inscrito su testimonio.

Cuando concluía el interrogatorio de los testigos de cargo el fiscal declaraba ante los inquisidores que no presentaría más testimonios, por lo que consideraba conveniente que se hiciese publicación de los mismos. A partir de las reformas de Torquemada la publicación se refiere únicamente a las pruebas del fiscal, mientras la presentación de los descargos de la defensa se realizaba en la etapa posterior. Al producirse la publicación se agravaba la situación jurídica del sospechoso al considerarse que no colaboraba con la rápida solución del proceso. Aun así, este tenía las garantías necesarias para demostrar su inocencia si aportaba suficientes pruebas de la misma. En cambio, de demostrarse su culpabilidad, se haría merecedor de una sanción enérgica. Por ello, antes de realizarse la publicación de las pruebas, los inquisidores advertían al procesado de que aún podía confesar sus faltas con efectos atenuantes sobre la sentencia.

La publicación se verificaba, generalmente, a pedido del fiscal y previa aceptación expresa de la defensa, requisito sin el cual los inquisidores no accedían a ella. Una vez otorgada no se corría traslado inmediato de los testimonios de cargo a los defensores sino, más bien, se volvía a intentar la confesión voluntaria del acusado. Para ello se le sometía a un nuevo interrogatorio, el cual se realizaba basándose en los cargos incluidos en los testimonios reunidos en su contra. Si el procesado persistía en negar las acusaciones los inquisidores procedían formalmente a trasladar las pruebas reunidas por el fiscal a los abogados del reo para que preparasen su defensa. Cuando los testimonios eran numerosos, sólo se incluían extractos en el acta de publicación.

El acusado podía solicitar audiencia a los inquisidores durante el desarrollo del juicio cuantas veces lo considerase conveniente. La defensa debía basar su actuación en la prueba testifical reunida por el fiscal. A los procesados les resultaba difícil tachar a los testigos que los denunciaban debido a que sólo conocían el tenor de las denuncias en su contra, sin comunicárseles en ningún momento la identidad de los autores de las mismas. Esta se les ocultaba para proteger a los testigos contra las posibles represalias de los parientes y amigos del reo. A pesar de ello en numerosos procesos la defensa logró tachar los testimonios presentados contra el procesado, llegando a identificar plenamente a los autores de las acusaciones y a explicar el motivo de su animadversión. Contra la opinión común la mayor parte de las acusaciones no provenían de los enemigos personales del reo sino más bien de las personas más allegadas al mismo, sus propios compañeros de herejías, lo mismo si se trataba de judíos, protestantes, alumbrados, hechiceros, etc. Todo ello hacía muy difícil a los reos poder probar la enemistad de aquellos a los que siempre consideraron personas de su entera confianza.

La defensa, por su parte, en el plazo que los inquisidores le otorgaban para verificar la prueba -generalmente de nueve días- debía presentarles una relación de preguntas con carácter previo a la lista de testigos de abono. Dichos interrogantes debían planteárseles durante su interrogatorio. Recién después de la presentación de la lista de preguntas la defensa entregaba una relación de testigos de abono, los que debían de declarar a favor del acusado. En ella se especificaban las preguntas que debían realizarse a cada uno de estos, los cuales eran citados por los inquisidores. Presentes en la fecha indicada y previo juramento que los obligaba a contestar con la verdad a las preguntas que se les hiciesen, eran interrogados por separado. Adicionalmente, la defensa solía presentar un escrito refutatorio de los cargos formulados al supuesto hereje.

El interrogatorio de tachas se presentaba en la forma siguiente: primero, la defensa entregaba una lista de preguntas y luego una relación de las personas a interrogar; sólo eran entrevistados los testigos cuya identidad era descubierta por el acusado. En algunos casos, la tacha de testigos se realizaba antes de la presentación de los cargos por el fiscal. De resultar acertada la relación presentada por el procesado la validez de las declaraciones en su contra podía quedar anulada o disminuida. En este último caso, si eran insuficientes las pruebas para decidir su inocencia o culpabilidad, el reo podía ser sometido a un nuevo interrogatorio. En algunas ocasiones la defensa presentaba un segundo cuestionario para los testigos de cargo o para ser respondido por una nueva relación de testigos de abono. Sus respuestas también se registraban debidamente. Este instrumento probatorio solía ser de gran eficacia, pues la cantidad y calidad de los testigos de abono que presentaba la defensa era un argumento importante a su favor. A partir de las instrucciones de Torquemada la prueba de testigos perdió parcialmente su importancia en la definición de los procesos, por cuanto dichas normas implicaron una marcada tendencia a basar las sentencias en las confesiones de los reos y a valorar más las declaraciones de los testigos de abono.

El primer acto formal de la defensa era la presentación de un escrito en el que se contestaban en forma general las acusaciones realizadas por los testigos de cargo, sin tachar a ninguno de estos. Cuando el procesado no quería defenderse o aceptaba haber cometido los hechos de los que era acusado pero rechazaba su carácter delictivo, limitaba su respuesta a esta declaración de carácter formal. Del escrito en mención se corría traslado al fiscal, al cual los inquisidores otorgaban un plazo de tres días para que realizase las observaciones pertinentes. Tras la actuación probatoria de la defensa, tanto el fiscal como los defensores podían solicitar la ampliación de pruebas. Para ello el primero solicitaba una prueba de abono de sus testigos y los segundos un plazo para llevar a cabo las tachas correspondientes.

En los procesos posteriores a las reformas de Torquemada aparecieron algunas innovaciones relacionadas con la presentación de la prueba de testigos por la defensa. Una de ellas consistía en la presentación de una segunda prueba de abonos, por medio de la cual la defensa intentaba demostrar la veracidad de sus declaraciones anteriores. Otra modalidad probatoria fue la "prueba de indirectas", por la que se intentaba demostrar, por vía testifical, la falsedad de algunas de las afirmaciones incluidas en los testimonios reunidos por el fiscal. De lograrse tal demostración, se dejaba seriamente comprometida la credibilidad del testigo. La prueba de indirectas se utilizaba antes de las tachas y abonos o simultáneamente.

El procesado tenía a su disposición otros medios de defensa para probar la falsedad de las denuncias en su contra; entre ellos, la presentación de objeciones contra los jueces, procedimiento conocido como recusación. También podía alegar varias circunstancias atenuantes como embriaguez, locura, extrema juventud, etc. La etapa probatoria se cerraba con los escritos de conclusiones del fiscal y del abogado defensor, con excepción de los casos en que los acusados confesaban. Si se producía esto último los inquisidores fijaban un plazo para dictar sentencia. Si la defensa otorgaba pruebas en descargo de las acusaciones presentadas por el fiscal, los inquisidores daban a este la posibilidad de replicar. De presentar el fiscal el escrito de réplica los inquisidores concedían también un turno análogo a la defensa. Luego, declaraban concluida la etapa probatoria y el proceso visto para su sentencia.

B) La confesión. El empleo del tormento

Dentro de la concepción de la época, la Inquisición tenía una intencionalidad claramente benefactora al buscar obtener el arrepentimiento de los herejes y, por ende, la salvación de sus vidas, honras, patrimonios y, sobre todo, de sus almas. Para ello se esforzaba por obtener la confesión plena y total del acusado, prueba única e indispensable de que tal arrepentimiento existía. Con tal intencionalidad en casos extremos el Tribunal podía ordenar el empleo de la denominada cuestión de tormento. Al respecto, hay que tener presente que la tortura era un procedimiento común en los tribunales de la época y, en lo que respecta a la Inquisición, esta no inventó ningún instrumento nuevo, más bien empleó los de uso general. Al actuar de esta forma el Tribunal no hacía más que utilizar un método entonces aceptado universalmente. El Derecho Romano lo prescribía para investigar la veracidad del delito, sus posibles implicancias y los probables cómplices; de allí pasó a formar parte de la legislación de los estados europeos durante la Edad Media. En sus inicios la Inquisición medieval no había hecho uso del tormento hasta que fue autorizada por el Papa Inocencio IV, en el año 1252, por medio de la bula Ad extirpanda. La Inquisición española siguió la práctica que, reiteramos, era entonces habitual.

"La realidad en los tribunales seculares era muy distinta: por una parte se convirtió en uso habitual la costumbre de dar tormento a los reos inmediatamente después de su detención, cuando, interrogados, no confesaran la comisión del delito. Un contemporáneo de Simancas de formación teórica tan sólida y tan buen conocedor, por propia experiencia, de la práctica judicial castellana como Castillo de Bovadilla, no sólo justifica la tortura del reo en la fase sumaria, cuando ni siquiera tiene conocimiento de los cargos que se le imputan, sino que confiesa que él la ha practicado así sin haber sido reprendido por ello..."
(Levaggi, Abelardo, La Inquisición en Hispanoamérica.)

Así resulta que, contrariamente a lo que suele creerse -como Charles Lea y otros autores han demostrado- el Santo Oficio era más benigno en el empleo del tormento que la mayor parte de los tribunales de entonces. De hecho jamás era usado antes de la acusación fiscal pues el objetivo del Tribunal era obtener confesiones voluntarias que demostrasen el cabal arrepentimiento del sospechoso. Al respecto, Henry Kamen señala certeramente:

"Las prisiones secretas estaban destinadas sólo para la detención y no para el castigo, y los inquisidores tuvieron especial cuidado de evitar la crueldad, la brutalidad y el maltrato. El empleo de la tortura, por lo tanto, no fue considerado como un fin en sí mismo. Las instrucciones del año de 1561 no establecieron reglas para su uso pero insistieron en que su aplicación debería ser de acuerdo a la «conciencia y voluntad de los jueces nombrados, siguiendo la ley, la razón y la buena conciencia. Los inquisidores debían fijarse mucho de que la sentencia del tormento fuese justificada y precedida de legítimos indicios». En una época en que el uso de tormentos era común en los tribunales criminales europeos, la Inquisición española siguió una política de benignidad y de circunspección lo que la favorecía al compararla con otras instituciones. La tortura fue usada como último recurso y aplicada solamente en la minoría de casos. A menudo el acusado era colocado «in conspectu tormentorum», cuando la vista de los instrumentos de tortura podía provocar la confesión".

Resulta claro que la tortura no se utilizaba en todos los procesos ni tampoco en la mayoría de los mismos. Las investigaciones contemporáneas -manejando abundantes fuentes documentales- han calculado que, en España, fue empleada en aproximadamente un 5% de los casos; mientras que en las colonias indianas su utilización fue menos frecuente. En los juicios de la época de Torquemada casi no se utilizó. A partir del segundo tercio del siglo XVI se le aplicó con mayor frecuencia, mientras que en el siglo XVII su empleo disminuyó y de hecho en el siglo XVIII casi desapareció.

"Las historias espeluznantes de sadismo imaginadas por los enemigos de la Inquisición sólo han existido en la leyenda".
(Kamen, Henry, La Inquisición española)

Las instrucciones de Torquemada regularon detalladamente el uso del tormento como instrumento procesal. Estas señalaban que las sentencias, tanto absolutorias como condenatorias, debían basarse en la confesión del reo. Por tal motivo se aceptaba que si el procesado no confesaba de manera voluntaria, los inquisidores podían intentar obtener su declaración por la fuerza. Sin embargo, antes de emplear el tormento estaban obligados a presionar a los acusados para que confesasen voluntariamente mediante consecutivos interrogatorios. Solamente se podía aplicar la tortura a los reos que hubiesen sido debidamente testificados como para ser declarados culpables. El acusado era sometido a tormento sólo si los delitos que se le atribuían previamente estaban semiplenamente probados y siempre que los inquisidores y el ordinario del lugar estuviesen de acuerdo en la conveniencia de su empleo. Las instrucciones de Valdés establecieron que dicho procedimiento debía ser ordenado mediante la respectiva "sentencia de tormento" la cual, a su vez, era pronunciada en presencia de los inquisidores y el ordinario quienes, para evitar excesos de los verdugos, debían estar presentes durante su ejecución.

Cuando concluía la prueba de testigos y habiendo sido aprobada la aplicación de la tortura, se leía al reo la respectiva sentencia. Este tenía el derecho de apelar a la Suprema, a cuyo efecto le ayudaba su abogado. No obstante, en la práctica, tal recurso surtía efecto pocas veces, sea porque los tribunales provinciales no lo consideraban procedente o la Suprema solía ratificar lo actuado. Seguidamente se hacía efectiva la sentencia. Los encargados de aplicarla eran los verdugos del Tribunal pero, antes de su realización, el médico debía examinar al reo para dictaminar si podía soportar la prueba. No se hacían distingos de posición social, sexo o edad; el reo sólo podía ser eximido por su confesión o si su estado de salud no lo permitía.

Después de emitirse el auto de sometimiento a tortura el sospechoso era conducido a la cámara de tormentos. A ella, además del reo, ingresaban los verdugos, un notario y los inquisidores. Antes de comenzar la sesión, estos últimos amonestaban al procesado para que confesase la verdad, advirtiéndole que de no hacerlo tendrían que someterlo a tormento y que, si algún daño se le causaba, sería solamente por su obstinación en negarse a confesar. Si el procesado se mantenía en su negativa, después de estas advertencias, comenzaba la sesión. Al inicio del suplicio los inquisidores disponían que el procesado fuese desnudado en su presencia. Al mismo tiempo le advertían al verdugo que no ocasionase el mutilamiento de los miembros ni derramamiento de sangre. Mientras los verdugos desvestían al reo los inquisidores le pedían que dijese la verdad para evitar el daño que se le podría ocasionar. En muchas oportunidades el reo confesaba ante la simple presencia de los instrumentos de tortura. Por el contrario, si el reo persistía en su negativa, se iniciaba el suplicio.

El tormento se basaba en el principio de producir dolores agudos sin causar heridas ni daño corporal de consideración. Por esta época, aunque en diferente forma y grado, era común en todos los países del mundo la aplicación de la tortura. Por ejemplo, en el procedimiento criminal alemán la tortura incluía la dislocación de miembros o el descuartizamiento; cosa igual ocurría en Inglaterra y el resto de Europa. Por su parte, las torturas que más empleaba la Inquisición española eran el cordel, el potro, el castigo del agua y la garrucha.

Por lo general el tormento se iniciaba con el empleo del cordel para lo cual el reo era colocado en una especie de mesa, sujetándosele a ella muy fuertemente. Después de esto se daba vueltas al cordel sobre sus brazos comenzando por las muñecas. Antes y durante el tormento el inquisidor lo incitaba a confesar y si persistía en su negativa disponía que se ajustaran aún más los cordeles y así sucesivamente; primero en un brazo y luego en el otro. En algunas oportunidades se llegaba a varias vueltas sin haber obtenido la confesión del sospechoso. Si el tormento del cordel había sido inútil se solía continuar con el del agua, que a su vez se combinaba con el castigo del potro. En cuanto al primero, estando el reo echado sobre una mesa de madera, totalmente inmovilizado, se le colocaba sobre el rostro un lienzo muy fino denominado toca, sobre el cual se vertía agua lentamente lo que le impedía respirar. De cuando en cuando se interrumpía el castigo para solicitarle su confesión. Por lo que al potro se refiere este consistía en una tabla ancha sostenida por cuatro palos, a manera de patas, en medio de la cual había un travesaño más prominente. Sobre este se ubicaba al procesado, dejando su cabeza y piernas algo hundidas. Seguidamente, se le colocaban dos garrotillos en cada extremidad. Si no confesaba se le iba ajustando, uno por uno, cada garrote. En menor proporción se utilizaba la garrucha. El reo era atado con las manos en la espalda y lo elevaban utilizando una soga y una polea, luego lo dejaban caer en forma violenta, deteniéndole antes de que tocase el piso; ello le producía dolores agudísimos. Como parte de este tormento podía añadirse a los pies alguna pesa con lo que el dolor se hacía mucho mayor.

Cuando el tormento podía poner en peligro la vida del reo, era suspendido inmediatamente. También se suspendía si este realizaba alguna confesión. La tortura en la Inquisición española no podía exceder una hora y cuarto de duración y sólo se empleaba en una oportunidad por el mismo motivo. Según sus causas procedían dos tipos de tormentos:

a) Tormento in caput proprium

Era el que se empleaba para obligar a confesar al reo en lo referente a su propia causa.

b) Tormento in caput alienum

Era utilizado para que un reo declarase como testigo en un proceso ajeno. Solamente se empleaba cuando el reo se negaba a informar sobre los hechos que los inquisidores, por las demás pruebas que tenían reunidas, daban por seguro que aquel conocía.

Para que las declaraciones realizadas por los reos bajo tormento tuviesen validez tenían que ser libremente ratificadas días después. Si el acusado se desdecía el delito no quedaba "cumplidamente probado". La no ratificación del reo lo liberaba de la pena a que se hubiese hecho merecedor. Entonces los inquisidores debían obligarlo a abjurar públicamente de los errores por los que había sido infamado y sospechoso. En estos casos la pena era reducida a alguna penitencia, actuándose benignamente. Las ratificaciones se iniciaban con la lectura de las declaraciones realizadas bajo tormento por el acusado, a quienes los inquisidores preguntaban si era verdad lo sostenido. El tormento también podía ser aplicado cuando el reo se contradecía notoriamente en sus declaraciones o había confesado lo suficiente como para sospecharse su culpabilidad sin que su confesión fuese lo suficientemente completa como para justificar una sentencia condenatoria.
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MensajePublicado: Mar Abr 08, 2008 5:07 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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PROCESOS ESPECIALES

A) A ausentes (contumacia)

Este tipo de procesos se iniciaba con la declaración del fiscal ante los inquisidores señalando la existencia de alguna denuncia o rumor acusatorio contra el supuesto hereje, lo que lo llevaba a solicitar que fuese citado por edicto. Los inquisidores, a su vez, pedían al fiscal que los rumores estuviesen avalados por declaraciones de testigos u otras pruebas. Si tales requisitos eran cumplidos los inquisidores citaban por edicto al acusado. Este era leído a través de un pregón pronunciado en la plaza principal del último lugar en que hubiese residido el ausente. Adicionalmente se enviaba una notificación notarial a su último domicilio y se fijaba el edicto en la puerta principal de la respectiva parroquia. El citado tenía un plazo de treinta días, dividido en tres términos de diez días, al final de cada cual el fiscal ratificaba la no comparecencia del inculpado. Transcurridos estos plazos el fiscal daba lectura al libelo de denunciación. Tras la lectura del escrito los inquisidores citaban al encausado para que contestase los cargos en su contra en un plazo de tres días. Cumplido este el fiscal lo acusaba nuevamente de rebeldía y los inquisidores procedían a abrir el período de pruebas. El fiscal presentaba a los testigos de cargo, en conformidad con los procedimientos ya explicados. Los inquisidores volvían a citar al ausente para que respondiese a los testimonios en su contra. Vencido este nuevo plazo el fiscal solicitaba a los inquisidores que lo tuviesen por rebelde. La fase probatoria concluía con la solicitud del fiscal para que el procesado sea notificado a fin de que se apersone a hacer los correspondientes descargos. Luego de esto los inquisidores daban por concluido el procedimiento y fijaban un plazo para dictar sentencia.

Producida la condena del acusado, por el voto unánime de los miembros de la junta de revisión, se realizaba una nueva citación notarial al procesado, primero en la sala de audiencias de los inquisidores y luego en el último domicilio conocido del encausado. Si este seguía sin aparecer el fiscal solicitaba la promulgación de la sentencia. Los ausentes eran condenados a la pena de muerte pero, lógicamente, por el hecho mismo de no haberlos podido ubicar, sólo se relajaban sus estatuas. Adicionalmente se les aplicaba la excomunión mayor y la confiscación de sus bienes.

El que una persona fuese condenada en estatua, es decir quemada en efigie, no significaba que si se le hallaba o se presentaba voluntariamente se le tuviese que ejecutar. En tal caso, tendría que ser sometida a un proceso en regla. Un ejemplo es el juicio a Manuel Ramos, quemado en efigie por el tribunal de Lima en el auto de fe del 13 de marzo de 1605, quien fue apresado tres años después, siendo entonces enjuiciado y absuelto.

Las instrucciones de Torquemada modificaron la realización de estos procesos. En ellas se establecía que los acusados debían ser citados por edicto, el que, después de haber sido pregonado, debía fijarse en la puerta de la iglesia principal del último lugar de residencia conocido. Había tres opciones: la primera, citando a los acusados para que se defendiesen so pena de incurrir en excomunión mayor. En este caso, de no aparecer el sospechoso, los inquisidores ordenarían al fiscal que acusase su rebeldía. Si durante un año mantenía tal conducta era declarado "hereje en forma". La segunda, se daba cuando el delito cometido por el ausente se podía probar cumplidamente. En tal caso se citaba al encausado por medio de un edicto en el que se le concedía un plazo de 30 días. Los inquisidores tenían la obligación de citar reiteradamente a los ausentes en cada una de las etapas del proceso hasta la sentencia definitiva. La tercera forma consideraba el delito que no estaba cumplidamente probado. Comenzaba con la promulgación del edicto dirigido al acusado, instándole a que se presentase a purgar canónicamente los errores que se le atribuían, so pena de darlo por convicto. Otra opción prevista por las instrucciones era la posibilidad de que los ausentes se presentasen durante el período de gracia, en cuyo caso serían admitidos a reconciliación, con la consiguiente benignidad.

B) A difuntos

La Inquisición, al igual que los tribunales reales en los delitos graves -como la traición contra el soberano- estaba facultada no solamente a juzgar personas vivas sino también, si es que existían pruebas contundentes de su culpabilidad, a fallecidas, las pruebas exigidas para la apertura de los respectivos juicios tenían que ser lo suficientemente claras como para determinar de antemano la absoluta culpabilidad del presunto hereje. Tales procesos se iniciaban con la petición del fiscal por la que solicitaba a los inquisidores la publicación de un edicto contra la memoria y fama del sospechoso, dirigido a sus hijos, herederos u otras personas que pretendiesen defender su prestigio y bienes. Los inquisidores, después de pedir al fiscal la información reunida al respecto, accedían a su solicitud. Para ello citaban por edicto a los interesados en asumir la defensa, salvo que se conociese los nombres de sus hijos o herederos, en cuyo caso se realizaba una notificación notarial personal; de no ser así, los inquisidores nombraban un defensor de los intereses del difunto.

Seguidamente, el fiscal daba lectura al acta acusatoria, de la que se corría traslado a la defensa para que presentase el escrito de descargo. Este solía ser calificado por el fiscal a fin de declarar oportuna o no su admisión antes del período probatorio. Luego continuaban los mismos procedimientos utilizados en los juicios inquisitoriales. La condena de un difunto conllevaba la quema de sus restos, su excomunión y la confiscación de sus bienes. A todo esto se añadían las inhabilitaciones de los hijos por línea materna e hijos y nietos por línea paterna. Cuando la sentencia era absolutoria se restituía al acusado su buena fama así como la conservación de sus bienes por sus hijos o herederos.
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MensajePublicado: Mie Abr 09, 2008 6:43 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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CONCLUSIÓN DEL PROCEDIMIENTO

La culminación de la etapa probatoria y la apertura de la fase final del proceso se realizaba de manera formal, pidiendo ambas partes el cierre del procedimiento y el dictado del veredicto.

A) Revisión del proceso

Concluida la etapa probatoria, los inquisidores trasladaban el proceso a una junta de asesores -cuya misión era hacer la revisión total de lo actuado- quienes determinaban si todo el procedimiento había sido efectuado correctamente. Después de ello emitían un dictamen sobre la inocencia o culpabilidad del acusado, veredicto sin el cual los inquisidores no podían dictar sentencia. A partir de las instrucciones de Torquemada se generalizó esta práctica: la inocencia o culpabilidad de los procesados no era fijada por los inquisidores sino por sus asesores. Así, los primeros vieron reducidas sus atribuciones a dirigir los procedimientos y los segundos a determinar las responsabilidades.

Los asesores eran tanto religiosos como civiles, especialistas en Teología o Derecho. El número de miembros de la junta de asesores era variable, llegando en muchos casos hasta diez. La relación de sus integrantes aparecía detallada en las actas de los procesos y muchas veces incluía a los inquisidores. Cuando se condenaba a un procesado a muerte, la decisión debía ser tomada por unanimidad. Si uno solo de los asesores votaba en contra no se le sentenciaba a tal pena. Esta es una de las razones que explica por qué, a partir de las instrucciones de Torquemada, se redujo el número de condenados a muerte. En las sentencias que no incluían tal pena el veredicto se decidía por mayoría simple. Con el tiempo se generalizó la remisión de las actuaciones a la Suprema.

B) Compurgación

Tras la calificación realizada por los asesores inquisitoriales en ciertos casos, en cumplimiento de la misma, se dictaba la sentencia. En otros, en cambio, el veredicto de los asesores requería que, antes de emitirse el fallo definitivo, los inquisidores procediesen a realizar algún acto previo, como un nuevo interrogatorio para clarificar algún punto confuso. El acusado era sometido a compurgación cuando las pruebas en su contra resultaban insuficientes para dictar sentencia. Por medio de la compurgación el reo conseguía su absolución si rechazaba, bajo juramento, los cargos presentados en su contra. Esta etapa estaba normada en forma detallada. Se ordenaba a través de una sentencia interlocutoria en la cual se solía disponer dos penas distintas. De estas, se aplicaría una, según el reo lograse o no obtener los testimonios a su favor. Se concedía a la defensa un plazo prorrogable para que presentase a los compurgadores. Si el acusado no colaboraba con los inquisidores para realizar la compurgación estos podían darla por no realizada, imponiendo al encausado la pena más severa dispuesta por los asesores. Estos últimos, determinaban el número de testigos compurgadores que debía presentar el reo, variando según la gravedad de las sospechas. La relación de compurgadores era aprobada por los inquisidores antes de citarlos.

El acto en sí se iniciaba con la presentación del procesado y sus testigos, procediendo aquel a reconocer a estos así como a reafirmar su voluntad de ser compurgado por ellos. Luego se daba lectura a las acusaciones y se tomaba juramento al acusado para que declarase la verdad. Seguidamente, los inquisidores preguntaban al reo si se declaraba inocente y, después de la respuesta, lo enviaban a su celda. Después de ello los inquisidores recibían el juramento formal de los compurgadores de decir solamente la verdad. Luego, separadamente, preguntaban a cada uno de ellos acerca de si creía que el acusado había dicho la verdad. Si los testimonios de los compurgadores eran favorables se entendía que el reo había aprobado la compurgación, por lo cual los inquisidores le impondrían la más leve de las penas propuestas por los asesores.

C) Sentencia

Después de los escritos de conclusiones del fiscal y la defensa, en caso de que el voto de los asesores resultase adverso, los inquisidores leían el veredicto en presencia del procesado. Las sentencias podían leerse en privado -lo que ocurría cuando era absolutoria- o en público, en el curso de un auto de fe o de un autillo. El notario era el encargado de realizar la lectura. Luego los inquisidores pronunciaban de modo solemne la fórmula "así lo pronunciamos e declaramos".

Si el reo era declarado inocente se le comunicaba inmediatamente, a través de la respectiva sentencia absolutoria, la cual solía ser breve. En ella el Tribunal expresaba que, al no haberse probado las acusaciones del fiscal, el procesado quedaba libre después de haber jurado mantener el secreto sobre las actividades del Santo Oficio. Justamente este carácter reservado del proceso inquisitorial así como, en general, de las actividades de la institución, generaba una mezcla de temor, curiosidad e intriga en la sociedad, dando margen a las más descabelladas historias en la intimidad de los hogares.

Cuando surgía el peligro de un grupo herético organizado, en alguna localidad, el Santo Oficio solía ser más severo. Pasado ese momento recuperaba su conducta habitual al considerar superada ya la amenaza para la fe y la tranquilidad pública. Las sentencias se basaban principalmente en:

1. La confesión del acusado;

2. La no comparecencia;

3. La tacha de testigos.

La condena a muerte se perdonaba a todos aquellos que se mostraban arrepentimiento y confesaban, conmutándose por otras penas. Muchos procesos posteriores a la reforma de Torquemada concluyen sin sentencia, tan sólo con el veredicto de la junta de revisión. En otros juicios, la razón del fallo se hace constar en forma sumaria, dejando la motivación principal incluida en el veredicto de los asesores. Eymerich definió con precisión los posibles veredictos de los inquisidores:

1. Si no se habían hallado pruebas concretas de la culpabilidad del procesado este tenía que ser absuelto.

2. Cuando no existían pruebas formalmente acusatorias pero sí indicios:
Si se sustentaban en rumores se debía someter al reo a una compurgación;
Si el acusado se había contradicho en sus declaraciones los inquisidores podían someterlo a tormento para despejar las dudas en torno a su inocencia o culpabilidad.

3. Cuando los indicios eran más consistentes -más o menos inculpatorios- debían condenarlo a que abjure como sospechoso de herejía leve, fuerte o violento.

4. En las oportunidades en que existían pruebas concretas, se procedía a imponer las respectivas sanciones canónicas. La gravedad de las mismas dependía del arrepentimiento o persistencia del reo así como de que fuese o no reincidente.
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MensajePublicado: Jue Abr 10, 2008 6:05 pm    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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VEREDICTOS Y PENAS

Los veredictos y las penas se basaban en la demostración de la inocencia o culpabilidad de los procesados así como -en el segundo de los casos- en la gravedad de los delitos atribuidos. De sentenciarse la inocencia, el encausado era absuelto mientras que de fallarse su culpabilidad los inquisidores señalaban las sanciones correspondientes. Cabe añadir que tanto las de carácter físico -azotes, prisión, destierro o muerte- como las de carácter económico -pago de alguna multa o confiscación de bienes- eran las mismas que aplicaban los tribunales civiles no sólo de España sino de cualquier otro país europeo. La particularidad inquisitorial en esta materia, se manifestó en las penas de carácter espiritual: reprimendas, abjuraciones, reclusión para ser instruido en la fe, comparecencia durante un auto de fe en hábito de penitente, suspensión de los clérigos en su ministerio o degradación de las órdenes religiosas, etc.

A) Absolución

Aunque en sí no era una pena, por ser uno de los veredictos posibles de la sentencia la vamos a incluir y explicar previamente. Constituía la declaración, por parte de los inquisidores, de la inocencia del procesado. Se otorgaba cuando este -considerando su confesión, las evidencias de los hechos presentados por el fiscal y las declaraciones de los testigos- no resultaba culpable de los delitos que se le imputaba.

B) Abjuración

Se denominaba así al acto por el cual el procesado se retractaba de las creencias contrarias a los dogmas católicos que se le atribuían. Tal acto se realizaba antes de la imposición de cualquier otra pena. Solamente se exceptuaba a los absueltos y a los condenados a ser entregados al brazo secular. La abjuración se efectuaba antes de que se produjese la lectura pública del veredicto condenatorio. En algunas oportunidades el acto abjuratorio era impuesto en una primera sentencia por la cual el reo era admitido a reconciliación, siempre y cuando rechazase los errores que motivaron su proceso. Después de ejecutada la abjuración se le imponían, mediante la sentencia definitiva, las sanciones correspondientes. Existían los siguientes tipos de abjuraciones:

a) Abjuración de levi

Se aplicaba a aquellos procesados contra los cuales se habían hallado sospechas leves de haber hereticado. Ese tipo de abjuración podía ser público o privado, dependiendo de si las sospechas sobre la conducta del reo hubiesen trascendido o no a la población. Las abjuraciones privadas se realizaban en la sala de audiencias del Tribunal, mientras que las públicas se efectuaban en el transcurso de la misa dominical. Inmediatamente después de la abjuración el reo quedaba en libertad. Si reincidía en la herejía era condenado como relapso.

b) Abjuración de vehementi

Este tipo de abjuración era impuesto cuando existían sospechas vehementes de herejía sin haberse llegado a probar totalmente las mismas. En este caso, se imponía al reo otras penas adicionales: prisión por tiempo determinado, vestir el sambenito durante la ceremonia de abjuración, pago de alguna multa, etc.

c) Abjuración de formali

Era impuesta cuando los procesados, mostrándose arrepentidos, confesaban haber incurrido en actos propios de herejes o haber sostenido proposiciones heréticas. Se le agregaban otras penas.

d) La retractación

Se realizaba cuando se condenaban una serie de proposiciones consideradas heréticas por los inquisidores y de las cuales el procesado se había hecho sospechoso. En estos casos los enjuiciados hacían abjuración de tales proposiciones.

C) Penas pecuniarias

Eran graduadas según la calidad del delito y la fortuna del reo. La principal pena de carácter pecuniario era la confiscación de todos los bienes del procesado. Se efectuaba en los casos de herejes persistentes, relapsos y condenados a cadena perpetua; en los otros casos, la sanción incluía la imposición de multas las que, si no eran canceladas, daban lugar a la confiscación de los bienes del procesado hasta por un monto equivalente a la deuda.

D) Penas privativas de la libertad

Las celdas eran de diferentes tipos y a ellas se enviaba a los procesados según la gravedad de sus delitos. Durante el proceso, las más agradables se asignaban a los sospechosos de haber cometido faltas leves, mientras que las más lóbregas se reservaban para los casos más graves. Los condenados por faltas graves incluían en su respectiva sentencia algún período de internamiento en las celdas del Tribunal o en el lugar que este determinase; por ejemplo, los inquisidores podían señalar por prisión las casas de los condenados.

A los condenados a cárcel perpetua, que a pesar de su nombre duraba como mucho 8 años, se les sometía a un régimen penitenciario indulgente. Sin embargo, esta pena conllevaba la confiscación de todos los bienes del sentenciado así como el impedimento para que los hijos y nietos pudieran poseer o ejercer dignidades y oficios públicos. A esto se añadía la prohibición de utilizar distintivos que indicasen posición social tales como llevar trajes de seda y joyas, portar armas, montar a caballo, etc. La única forma de exonerarse de estas inhabilitaciones era a través de la compra de una dispensa. Asimismo, un alto porcentaje de penas de prisión era conmutado por sanciones de carácter penitencial.

Las celdas secretas eran cárceles preventivas que se utilizaban, solamente, durante el proceso. Deben su nombre a que en ellas el reo permanecía incomunicado hasta el dictado de su respectiva sentencia. Asimismo, el Tribunal utilizaba para el cumplimiento de sus sentencias las denominadas celdas públicas o de penitencia. La prisión secreta a la que iba a parar el procesado era un lugar más desagradable que la casa de penitencia, en la que sería encerrado si llegaba a ser condenado a encarcelamiento. A pesar de ello es innegable que los calabozos no eran antros de horror como ha sostenido una campaña malintencionada destinada al desprestigio del Tribunal. De hecho, los reos de la Inquisición eran mucho mejor tratados que los de las prisiones reales. Por ello, en numerosas oportunidades, presos comunes fingieron cometer delitos de herejía tan sólo para lograr ser trasladados a los locales del Santo Oficio. A los que estaban en las cárceles públicas se les permitía recibir visitas de sus familiares más cercanos. La comida era proporcionada de manera regular y adecuada, cierto es que a sus propias expensas, incluyendo pan, leche, frutas, carne y vino. Los detenidos debían llevar consigo la cama y el vestuario que utilizarían. Los gastos de los pobres eran cubiertos por el Tribunal. Las prisiones inquisitoriales eran las mejores organizadas de su época, admitiéndose que eran limpias, holgadas y provistas de ventilación y luz. En líneas generales, el trato era tolerable y muy superior al de las celdas civiles.

Según las normas inquisitoriales en las celdas públicas los presos casados, por ejemplo, podían recibir a sus cónyuges y hacer vida marital. Se les permitía a los condenados realizar labores productivas a fin de que lograran ganar su sustento diario. En la época de auge de la Inquisición el sentenciado no estaba colocado en celdas individuales pero en la etapa de decadencia la situación cambió radicalmente debido a la poca cantidad de procesados.

En líneas generales se puede decir que la Inquisición contó con prisiones adecuadas para el cumplimiento de sus funciones. En algunas de las principales ciudades de España utilizó castillos fortificados, los que tenían celdas muy seguras. El tribunal de Zaragoza residía en Aljafería, el de Sevilla en Triana (en 1627 se trasladó dentro de la ciudad) y el de Córdoba en el Alcázar. En todos estos edificios los calabozos estaban en buenas condiciones, lo que nos explica por qué las celdas de la Inquisición se consideraban menos duras que las prisiones reales. Ante la contundencia de los hechos y contra la falsa imagen sostenida por la interesada leyenda negra sobre el Santo Oficio, autores totalmente adversos al Santo Oficio como Guy Testas, han terminado reconociendo:

"Sin embargo, un médico examinaba regularmente a los detenidos. Estaba previsto un presupuesto suficiente que garantizara una nutrición decente a los prisioneros: pan, vino, leche y carne. Podía obtenerse que algunos prisioneros gozaran de determinados regímenes alimenticios, y los parientes podían hacer llegar al inculpado una comida más refinada y abundante. El detenido tenía con que escribir para preparar su defensa y entretener sus ocios".

Otra pena privativa de la libertad utilizada por la Inquisición española era el denominado castigo de galeras, establecido por disposición real ante la escasez de mano de obra para tales labores -indispensables para la comunicación marítima, sobre todo con las colonias hispanas- y para la seguridad del reino. La Inquisición medieval nunca la utilizó. Sus orígenes se remontan a los tribunales seculares de la época, los que solían condenar a algunos delincuentes a galeras, por períodos de tiempo variados, incluyendo la cadena perpetua. Por disposición del Rey Fernando el Santo Oficio también comenzó a emplearla pero, a diferencia de los tribunales civiles, jamás se condenó a reo alguno a un período superior a los diez años. A mediados del siglo XVIII, el Tribunal dejó de emplear esta sanción.

E) La pena de muerte

"La relajación se hacía con base en que el Tribunal no condenaba a nadie a muerte, pues hacía lo posible por salvarlo, puesto que era su fin principal, y al no lograr el arrepentimiento del inculpado no le quedaba más remedio que entregarlo al brazo secular para que el Estado lo juzgara conforme a las leyes civiles".
(Ávila Hernández, Rosa, El Tribunal de la Inquisición y su estructura administrativa)

El factor determinante para que se produjese una condena a muerte era la persistencia del hereje en el error. Esta pena podía ser conmutada si se producía el arrepentimiento del procesado, aunque fuese de última hora e inclusive si se encontraba camino del suplicio. Si sucedía así, las autoridades civiles debían devolverlo a los inquisidores, quienes realizaban un proceso de comprobación dirigido a verificar la autenticidad de tal conversión. En él se exigía al reo que hiciese la denuncia inmediata y voluntaria de sus cómplices; asimismo, que mostrase su disposición a perseguir a la secta a la cual había pertenecido. Luego se le pedía la abjuración de estilo. Si realizaba todo esto satisfactoriamente los inquisidores le conmutaban la pena de muerte por la de prisión perpetua. En el caso opuesto, si la conversión era disimulada, el reo era devuelto al brazo secular para que aplicase la condena ya dictada anteriormente. A los relapsos o reincidentes no se les otorgaba una conmutación de última hora. Sólo debían ser relajados los penitentes relapsos y los impenitentes. Sin embargo, los reos cuyos delitos hubiesen sido probados en forma contundente -a pesar de lo cual se habían negado a confesarlos en el transcurso del proceso- podían hacerse merecedores de la condena al quemadero. En tales casos con sólo cambiar de actitud podían salvarse de sufrir tal pena, aun en el momento mismo de la ejecución. De ser así, eran condenados a prisión por algún tiempo determinado.

El Tribunal no condenaba directamente a muerte a ningún reo. En tales casos las sentencias inquisitoriales dirían "entregado al brazo secular" o "relajado al brazo secular". Tal acto consistía en la entrega formal de los reos pertinaces por los jueces inquisidores a los jueces reales ordinarios. La justicia real les impondría las penas que señalasen las leyes civiles: muerte en el quemadero. La entrega al brazo secular se realizaba a instancias del fiscal, quien la solicitaba a los inquisidores. Es interesante resaltar que, a partir de las Instrucciones de Torquemada, se impusieron cada vez mayores restricciones para la adopción de la condena a muerte. De hecho sólo se aplicaba excepcionalmente e iba acompañada de otras sanciones: la excomunión mayor, la confiscación de los bienes del procesado y la inhabilitación de hijos y nietos por línea paterna e hijos por línea materna para ocupar cargos públicos, ejercer ciertos oficios, llevar vestidos de seda, joyas, portar armas y montar a caballo. Debo agregar, en honor a la verdad, que la pena de muerte en el quemadero no era exclusividad de la Inquisición puesto que la justicia real la imponía en los delitos de sodomía, bestialidad y adulteración de moneda.

Si después de leída la sentencia a muerte el procesado se arrepentía, el Tribunal le cambiaba tal sanción por la de prisión perpetua. Sin embargo, si se trataba de un reincidente, como medida de misericordia se le aplicaba el garrote y luego sus restos eran quemados. Bernardino Llorca considera que en toda la historia del tribunal hispano fueron condenados a muerte unos 220 protestantes, de los cuales una docena murió en las llamas. Adicionalmente, según diversos autores, el número total de sentenciados al quemadero en los tres siglos y medio de existencia del tribunal hispano -desde 1480 hasta 1834 en que fue abolido- fluctuaría entre mil quinientos y dos mil.

"Nosotros mismos hemos visto a los inquisidores en varios casos, en el siglo XVII, hacer todo lo posible por no quemar a un relapso o a un pertinaz que, según derecho, no podían escapar al último suplicio. Se le bombardea con misioneros, se espera lo que haga falta para darle tiempo a convertirse, sin hacerse ilusiones sobre su sinceridad...
Actitud comparable a esa escena que, a partir del siglo XVI, no tiene nada de excepcional: en el curso de un auto de fe un condenado a las llamas cae a los pies del inquisidor proclamando su conversión y arrepentimiento. Y el juez le hace levantarse, lo indulta in extremis y lo vuelve a enviar a su celda donde se le mantiene en observación unas semanas antes de reconciliarlo. Ciertamente hay la parte publicitaria, porque el efecto sobre la multitud es inmenso. Pero estaba prohibido por el reglamento.
Relativamente pronto, pues, el Santo Oficio vacila en matar. En la mayoría de los casos graves la pena normal es la reconciliación, con la confiscación de los bienes, esto último por lo demás no siempre aplicado en la práctica, y la prisión perpetua. Pero, atención, en lenguaje inquisitorial, perpetua quiere decir cuatro años como máximo...
".
(Dedieu, Jean Pierre, Los cuatro tiempos de la Inquisición)

F) Otras penas

Entre las otras penas también utilizadas por el tribunal hispano cabe señalarse el sambenito, la vergüenza pública, los azotes, el destierro y las penitencias espirituales. Una de las sanciones vergonzantes consistía en llevar puesto, por algún tiempo determinado, el sambenito, túnica o escapulario de color amarillento, con una cruz roja sobre el pecho y la espalda. Este era un distintivo infamante que luego de cumplida la sentencia se colocaba en la parroquia del procesado.

La flagelación pública solía ejecutarse el mismo día de la lectura de la sentencia. El reo salía montado en un asno, llevando de la cintura para arriba solamente la camisa, con un dogal en el cuello y mordaza, recibiendo en el trayecto la cantidad de azotes dispuestos en la sentencia. En cuanto al destierro, se realizaba días después. También era graduado a la gravedad de las faltas atribuidas al condenado, al que se le podía desterrar: de la corte, de la ciudad, de la región, de la provincia o del virreinato, etc.

Asimismo, existían diversas sanciones espirituales tales como asistir a peregrinaciones, guardar ayunos, rezar oraciones, acudir a misa en calidad de penitente, etc. Cuando los sancionados pertenecían al estamento religioso eran suspendidos en sus oficios por un tiempo determinado, se les prohibía celebrar misa o se les recluía en un monasterio.

Sobre los descendientes de los condenados a muerte o cárcel perpetua -hijos por línea materna e hijos y nietos por línea paterna- recaían las inhabilitaciones. Estas les impedirían ocupar cargos públicos y eclesiásticos en España y sus colonias. Asimismo, utilizar prendas suntuosas tales como vestirse con sedas, lucir adornos de oro, etc. Contrariamente a lo que se cree, la infamia también recaía sobre los descendientes de los procesados en algunos juicios efectuados por los tribunales civiles como, por ejemplo, cuando los jueces reales juzgaban a los que consideraban traidores a la corona. Sin embargo, lo cierto es que el crimen de herejía deshonraba a la persona que lo cometía y a sus familiares, tanto es así que decirle a uno hereje era insultarlo gravemente.
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MensajePublicado: Vie Abr 11, 2008 7:57 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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LOS AUTOS DE FE

"Entre las pruebas que avalan el éxito histórico alcanzado en su cometido por el Tribunal del Santo Oficio de España se halla la de su definitiva identificación universal con la ceremonia a través de la que eran hechas públicas sus sentencias. En prueba de la eficacia de tales métodos publicitarios, la impronta de su huella social ha quedado grabada de modo indeleble, hasta el punto de que mucho más que el tan denostado secreto procesal y a un paso del supuesto monopolio de la Inquisición en el empleo del tormento como procedimiento judicial, el auto de fe con harta frecuencia confundido con la ejecución en la hoguera de las penas capitales impuestas a los delincuentes relapsos, se ha convertido para muchos extranjeros, y en bastantes casos también para ciertos hispanos poco versados en las cosas de nuestro pasado, en confuso sinónimo de actuación inquisitorial. Y decimos que ello es prueba de la fortuna del método por cuanto fue precisamente el auto el lugar y circunstancia que mejor contribuyó, a lo largo del tiempo, a introducir en la conciencia de los súbditos de la Monarquía Católica y de sus vecinos lo incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la verdad religiosa en que se sustentaba su programa político, en cuya prueba tenían lugar aquellas ceremonias. El éxito del procedimiento inquisitorial se hacía finalmente patente en forma de invencible miedo frente a su autoridad, tutora de conciencias, bienes y famas. Sentimiento de miedo que soliviantaría primero sesgadamente las sensibilidades de nuestros visitantes europeos, excesivamente olvidadizos para con los espectáculos que rodeaban a las ejecuciones públicas en sus propios países, y que más tarde se transformaría en el denuesto caracterizado con que los políticos liberales dieron forma a la leña que de la Cruz verde caída hicieron en folletos, discursos y controversias".
(Jiménez Monteserín, Miguel, Modalidades y sentido histórico del auto de fe)

En sí los autos de fe eran ceremonias en las que se producía la lectura pública y solemne de las sentencias dispuestas por el Tribunal de la Fe. Eran, pues, manifestaciones solemnes de la religiosidad católica -religión única y oficial del Estado y del pueblo español- en las que se reafirmaba la misma a través de la pública sanción a los condenados por el Santo Oficio, sobre todo por el horrible delito de herejía. Recordemos que el Tribunal dedicaba sus esfuerzos no sólo a investigar las culpas de los sospechosos sino a extraer de ellos confesiones penitenciales. Esto significa que el auto era esencialmente un acto de fe, una expresión pública de penitencia por el pecado más grande de todos: el pecado contra Dios, la herejía. Estrictamente no formaba parte del proceso, pues la suerte del reo quedaba definida por el dictamen de los asesores de la junta de revisión. Su importancia radicaba en dar trascendencia pública a las condenas, aumentando así su eficacia. El hecho mismo de que el proceso tuviese un carácter secreto, hacía indispensable la publicidad de las sentencias, para lo cual estas eran leídas en presencia de los pobladores en el transcurso del auto de fe. Los autos son una manifestación más de la naturaleza político-religiosa del Santo Oficio hispano:

"Confuso como vemos el terreno de la religión y la política, equivalentes con frecuencia a pecado y delito, no lo era menos el fundamento -sacro en última instancia, como sacro era el del poder regio- de la inexcusable vindicta que reclamaban ciertos delitos. Los más atroces ofendían genéricamente a la Majestad real como encarnación del estado, pero también a Dios por contravenir su ley. La herejía, por su parte, fuera de su aspecto propio de rebeldía contra Dios y su Iglesia, implicaba también en el fondo un atentado a la lealtad básica debida al soberano, cuya fe servía de respaldo al buen gobierno de la república, introduciendo el desorden y la discordia entre sus súbditos. Nada tiene de extraño por todo ello que el ritual del castigo de los reos de delito contra una u otra Majestad se ajustase a unos principios comunes y se desarrollase siguiendo unos esquemas parecidos".
(Jiménez Monteserín, Miguel, Modalidades y sentido histórico del auto de fe)

Los puntos centrales del auto de fe eran la procesión, la misa, la lectura de las sentencias y la reconciliación de los pecadores. En las ciudades sedes de un tribunal de distrito se solía reunir una cierta cantidad de sentenciados a diversas penas, solicitando la licencia necesaria al Consejo de la Suprema para celebrar el auto. Los preparativos y expectativas de la población iban en relación con la trascendencia de los reos que comparecerían en la ceremonia. En ocasiones especiales -el descubrimiento de algún nuevo foco de herejía- la solemnidad era mayor. Un mes antes desfilaba por las calles de la ciudad una procesión de familiares y notarios de la Inquisición proclamando, a través de la lectura de un pregón, la fecha de la ceremonia. En el mismo, además de anunciarse el acto, se invitaba a la población a que lo presenciase a cambio de indulgencias. En el intermedio se realizaban los preparativos propios del caso, se daban órdenes a los carpinteros y albañiles para que alistaran el andamiaje para las tribunas, se preparaba el mobiliario y el decorado. Asimismo, se procedía a preparar las milicias que resguardarían la ceremonia. La noche anterior al auto de fe se organizaba un desfile especial, conocido como procesión de las cruces verde y blanca, en el cual familiares y otras personas llevaban los símbolos del Tribunal hasta el sitio en que se iba a realizar la ceremonia. Estos eran instalados en lo más alto del estrado y del cadalso respectivamente. En el transcurso de esa noche se hacía el rezo de oraciones y se completaban los preparativos. Quedaba de guardia toda la noche la milicia inquisitorial.

El día señalado para la realización del auto, aún de madrugada, se procedía a la preparación de los reos. Para ello, se les colocaba las vestimentas que deberían llevar durante la ceremonia. Los inquisidores entregaban las órdenes respectivas al alcaide para que conduciese a los sentenciados al lugar donde se celebraría el auto. A primeras horas de la mañana comenzaba la ceremonia con el desfile de los reos - escoltados por la milicia inquisitorial y elementos del estamento eclesiástico- desde el local de la Inquisición hasta la tribuna preparada para ellos. Delante iba la cruz alzada de la parroquia a la que pertenecía el tribunal acompañada del clero y cubierta, en señal de luto, de un velo negro. Cada reo iba acompañado por dos familiares del Santo Oficio. El orden en que salían variaba pero generalmente era el siguiente:

1. Estatuas de ausentes o fallecidos;

2. Penitentes;

3. Reconciliados;

4. Relajados.

Por lo que respecta a su vestimenta, esta se disponía según la respectiva condena:

1. Las estatuas llevaban, cada una, un rótulo -con el nombre y delito de la persona que representaban- coroza y sambenito. Las estatuas de difuntos, adicionalmente, portaban unas cajas con los huesos de los condenados a la hoguera.

2. Los penitentes, descubiertas las cabezas, sin cinto y una vela en la manos. Algunos rodeaban su garganta con sogas en señal de que serían azotados o irían a galeras.

3. Los reconciliados, vistiendo sambenitos con grandes aspas.

4. Los relajados, llevaban sambenitos con llamas y coroza o capirote.

Cerraban el cortejo las autoridades civiles, con los funcionarios y familiares del Santo Oficio. Durante el desfile estos últimos servían como escolta a los reos, mientras que los inquisidores iban detrás llevando consigo su estandarte. En la plaza mayor se levantaban dos tribunas. En una de ellas se colocaba a los reos, al predicador y al lector de sentencias; en la otra -normalmente frente a la anterior- habían asientos para las principales autoridades: la familia real, incluido el rey, los inquisidores, miembros del ayuntamiento y del cabildo así como otros personajes importantes del reino. En el estrado destinado a los reos, estos eran colocados según la gravedad de sus delitos: en la parte más alta los condenados al brazo secular, en el medio los reconciliados y en la parte baja los penitentes. El pueblo espectaba la ceremonia, ubicado en tribunas de menores dimensiones y desde todos los rincones de la plaza o los balcones de las casas vecinas.

El auto se iniciaba con el juramento solemne de todos los asistentes de mantener la absoluta fidelidad a la fe católica y al Tribunal. Si estaban presentes los miembros de la familia real eran los primeros en prestarlo. Así, todo un pueblo y el propio estado reafirmaban su compromiso religioso. Luego seguía el sermón, pronunciado por un orador prestigioso. En él, acomodándolo a las circunstancias, se hacía ver los errores que conllevaba el alejarse de las creencias católicas. Continuaba, a la señal de la campanilla del inquisidor decano, la lectura de las sentencias, la cual ocupaba la mayor parte del día y se realizaba en el siguiente orden: reconciliados en forma; fallecidos absueltos; ausentes fugitivos relajados en efigie; fallecidos condenados a ser relajados y quemados en huesos; y, relajados en persona. En el estrado principal, concluida ya la lectura de las sentencias, se exigía a los reos que realizasen las abjuraciones del caso. Luego, el inquisidor procedía a absolver a los penitenciados. Los condenados a muerte eran bajados del estrado, tras lo cual el secretario inquisitorial los entregaban al corregidor. Seguidamente, en procesión y hacia el quemadero, iban las estatuas y los relajados. El auto y la ejecución de las penas se llevaban a cabo en lugares distintos. La ceremonia solía culminar con la celebración de la misa, dándose por concluido el auto de fe.

El cumplimiento de las demás sentencias se realizaba después -generalmente al día siguiente por la mañana- y estaba a cargo de las autoridades civiles. Estas se encargaban de aplicar las condenas a los sometidos a vergüenza pública, azotes, etc., para lo cual los llevaban en procesión por las calles de la ciudad. Durante ella se ejecutaba la pena. Un secretario de la Inquisición, acompañado por otros empleados, presenciaba la ejecución. Luego se enviaba a cumplir sus sanciones a los condenados a destierro o prisión. Finalmente, una procesión realizaba la devolución de las cruces verde y blanca a sus correspondientes santuarios y se disponía la disolución de la milicia.

Debido a lo complicado de la ceremonia, los autos de fe tendían a ser muy costosos, lo cual constituyó una poderosa razón para disuadir al Tribunal de celebrarlos con asiduidad. Los autos particulares o autillos - que solían realizarse en la sala de audiencias, en la capilla del Tribunal o en alguna iglesia- eran más sencillos y demandaban menor gasto. Cabe destacar que para los autos de fe o autillos se reservaban las causas más importantes, mientras las faltas leves eran sentenciadas directamente en la sala de audiencias. René Millar, en cuanto a las razones que motivan la publicidad de las sanciones, señala algunas importantes similitudes de la Inquisición con las justicias reales:

"También era un elemento importante en el proceso penal de la monarquía la publicidad de la sanción. Incluso, con las diferencias del caso, la aplicación de las penas a grupos de condenados a veces daba origen a una especie de espectáculo público que guardaba cierta relación con los autos de fe. Esto se explica porque los tribunales de las dos jurisdicciones consideraban que la pena tenía una función eminentemente ejemplificadora".
(Millar, René, Inquisición y sociedad en el virreinato peruano)
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MensajePublicado: Sab Abr 12, 2008 11:44 am    Asunto:
Tema: La historia de la Inquisición
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MODIFICACIÓN DEL VEREDICTO

A) Revisión de la condena

Las sentencias podían ser conmutadas por los inquisidores -quienes tenían en esta materia una discrecionalidad casi absoluta- aun después de producida su lectura pública. La conmutación sólo procedía cuando el reo había sido admitido a reconciliación. De no ser así, solamente el Consejo de la Suprema y General Inquisición, previa ratificación del Inquisidor General, podría disponerla. El condenado la podía solicitar, transcurrido cierto tiempo desde el comienzo del cumplimiento de la sentencia. Los inquisidores, considerando la solicitud escrita del interesado y su conducta personal, podían disponer la aplicación de una serie de penas canónicas a cuya realización quedaba sujeta la suspensión de la primera condena. También estaban facultados, en razón de una causa específica, a ordenar la suspensión de la condena. De no ser concedida, el interesado podía apelar ante la Suprema y, por último, ante el Inquisidor General.

B) La apelación

Era la solicitud de anulación de la sentencia impuesta por un inquisidor, mediante el recurso a un juez de mayor jerarquía, alegando alguna irregularidad o injusticia. Las apelaciones solían proceder cuando las sentencias se habían basado en pruebas insuficientes o si involucraban a personas de notoriedad. Podían interponerse por escrito en cualquier fase del proceso si se dirigían contra una sentencia interlocutoria o al final del mismo si cuestionaban el veredicto. Tanto la defensa como el fiscal estaban facultados a utilizar estos recursos. Los inquisidores, a su entera discreción, podían admitirlos o rechazarlos. Si la apelación presentada por la defensa era rechazada, esta tenía la posibilidad de interponer el correspondiente recurso ante la Suprema.

"La frecuencia de las apelaciones, al principio al Inquisidor General y más tarde a la Suprema, aumentó. Así no podemos más que ratificar la opinión de Lea que considera que casi siempre la intervención del Consejo llevaba a una suavización de la pena".
(Dedieu, Jean Pierre, Los cuatro tiempos de la Inquisición)
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