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Se que viene de Dios...
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Autor Mensaje
AURORA
Invitado





MensajePublicado: Sab Ene 28, 2006 3:23 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

AURORA BOUZENARD escribió:
quisiera saber : quien recibe estos mensajes de la VIRGEN , y si estan aprobados , y ademas si no es asi , porque se los difunde?????????????

gracias por su respuesta


disculpen por la insistencia, pero ¿ de donde salen los mensajes'
¿ si no estan autorizados , porque los dejan publicar?

no tengo mala intencion , pero ustedes son muy extrictos con esto y yo quiero saber que pasa en este caso.

mi pregunta es para catolic o los moderadores, a quien corresponda.

gracias.............
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Albert
+ Moderador
+ Moderador


Registrado: 03 Oct 2005
Mensajes: 27940
Ubicación: Puerto Rico

MensajePublicado: Sab Ene 28, 2006 9:45 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Hermana Aurora:

AURORA BOUZENARD escribió:
AURORA BOUZENARD escribió:
quisiera saber : quien recibe estos mensajes de la VIRGEN , y si estan aprobados , y ademas si no es asi , porque se los difunde?????????????

gracias por su respuesta


disculpen por la insistencia, pero ¿ de donde salen los mensajes'
¿ si no estan autorizados , porque los dejan publicar?

no tengo mala intencion , pero ustedes son muy extrictos con esto y yo quiero saber que pasa en este caso.

mi pregunta es para catolic o los moderadores, a quien corresponda.

gracias.............


Lo que no es permitido aquí es la propagación de mensajes no autorizados que vayan en detrimento, menosprecio o que sean contrarios al Magisterio. Hasta ahora en los mensajes que Rey Zen publica no existen ni contradicciones, ni menosprecios, ni están en detrimento a la Doctrina ni al Magisterio de la Iglesia. Dios te bendiga
_________________

Transfíge, dulcíssime Dómine Jesu
Albert González Villanueva, OFS
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Dom Ene 29, 2006 12:30 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Albert escribió:
Hermana Aurora:

AURORA BOUZENARD escribió:
AURORA BOUZENARD escribió:
quisiera saber : quien recibe estos mensajes de la VIRGEN , y si estan aprobados , y ademas si no es asi , porque se los difunde?????????????

gracias por su respuesta


disculpen por la insistencia, pero ¿ de donde salen los mensajes'
¿ si no estan autorizados , porque los dejan publicar?

no tengo mala intencion , pero ustedes son muy extrictos con esto y yo quiero saber que pasa en este caso.

mi pregunta es para catolic o los moderadores, a quien corresponda.

gracias.............


Lo que no es permitido aquí es la propagación de mensajes no autorizados que vayan en detrimento, menosprecio o que sean contrarios al Magisterio. Hasta ahora en los mensajes que Rey Zen publica no existen ni contradicciones, ni menosprecios, ni están en detrimento a la Doctrina ni al Magisterio de la Iglesia. Dios te bendiga


todo claro , albert, gracias
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Rey Zen
Asiduo


Registrado: 04 Oct 2005
Mensajes: 155

MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 12:15 pm    Asunto: Mensaje de diciembre...
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

* Desde mi Corazón, Corazón de Madre, pequeños,
desde mi Corazón, que en verdad vengo visitándoos,
vengo ciertamente saludándoos y diciéndoos de igual manera
palabras para vuestro caminar por los caminos de Cristo.
Ciertamente, pequeños, el Amor, Cristo, viene manifestando,
derramando su amor y como Madre os digo, hijos queridos:
que el amor que Cristo deposita en los hijos de su Corazón
se haga ciertamente visible y que mis hijos
si el amor reciben de Dios, den amor.
Cuántas veces, pequeños, y en otras ocasiones así os he dicho:
cuántas veces mi Corazón de Madre viene visitando, llega a los hogares
y en cuántos hogares, en cuántos hogares, hijos queridos, no encuentro paz;
en cuántos hogares hallo discordias;
en cuántos hogares mi Corazón sigue encontrando corazones,
hijos tan pobres, pobres en la fe,
pobres en el obrar, cobardes en el hablar.
Y mi Corazón de Madre sigue diciendo a los hijos de mi Corazón:
Pequeños hijos del mundo, orad, orad;
que ciertamente los hogares sean escuelas de oración,
escuela donde se enseña el amor a Dios y a los hermanos;
escuela a donde se enseñare que caminar por los caminos de Dios,
abandonándose a la Voluntad de Dios es más grande a los ojos de Dios
que miles de monedas de oro y plata que no pueden comprar ni la fe,
ni el abandono del alma a la Voluntad de Dios, a los deseos de Dios.
Ciertamente mi Corazón sigue diciendo:
¡Si los hombres conocieren el don de Dios! (cf In 4,10);
si los hombres manifestaren por el mundo cómo es el obrar
y el don de Dios,
muchos hijos míos, conocedores de la Palabra de Dios
obrarían con el conocimiento exhaustivo,
ese conocimiento que concede Dios a las almas.

Pequeños, si mis hijos ciertamente en este tiempo de preparación
preparasen sus corazones, pidiesen de corazón a Dios
humildad, amor, mansedumbre,
aumento de fe, confianza, perseverancia,

por cierto y seguro que mi Hijo, que no abandona nunca a sus hijos,
concedería a las almas ese hermoso compendio, ese hermoso conjunto,
esa hermosa unión que todo se reduce.

El alma que ama a Dios, que se abandona en los brazos de Dios,
que desea tanto ardientemente seguir los caminos de Cristo,
que Cristo va dejando sus huellas para que el alma ponga sus píes
donde los pies de Cristo han ido caminando;
eso es conocer el don de Dios:
abandonarse tanto a la Voluntad de Dios
que no existe impedimento alguno
para que el hombre pueda vivir esa vida interior con Dios
desde lo más profundo del Corazón de Cristo.
Conoced, pequeños, meditad, repasad cómo es el don de Dios;
cómo hay que conocer el don de Dios
para que, una vez conocido el don de Dios, se vea el obrar
y por el obrar se dé claramente por manifiesto
que el hombre conoce por el obrar el don de Dios;
no de palabra y de hechos, sino con obras y el trabajo diario
que lleva a las almas no a vivir para sí, sino para Dios;
que lleva a las almas a morir, si por Dios fuere necesario;
que lleva a las almas a vaciarse de todo para sentirse el alma vacía,
miseria y nada en el mundo si no obra el Creador;
si no la conduce Dios por los caminos y pastos, pequeños.
En este tiempo que vivís, en este caminar por el mundo
en medio de tanta corrupción,
ciertamente para tantos hijos es difícil abandonarse,
pero hay que saber dejar fuera del corazón las cosas,
las preocupaciones que no conducen ni llevan a las almas
a vivir esa vida interior con Dios,
esa vida interior a aceptar la Voluntad de Dios;
a veces se confunde, tantas veces, la Voluntad de Dios
con la voluntad del hombre, de los hombres.
Pedid, pequeños, pedid, que mi Hijo Amado os conceda
tener un claro discernimiento,
porque muchas veces el discernimiento está embotado.
Yo, como Madre, pequeños, os digo:
Mirad que los caminos de Dios son claros
pero os digo como Madre:
no pongáis obstáculos en los caminos de Dios.
Mirad: si un hombre encuentra en su caminar una piedra
que puede hacerle tropezar,
¿el hombre sensato qué haría?
0 cambiar de rumbo, o coger la piedra y quitarla del camino;
mas no intentaría saltar por encima
pues la piedra podría moverse y el hombre al suelo caer.
Y así os digo: si meditáis la Pasión de mi Hijo
veréis cómo mi Hijo cae al suelo cuando tropieza,
pero tiene que caer para redimir al hombre;
y cuando el hombre cae en tierra, el hombre ha de levantarse

y seguir caminando;
pero si en la caída se produjere una brecha, una herida
el hombre tiene que curarse,
esa cura interior que con el sacramento de la penitencia
el hombre se purifica y recibe el perdón de Dios.
Y en verdad como Madre os digo, hijos queridos:
Cuando el hombre en tierra cayere
que en verdad tenga dolor de corazón;
ese dolor de corazón, aun cuando así produjere dolor y tristeza,
se convierte en alegría y fuerza para seguir los caminos de Cristo
cuando el alma ha acudido al camino que le lleva al sacramento,
del sacramento a esa reconciliación con Dios,
a ese perdón que concede Dios al hombre, pequeños.

Desde mi Corazón de Madre,
Corazón que tanto ama a todos los hijos del mundo,
a mis predilectos,
que mi Corazón de Madre os dice:
amad, pequeños míos, amad, amad a la Iglesia;
mirad que Yo vuestra Madre, Madre del Amor,
Madre que de igual manera pronto recordaréis como
Madre del Verbo,
hoy, como Madre de la Esperanza, de la O,
Madre, pequeños, educadora,
Madre que os enseña,
deseo en verdad, como Madre, ser maestra de vuestros corazones
y como maestra de corazones vengo a mis hijos,
para que mis hijos, en verdad, amen profundamente
a la Iglesia, porque mis hijos, vosotros, pequeños,
sois de igual manera Iglesia;
améis a mi predilecto
sí, pequeños, a mi predilecto, Joseph,
a todos los predilectos de mi Corazón.
Amadlos, pequeños, y pedid por los ministros de Cristo, mis predilectos;
pedid para que haya vocaciones,
pedid de igual manera por aquellos que se preparan para el sacerdocio.
Si el hombre conociera qué gracia, qué don, qué amor
es cuando el hombre se prepara y sabe valorar el gran regalo de Cristo,
ese regalo que concede Dios a los ministros, predilectos, sacerdotes.
Pedid para que no se enfríe la fe de tantos hijos de mi Corazón
que si no siguen en obediencia, la fe se va resquebrajando.
La doctrina de Dios es clara y el hombre de fe así lo ve,
el hombre que titubea es porque no tiene claridad
y en la claridad que tuviere no será confundido;
mas en la duda el hombre es confundido y tentado
pues ciertamente hay tantos que están tentando a las almas.
Sabed vencer las tentaciones y también a todos y a vosotros os digo:
cuidad ese orgullo interior que brota,
ese amor propio que se dispara;
manteneos en el amor, en la humildad y muchas veces en el silencio.
Cuántas almas de mi Corazón, hijos de mi Hijo Dios
debían practicar más el silencio interior, sin rebeldías, sin egoísmos;
el silencio interior transforma tanto al alma;
os invito, pequeños, a que sepáis tener en vuestro interior
ese silencio interior sin protestas ni egoísmos, sin rebeldías.
Cuántas veces, pequeños, Yo vuestra Madre, con el silencio y la aceptación
fui comprendiendo el obrar de Dios
y Dios en el silencio Me iba manifestando tantas cosas, pequeños,
tántos conocimientos que si no hubiera tenido silencio interior
no podía haber escuchado en mi Corazón las sugerencias, los deseos
y 1a aceptación a tantas cosas que, en el silencio, Dios Se Me manifestaba.

Pequeños, sed imitadores de Cristo,
Meditad cómo Cristo os llama, os invita y os dice
desde su Corazón lleno de amor y de misericordia,
ese Corazón, pequeños, que está constantemente desbordando amor,
también derramando Sangre.
Y a bien sabéis que si Cristo os invita a vivir una vida de unión con Él,
no va a ser para una vida placentera,
una vida de comodidad;
es para una vida de sacrificio,
de entrega a Dios y a los demás;
una vida a donde el hombre, uniéndose a Cristo por la Pasión,
meditando en los sufrimientos de Cristo,
meditando en el callar de Cristo,
meditando la mirada de Cristo, la profundidad de sus ojos,
meditando sus llagas y la llaga del Costado,
las almas, mis hijos, puedan en verdad llegar un día a decir:
"No soy yo, es Cristo quien vive en mí".
Pero para que sea Cristo quien viva en las almas,
hay que llegar a dejar tantas cosas, tantos egoísmos,
tanto orgullo, soberbia, amor propio, vanidad;
pero en verdad, mirad que si no fue difícil para hombres rudos
por qué va a ser difícil para otros hijos,
aun cuando sea en este tiempo;
cuando el hombre pone su empeño,
cuando el hombre quiere conquistar el cielo
y obedecer solamente a la Voluntad de Dios,
llegará un día a poder decir:
"No soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20),
que me hace caminar por sus caminos,
que me hace hablar con sus palabras,
que me hace ver con sus ojos;
ése es Cristo, pequeños,
el que llega a vivir en un alma
en constante abandono a Dios
y a donde las tentaciones pudieren llegar,
pero la barrera es grande cuando el hombre se abandona,
es un gran obstáculo para el que tienta,
tentar al hombre que se abandona a Dios
es una tarea muy, muy difícil,
pero es un trabajo diario, segundo a segundo;
como el hombre fortalece sus músculos.
El hombre llega a dominar la ira, la soberbia
cuando se abandona a ese querer de Dios.

Pequeños, mirad que llegan en verdad días hermosos
para los hijos de fe.
Para los que no tuvieren fe no son días de celebración;
¡pero si la gran celebración es el Nacimiento de Dios, del Niño
que nace en Belén y llega a los hogares para ser bien recibido,
llega a los hogares para dar alegría!
Pequeños, en la Navidad, como en cualquier época del año
los hombres que siguen a Cristo no tienen que estar tristes;
que vuestro corazón se entristezca por aquellos que no conocen a Cristo
y pedid para que muchos lleguen a conocer que Cristo es verdaderamente
el Camino y la Verdad y la Vida.
Y que el hombre tiene que acercarse más a Dios,
a su Corazón, para conocer las verdades, la doctrina y la Palabra de Dios.
Celebrad, pequeños míos, celebrad el Nacimiento del Niño
y aun cuando hubiere seres queridos que han partido, el Niño nace
y es recuerdo y alegría para todo aquel que con Cristo nace a la vida.
Yo os sigo diciendo, pequeños, la misma advertencia, el mismo deseo:
un Niño, unas velas, unos dones, una oración, una petición,
un renovar el corazón
para que en verdad Cristo llegue a morar en los corazones de sus hijos,
Cristo llegue a morar en un corazón vacío, vacío de egoísmos,
vacío de soberbia, vacío de envidia y rencor;
un corazón nuevo, transformado,
porque el hombre, al dar paso al Niño Dios,
tiene que dejar a un lado el hombre viejo
para revestirse de ese hombre nuevo
que así desea Dios: que los hijos se revistan de luz
porque llega la Luz al mundo y si el mundo se oscurece
es porque los hombres viven en tinieblas,
no ven el resplandor en el pesebre,
no ven que el Niño es Dios
y Dios se hace presente.

Que el hombre se revista de luz,
de la luz que Cristo trae.
El Niño es portador de la Luz porque es Dios.
Hombres y mujeres del mundo, que lleguen a cantar a Dios
un cántico de alabanza, un cántico de abandono,
un cántico de esperanza, un cántico que alegre a Cristo.
Que el hombre reciba al Niño con un corazón humilde;
que el hombre reciba al Niño y se llene de alegría
porque viene el Niño, transformando los corazones endurecidos.
Mirad que ya llega el Niño, mirad que ya está llegando,
que los corazones se revistan de luz, alegría y llanto.
De luz porque esperan a la Luz;
de alegría porque es el Niño;
de llanto por haber ofendido, por no haberle dado el corazón,
por no haber rendido lo que el hombre tenía a los pies del Niño,
a los pies de Cristo, a los pies del Crucificado.
Llegad, llegad, pequeños hijos y cantadle sin tristezas al Niño;
no estéis tristes, estad alegres porque el Niño que así llega
viene a transformar corazones,
viene a iluminar de igual manera a niños, a mozos, a hombres;
no hay edades para este Niño que pronto ha de llegar;
no hay edades que Él no transforme;
no hay edades para el que viene, para el que llega.
Llegad, llegad mis pequeños, mirad a mi esposo José
callado y sonriente, mirando al Niño que es Dios.
Mirad cómo llegan pastores y animales para adorar a Dios.
Si llegaron caballos en el monte para adorar a Dios, pequeños,
que vivo en la custodia por el monte se paseaba;
si llegaron caballos a adorar, mirad cuántos animales llegaron
para adorar al Niño que nacía.
Era maravilla de Dios, que se sigue renovando en las almas;
esa estrella que guía a los hombres guió de igual manera a tos reyes;
ciertamente los guió porque sabía que nacería el Hijo de Dios.
Llegad a adorar al Niño, pequeños, mayores,
llegad a cantarle al Niño, llegad,
llegad y pedidle que el Niño sonría a los hombres
y una sonrisa se escapa,
una sonrisa se advierte en la sonrisa del Niño,
en esa cara inundada.

Ahora, mis pequeños hijos, desde mi Corazón de Madre, Yo os digo:
Preparad, pequeños, preparad el día señalado, el día esperado,
el día de luz que en la noche se canta, las velas se encienden
y el Niño llega y el hombre creyente lo celebra porque cree ciertamente
que el Niño ha llegado.
Pedid en esos momentos que se celebra, pequeños,
como así conocéis, la Santa Misa de Gallo;
celebradla en el corazón con alegría y júbilo.
Y ahora os digo:
Ciertamente esperáis lo que tantas veces así he indicado,
pero eso será más tarde, en la Casa de mi Hijo.
En este día, no en el monte, será en la Casa;
no hace falta que os diga cuál es porque bien sabéis.
Y ahora desde mi Corazón, os digo, mis pequeños:
Que el Corazón de mi Hijo Dios en verdad os transforme,
no porque El no pueda transformaros,
El no puede si no Le dejáis;
que el Corazón de mi Hijo os transforme,
os abrase y os encienda en esa sublime caridad,
en ese sublime amor.
Yo, desde mi Corazón de Madre, os digo, pequeños:
Amaos; que de vuestros corazones rezume la fragancia de Cristo,
esa fragancia de amor.
Pedid, pequeños, al que os puede transformar;
pedid al que puede desterrar de vosotros todo impedimento
si le dáis vuestra voluntad.
Pedid, pedid, porque ciertamente, al que pide se le dará (Lc 11,9).
¡Hasta pronto!, mis pequeños.
iHasta pronto!, Madre.
En verdad desde mi Corazón os digo:
Shalom!, mis amados y pequeños hijos,
Shalom!
- Shalom!

- ¡Hala! nanita, nana, nanita ¡ea!
- Mi Jesús tiene sueño. ¡Bendito sea!
- ¡Ea!, ¡ea!, ¡ea!
- Pimpollo de canela; Lirio en capullo.
- Duérmete, vida mía, mientras Te arrullo,
- Duérmete, que del alma
- mi canto brota;
y un deliquio de amores
es cada nota.
Oh Niño, en cuyos ojos
el sol fulgura,
cerrarlos es cercarse
de noche oscura.
Pero cierra Bien mío,
tus ojos bellos,
aunque tu Madre muera
sin verse en ellos.
Ah!, ah!, ah
Fuentecilla que corre,
clara y sonora;
ruiseñor que en la selva,
cantando, llora.
Duerme, mientras la cuna
se balancea.
¡Hala!, nanita, nana,
nanita, ¡ea!
¡Hala!, nanita, nana,
nanita, ¡ea!.
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Manuel C.
Veterano


Registrado: 02 Oct 2005
Mensajes: 1001

MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:05 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Bueno,

Sin ánimo de polemizar, yo sólo quiere torcer mi brazo a favor de Rey Zen, a quien tengo un gran cariño desde siempre. Los mensajes que postea a mí me parecen edificantes y ciértamente muy ajustados a la realidad. ¿Que hay que tener cuidado siempre?. Por supuesto...¿Que no hay que apagar el Espíritu donde quiera soplar?..tampoco.

Sólo una nota, cuando se habla de obediencia al Magisterio..¿Donde está prohibido que se pequen mensajes como esos?.

No es lo mismo no constatar la "sobrenaturalidad" de unas supuestas revelaciones que constatar la no-sobrenaturalidad de las mismas. Lo pirmero deja siempre abierta la cuestión, porque así se ha querido por parte de la Iglesia. Lo segundo no, pues si no es sobrenatural o es burdo engaño o es preternatural, en este caso demoníaco.

No es lo mismo NO APROBAR unas revelaciones, que condenarlas como preternaturales.

Tampoco se sigue en ningún caso que sin una instrucción clara que prohiba difundir unos mensajes, esto sea así porque tampoco se han aprobado formalmente.

Difundir revelaciones privadas no es atentar contra ninguna obediencia salvo que haya una instrucción expresa en contra. Si no la hay, rige el principio de la libertad para todos nosotros. En verdad la Iglesia no "aprueba" positivamente ninguna revelación privada, sencillamente permite la piedad de la misma. Por eso ningún católico está obligado tampoco a creer en ninguna revelación ni aparición, por más "aprobada" que esté. Ni siquiera en Fátima.

Así que a mí , por ahora, me siguen pareciendo muy afortunadas y edificantes todas las aportaciones de Rey Zen y esos mensajes. El director espiritual al cargo decidirá si da permiso o no para hacerlos públicos. Nadie se quiera poner por encima de el sacerdote que esté en primera línea en ese asunto.

¿España bajo el dominio de Satanás?, pues no hay que ser del cielo para darse cuenta...pero allí también lo ven seguro.

Así que ánimo Rey Zen. Dios te bendiga hermano.
_________________
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:13 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

MANUEL, yo solo queria una aclaracion.
no estoy en contra de rey zen y los mensajes no me molestan.
cordialmente, lo saludo.
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:42 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

tendran que disculpar mi ignorancia , pero nunca entendere porque toman como apocalipticos los mensajes de la Virgen , que llaman a la conversion, a la oracion, a la vuelta al corazon de JESUS.
Los mensajes no reconocidos , sean de cualquiera de las apariciones de MARIA , (en mi pais se da en SALTA, SAN NICOLAS ), en Garabandal o Medjugorge , la MADRE habla del final de los tiempos y esto esta en la biblia, no es escandaloso, o amenazante , no dice nada en contra de nuestra FE,.
menciono , especialmente estas 2 ultimas , porque son muy controvertidas , en el foro no se puede ni mencionar.
ahora saltaran encima de mi cabeza y a los gritos me diran NO , estas en un error , o me mandaran a leer el magisterio o me pegaran el catecismo entero .
bueno , no importa ............ Rolling Eyes

yo lo digo igual , ni siquiera me enojare con nadie.
pero realmente desde que entre a este hermoso foro, hace 1 año, sigo con esta pregunta , ¿que es lo que tanto molesta ? Question
yo conozco los mensajes de estas apariciones y no veo algo mas apocaliptico que el mismo Apocalipsis.

les aseguro que no deseo ofenderlos , pero que DIOS me ayude , cuando me contesten (si me contestan) Sad

DIOS CON NOSOTROS
.
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Manuel C.
Veterano


Registrado: 02 Oct 2005
Mensajes: 1001

MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:45 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Cierto Aurora,

No lo decía por tí, y me parece muy correcto que se plantee su procedencia y se exiga cierta información si eso te inquieta. Además es oportunísimo recordar a menudo que no están aprobados, por mera prudencia.

En verdad, cuando se estudia el asunto se ve que esta tensión que existe en este hilo es exactamente la tensión que quiere la Iglesia que exista como medio accesorio/complementario de poder discernir mensajes. Para ver sus frutos, los de los mensajes, no nuestras discusiones.

Por eso es bueno que al mismo tiempo unos estén recelosos de ellos y otros los anuncien. No son cosas contradictorias, sino complementarias. Lleva su tiempo discernir. Ya Dios, si las cosas vienen de él hará, que fructifiquen. Y si alguien con autoridad (un Obispo por ejemplo) apaga el Espíritu cuando no debiera haberlo hecho, ya lo juzgará Dios, que a nosotros nos compete sólo obedecer, y quizás el Obispo tomó sólo una decisión incorrecta -según sus luces- pero no cometió ningún pecado sino que actuó honestamente.

Pero mientras no haya nada explícito en contra de su difusión, se permite que quien tenga fe en ellos, quien se sienta inspirado por Dios para promoverlos que lo haga. Y quien se sienta - por la propia experiencia- obligado a advertir de los peligros objetivos que siempre existen en estas cosas que lo haga.

Poque no olvidemos que Satanás es el más astuto de los animales, y sabe decir 99 verdades para colarnos una sola mentira y sembrar división. Por eso el peligro está en poner más confianza en ningún mensaje que en la Iglesia.

Si alguien ve algo contrario al Magisterio debe advertirlo, y se discute, que para eso están los foros. Pero el simple hecho de que sean "apocalípticos" en algunos detalles no es signo de nada. Si por "apocaliptismo" fuese, no quedaría ni un libro, ni aún evangelio, en toda la Biblia. Ni una sola aparición y pocos santos proclamados...

Dios te bendiga Aurora.
_________________
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:54 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

gracias manuel: me respondiste con total caridad y amablemente , te entiendo perfectamente.

DIOS contigo
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Lun Ene 30, 2006 7:58 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

jose antonio: gracias por tu aclaracion.
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Manuel C.
Veterano


Registrado: 02 Oct 2005
Mensajes: 1001

MensajePublicado: Mar Ene 31, 2006 11:45 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Las revelaciones privadas toman su nombre por exclusión de la Revelación pública, definitiva, que se realiza en Cristo para toda la Iglesia e ineludiblemente asunto de fe para todos los creyentes. Pero eso no significa que las revelaciones privadas no sean para hacerse públicas y propagarse en innumerables casos. Que el nombre no nos confunda.

Bendiciones.
_________________
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ultravioleta
Invitado





MensajePublicado: Mie Feb 01, 2006 4:49 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

Algunos se precipitan hacia este tipo de acontecimientos con una avidez ferviente, que puede, por lo demás, señalar una necesidad legítima de encuentro vivo con lo divino.
Otros, invocando las lecciones de la experiencia, que demuestra que es éste un terreno fácilmente sujeto a ilusiones, desviaciones, adulteraciones, manifiestan por reacción un exceso de desconfianza y de hostilidad. El buen uso de las revelaciones privadas se encuentra en la superación de estas actitudes contrarias.

Idea http://www.mercaba.org/DicTF/TF_revelaciones_privadas.htm

----

"Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre..." Wink
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Jose Fernando Ortiz
Constante


Registrado: 16 Ene 2006
Mensajes: 696
Ubicación: Bogotá, Colombia

MensajePublicado: Mie Feb 01, 2006 7:03 pm    Asunto: la sensibilidad a flor de piel.....
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

CarlosR26† escribió:
Por favor amigos, no hay que ser tan sensibles.

La intención de Maria Esther es PUNTUALIZAR lo que ella con su EXPERIENCIA ha visto... jamás dijo que los mensajes de Rey Zen son Falsos... ella dice que Garabandal no esta aprovada y esa es la VERDAD ¿cual es el problema?

Rey Zen tu misión es hacer la voluntad de DIOS, se te acepte o no, se te humille, se te rechace, se te escupa en la cara o se te ame o alabe.. si Dios quiere hacer publicos los mensajes haslos publicos, tu no sabes si alguien de este foro se convierte por estos mensajes y ni si quiera lo dice.

No hay que caer en el problema de hacernos demasiado victimas o sensibles, a veces olvidamos que todos Amamos y queremos ir a encontrarnos con Dios, cada quien hace lo que puede, Rey Zen hace lo que puede, y Maria Esther hace lo que puede.. nadie ataca a nadie, simplemente se expresa en base a lo que la persona cree.

Tampoco somos moderadores, no podemos hacerla de Juez y estar viendo quien rompe las reglas o no....

No esperemos ser amados por traer un mensaje de paz,
no hay que esperar mas que EN DIOS.. hay que hacer la voluntad de Dios sin amarrar nuestros sentimientos a ello.


Hola! Perfectamente de acuerdo contigo Carlos!
En verdad hay que caminar con gran cuidado al tratar estos temas que superan la sicología normal. Si bien es cierto que las "locuciones existen, no es de todo "parroqiano creyente" el poseer tal virtud dada por Dios.
Hay que meditar, reflexionar y sopesar los mensajes por éstas personas.
Por fortuna tenemos las "sagradas escrituras", y todos los documentos de la Iglesia Maestra.....qué más queremos?
Con aprecio, mi humilde consideración al respecto.....
_________________
I de Juan 1,1-4
Nosotros, Señor, te vemos y escuchamos.....


IGLESIA_MADRE UNIVERSAL.....
MUJER revestida de sol....
Dios....en/con.... nosotros.
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Jose Fernando Ortiz
Constante


Registrado: 16 Ene 2006
Mensajes: 696
Ubicación: Bogotá, Colombia

MensajePublicado: Mie Feb 01, 2006 7:20 pm    Asunto: las locuciones y otros fenómenos místicos.....
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

ultravioleta escribió:
Autor: ultraviolet@ (201.129.91.---)
Fecha: 03-25-05 19:47


La persona que recibe una revelaciòn tiene que ser juzgada en cuanto a sus cualidades naturales, sobrenaturales y vida del individuo:


naturales: temperamento(equilibrado, neuròtico, histèrico)
intelecto(fantasia, sentido comun, exhaltaciòn y orgullo)

sobrenaturales: Humildad, servicio y OBEDIENCIA.

vida del individuo:
vida emocional, honestidad, devociòn, ayuda al pròjimo, lectura bìblica etc etc..etc..

Pues hay que tener cuidado:
San Pablo dice "tendràn apariencia religiosa"(2Tim3,5)
Los Doctores de la Iglesia decìan que las experiencias extraordinarias generalmente provienen de fuerzas malèvolas A MENOS QUE LO CONTRARIO SEA PROBADO.

Lo que aprueba el El Papa y el Obispo en cuanto a las revelaciones es el culto , la devociòn y el rezo bajo èsa determinada forma. NOsignifica que se aprueba la manifestaciòn ò los mensajes como si fueran de origen divino.

(Misma Fuente)


Idea http://rosario.catholic.net/foros/read.php?f=8&i=40532&t=40457



Hola, querida hermana:
Así como tu nombre, existen fuerzas ultra-sensoriales que maneja la mente tan poco conocidas por el común. Como todos sabemos, existen diferentes modos de llamar estos fenómenos mentales, por ejemplo: percepción extrasensorial electromagnética acústica, o percepción extrasensorial quántico-biofotónico cuando se trata de percibir la luz que transmiten los cuerpos.....etc., et.,
Por los cambios que está experimentando el cosmos y la tierra en especial todos estos fenómenos van a ir en aumento, por lo que hay que tener extremo cuidado, especialmente los creyentes cristianos, para discernir si tales ocurrencias provienen "del espíritu malo", engañoso, o de Dios, nuestro Padre de los cielos....
Me uno a tus pensamientos al respecto, estoy de acuerdo, y me permito, como pequeña contribución mencionar el siguiente pasaje:

Hijos míos, estamos en la última hora. Han oído que iba a venir un anticristo, pues bien, han surgido muchos anticristos.
Pero ustedes tienen el Santo Espíritu que viene de Dios y lo saben todo.
I de Juan 2,18-21
Confiemos en Él, y evitemos controversias estériles....
Con aprecio......
_________________
I de Juan 1,1-4
Nosotros, Señor, te vemos y escuchamos.....


IGLESIA_MADRE UNIVERSAL.....
MUJER revestida de sol....
Dios....en/con.... nosotros.
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MensajePublicado: Jue Feb 02, 2006 1:25 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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José Fernando, Very Happy gracias, la palabra de Dios es dicha y alimento para nuestros corazones, estemos atentos y orantes, procurando estar en gracia para discernir con la ayuda del Espíritu Santo.

abrazos
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Rey Zen
Asiduo


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MensajePublicado: Dom Feb 05, 2006 1:43 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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¡Aviso urgente a la humanidad!
Gijón, 2 de marzo de 2002.

Me estoy retirando de muchos ojos y de muchas bocas, como al igual mi Madre Santísima, a causa de que tantos hijos míos, son llamados para anunciar nuestras palabras, nuestros deseos de transformación para las almas, en definitiva: un camino de perfección para las almas y una vida de santidad.
Pero tantas almas siguen buscando sensacionalismos, innovaciones y tantos de mis hijos se van proclamando a sí mismos, en vez de ir hablando a las almas de los verdaderos caminos para seguir en mi Corazón, del verdadero abandono en Dios, del verdadero camino de santidad (cf Mt 16, 24 ) . Prolifera tanto el hablar y no hacer ( cf Mt 23, 4 ), el seguir una ley acomodada......

En verdad nos tenemos que retirar de muchos ojos y bocas, cuando los hombres buscan infatigablemente nuevas palabras, que los alienten a seguir el camino de Cristo: es cuando menos encontraran y mas oscuridad hallarán, porque el hombre, teniéndome realmente vivo en el tabernáculo, andan buscando novedad, y la novedad la encuentran en tantas y tantas ocasiones con esa apariencia de bien, siendo mal (cf 2Co 11, 14 ) , viniendo del ángel caído, alejado de la Luz y del Amor de Dios (cf Mt 25, 41 )

Verdaderamente es un aviso urgente para la humanidad, para mis hijos, aun cuando muchos, muchos en verdad de mis hijos no creerán este aviso de mi Corazón:
Que vengo en verdad avisando y alertando a los hijos de mi Corazón.
Cuantas veces mi Corazón de Hombre-Dios sigue diciendo: tened discernimiento, por las obras se conocerán ciertamente los míos (cf Mt 7, 15-16), mis seguidores.

Estad vigilantes, porque el demonio, como león rugiente ( 1P 5,8 ) , llega a las almas y desea confundirlas, destruirlas y apartarlas del camino de la verdad.

Dejad, hijos del mundo, dejad que obre mi Corazón en vuestros corazones, pero no busquéis complaceros a sí mismos.
Tened una fe fuerte, robusta, que no tambalee (cf 1P 5,9 ) , una fe que por la confianza y el abandono puesto en Dios, sepáis en todo momento lo que viene de mi Corazón, del Corazón Inmaculado de mi Madre Santísima, lo que viene de la Luz y es luz y paz para los corazones (cf Jn 8, 12 ) .
Sabed ver todo aquello que viniere de las tinieblas, con apariencia de bien, mirad, mirad, hijos del mundo que tantas veces los hombres deforman la Ley de Dios, para acomodarse el hombre al propio deseo y voluntad, creyendo que es conforme a los deseos y Ley de Dios .
El hombre que es fuerte en la fe, con convicciones fuertes, apoyadas en la Roca ( cf Hch 4, 11 ) , en Cristo y esa confianza la pone en Dios, sabiendo que de Dios procede todo don ( cf St. 1, 17 ) , y el don de la fe, confianza, el alma lo puede adquirir, si se abandona totalmente en Dios.....
El hombre que verdaderamente esta abandonado a la voluntad de Dios, a los deseos de Dios, no obrará por sí mismo, obrará según los deseos de Dios ( cf. Flp 2, 13 ) , dejando todas las cosas en Dios, se abandonará enteramente a la divina Providencia, la cual será su compañera en todo peregrinar por la vida, hasta llegar a la Vida plena en Dios ( cf Jn 1, 4 )

Cuántas veces hablo y los hombres entienden mis palabras a su modo y deseo ( cf Lc 9, 44-45 ) , tantos hijos viven en el error con tantas herejías.

Este es mi aviso urgente a la humanidad es para que mis hijos sepan que mi Madre Santísima y Yo Nos estamos retirando de muchos, muchos hijos para transmitir nuestras palabras, por causa de tantas abominaciones, como nuestros hijos hacen con nuestras palabras: unos buscándose a sí mismos, sin buscar a Dios o nuestros deseos, otros porque habiendo sido elegidos para transmitir nuestras palabras, siguen sin cumplir nuestros deseos de oración y sacrificio, otros porque buscan más, hallar los bienes terrenales, que buscar la gloria de Dios, otros porque siguen siendo hijos que van acumulando vicio tras vicio. Por eso estad alertas.
Leed mis palabras en los evangelios y comprenderéis como en verdad son las palabras que Yo venía diciendo a mis discípulos, y como el hombre debe seguir (cf Mc 16, 14-15 ) , y como mi Madre Santísima viene para enseñar a los hijos el camino del amor, el camino de la perfección y la vida de santidad, haciendo oración, pidiéndoos oración, sin pretender que sus hijos tengan sensacionalismos, sino la verdadera fe y vida en Dios (cf Jn 6, 56 ), la verdadera confianza y abandono en Dios (cf Mt 6, 25-34 ), el verdadero camino de amor y entrega a Dios (cf Mt 16,24 ) .
Si esto meditasen atentamente los que corren, buscando novedades, comprenderían que, para seguir a Dios con firmeza y fortaleza, se necesita fe y confianza, confianza y abandono en Dios. Y el hombre no correría de un lado para otro, buscando hallar a Quien Vivo está en el tabernáculo, y el hombre no se para , para adorar y para ser de más vida interior con Dios.

Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra? (Lc 18, 8 ).
Hija mía, Pequeña de mi Corazón, mi Corazón de Hombre-Dios te dice:
En llegando la Resurrección comunicarás también mi Misericordia , aun cuando tantos hijos míos ya saben de mi Misericordia.
Pero también sé sabedora de que, a causa de estas mis palabras, debes preparar tu corazón para recibir la burla y murmuración de tantos hijos míos , pero tú siempre confía en mi amor.

Lleva, alma amada, mi verdad a mis hijos, aun cuando supieres en tu corazón que se pone en duda la verdad, esas verdades que vengo diciendo.

Se fuerte, mi pequeña alma. Y recuerda que Yo estoy y voy contigo.

Shalom¡ alma amada por mi Corazón de Hombre-Dios.

Shalom¡
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Rey Zen
Asiduo


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MensajePublicado: Sab Sep 16, 2006 9:43 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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RENOVAR...
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Rey Zen
Asiduo


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MensajePublicado: Mar Mar 06, 2007 8:01 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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* Hija mía, desde mi Corazón de Madre,
Corazón dolorido, que tanto ama a mis hijos,
Yo, tu Madre, te digo, iqué espera, qué dolor!,
deseaba tanto estar al lado de mi Hijo …,
pero no Me dejaron;
deseaba esperar junto a Él ese momento hermoso, esperado,
y con lágrimas en los ojos tuve que marchar.
Días en oración
y en la noche, hija mía,
seguía orando, pidiendo al Padre
que pronto mi Hijo resucitase,
pues así mi Hijo lo había dicho (Mt 27, 62-63)
y, aun cuando no Le entendieron,
Yo esperaba este día en oración.
Si mi Hijo había hecho salir de entre los muertos
al que luego viviría, Lázaro (Jn 11, 43-44)
icuánto más no haría el Padre,
después de haber entregado al Hijo! (cf Rm 8, 32)
¡Tenía que cumplirse todo! (cf Lc 24, 26-27).
La oración mejor es: iHágase tu Voluntad!,
dejando que obre Dios,
dejando que actúe la Majestad,
dejando que abrase el amor (Lc 12, 49-50).
Como una lámpara apagada, sin luz,
así quedaron los hombres, los Apóstoles;
pero la fuerza del Amor obra.
María de Magdala, que sentía
arder su corazón por Jesús (cf Lc 7, 47) lloraba (cf Jn 20, 11);
pero el amor le hizo ir en busca de su Maestro (cf Jn 20, 15),
confiaba en lo que Jesús había dicho;
pero, aunque esperaba, no comprendía.
y así los discípulos de Cristo, mi Hijo Amado (cf Lc 24, 21 y 24).
María de Magdala deseaba tanto abrazar el cuerpo sin vida de Jesús,
que no pudo esperar más y salió corriendo (Jn 20, 15);
en ese tiempo de oración mi Hijo llegó (Jn 20, 14)
y entonces sí,
pude abrazar ese cuerpo iluminado, ese cuerpo glorioso
y aunque no había ido al Padre (Jn 20, 17),
pude tener al Hijo. Le esperaba (Jn 20, 15) y llegó;
Me abrazó; Le abracé. Me dijo:
¡Madre! He venido, aunque he de ir al Padre.
He venido para que tu felicidad sea grande,
porque el que estaba muerto vive (cf Mt 28, 5-7).
Cuida de los que Te he dejado, encomendado (Jn 19, 26).

* Ciertamente, hija mía, fue tanta la felicidad de ver a mi Hijo,
que después de ese abrazo Me arrodillé,
pues era tal el amor en Sí, que había, que, aun cuando era mi Hijo,
no podía estar por más tiempo de pie delante de la Bondad.
iEra tal su belleza!
Primero, desfigurado, no parecía hombre (cf Is 53, 2-3);
y luego era tal la belleza
que de escribirla, se puede decir:
¡Era la belleza del Hijo Resucitado!
¡Era el Amor, derramado!
¡Era el Amor, derramando su amor!
¡Era la pureza, inundando todo de esa pureza divina!
¡Era el Aroma de Dios! (cf 2 Co 2, 15).
¡Era la Luz que todo lo enciende! (cf Jn 8, 12).
Y, aunque siga y siga diciendo …
Era la fuerza de Dios presente,
aunque no había ido al Padre todavía (Jn 20, 17).
Hijos míos; vivid en vuestro corazón la soledad meditada,
para así recibir la resurrección.
Transformad vuestro corazón;
sed imitadores de Cristo (cf 1Co 11, 1),
sed sus discípulos de estos tiempos.
Si sintiereis la pena hacia las almas,
que se alejan de Dios,
comprenderíais mi dolor;
si viereis cuánto es ofendido el Hijo de Dios,
sangraría de dolor vuestro corazón.
Pero Yo, como Madre os digo:
Desterrad de vosotros lo que en tantas ocasiones
os aleja de Dios;
llegad a sentir los latidos de Cristo
dentro de vuestro corazón.
Dejad que obre el amor
dentro de vuestro corazón.
Dejad que obre Dios (cf Jn 5, l7);
dejaos ser instrumentos en manos de Dios.
Orad; orad, porque el Amor os pide oración (1Ts 5, 17),
ahora es hacerle compañía y pedirle perdón;
pronto llega la alegría: entregadle el corazón.
Pero mientras tanto, haciendo compañía a Jesús,
meditad examinándoos, para cambiar en vuestra vida
todo impedimento que no os deja ser,
como Cristo desea que sea cada uno de sus hijos.
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CRUZADO_XXI
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MensajePublicado: Mar Mar 06, 2007 8:21 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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De donde son estos datos rey zen????
_________________
LAS PAGINAS DE CRUZADO:
http://www.antisupersticion.com.mx y http://www.diadelparrillero.com.mx

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zesol
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MensajePublicado: Mar Mar 06, 2007 10:11 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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Creo que Rey Zen los escucha personalmente.

Una pregunta a quien sea, cual es la diferencia entre locucionista y vidente, aunque me suena obvio pero... alguna informacion extra?
_________________
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saramarcela
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MensajePublicado: Mar Mar 06, 2007 10:27 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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Un sacerdote Colombiano, Carlos Yepes, citaba unas palabras de un papa en una ecucaristía, este foro me hace recordarlas : EL CATOLICO DEL SIGLO XXI SERÁ MISTICO O NO SERÁ .
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Rey Zen
Asiduo


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Mensajes: 155

MensajePublicado: Jue Mar 08, 2007 7:30 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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CRUZADO_XXI escribió:
De donde son estos datos rey zen????


Estimado CRUZADO XXI: Los datos son el mensaje dado a una vidente. Pero existen muchos mensajes dados a las videntes, estos mensajes que para algunos son pistas que El Espiritu Santo ha ido dejando a lo largo de los años y que los llevan a acercarse a Jesucristo, a su mensaje, a su pasion y muerte, a su Madre, son para otros innecesarios y de dudosa veracidad y dicen, no conducen a nada. Pienso que solamente el alma que estando cerca de Dios y se deja guiar por el Espiritu Santo puede encontrar luz para su vida en estas revelaciones. Y me pregunto, ¿de cuales serás tu?. ¿Podrias decirme por ejemplo lo que piensas sobre este fragmento de las visiones de Maria Valtorta?


4 de octubre de 1944.

La terrible angustia espiritual de María.

La Madre está en pie junto a la piedra de la unción, y acaricia y contempla y gime y llora. La luz temblorosa de las antorchas ilumina intermitentemente su cara y yo veo gotazas de llanto rodar por las mejillas palidísimas de un rostro destrozado. Oigo las palabras. Todas. Bien claras, aunque sean susurradas a flor de labios. Verdadero coloquio del alma materna con el alma del Hijo. Recibo la orden de escribirlas.

«¡Pobre Hijo! ¡Cuántas heridas!... ¡Cómo has sufrido! ¡Mira lo que te han hecho!... ¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos son de hielo. ¡Y qué inertes! Parecen rotos. Nunca, ni en el más relajado de los sueños de tu infancia, ni en el profundo sueño de tu fatiga de obrero, estuvieron tan inertes... ¡Y qué fríos están! ¡Pobres manos! ¡Dáselas a tu Madre, tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira qué laceradas están! ¡Mira, mira, Juan, qué desgarro! ¡Oh, crueles! Aquí, aquí, con tu Mamá esta mano herida, para que yo te la medique. ¡No, no te hago daño...! Usaré besos y lágrimas, y con el aliento y el amor te calentaré esta mano. ¡Dame una caricia, Hijo! Tú eres de hielo, yo ardo de fiebre. Mi fiebre se verá aliviada con tu hielo y tu hielo se suavizará con mi fiebre. ¡Una caricia, Hijo! Hace pocas horas que no me acaricias y ya me parecen siglos. Pasaron meses sin tus caricias y me parecieron horas porque continuamente esperaba tu llegada, y de cada día hacía una hora, de cada hora un minuto, para decirme que no estabas a una o más lunas lejano de mí, sino solamente a unos pocos días, a unas pocas horas. ¿Por qué, ahora es tan largo el tiempo? ¡Ah, congoja inhumana! Porque has muerto. ¡Te me han muerto! ¡Ya no estás en esta Tierra! ¡Ya no! ¡Cualquiera que sea el lugar a donde lance mi alma para buscar la tuya y abrazarme a ella ‑ porque encontrarte, tenerte, sentirte, era la vida de mi carne y de mi espíritu ‑ cualquiera que sea el lugar en que te busque con la ola de mi amor, ya no te encuentro, no te encuentro ya! ¡De ti no me queda sino este despojo frío, este despojo sin alma! ¡Oh, alma de mi Jesús, oh alma de mi Cristo, oh alma de mi Señor, ¿dónde estás?! ¿Por qué le habéis quitado el alma a mi Hijo, hienas crueles unidas con Satanás? ¿Y por qué no me habéis crucificado con Él? ¿Habéis tenido miedo de un segundo delito? (La voz va tomando un tono cada vez más fuerte y desgarrador.) ¿Y qué era matar a una pobre mujer, para vosotros que no habéis vacilado en matar a Dios hecho Carne? ¿No habéis cometido un segundo delito? ¿Y no es éste el más abominable, el de dejar que una madre sobreviva a su Hijo sañosamente matado?».

La Madre, que con la voz había alzado la cabeza, ahora se inclina de nuevo hacia el rostro sin vida, y vuelve a hablar bajo, sólo para Él:

«Al menos en la tumba, aquí dentro, habríamos estado juntos, como habríamos estado juntos en la agonía en el madero, y juntos en el viaje de después de la muerte y al encuentro de la Vida. Pero, si no puedo seguirte en el viaje de después de la muerte, aquí, esperándote, sí que puedo quedarme».

Se endereza de nuevo y dice con voz fuerte a los presentes:

«Marchaos todos. Yo me quedo. Cerradme aquí con Él. Le esperaré. ¿Decís que no se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Si hubiera muerto, no estaría aquí, echada a su lado, a la espera de ser recompuesta? Estaré a su lado, pero de rodillas. Asistí a sus vagidos cuando, tierno y rosado, lloraba en una noche de diciembre. A su lado estaré ahora, en esta noche del mundo que ya no tiene a Cristo. ¡Oh, gélida noche! ¡El Amor ha muerto! ¿Qué dices, Nicodemo? ¿Me contamino? Su Sangre no es contaminación. Tampoco me contaminé generándole. ¡Ah, cómo saliste Tú, Flor de mi seno, sin lacerar fibra alguna! Antes bien, como una flor de perfumado narciso que brota del alma del bulbo‑matriz y florece aunque el abrazo de la tierra no haya ceñido la matriz; así justamente. Virgen florecer que en ti se refleja, oh Hijo venido de abrazo celestial, nacido entre celestiales inundaciones de esplendor».
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AURORA
Invitado





MensajePublicado: Jue Mar 08, 2007 9:17 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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como se llama el libro que contiene los mensajes de maria valtorta??

hermoso lo que pusiste
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Rey Zen
Asiduo


Registrado: 04 Oct 2005
Mensajes: 155

MensajePublicado: Jue Mar 08, 2007 10:31 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
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AURORA escribió:
como se llama el libro que contiene los mensajes de maria valtorta??

hermoso lo que pusiste


Estimada Aurora: En mi grupo, hemos estado analizandolos, pero solo tengo parte de ellos que encontre en internet, espero conseguir la informacion esta semana. Ana Katharina Emmerich tambien tiene sobre la vida de Maria niña y otro de Maria Madre, vale la pena saber mas y mas de nuestra Madre Santisima. Pero te pondre toda la pagina de donde saque este fragmento que puse antes.

VÍA CRUCIS
(Según las Visiones de María Valtorta)

Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?

Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.

«Acércate, para mostrarte al pueblo».

Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!

«Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo le he castigado. Pero ahora dejadle marcharse».

«¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!».

«Traedle aquí afuera. Y atentos a que no le prendan».

Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato le señala con la mano diciendo: «He aquí al Hombre. A vuestro rey ¿No es suficiente todavía?».

El Sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y caras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte...

Jesús está erguido. Y le aseguro que nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarle con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.

Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos... Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda... y otra... y otra... El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.

De nuevo le llevan al atrio.

«¿Entonces? Dejadle marcharse. Es justicia».

« No. A muerte. Crucifica».

«Os doy a Barrabás».

«No. ¡Al Cristo!».

«Pues entonces pase a vuestras manos y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro en Él delito alguno para hacerlo».

«Se ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una blasfemia como ésa».

Pilato está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone, mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la rodilla. «Acércate» dice.

Jesús va hasta el pie de la tarima.

«¿Es verdad? Responde».

Jesús calla.

«¿De dónde vienes? ¿Quién es Dios?».

«Es el Todo».

«Y... bueno, ¿y qué quiere decir "el Todo"? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado... Dios no existe. Yo existo».

Jesús guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de silencio.

«Poncio: la liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti».

«¡Domine! ¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase».

Entra una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.

«Se me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me causas miedo».

Jesús guarda silencio.

«¿Pero no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?».

«No tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha entregado a ti es más culpable que tú».

«¿Quién es? ¿Tu Dios? Tengo miedo...».

Jesús calla.

Pilato está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al extremo frontal del atrio y dice con voz potente: «No es culpable».

«Si dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César».

Se apodera de Pilato el miedo al hombre.

«En definitiva, que queréis verle muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis manos la sangre de este justo». Pide un balde y se lava las manos ante la presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita: «Sobre nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No la tememos. ¡A la cruz! ¡A la cruz!».

Poncio Pilato vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longino y a un esclavo. Manda a éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.

«No. Eso no. No "Rey de los Judíos". Sino que Él se ha llamado rey de los Judíos». Esto gritan muchos.

«Lo que he escrito he escrito» dice, duro, Pilato. Y, en pie, erguido, extiende la mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena: «Que vaya a la cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem). Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido Condenado. Sale del atrio... en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los soldados, esperando la cruz.

608. La vía dolorosa del Pretorio al Calvario.

26 de marzo de 1945.

Pasa un poco de tiempo así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo‑róseo claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».

Mas Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello».

«Yo estoy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y además... aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte... Un sorbo... para que yo vea que no aborreces a los paganos».

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.

«Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed... Me produces compasión... sí... compasión... No eres Tú hebreo al que habría que matar... ¡En fin!... Yo no te odio... y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».

Pero Jesús no bebe otra vez... Verdaderamente tiene sed... Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre... Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo ‑ por luz interna, como lo que acabo de decir ‑ que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

«Que Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe... una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación).

Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.

Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.

Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí ‑ cuando leía... o sea, hace años ‑ que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción "Jesús Nazareno Rey de los Judíos". Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados».

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!». Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longino aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa ‑ y llamarlos "gentuza" es incluso honroso ‑ no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.

Intentando calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo "decurión" porque es el suboficial, pero quizás es ‑ diríamos nosotros ‑ su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longino.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol... Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo ‑ introduciéndose en los ojos y en las gargantas ‑ que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado ‑ contra el que Jesús casi se derrumba ‑ impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos: "Levántate". Pues que ahora se levante Él...».

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir...

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.

Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así... Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: "¡Poca cosa!". Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha... Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco... y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal... y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz ‑ que siendo tan larga debe pesar mucho‑, sufre agudamente.

Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento... Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril...

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verle caer tan mal...

Longino incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.

Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros ‑ que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas ‑ dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida...», y otras frases parecidas.

Longino, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve... los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe... Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír... Sus consuelos... Diez caras... un alto bajo el sol de fuego...

Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la muchedumbre.

«Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los jefes de los escribas a los soldados.

Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longino tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longino parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.

El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres ‑ en verdad, muy exiguos ‑ que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.

Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra. Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.

Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando ‑ y que se encuentran en el punto que señalo con la letra D ‑ se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante... Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer ‑ a su lado tiene una joven sirviente ‑ abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,... Sara,... Marcela,... Elisa,... Lidia,... Ana,... Valeria,... y a ti... Pero... no lloréis... por mí... hijas de... Jerusalén... sino por los pecados... vuestros y... de vuestra ciudad... Da gracias... Juana... por no tener... ya hijos... Mira... es compasión de Dios... el no... no tener hijos... para que... sufran por... esto. Y también... tú, Isabel... Mejor... como sucedió... que entre los deicidas... Y vosotras... madres... llorad por... vuestros hijos, porque... esta hora no pasará... sin castigo... ¡Y qué castigo, si esto es así para... el Inocente!... Lloraréis entonces... el haber concebido... amamantado y el... tener todavía... a los hijos... Las madres... en aquella hora... llorarán porque... en verdad os digo... que será dichoso... el que en aquella hora... caiga primero... bajo los escombros... Os bendigo... Marchaos... a casa... orad... por mí. Adiós, Jonatán... llévatelas...».

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.

Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes... y horrorizarse... Pero no emite un solo quejido. Eso sí ‑ a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran ‑, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo.

María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!».

Longino se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longino le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».

El Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.

«Ves a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima» .

«No puedo... Tengo el burro... es rebelde... Los chicos no saben dominarle...».

Pero Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte azotes» .

El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: «Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre ‑ sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego ‑, y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte...

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos ‑ y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices... ‑ hay un impulso de piedad. Y es que la palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que ‑ lo repito ‑ no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad...

El Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre ‑ blanco de las burlas de todo un pueblo ‑ contra la pared del monte...

Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración... Pero puede andar mejor.

María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.

Longino se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

Como le dije el año pasado, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia del primero año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos ‑ no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo ‑ no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado... vacío... silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre: «¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!...».

Longino, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre... Ordena que se haga cesar ese barullo... La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.

El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.

El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

La crucifixión, la muerte y el descendimiento

Visiones del 27 de marzo de 1945.

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm...

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente ‑ mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras costras ‑, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo bien para que no se caiga... Y en el lienzo ‑ hasta ese momento mojado sólo de llanto ‑ caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo... un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre le escarnece como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran...». Y empiezan a cantar, con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la ------ de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú... eres un andrajo impotente y asqueroso».

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, así: 1 + 1 respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz... el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos...

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros ‑ un poco más ‑ del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del

clavo, y tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello...

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero ‑ oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos ‑, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longino, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados ‑ especialmente a Cristo ‑ con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el Sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un Sol extraño; de un amarillo‑rojo de llama. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».

Y María con Juan ‑ tomado por hijo ‑ sube por los escalones incididos en la roca tobosa - creo ‑ y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, en seguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.

«¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos: «Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre... ¡ja! ¡ja! ¡ja!... que te iba a glorificar, ¿cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».

Y tres fariseos: «¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo».

Y saduceos y herodianos a los soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».

Una muchedumbre, en coro: «Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo... ¡Loco!... Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».

Otros sacerdotes: «¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».

Otros que pasan y menean la cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!».

Los soldados: «¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».

Los sacerdotes con sus cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas ‑ aquí dicen un término infame ‑ tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.

Otros, lanzando piedras: «Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».

Otros, mimando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le segrega de entre los vivos!».

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice: «¿"Te entrego al Dios del Sinaí", dijiste? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».

Otro: «No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez le resucitas».

«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: «¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».

«¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: "Yo soy la Resurrección y la Vida". ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la Vida muere!».

«Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos».

«¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?».

«¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales».

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo ‑ se lo había levantado para hablar a los insultadores ‑ y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.

Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?... ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!».

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».

Pero el ladrón continúa sus imprecaciones.

Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos ‑ forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos) ‑ tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda ‑ irregular pero violenta propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua...

La corona de espinas le impide apoy
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Rey Zen
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MensajePublicado: Jue Mar 08, 2007 10:34 pm    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

AURORA escribió:
como se llama el libro que contiene los mensajes de maria valtorta??

hermoso lo que pusiste


Estimada Aurora: En mi grupo, hemos estado analizandolos, pero solo tengo parte de ellos que encontre en internet, espero conseguir la informacion esta semana. Ana Katharina Emmerich tambien tiene sobre la vida de Maria niña y otro de Maria Madre, vale la pena saber mas y mas de nuestra Madre Santisima. Pero te pondre toda la pagina de donde saque este fragmento que puse antes.

VÍA CRUCIS
(Según las Visiones de María Valtorta)

Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?

Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.

«Acércate, para mostrarte al pueblo».

Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!

«Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo le he castigado. Pero ahora dejadle marcharse».

«¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!».

«Traedle aquí afuera. Y atentos a que no le prendan».

Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato le señala con la mano diciendo: «He aquí al Hombre. A vuestro rey ¿No es suficiente todavía?».

El Sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y caras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte...

Jesús está erguido. Y le aseguro que nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarle con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.

Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos... Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda... y otra... y otra... El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.

De nuevo le llevan al atrio.

«¿Entonces? Dejadle marcharse. Es justicia».

« No. A muerte. Crucifica».

«Os doy a Barrabás».

«No. ¡Al Cristo!».

«Pues entonces pase a vuestras manos y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro en Él delito alguno para hacerlo».

«Se ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una blasfemia como ésa».

Pilato está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone, mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la rodilla. «Acércate» dice.

Jesús va hasta el pie de la tarima.

«¿Es verdad? Responde».

Jesús calla.

«¿De dónde vienes? ¿Quién es Dios?».

«Es el Todo».

«Y... bueno, ¿y qué quiere decir "el Todo"? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado... Dios no existe. Yo existo».

Jesús guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de silencio.

«Poncio: la liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti».

«¡Domine! ¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase».

Entra una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.

«Se me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me causas miedo».

Jesús guarda silencio.

«¿Pero no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?».

«No tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha entregado a ti es más culpable que tú».

«¿Quién es? ¿Tu Dios? Tengo miedo...».

Jesús calla.

Pilato está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al extremo frontal del atrio y dice con voz potente: «No es culpable».

«Si dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César».

Se apodera de Pilato el miedo al hombre.

«En definitiva, que queréis verle muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis manos la sangre de este justo». Pide un balde y se lava las manos ante la presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita: «Sobre nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No la tememos. ¡A la cruz! ¡A la cruz!».

Poncio Pilato vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longino y a un esclavo. Manda a éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.

«No. Eso no. No "Rey de los Judíos". Sino que Él se ha llamado rey de los Judíos». Esto gritan muchos.

«Lo que he escrito he escrito» dice, duro, Pilato. Y, en pie, erguido, extiende la mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena: «Que vaya a la cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem). Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido Condenado. Sale del atrio... en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los soldados, esperando la cruz.

608. La vía dolorosa del Pretorio al Calvario.

26 de marzo de 1945.

Pasa un poco de tiempo así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo‑róseo claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».

Mas Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello».

«Yo estoy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y además... aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte... Un sorbo... para que yo vea que no aborreces a los paganos».

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.

«Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed... Me produces compasión... sí... compasión... No eres Tú hebreo al que habría que matar... ¡En fin!... Yo no te odio... y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».

Pero Jesús no bebe otra vez... Verdaderamente tiene sed... Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre... Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo ‑ por luz interna, como lo que acabo de decir ‑ que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

«Que Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe... una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación).

Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.

Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.

Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí ‑ cuando leía... o sea, hace años ‑ que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción "Jesús Nazareno Rey de los Judíos". Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados».

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!». Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longino aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa ‑ y llamarlos "gentuza" es incluso honroso ‑ no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.

Intentando calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo "decurión" porque es el suboficial, pero quizás es ‑ diríamos nosotros ‑ su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longino.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol... Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo ‑ introduciéndose en los ojos y en las gargantas ‑ que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado ‑ contra el que Jesús casi se derrumba ‑ impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos: "Levántate". Pues que ahora se levante Él...».

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir...

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.

Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así... Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: "¡Poca cosa!". Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha... Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco... y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal... y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz ‑ que siendo tan larga debe pesar mucho‑, sufre agudamente.

Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento... Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril...

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verle caer tan mal...

Longino incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.

Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros ‑ que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas ‑ dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida...», y otras frases parecidas.

Longino, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve... los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe... Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír... Sus consuelos... Diez caras... un alto bajo el sol de fuego...

Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la muchedumbre.

«Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los jefes de los escribas a los soldados.

Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longino tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longino parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.

El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres ‑ en verdad, muy exiguos ‑ que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.

Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra. Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.

Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando ‑ y que se encuentran en el punto que señalo con la letra D ‑ se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante... Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer ‑ a su lado tiene una joven sirviente ‑ abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,... Sara,... Marcela,... Elisa,... Lidia,... Ana,... Valeria,... y a ti... Pero... no lloréis... por mí... hijas de... Jerusalén... sino por los pecados... vuestros y... de vuestra ciudad... Da gracias... Juana... por no tener... ya hijos... Mira... es compasión de Dios... el no... no tener hijos... para que... sufran por... esto. Y también... tú, Isabel... Mejor... como sucedió... que entre los deicidas... Y vosotras... madres... llorad por... vuestros hijos, porque... esta hora no pasará... sin castigo... ¡Y qué castigo, si esto es así para... el Inocente!... Lloraréis entonces... el haber concebido... amamantado y el... tener todavía... a los hijos... Las madres... en aquella hora... llorarán porque... en verdad os digo... que será dichoso... el que en aquella hora... caiga primero... bajo los escombros... Os bendigo... Marchaos... a casa... orad... por mí. Adiós, Jonatán... llévatelas...».

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.

Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes... y horrorizarse... Pero no emite un solo quejido. Eso sí ‑ a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran ‑, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo.

María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!».

Longino se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longino le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».

El Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.

«Ves a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima» .

«No puedo... Tengo el burro... es rebelde... Los chicos no saben dominarle...».

Pero Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte azotes» .

El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: «Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre ‑ sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego ‑, y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte...

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos ‑ y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices... ‑ hay un impulso de piedad. Y es que la palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que ‑ lo repito ‑ no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad...

El Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre ‑ blanco de las burlas de todo un pueblo ‑ contra la pared del monte...

Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración... Pero puede andar mejor.

María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.

Longino se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

Como le dije el año pasado, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia del primero año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos ‑ no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo ‑ no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado... vacío... silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre: «¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!...».

Longino, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre... Ordena que se haga cesar ese barullo... La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.

El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.

El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

La crucifixión, la muerte y el descendimiento

Visiones del 27 de marzo de 1945.

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm...

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente ‑ mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras costras ‑, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo bien para que no se caiga... Y en el lienzo ‑ hasta ese momento mojado sólo de llanto ‑ caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo... un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre le escarnece como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran...». Y empiezan a cantar, con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la ------ de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú... eres un andrajo impotente y asqueroso».

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, así: 1 + 1 respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz... el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos...

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros ‑ un poco más ‑ del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del

clavo, y tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello...

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero ‑ oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos ‑, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longino, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados ‑ especialmente a Cristo ‑ con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el Sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un Sol extraño; de un amarillo‑rojo de llama. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».

Y María con Juan ‑ tomado por hijo ‑ sube por los escalones incididos en la roca tobosa - creo ‑ y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, en seguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.

«¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos: «Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre... ¡ja! ¡ja! ¡ja!... que te iba a glorificar, ¿cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».

Y tres fariseos: «¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo».

Y saduceos y herodianos a los soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».

Una muchedumbre, en coro: «Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo... ¡Loco!... Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».

Otros sacerdotes: «¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».

Otros que pasan y menean la cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!».

Los soldados: «¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».

Los sacerdotes con sus cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas ‑ aquí dicen un término infame ‑ tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.

Otros, lanzando piedras: «Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».

Otros, mimando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le segrega de entre los vivos!».

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice: «¿"Te entrego al Dios del Sinaí", dijiste? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».

Otro: «No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez le resucitas».

«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: «¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».

«¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: "Yo soy la Resurrección y la Vida". ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la Vida muere!».

«Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos».

«¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?».

«¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales».

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo ‑ se lo había levantado para hablar a los insultadores ‑ y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.

Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?... ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!».

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».

Pero el ladrón continúa sus imprecaciones.

Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos ‑ forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos) ‑ tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda ‑ irregular pero violenta propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua...

La corona de espinas le impide apoy
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Rey Zen
Asiduo


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Mensajes: 155

MensajePublicado: Vie Mar 09, 2007 11:04 am    Asunto:
Tema: Se que viene de Dios...
Responder citando

zesol escribió:
Creo que Rey Zen los escucha personalmente.

Una pregunta a quien sea, cual es la diferencia entre locucionista y vidente, aunque me suena obvio pero... alguna informacion extra?


Estimado zesol: No los escucho yo, y aunque el tema es controvertido mi intencion es encontrar hermanos y hermanas, que en lugar de buscar el conocimiento en su mucho saber y en todo lo nuevo que aqui y en otros lados aprenden, se dejen llevar de la mano de Nuestra Madre Santisima casi como si fueran niños pequeños que todavia no pueden andar solos.
Y mi argumento es que no razonen lo que digo, que lo prueben, ¿Que podrian perder con probar?, ¿Que daño les podria hacer poner tanta confianza en su propia Madre?.

Afectuoso en Cristo... Miguel A.
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