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Escritos.....

 
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AURORA
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MensajePublicado: Jue Mar 13, 2008 1:01 am    Asunto: Escritos.....
Tema: Escritos.....
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" La oracion es el primer alimento del espiritu, como el pan es el alimento para el cuerpo"

(San Juan Bosco)
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Jue Mar 13, 2008 1:04 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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" Solo temo a los malos catolicos "

(Santa Bernardita Soubirous)
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AURORA
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MensajePublicado: Jue Mar 13, 2008 1:09 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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"Si volviera a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron , me arrodillaria para besar sus manos porque, sino hubiese sucedido esto , ahora no seria cristiana y religiosa"


(Santa Josefina Bakhita)
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Yaniale
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Registrado: 11 Mar 2008
Mensajes: 4487
Ubicación: Córdoba-Argentina

MensajePublicado: Mie Mar 19, 2008 7:02 pm    Asunto:
Tema: Escritos.....
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Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda
la paciencia
todo lo alcanza, quien a Dios tiene
nada le falta:
Solo Dios basta.
(Santa Teresa de Jesús)

_________________
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MensajePublicado: Dom Mar 23, 2008 3:13 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría! (JUAN PABLO II, Aloc. 241111979).
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MensajePublicado: Dom Mar 23, 2008 3:15 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que resucitó el Señor (SAN MÁXIMO DE TURIN, Sermón 53).
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MensajePublicado: Jue Abr 10, 2008 11:58 pm    Asunto:
Tema: Escritos.....
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Reflexiones de San Vicente de Paul:

"Al servir a los Pobres se sirve a Jesucristo" C. IX, 252

"Por consiguiente, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo" C. XI 342

"No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo" C. XII, 262

"¡Cómo! ¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura." CXII, 271

"Si se invoca a la Madre de Dios y se la toma como Patrona en las cosas importantes, no puede ocurrir sino que todo vaya bien y redunde en gloria del buen Jesús, su Hijo..." C.XIV, 126

"No puede haber caridad si no va acompañada de justicia" C. II, 54

"Nada mas grande que un sacerdote a quien Dios de todo poder sobre su Cuerpo natural y su Cuerpo místico"
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AURORA
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 3:58 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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Oración al Señor por Intercesión de San Pío de Pietrelcina

Oh Dios,

que a San Pío de Pietrelcina,

sacerdote capuchino,

le has concedido

el insigne privilegio

de participar, de modo admirable,

de la pasión de tu Hijo:

concédeme,

por su intercesión,

la gracia de...

que ardientemente deseo;

y otórgame, sobre todo,

que yo me conforme

a la muerte de Jesús

para alcanzar después

la gloria de la resurreción.

Gloria al Padre...(tres veces)
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AURORA
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:02 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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MEDITACIONES SOBRE LA PALABRA DE DIOS


“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”
(San Lucas, XI, 2Cool

(...) III - Pero, me diréis, ¿qué debe sacarse para provecho de la palabra de Dios, a fin de que ella nos ayude a convertimos?

Mirad lo que conviene hacer: no tenéis más que observar la conducta de aquella muchedumbre que iba a escuchar Jesucristo; aquella muchedumbre acudía desde muy lejos, con un sincero deseo de poner en práctica todo cuanto Jesucristo le mandase; abandonaban aquellas gentes todas las cosas temporales, ya no pensaban en las necesidades del cuerpo, muy persuadidos de que Aquel que iba a alimentar su alma, no abandonaría tampoco su cuerpo; estaban mucho más impacientes por los bienes del cielo que por los de la tierra; lo olvidaban todo para no pensar más que en practicar lo que Jesucristo les decía.

Miradles escuchando a Jesucristo o a los apóstoles: sus ojos y sus corazones están como absorbidos por la palabra del Maestro; las mujeres no piensan en sus ocupaciones domésticas; el mercader pierde de vista su comercio; el labrador olvida sus tierras; las jóvenes buscan debajo de sus pies sus adornos elegantes; todos escuchan con gran avidez y hacen cuanto les es posible para grabar bien aquellas palabras en su corazón.

Los hombres más sensuales aborrecen sus infames placeres para no pensar más que en mortificar su cuerpo; la santa palabra de Dios es su única ocupación; en ella piensan, sobre ella meditan, se complacen en hablar y en oír hablar de ella.

Pues bien, mirad si en las ocasiones que escucháis la palabra de Dios, estáis adornados de las mismas disposiciones con que aquella gente la recibía. ¿Vais a escuchar esta santa palabra con diligencia, con alegría, con verdadero deseo de aprovecharos? Mientras estáis aquí, ¿dejáis en olvido todos vuestros negocios temporales, para no pensar más que en las necesidades de vuestra alma? Antes de oír esta palabra santa, ¿habéis pedido a Dios la gracia de comprenderla bien, y de grabarla indeleblemente en vuestros corazones?

¿Habéis estado siempre dispuestos a practicar todo lo que ella os ordene?

¿La habéis oído con atención, con respeto, no como la palabra de un hombre, sino como la palabra del mismo Dios?

Después de la plática, ¿habéis agradecido a Dios la gracia que os hizo de instruiros Él mismo por boca de sus ministros?

¡Ay, Dios mío! siendo tan pocos los que acuden con tales disposiciones, no nos extrañemos de que esta palabra produzca tan escaso fruto.

¡Ay! ¡Cuántos hay aquí que están con pena y fastidio! ¡Cuántos que duermen, que bostezan! ¡Cuántos que hojearán un libro, que conversarán!

Y aún se verán otros que llevan más lejos su impiedad, los cuales, por una especie de despre­cio, salen fuera desdeñando la palabra santa y' al que la predica. ¡Cuántos otros que encuentran que el tiempo les pasó con mucha lentitud y se proponen no volver, y, por fin, otros que, al vol­verse a sus casas, lejos de conversar sobre lo que oyeron y de meditarlo bien, lo olvidan por completo, y lo traen a colación sólo para quejarse de su excesiva duración, o para criticar al que tuvo la caridad de predicarles!

¿Dónde están los que, al llegar a sus casas, hacen participantes de lo que oyeron, a los que no han podido asistir? ¿Dónde, los padres y las madres que cuiden de preguntar a sus hijos qué pun­tos del sermón han retenido, y los ilustren acerca de lo que no comprendieron?

Pero, ¡ay! la palabra de Dios es tenida tan en poco, que casi nadie se acusa de haberla oído sin atención.

¡Ay! ¡Cuántos pecados de que jamás se acusan los cristianos! ¡Cuántos cristianos condenados; Dios mío! Quién habrá que diga para sí:

“Cuán hermosas, cuán verdaderas san estas palabras. Bien veo cómo, después de tantos años de oírlas, habiéndoseme mostrado en ellas el estado de mi alma, y hecho casi tocar con el dedo que, si la muerte me sorprendiese, estaría irremisiblemente perdido, sin embargo per manezco continuamente en pecado.

“¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas gracias despreciadas, de cuántos medios de salvación he abusado hasta el presente! Mas esto se acabó, voy a cambiar al momento de conducta, he de pedir a Dios la gracia de no oír jamás esta palabra sagrada sin estar bien dispuesto para recibirla. No, no pensaré jamás, coma lo hice hasta el presente, que lo que se predica es para tal o cual persona; no, diré y pensaré que se predica para mí, y al mismo tiempo procuraré hacer todo lo posible para aprovecharme de tan saludables avisos”.

¿Qué sacaremos de todo lo dicho? Vedlo aquí: que la palabra divina es uno de los más grandes dones que Dios haya podido hacemos, ya que, sin la adecuada instrucción, es imposible salvarnos.

Y que si, en los desgraciados tiempos en que vivimos, vemos tantos impíos, es porque son tantos los que ignoran la religión, toda vez que es imposible que una persona que la conozca bien, no la ame, ni practique lo que ella nos manda.

Cuando os encontréis con algún impío que desprecie la religión, podéis muy bien afirmar: “He aquí un ignorante que desprecia lo que no conoce” , ya que a tantos pecadores ha conver­tido esta divina palabra.

Procuremos oírla siempre con tanto mayor placer cuanto a ella está ligada la salvación de nuestra alma, y por ella venimos a conocer cuán feliz sea nuestro destino, cuán bueno es Dios y cuán grande será la recompensa que nos promete, pues durará por toda una eternidad.

Ésta es la dicha que os deseo.

SAN JUAN MARÍA VIANNEY (Cura de Ars)
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AURORA
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:11 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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En el Monte de los Olivos
Sor Anna Katharina Emmerich.




1

Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: "¡Montes, cubridnos!". Les dijo también: "Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea". Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: "Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré". El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré". Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación. Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.



2


Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. "Mi alma está triste hasta la muerte", respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: "Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación". Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto. Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Parecióme que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos. Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; tomólos todos sobre sí, y ofrecióse en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: "¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?". Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: "¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!". Después se recogió y dijo: "Que vuestra voluntad se haga y no la mía". Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte. Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: "Simón, ¿duermes?". Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: "¿No podíais velar una hora conmigo?". Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: "Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?". Jesús respondió: "Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil". Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Volvióse a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: "¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?". Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: "¿No habéis podido velar una hora conmigo?". Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.

3

Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.

4

Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo. Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; parecióme que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.

5

Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: "¿Cuál será el fruto de este sacrificio?". Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles. Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: "Estad quietos: yo voy a Él". Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: "Maestro, ¿qué tenéis?" . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: "Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!".

6

En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba. Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior. Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse. Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.

7

Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo. En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: "¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo".

8

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte. Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Aceptólo todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.

9

Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció. Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor. Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. "Ved aquí a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido". Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: "Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos". Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: "Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos". Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:14 am    Asunto:
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Flagelación de Jesús
Sor Anna Katharina Emmerich.


29. Pilatos, juez cobarde y sin resolución, había pronunciado muchas veces estas palabras, llenas de bajeza: "No hallo crimen en Él; por eso voy a mandarle azotar y a darle libertad". Los judíos continuaban gritando: "¡Crucificadlo! ¡crucificadlo!". Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad prevaleciera y mandó azotar a Jesús a la manera de los romanos. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna que servía para azotar. Los verdugos vinieron con látigos, varas y cuerdas, y las pusieron al pie de la columna. Eran seis hombres morenos, malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de entre ellos hacían el oficio de verdugos en el Pretorio. Esos hombres crueles habían ya atado a esa misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Dieron de puñetazos al Señor, le arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron brutalmente a la columna. Esta columna estaba sola y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada; pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido alcanzar la parte superior. A media altura había anillas y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos perros furiosos arrastraron a Jesús: le arrancaron la capa de irrisión de Herodes y le echaron casi al suelo. Jesús abrazó a la columna; los verdugos le ataron las manos, levantadas por alto a un anillo de hierro, y extendieron tanto sus brazos en alto, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la columna, tocaban apenas al suelo. El Señor fue así extendido con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de esos furiosos comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible; puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco. El Hijo de Dios temblaba y se retorcía como un gusano. Sus gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos, cual tempestad ruidosa, cubrían sus quejidos dolorosos y llenos de bendiciones, diciendo: "¡Hacedlo morir! ¡crucificadlo!". Pilatos estaba todavía hablando con el pueblo, y cada vez que quería decir algunas palabras en medio del tumulto popular, una trompeta tocaba para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales. Ese balido presentaba un espectáculo tierno: eran las sotavoces que se unían a los gemidos de Jesús. El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna, los soldados romanos ocupando diferentes puntos, iban y venían, muchos profiriendo insultos, mientras que otros se sentían conmovidos y parecía que un rayo de Jesús les tocaba. Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los verdugos, y les trajeron un cántaro de una bebida espesa y colorada, para que se embriagasen. Pasado un cuarto de hora, los verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. La sangre del Salvador corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas. Los segundos verdugos se echaron con una nueva rabia sobre Jesús; tenían otra especie de varas: eran de espino con nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; su sangre saltó a cierta distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza, montados sobre camellos y se llenaron de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los griegos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos. Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah! ¡quién podría expresar este terrible y doloroso espectáculo! La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, se precipitó sobre la columna con una navaja, que tenía la figura de una cuchilla, gritando en tono de indignación: "¡Parad! No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir". Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó rápidamente las cuerdas, atadas detrás de la columna, y se escondió en la multitud. Jesús cayó, casi sin conocimiento, al pie de la columna sobre el suelo, bañado en sangre. Los verdugos le dejaron, y se fueron a beber, llamando antes a los criados, que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.

30. Vi a la Virgen Santísima en un éxtasis continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y sus ojos estaban bañados en lágrimas. Las santas mujeres, temblando de dolor y de inquietud, rodeaban a la Virgen y lloraban como si hubiesen esperado su sentencia de muerte. María tenía un vestido largo azul, y por encima una capa de lana blanca, y un velo de un blanco casi amarillo. Magdalena, pálida y abatida de dolor, tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. La cara de la Virgen estaba pálida y desencajada, sus ojos colorados de las lágrimas. No puedo expresar su sencillez y dignidad. Desde ayer no ha cesado de andar errante, en medio de angustias, por el valle de Josafat y las calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni descompostura en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en ella es digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira majestuosamente a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza, tienen una vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del dolor más amargo, su aspecto es sereno. Su vestido está húmedo del rocío de la noche y de las abundantes lágrimas que ha derramado. Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural; esta belleza es pureza inefable, sencillez, majestad y santidad. Magdalena tiene un aspecto diferente. Es más alta y más fuerte, su persona y sus movimientos son más pronunciados. Pero las pasiones, el arrepentimiento, su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo al verla tan desfigurada por la violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan desatados debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada, no piensa más que en su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha gente de Magdalum y de sus alrededores que la han visto llevar una vida escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aún los hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no advierte nada, tan grande y fuerte es su dolor. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús sería libertado, y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esa pagana compasiva sabía a qué uso la Virgen Santísima destinaría su regalo. María viendo a su Hijo despedazado, conducido por los soldados, extendió las manos hacia Él y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado; escondidas por las otras santas mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y limpiaron por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Eran las nueve de la mañana cuando acabó la flagelación.
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:17 am    Asunto:
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Episodios de la Resurrección
Sor Anna Katharina Emmerich.



Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo santísimo. Vi los miembros moverse y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.

Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció. He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección y he visto una serpiente igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del Paraíso; todavía era más horrorosa Pienso que esto se refiere a la profecía: "El hijo de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente". Todo eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.

Jesús, resplandeciente, se elevó por en medio de la peña. La tierra templó: un ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo; puso la piedra a la derecha y se sentó sobre ella. Los soldados cayeron como muertos y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida (...)

En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador resucitado se apareció a su Madre en el Calvario (...)

Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando Nuestro Señor resucitó; pero no veían nada de los prodigios que habían sucedido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron en la víspera, a causa del Sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos levantará la piedra de la entrada?” Querían echar agua de nardo y aceite odorífero sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al Señor lo más precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus aromas so­bre la piedra y esperar que algún discípulo viniera a levantarla (...)

Vi a las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los soldados tendidos alre­dedor del sepulcro, tuvieron miedo y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto y Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resuel­tas, se quedaron a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se volvió con Sa­lomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el suelo, entraron en la gruta del sepul­cro. Vieron la piedra quitada; pero las puertas estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emo­ción y vio apartados los lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente y un ángel estaba sentado a la de­recha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel; mas salió perturbada del huerto y corrió rápidamente adonde estaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel habló a María Salomé, que se había quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto de­trás de Magdalena y reunirse a las otras dos mujeres anunciándoles lo que había sucedido. Se llena­ron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar en el huerto (...)

Estando en la entrada del sepulcro, vieron a dos ángeles vestidos de blanco con trajes sacerdota­les. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las manos, se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran miedo; que no buscaran al Crucificado, porque había resucita­do y estaba lleno de vida. Les enseñó el sitio vacío, les mandó que dijeran a los discípulos lo que ha­bían visto y oído; añadiendo que Jesús los precedería en Galilea y que debían acordarse de sus pala­bras: "El Hijo del hombre será entregado a las manos de los pecadores; lo crucificarán y resucitará al tercer día". Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres, temblando pero llenas de gozo, volvieron hacia la ciudad: iban conmovidas; no se apresuraban y se paraban de cuando en cuan­do para mirar si veían al Señor o si Magdalena volvía.

Mientras tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí y llamó con fuerza a la puer­ta. Algunos discípulos estaban todavía acostados durmiendo; otros se hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena les dijo desde afuera: "Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos dónde lo han puesto". Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron en la casa y dijeron algunas palabras a los otros discípulos; después la siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el huerto y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor. Estaba cubierta de rocío; su manto se había desprendido de la cabeza y de los hombros y sus largos cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba sola, no se atrevió a bajar a la gru­ta y se paró un instante a la entrada. Se arrodilló para mirar dentro del sepulcro por entre las puertas y, al echar atrás sus cabellos que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados en las extremidades del sepulcro y oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer, ¿por qué lloras? " Ella gritó en medio de su dolor (pues no veía más que una cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo de Jesús no estaba allí). "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, salió y se puso a buscar acá y allá. Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía confusamente que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía distraerla: diríase que no se veía que eran ángeles y no podía pensar más que en Jesús. "¡Jesús no está allí! ¿Dónde está Jesús?- La vi errante de una lado a otro como una perso­na extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos lados sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos y, después, lo partió en dos echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez pasos del sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la ciudad, aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del crepúsculo y, corriendo hacia ese la­do, oyó estas palabras: "Mujer, ¿por qué lloras?” Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que le hablaba tenía una azada en la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes de su Pasión. No estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre vestido de blanco, visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: "¿A quién buscas?", ella respondió: "Si tú lo has tomado, dime dónde está y yo iré por Él”. Y enseguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con el timbre habitual de su voz: "¡María!" Ella conoció el acento y, olvidando la crucifixión, muerte y sepultura, le dijo como otras veces: "¡Rabboni!" (Maestro). Se puso de rodillas y extendió los brazos a los pies de Jesús. Mas el Salvador, deteniéndola, le dijo: "¡No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre! Vete a decir a mis hermanos que subo ha­cia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios y el suyo”. Y desapareció (...)

Magdalena, después de la resurrección del Señor se levantó de prisa y, como si hubiese visto un sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio sentados a los dos ángeles que le dijeron lo que habían dicho a las otras dos mujeres sobre la resurrección del Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo que había visto, buscó a sus compañeras y las encontró en el camino que conduce al Gólgota. Ellas andaban errantes, llenas de terror, esperando la vuelta de Magdalena, y con vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte. Toda esta escena no duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la mañana cuando el Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan entraba y, después, Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miró por la puerta entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llegó entonces y bajó a la gruta, donde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo si­guió y, a esta vista, creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que estaba en las Es­crituras, lo veían claro: y hasta entonces no lo habían comprendido, Pedro tomó los lienzos bajo su capa y se volvieron corriendo. Entonces vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles. Estaban aterrados: salieron pronto del huerto y llegaron presto a la puerta de la ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres y les contó que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus compañeras le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles. Entonces Magdalena corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto pensando, sin duda, encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les apareció, vestido de blanco, y les dijo: "Yo las saludo". Ellas se echaron a sus pies, mas Él les dijo algunas palabras y parecía indicarles algo con la mano, y desapareció. Entonces corrieron al Cenáculo y contaron a los discípulos que habían visto al Señor. Éstos no querían creerles ni a ellas ni a Magdalena y calificaron cuanto les decían de sueños de mujeres, hasta la vuelta de Pedro y de Juan.

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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:22 am    Asunto:
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JESUS, DULCE Y HUMILDE DE CORAZON
San Pedro Julián de Eymard



Discite a me quia mitis sum et humilis corle.
"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón." (MATTH., XI, 29.)


En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejarnos a El: la amistad exige la igualdad de vida y de condición; para vivir de la Eucaristía nos es indispensable anonadarnos con Jesús, que en ella se anonada. Entremos ahora en el alma de Jesús y en su sagrado Corazón, y veamos qué sentimientos han animado y animan a este divino corazón en el santísimo Sacramento. Nosotros pertenecemos a Jesús sacramentado. ¿No se da a nosotros para hacernos una misma cosa con El? Necesitamos que su espíritu informe nuestra vida, que sus lecciones sean escuchadas por nosotros, porque Jesús en la Eucaristía es nuestro maestro. El mismo desea enseñarnos a servirle para que lo hagamos a su gusto y según su voluntad, lo cual es muy justo, puesto que El es nuestro señor y nosotros sus servidores. Ahora bien: el espíritu de Jesús se revela en aquellas palabras: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón", y cuando los hijos del Zebedeo quieren incendiar una población rebelde a su Señor, Jesús les dice: "Ignoráis qué espíritu os impulsa": Nescitis cujas spiritus estis (1). El espíritu de Jesús es de humildad y de mansedumbre, humildad y mansedumbre de corazón, es decir, humildad y mansedumbre aceptadas y amadas por imitar a Jesús. Nuestro señor Jesucristo quiere formarnos en estas virtudes y para esto se halla en el santísimo Sacramento y viene a nosotros. Quiere ser nuestro maestro y nuestro guía en estas virtudes: sólo El puede enseñárnoslas y darnos la gracia necesaria para practicarlas.


La humildad de corazón es corno si dijéramos el árbol que produce la flor y el fruto de la dulzura o mansedumbre.
Discite a me quia humilis corle. Jesús habla de la humildad de corazón; ¿es que no poseía la humildad de espíritu? La humildad de espíritu es negativa, es decir, la que se funda en el pecado y en la miseria de nuestra naturaleza corrompida, Jesús no la podía tener, y si practicó las obras de esta virtud fué para darnos ejemplo; por eso se humilla como los pecadores a pesar de estar libre de pecado. Jamás hizo El cosa alguna por la cual debiera sonrojarse, como confesó el buen ladrón: Hic nihil mal¡ gessit (2). "Este no hizo nada malo." Nosotros..., ¡ah!, nosotros deberíamos sonrojarnos a cada momento, porque hemos cometido muchos pecados, y aún no conocemos todo el mal que hemos hecho...
Tampoco hay en Jesús la ignorancia propia de la naturaleza caída, mientras que nosotros, puede decirse que no sabemos nada, o apenas si conocemos otra cosa que el mal. Desnaturalizamos la noción de la justicia y del bien. Jesús lo sabe todo y es tan humilde que obra como si todo lo ignorase: ¡El pasa treinta años aprendiendo, sin ser conocido!
Posee todos los dones de la naturaleza; sabe y puede hacer todas las cosas a la perfección y no lo demuestra; trabaja toscamente, algo así como los aprendices: Nonne fabri filius? (3). ¿No es éste el hijo- del artesano y artesano como su padre?
Nunca lió a conocer Jesús que lo sabía todo: aun cuando enseña, repite muchas veces que no hace más que anunciar la palabra de su Padre: se limita a cumplir su misión, y lo hace en la forma más sencilla y humilde; se condujo, pues, como un hombre verdaderamente humilde de espíritu. Nunca se glorió de nada, ni pretendió brillar, ni mostrar agudeza, ni aparecer más instruído que los demás: en el templo, estando en medio de los doctores, los escuchaba y les preguntaba para dar señales de instruirse: Audientem et interrogantem eos (4).
Jesús tenía la humildad de espíritu positiva, la cual no consiste en humillarse uno por razón de su miseria, sino en transferir a Dios todo el bien habido y humillarse uno en el mismo bien. El dependía-en todo de su Padre, le consultaba y obedecía en aquellos que ocupaban su lugar aquí en la tierra, y cedía a su divino Padre la honra de todo bien: su humildad de espíritu es magnífica, admirable, divina: Ego autemnon quaero gloriam meam (5), es una humildad gloriosísima, una humildad enteramente amorosa y completamente espontánea.
Nosotros debemos tener la humildad de espíritu, porque somos ignorantes y pecadores: es un deber de justicia en nosotros. Venimos también obligados a ello en calidad de discípulos y siervos de Jesucristo. Sin embargo, Jesús, en su mandato, nos habla solamente de la humildad de corazón; parécele a su amor que sería humillarnos demasiado hablarnos de esta humildad de espíritu, porque ello trae a la memoria un sinnúmero de miserias y pecados, cosas todas a propósito para engendrar el menosprecio. El amor de Jesús echa un velo sobre todo esto que nos es menos grato y nos dice tan sólo que seamos como El, humildes de corazón, humilis corde.
¿Qué es ser humilde de corazón? Es aceptar de Dios, con sumisión de corazón, la obligación de practicar la humildad, como un bien y como un ejercicio que le es muy glorioso; consiste en conformarnos con_ el estado en que Dios nos ha colocado, y en cumplir nuestros deberes, cualesquiera que ellos sean, sin avergonzarnos de nuestra condición; consiste en mostrar naturalidad y sencillez en las gracias extraordinarias con que Dios nos haya favorecido. Por consiguiente, si amo a Jesús, debo asemejarme a El; si amo a Jesús, debo amar lo que ama El, lo que practica El, lo que El prefiere a todo; esto es, la humildad.


La humildad de corazón es más fácil de practicar que la humildad de espíritu, puesto que no se trata sino de un sentimiento digno de toda estima y muy elevado: asemejarse a Jesús, amarle y glorificarle en estas sublimes circunstancias de humildad.
¿Tenemos nosotros esa humildad de corazón, o, mejor dicho, este amor de Jesús humillado?
Puede ser que tengamos aquella humildad que no pugna con el interés, la gloria ni el éxito en las empresas; aquella humildad que da y se sacrifica puramente, sin móviles de alabanza humana; pero no aquella otra que desciende con Juan Bautista, el cual se rebaja, se oculta y tiene como una gran dicha ser abandonado por nuestro Señor; no aquella humildad de Jesús en el Sacramento, oculto, abatido y anonadado por glorificar a su Padre.
Este es un verdadero combate por el cual debemos triunfar de nuestra naturaleza: amar la humildad de Jesús es la gloria y la victoria de Jesús en nosotros.
Se concibe la humildad en la prosperidad, en la abundancia, en el éxito, en los honores, en el poder...; ahora, que esta humildad debe ser muy fácil, porque causa satisfacción el practicarla, esto es, el referir a Dios toda nuestra gloria. Pero hay también la humildad positiva del corazón, que se practica cuando las humillaciones, tanto internas como externas, afectan directamente al corazón, al alma, al cuerpo, a nuestras acciones, sobre las cuales se desencadenan como furiosa tempestad que amenaza sumergirnos; esta es la humildad de Jesucristo y de todos los santos: amar a Dios en tales circunstancias, darle gracias por vernos reducidos á semejante estado, es la verdadera humildad del corazón.
¿Cómo llegar a conseguirla? No será por medio del raciocinio y de la reflexión, porque juzgaríamos estar en posesión de la humildad cuando nuestra mente formase de ella ideas muy elevadas y cuando tomásemos heroicas resoluciones..., pero no pasaríamos de ahí. Se necesita tan sólo revestirse del espíritu de nuestro Señor, verle, consultarle, obrar bajo su divina inspiración, como en sociedad, en amor; es necesario recogernos en su divina humildad de corazón, ofrecer nuestras obras a Jesús humillado por amor en el Sacramento, y prefiriendo este estado oculto a toda su gloria; después examinaremos nuestros actos a ver si nos hemos desviado de esta regla. Digamos sin cesar: "¡Oh Jesús, Vos que sois tan humilde de corazón, haced el mío semejante al vuestro!"
La humildad de corazón produce la mansedumbre; por eso Jesús es manso: esta virtud forma como la nota característica de su vida y es como si dijéramos el espíritu que la informa: "¡Aprended de mí que soy manso!" No dice
Aprended de mí que soy penitente, pobre, sabio o callado, sino manso; porque el hombre caído es natural y esencialmente colérico, envidioso e inclinado al odio, muy quisquilloso, vengativo, homicida en su corazón, furioso en su mirada, lleno de veneno en la lengua y violento en sus movimientos; la cólera forma con él una naturaleza, porque es soberbio, ambicioso y sensual; y como en su condición de hombre caído lucha de continuo con el infortunio y la humillación, vive siempre exasperado, como si fuese un hombre que ha padecido injustamente.
Mansedumbre interior. Jesucristo es dulce y pacífico en su corazón: ama al prójimo, quiere su bien, no piensa sino en los beneficios que podrá hacerle; juzga al prójimo según su misericordia y no según su justicia: aun no ha llegado la hora de la justicia. Jesús es como una madre: es el buen samaritano. Lo mismo al tierno niño, al justo que al pecador..., a todos se extiende la ternura de su corazón.
En este corazón no cabe la indignación contra aquellos que le desprecian, le injurian o le quieren mal; contra los que le maltratan o están dispuestos a ofenderle: a todos los conoce y no siente hacia ellos sino grande compasión y experimenta honda pena por el lastimoso estado en que se hallan: "Et videns civitatem flevit super illam" (6).
Jesús era dulce por naturaleza: 'es el cordero de Dios; dulce por virtud para glorificar a su Padre mediante tal esta-do de mansedumbre; dulce por la misión que recibió de su Padre; la dulzura debió ser el carácter del Salvador, para que pudiese atraerse a los pecadores, animarlos a venir a El, granjearse su afecto y sujetarlos a la ley divina.
¡Y qué necesidad tenemos nosotros de esta dulzura de corazón! Por desgracia carecemos de ella, y, en cambio, con demasiada frecuencia sentimos que están llenos de ira e indignación nuestros pensamientos y nuestros juicios. Juzgamos de las cosas y de las personas apuntando siempre al éxito desde nuestro punto de vista y tratamos sin consideración a cuantos se oponen a nuestro parecer. Y nosotros deberíamos juzgar de todo como nuestro Señor, o en su santidad o en su misericordia; de esta manera seríamos caritativos y nuestro corazón conservaría la paz: Jugis pax cum humili (7).
Si prevemos que se nos va a contradecir, ¡cuántos razonamientos, cuántas justificaciones y respuestas enérgicas bullen en nuestra imaginación! ¡Y cuán lejos está todo esto de la mansedumbre del cordero! Es el amor propio el que nos sugiere estas cosas, que no ve más que la propia persona y los' propios intereses. Si estamos constituídos en autoridad nada vemos fuera de nosotros mismos; sólo tenemos en cuenta los deberes de nuestros inferiores, las virtudes que debieran poseer, el heroísmo de la obediencia, la dulzura del mandato, nuestra obligación de humillar y quebrantar la voluntad del súbdito, su escarmiento ; todo esto no vale nunca lo que un acto de mansedumbre. El que manda debe ser el que más se humille, dice el Salvador. Nosotros no somos ni debemos ser más que discípulos del maestro, dulce y humilde de corazón. Servus servorum Dei, y no generales de ejército.
¿Por qué mostramos a menudo tanta energía cuando se nos hace oposición? ¿Por qué esa indignación, no santa ciertamente, contra lo que es malo y contra los incrédulos e impíos? ¡Ay! En el fondo la vanidad nos comunica tales energías; parecemos hacer alarde de energía y no es más que impaciencia y cobardía. Jesucristo compadecería a esas pobres gentes, oraría por ellas y trataría, en sus relaciones con las mismas, de honrar a su Padre por medio de la dulzura 'y de la humildad.
Además, esas expresiones enérgicas y picantes dan muy mal ejemplo. ¡Oh Dios mío, haced mi corazón dulce como el vuestro!
Mansedumbre de espíritu. Jesús es dulce en su espíritu: El no ve en todas las cosas sino a Dios su Padre; en los hombres, las criaturas de Dios, y El es el padre que lleva los extravíos de sus hijos y procura hacerles volver a la casa paterna; él es el que cura las heridas, cualquiera que sea la causa que las haya producido, y anhela verlos reintegrados a la vida divina. Su mente está enteramente ocupada en el pensamiento de su paternidad para con sus hijos, en la pena que le causa el desgraciado estado en que se hallan; su ocupación constante es el bienestar de sus hijos, y a este fin encamina todos sus trabajos, siendo inspirados todos sus actos por la paz, y no por la cólera, por la indignación ni por la venganza. Como David, que lloraba por Absalón, culpable, y al mismo tiempo recomendaba que le salvasen la vida; como María, la madre del dolor, que llora por los verdugos de su hijo, alcanzándoles el perdón...
La caridad verdadera se alimenta, así en el espíritu como en cuanto al corazón, con el bien que procura hacer, no queriendo el mal ni emplear medio alguno para vengarlo; tiene siempre presente el estado sobrenatural, presente o futuro, del hombre; no se aparta de Dios a fin de no ver en el hombre a un enemigo: la caridad es dulce y paciente.
Todo lo que hay en nuestros corazones está también en nuestro espíritu y en nuestra imaginación, que son los agentes que promueven en nosotros terribles tempestades y nos ponen la espada en la mano para destrozarlo todo. Hay que aplicar la segur a la raíz de estos ataques: una mirada dirigida, desde el primer momento, a Jesús sacramentado bastará para recobrar la calma.


Jesús, dulce en su corazón y en su espíritu, lo es también, naturalmente, en su exterior. La dulzura de Jesús es como el suave perfume de su caridad y de su `santidad. Se percibe en todos los movimientos de su cuerpo: nada de violento en sus ademanes, que son moderados y tranquilos como la expresión de su pensamiento y de sus sentimientos llenos de dulzura; su andar es sosegado y sin precipitación, porque en sus movimientos todo está regulado por la sabiduría. Su cuerpo, su porte exterior, sus vestidos, todo, en suma, anuncia en El el orden, la calma y la paz; es el reinado de su dulce modestia, porque la modestia es la mansedumbre del cuerpo y su honor.
La cabeza del Salvador guarda también una posición modesta, no orgullosa ni altanera, ni está erguida, aunque tampoco excesivamente abajada y tímida; en una palabra, ofrece el aspecto de la modestia sencilla y humilde.
Sus ojos no denuncian movimiento alguno de indignación ni de cólera; su mirada es respetuosa para los superiores, amorosa para su madre y para san José en Nazaret, bondadosa para sus discípulos, tierna y compasiva para los pecadores e indulgente y misericordiosa para sus enemigos.
Su boca augusta es el trono de la dulzura: se abre con modestia y con suave gravedad. El Salvador habla poco jamás ha salido de su boca una chocarrería, ni una palabra burlesca, ni una frase de mal gusto o de mera curiosidad; todas sus palabras, lo mismo que sus pensamientos, son fruto de su sabiduría; los términos que emplea son siempre sencillos, siempre oportunos y al alcance de aquellos que le escuchan, que, por lo general, son pobres y gente del pueblo. Jesucristo en sus predicaciones evita toda alusión personal que pueda lastimar; no ataca sino los vicios de escuela o de casta, no condena sino los malos ejemplos y los escándalos, no revela los delitos ocultos ni los defectos interiores.
No esquiva la presencia de aquellos que le odian; no deja de cumplir ningún deber ni de defender la verdad por temor, por evitar la contradicción o por agradar a las personas. No dirige reproches impremeditados ni formula profecías personales antes del tiempo señalado por su Padre; trata con la misma sencillez y mansedumbre a los que sabe que le han de abandonar; mientras no llega el momento de hablar, el porvenir para El es como si no lo conociera.
Jesucristo dio pruebas de una paciencia admirable con aquellas muchedumbres que se apiñaban en torno suyo; de una calma sublime en medio de las mayores agitaciones y entre tantas peticiones y exigencias de un pueblo grosero y terrenal.
Todavía causa más admiración su comportamiento tan suave, tan dulce y tan bondadososo con discípulos rudos e ignorantes, susceptibles e interesados, que se envanecerán de tenerle por maestro. Jesucristo manifiesta a todos el mismo amor: no hay en El preferencias ni aceptación de personas: i Jesús es todo miel, todo dulzura, todo amor!
Si comparamos nuestra vida con la de Jesucristo, i qué reprochable resulta la nuestra! Nuestro amor propio afila el sable contra ciertas personas que por su manera de ser y por su carácter hieren de una manera especial nuestro orgullo
todas esas impaciencias, esos reproches y ese proceder mortificante proceden de un fondo de pereza que quiere desembarazarse y librarse cuanto antes de un obstáculo, de un sacrificio, de un deber, y por esta causa lo rehuímos o lo cumplimos con demasiada precipitación.
¡Ay!, a decir verdad, esa afectación, esos aires de triunfo y esas palabras son cosas ridículas. Yo espero que el divino maestro nos ha de mirar con ojos de piedad por todas esas faltas que no dejan de ser miserias y necedades.
Es de notar que la dulzura con los poderosos y con aquellos que pueden halagar nuestra vanidad es una debilidad, una adulación y una cobardía, y el mostrarse fuerte con los débiles, una crueldad, y la humillación no es otra cosa, frecuentemente, que una venganza secreta. ¡Oh Dios mío!


El mayor triunfo de la mansedumbre de Jesús está en la virtud del silencio.
Jesús, que vino al mundo para regenerarnos, principia por guardar silencio en público durante treinta años; sin embargo, ¡cuántos vicios había en el mundo que corregir, cuántas almas extraviadas, cuántas faltas en el culto, cuántas en los levitas y en las primeras autoridades de la nación! Jesucristo no reprende a nadie; se contenta con orar, con hacer penitencia, no transigiendo con el mal y con pedir perdón a Dios.
¡Qué cosas más hermosas y útiles hubiera podido hacer Jesús en esos treinta años para enseñar y consolar! Y, sin embargo, no las dijo; se limitó a oír a los ancianos, a asistir a las instrucciones de la sinagoga, a escuchar a los escribas y doctores de la ley como un simple israelita de la última clase del pueblo; hubiera podido reprender y corregir y no lo hace; ¡todavía no había llegado la hora!
¡La sabiduría increada, el Verbo de Dios que ha creado la palabra y hace conocer la verdad, se calla y honra a su Padre con su dulce y humilde silencio! Este silencio de Jesús elocuentemente nos dice: "¡Aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón!"
¡Cómo condena nuestra vida la conducta de Jesús! Hablamos como insensatos diciendo muchas veces lo que no sabemos, resolviendo como ciertas las cuestiones dudosas e imponiendo a los demás nuestro criterio. ¡Cuántas veces decimos lo que no deberíamos decir, revelando lo que la más rudimentaria prudencia y humildad debieran hacernos callar! Cuando obramos así Jesucristo nuestro señor nos trata como a charlatanes e insolentes, dejándonos hablar solos para confusión nuestra; su pensamiento no está con nosotros y su gracia no quita la esterilidad de nuestras palabras.
Este silencio que dimana de la mansedumbre de Jesús es paciente; a los que le hablan los escucha hasta el fin, sin interrumpirles jamás, y eso que sabe de antemano lo que desean decirle; responde El mismo directamente; reprende y corrige con bondad, sin humillar ni zaherir a nadie, como lo haría el mejor maestro con sus jóvenes discípulos. Oye cosas que le desagradan, cosas impertinentes, y en todo halla ocasión de instruir y hacer bien.
En cuanto a nosotros, ocurre de muy distinto modo: somos impacientes para contestar a lo que hemos comprendido de antemano, y nos molesta escuchar lo que nos obliga a callar largo tiempo o lo que nos contraría. Esta impaciencia y esta molestia las reflejamos en nuestro semblante y nuestro aspecto exterior. No es éste el espíritu de Jesucristo, ni aun el de una persona bien educada, ni siquiera el de un hombre pagano honrado y prudente. Hay un montón de circunstancias en la vida del hombre en las que la paciencia, la dulzura y la humildad del silencio vienen a ser la virtud del momento, las cuales deben ser, ante Dios, el fruto único de ese tiempo que empleamos en practicarlas y que creemos perdido. Su gracia ya no los advierte: escuchemos su voz y obedezcámosle sencilla y fielmente.
¿Qué decir de la mansedumbre del silencio de Jesús en el sufrimiento?
Jesús se calla habitualmente ante la incredulidad de muchos discípulos, en presencia del corazón inicuo e ingrato de Judas, cuyos incrédulos pensamientos e infames maquinaciones conoce en absoluto. Jesús se domina, está sereno, tranquilo y afectuoso con todos, como si nada supiese; continúa con ellos su trato ordinario, respetando el secreto que con los mismos guarda su Padre. ¡Qué lección contra los juicios temerarios, contra las sospechas y antipatías secretas!. Jesús conoce el secreto de los corazones, pero antes de hacer uso de este conocimiento tiene presente la ley de la caridad Y .del deber común, porque éste es el orden de la Providencia.
Jesús confiesa sencillamente la verdad de su misión delante de los jueces; en presencia de los pontífices confiesa que es Hijo de Dios; y que es rey, en presencia del gobernador romano. Se calla delante del curioso e impúdico Herodes. Guarda silencio como los sentenciados a muerte, mientras la cohorte pretoriana le llena de improperios y se burla de El sacrílegamente; sufre, sin exhalar una queja, el suplicio de la flagelación y el insulto del Ecce Homo. No protesta por la lectura de su injusta condenación; toma su cruz con amor, y sube al calvario en medio de las maldiciones de todo el pueblo; y cuando se ha agotado la malicia de los hombres y los verdugos han terminado su obra, abre la boca y dice "¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!" ¿Es posible que, conociendo esta escena, nuestro corazón no se sienta quebrantado por el dolor y conmovido por el amor?
¿Qué diremos de la mansedumbre eucarística de Jesús? ¿Cómo pintar su bondad cuando recibe a todos los que se acercan a El; su afabilidad cuando se pone al alcance de todos..., pequeños..., ignorantes; su paciencia en escuchar a toda clase de gentes, en oír todo lo que le dicen, la relación de todas nuestras miserias...? ¿Cómo describir su bondad cuando se da en la Comunión, acomodándose al estado en que se hallan los que le reciben, yendo a todos con alegría, con tal que los encuentre con la vida de la gracia y con algún sentimiento de devoción, con algunos buenos deseos o, por lo menos, un poco respetuosos; comunicando a cada uno la gracia que le conviene según su disposición y dejándole la paz y el amor como señales de su paso?
Y en cuanto a los que le olvidan, ¡qué mansedumbre tan paciente y misericordiosa! ...
Por último, respecto de aquellos que le desprecian y le ofenden, ruega por ellos y no reclama ni amenaza; a los que le ultrajan con el sacrilegio no les castiga al momento, sino que trata de conducirlos al arrepentimiento con su mansedumbre y su bondad. La Eucaristía es el triunfo de la mansedumbre de Jesucristo.


¿Qué medios debemos emplear para llegar a la mansedumbre de Jesús? Es cosa fácil conocer la belleza, la bondad y, especialmente, la necesidad de una virtud como la mansedumbre; parar en este conocimiento sin pasar adelante es hacer como el enfermo que conoce su remedio, lo tiene a mano y no lo toma; o el viajero que, sentado cómodamente, se contenta con mirar el camino que tiene que andar.
El mejor medio para llegar a la dulzura del corazón de Jesús es el amor de nuestro Señor; el amor tiende siempre a producir la identidad de vida entre aquellos que se aman. El amor obrará este resultado por tres medios.
El primero consiste en destruir el fuego incandescente de la cólera, de la impaciencia y de la violencia, haciendo la guerra al amor propio en las tres concupiscencias que se disputan nuestro corazón; si nos irritamos, es porque nuestra sensibilidad, nuestro orgullo o nuestro deseo de gloria y honras mundanas sufren la contrariedad de algún obstáculo; de aquí que combatir estas tres pasiones dominantes es atacar al enemigo de la mansedumbre.
En segundo lugar hay que amar más la ocupación que se nos ofrece, ordenada por la providencia, que aquella que actualmente practicamos. Sucede muchas veces que nos irritamos, porque no nos es dado continuar libremente una ocupación que nos agrada más que la presentada por Dios. Entonces ha de dejarse todo para hacer la voluntad de Dios, y todo lo que nos ofrezca lo miraremos como lo mejor y como lo más agradable a nuestros ojos. Esta metamorfosis no puede operarse sino amando aquello que Dios pide de nosotros en ese momento, el cual cambia nuestras gracias y nuestras obligaciones para su gloria y nuestro mayor provecho; somos entonces como el criado que abandona a su señor vulgar para ponerse a servir en persona al soberano. ¡Cuán propio es este pensamiento para alentarnos y hacernos conservar la paz y la dulzura en medio de las vicisitudes de la vida!
Pero entre todos, el medio mejor es tener continuamente delante de los ojos el ejemplo de nuestro Señor, sus deseos y complacencias; este medio es del todo bello, luminoso y agradable. Para ser dulces, miremos al Dios de la Eucaristía; alimentémonos con aquel divino maná que contiene todo sabor; en la Comunión hagamos provisión de mansedumbre para todo el día: ¡tenemos tanta necesidad de ella-!
Ser dulce como Jesucristo, ser dulce por amor al Salvador: he aquí el objetivo de un alma que quiere tener el espíritu de Jesús.
¡Oh alma mía! Sé dulce con el prójimo que ejercita tu paciencia, como lo son contigo Dios, Jesús y la santísima Virgen; sé dulce para que el juez divino lo sea contigo, el cual te medirá con la misma medida con que tú hayas medido. Y si piensas en tus pecados, en lo que has merecido y mereces; al ver, ¡oh, pobre alma!, con qué bondad y dulzura, con qué paciencia y consideración te trata nuestro señor Jesucristo, no podrás menos de deshacerte en actos de humildad y dulzura para con el prójimo.

NOTAS:

(1) Luc., IX, 55.
(2) Luc., XXIII, 41.
(3) Matth., XIII, 55.
(4) Matth., II, 46.
(5) Joann., VIII, 50.
(6) Luc., XIX, 41.
(7) Imit. Libr. I, cap. VII.

"Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard"
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MensajePublicado: Vie Abr 18, 2008 4:27 am    Asunto:
Tema: Escritos.....
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LA VIDA DE ORACION
San Pedro Julián de Eymard



Ego cibo invisibeei el potu qui ab hominibus videri non potes¡, utor.
"Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (TOB., XII, 19).


Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de la alimentación; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural son las mismas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe; en el cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su palabra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la oración y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada temperamento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así también cada alma necesita una dosis particular de oración. Notad que no es la virtud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gracia, en tanto que otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no volará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho conservarse en él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor frecuencia, so pena de caer enfermas!
Mas hay oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la intención, el corazón.
¿Será necesaria la oración mental considerada en su acepción más restringida de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los santos la han practicado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo pena de condenación, a orar! Abrid el evangelio y al punto veréis el precepto de la oración. Claro que no está indicada la medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para manfeneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus esfuerzos, que si no su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por las tentaciones, doblad las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuído vuestra marcha y acabará de echaros completamente por tierra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este estado son muy estrechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Harto mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de Dios. Entra en familiaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que El sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de semejante alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡ y vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo bastante para mi estado?-Os basta la oración que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente,
cuando se ve que se digiere fácilmente y que nos proporciona salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra meditación os hacen volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta para dominar las miserias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (1).
¿Qué sucederá? Una tremenda desdicha: ¡que nos moriremos de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros alimento de muerte, y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué queda para volvernos al estado anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y muere. Quitad a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros. Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y ¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida piadosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetieron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las armas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por obrar mejor y en corregiros de vuestros defectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sentís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Dícese que, a fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino tengamos siempre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre, tomar buen cuidado para no perder el gusto espiritual. Porque, lo repito, nunca podrá Dios salvarnos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.


NOTAS:

(1) Matth., XV


"Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard"

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MensajePublicado: Sab May 10, 2008 5:18 pm    Asunto:
Tema: Escritos.....
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"MARIA es para el alma como el oratorio del corazon, para hacer en el todas las oraciones del a DIOS". (San Luis Ma Grignion de Montfort)
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MensajePublicado: Sab May 10, 2008 5:20 pm    Asunto:
Tema: Escritos.....
Responder citando

"El amor nace del recuerdo ,vive de la inteligencia y muere por el olvido".
(Beato Raimundo Lulio)
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MensajePublicado: Sab May 10, 2008 5:24 pm    Asunto:
Tema: Escritos.....
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Santa Catalina de Siena

"El amor mas fuerte y mas puro no es el que sube desde la impersion ,
sino el que desciende desde la admiracion ."


"El alma no puede vivir sin amar ,
y cuando no ama a DIOS
se ama desordenadamente a si misma ".
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