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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Lun Feb 25, 2008 8:19 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Sólo dos notas:
1. Es Kezel y no Kesel.
2. Son seiscientos años y no cuatrocientos los que Arjab ha esperado para vengarse.
Saludos a todos y espero que este giro en la historia les haya gustado para salir de la monotonía de la historia de Kabel, a él ya le esperarán otra cosas jejeje... _________________
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mar Feb 26, 2008 8:54 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 10
- Primero el dios de los judíos y ahora el de los ralís, sólo nos falta que Júpiter y Juno encarnen también a Marte o Vulcano.
- ¿El dios de los judíos?
- Sí. No falta el incrédulo que piensa que el profeta del desierto de quien te he hablado es ni más ni menos que el hijo de Dios, ¿pero qué pasa con estos pueblos? Se creen cualquier cosa con tal de satisfacer con placebos lo que su realidad es incapaz de darles, aunque…
- ¿Qué?
- … hay algo diferente en ese profeta. A diferencia del que llaman errante, el judío no parece pretender el inicio de una guerra contra nadie, aunque muchos piensen que sí. Me refiero a que el errante es un símbolo de temor y venganza, mientras que el profeta predica el perdón y la hermandad de los hombres… ¿qué se yo? Tal vez he pasado mucho tiempo en Jerusalén.
- Así parece viejo amigo. Esta campaña te vendrá bien. Por cierto aún no me has dicho cómo es que te has visto envuelto en esta guerra. Por las últimas noticias que tuve supe que eras prefecto en la Torre Antonia antes de que el procurador se trasladara de Cesárea a Jerusalén.
- ¡Claro! Hace tanto tiempo ya que no nos vemos –respondió con alegría el prefecto-. Política más que nada amigo mío. Mi esposa es amiga de varios miembros del senado y sucedió que hace unas semanas mientras estábamos en Roma para celebrar las festividades de Februa escuché a hablar a… bueno no recuerdo su nombre pero era un miembro importante de la corte del emperador. Lo escuché decir algo sobre una revuelta en una provincia lejana, algo sobre la muerte de ciudadanos romanos a manos de sirios. Al principio no presté mucha atención pero conforme seguía escuchando vi en la guerra una oportunidad de limpiar mi nombre. ¿Sabes? La capital judía es el fin de la carrera de cualquier romano y desde que el senador… ¡Por Júpiter, también he olvidado su nombre!
El cónsul se rió a carcajadas junto con el prefecto. Parecía disfrutar de su presencia después de más de quince años de no verlo.
- No te preocupes amigo, mientras recuerdes cómo empuñar la espada, la memoria no es de importancia. Entiendo lo que me quieres decir. Alguna riña en el senado te mandó a Jerusalén y desde entonces buscabas una manera un poco más “diplomática” para salir del pozo al que te habían hechado. Bueno, ahora tienes la oportunidad, no la desaproveches. Veo que te has informado bien sobre lo que te espera en esta región. Que los dioses guíen tus pasos y te regresen sano y salvo a los brazos de tu mujer.
- Gracias amigo.
El prefecto alejó la risa lentamente y serenó su rostro antes de continuar hablando.
- Ahora dime tú la verdadera naturaleza de este viaje querido Iulus.
El cónsul volvió a reír pero al ver que el prefecto había adoptado una actitud seria, la preocupación vino a su mente, ¿sospecharía algo? Había dado un discurso magistral ante el César y lo había convencido de apoyar a la princesa en su venganza por la muerte del rey. Siguió riendo para tratar de contener los nervios, recordando con cada aliento las amenazas de Mila. No. El prefecto no podría saber nada, sólo quería probarlo para ver si podía sacarle información de más pero no caería en su juego.
- Pero Marcius, ¿a qué viene esta pregunta? No te habrías aventurado en una guerra de esta naturaleza sin saber su propósito. Vengar la muerte de romanos, esa es la verdadera naturaleza de esta guerra, ¿qué otra cosa podría ser? Sangre con sangre se paga.
El prefecto lo seguía mirando.
- Te conozco desde que éramos niños Iulus y sé cuando estás mintiendo. Leí tu discurso en el manifiesto que sirvió para declarar la guerra a Siria y por lo que pude observar hablaste de más. Diste explicaciones innecesarias como si trataras de abrumar la mente de los senadores para que no te cuestionaran. Un hombre como tú no desperdicia palabras de manera inútil, dime lo que hay detrás de esta guerra. ¿Es oro?
- ¡Marcius! ¿Cómo te atreves a acusarme de corrupción en un asunto tan delicado? Tú no estuviste ahí y de la transcripción de mis palabras sólo los escribanos saben si plasmaron la verdad o agregaron la suya a mi discurso –respondió indignado el cónsul-. No hay nada detrás de esta guerra más que la venganza por la muerte de nuestros hermanos y la defensa de una provincia romana, ¿te ha quedado claro?
- Espero que digas la verdad hermano. Mi memoria es –el prefecto arqueó las cejas en señal de resignación-, bueno es pésima. Pero me conoces y hay cosas que jamás olvido. Lo que me han dicho de la princesa me hace dudar de sus intenciones, si en verdad no sabes nada entonces te aconsejo que prestes más atención a sus movimientos.
- ¿A qué te refieres?
- Mira los hechos Iulus, hasta un niño sabría que oculta algo. El César lo sabe, no creerías que mandaría tantos hombres a pelear por una mujer a quien su propio pueblo aborrece.
- ¿El César sospecha? ¿Cuál fue entonces su intención al intervenir en la guerra?
- Mi querido amigo –el prefecto suspiró como si estuviera ante un niño y dejó caer su pesada y áspera mano sobre el hombro de Iulus-, es tanto lo que aún te hace falta aprender sobre la política.
Iulus sintió que se le hacían pedazos las entrañas. Sabía bien que Mila no lanzaba sus amenazas al aire. Creía con firmeza que incluso entre aquellos de su propia raza había uno o más de uno que eran espías de Ralos. Si la princesa se enteraba que el emperador tenía sus propios planes para esa guerra sufriría un castigo aún peor que el que se vió obligado a dar al negociador sirio. ¡El negociador! Pobre hombre. Tanto sufrimiento por una causa tan vil. Aún recordaba sus ojos de terror cuando acercó la navaja a su boca para separar la lengua de su cuerpo; después vió su cara retorcerse de un lado a otro mientras insertaba en sus oídos la varilla ardiente con la que destrozó sus oídos y finalmente vió sus ojos moverse en señal de súplica antes de que los quemara con su espada calentada al fuego… El recuerdo de aquel castigo sin sentido lo torturaba todas las noches, llevaba sobre su conciencia el sacrificio del alma de ese inocente que lo único que quería era buscar la paz entre su nación y Ralos. Afortunadamente para él, se encontraba en Roma cuando la corte de Ralos lo condenó y dió muerte en el fuego de Kralos, frente al templo de Ukzur donde todos los ralís congregados gritaron unidos por primera vez después de tantos años la palabra que lo había llevado hasta ese viaje a través del Nilo: ¡Guerra!
- ¿Pero qué esperabas Iulus? Claro que hay una intención oculta en esta guerra, el emperador no será un gran estratega militar pero no por eso deja de ser astuto.
- ¿Y qué planes son éstos de que me hablas?
- Tú lo has dicho amigo… sangre con sangre se paga… e información con información también.
Iulus dudó por unos segundos. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie escuchándolos, era cobarde pero no tonto. Si abría la boca y revelaba algo sobre los planes de la princesa tal vez caería en la trampa y se vería obligado a pagar con su vida por su fracaso ante ella y sabía bien que tenerla como enemiga no era algo bueno. Dudó unos instantes más y después decidió mantener su silencio.
- Te lo he dicho ya Marcius, no sé de qué me estás hablando. No sé más de lo que tú sabes.
- Entonces jamás tuvimos esta conversación viejo amigo –Marcius cerró su mano sobre el hombro de Iulus y le sonrió como si nada hubiera pasado.
- Ahora cuéntame sobre la princesa. Según sé aún no ha tomado esposo y de acuerdo a mis fuentes no se debe a que sea desagradable a la vista de los hombres.
Iulus se rió. De alguna manera se sentía aliviado de alejar la conversación sobre los planes de la princesa, al menos hablar sobre su persona no le acarrearía la muerte.
- Tú lo has dicho amigo, es hermosa sin duda pero veo tus intenciones y debo advertirte que tus tácticas de seducción no tendrán efecto sobre ella.
- ¿Y eso cómo lo sabes? A mis cuarenta años hay muchas mujeres que aún me consideran atractivo.
- Lo se porque la princesa detesta a los hombres. Lo que me recuerda. Cuando estemos en su presencia jamás intentes tocarla, no la mires directamente a los ojos por mucho tiempo y mucho menos la interrumpas cuando está hablando como acostumbras hacerlo. Los ralís deben postrarse en tierra ante ella pero nosotros sólo debemos hacerle una reverencia inclinando el cuerpo ¡jamás te incorpores antes de que ella te lo ordene!
El prefecto soltó una sonora carcajada que pudo ser escuchada a metros de distancia de donde se encontraban.
- ¡Buena pareja ha encontrado el emperador en nosotros! Yo, invadido por mis ideas de un mesías judío y tú por las de los ralís. No me digas que te has sometido a estas tontas costumbres Iulus, ¿cómo has podido rebajarte hasta el punto de cumplir estas tonterías que ni siquiera haces ante el emperador?
- Ralos se ha mantenido como una provincia independiente dentro del Imperio. No tiene gobernador que la someta y por eso se ha nombrado en su lugar a un cónsul que mantenga el orden y haga cumplir la ley romana respetando el culto local de los ralís. No creerás que he sobrevivido todos estos años en esa región sin haber logrado un equilibrio entre ambas culturas. Mi papel en Ralos es el de fungir como un intermediario entre las dos naciones manteniendo la paz y negociando para lograr acuerdos comunes. Si he adquirido algunas de sus costumbres ha sido sólo para la gloria del César.
El prefecto lo miró divertido. Parecía no haberse creído ni una sola de las palabras que había escuchado.
- A mí me parece que te has vuelto más ralí que romano pero eso es asunto tuyo mi amigo. Dime, ¿hay algo más en lo que deba tener cuidado al hablar con “tu” princesa?
Iulus pareció molestarse un poco con el comentario sarcástico pero trató de ocultarlo.
- No es “mi” princesa y sí hay algo más que debes saber. Son muy pocos los hombres a los que confiere el honor de hablarle directamente así que cada vez que necesites hablar deberás dirigirte a quien es su mano derecha.
- ¿Mano derecha? ¿Es mujer? ¿Y qué hay de ella? ¿Tampoco puedo seducirla?
- Veo que en todos estos años tu naturaleza sigue siendo la misma –dijo el cónsul con una mirada de frustración-. Vamos a una guerra Marcius no a un harén. Y para tu desgracia, sí, es mujer, pero hay varios rumores que dicen que el único amante que la princesa ha tenido en su vida es justamente ella.
- ¿En serio?
A Marcius la noticia pareció alegrarle más que decepcionarle.
- No tienes remedio amigo mío. Pero la verdad es que en todos los años que he vivido en el palacio jamás he visto señales de que los rumores sean ciertos…
- ¡Mi señor! ¡Una embarcación se aproxima por el norte!
El grito vino directo de la proa de la embarcación en que viajaban. El soldado señalaba al frente en dirección a una pequeña nave que se acercaba a gran velocidad. Los tenues rayos del sol que apenas comenzaban a salir dejaban ver que el pequeño navío era de color blanco y llevaba sobre sus velas azules un escudo dorado.
- Las Ebélidas…
- ¿Ebélidas? ¿De qué hablas Iulus?
- Ébelo es el dios ralí del viento. Esas pequeñas embarcaciones se nombraron en su honor por su asombrosa velocidad. En un origen fueron diseñadas para la guerra pero con el tiempo y por su elegancia los ralís las convirtieron en los transportes de la realeza.
Marcius entrecerró los ojos tratando de enfocar su vista para apreciar mejor los detalles del navío, aunque tenía una mezcla de rasgos fenicios y egipcios en su estructura, estaba seguro de nunca haber visto algo igual.
- Acepto que la nave es realmente digna de llevar a un rey, pero ¿cómo podían utilizar una embarcación tan pequeña para la guerra?
Iulus comenzó a reírse antes de que Marcius terminara su pregunta, como si supiera con anticipación las palabras de su viejo amigo.
- Lo que a mí me falta de conocer de política, a ti te falta de conocer sobre los ralís. Tal vez te toque ver alguna ebélida en acción si los sirios deciden atacar alguno de los puertos.
Marcius lo vió de reojo con duda, después volvió su mirada hacia a la nave que se aproximaba a una velocidad increíble hacia ellos… parecía realmente como si fuera la mano del dios Ébelo la que le daba tal rapidez.
- Si sirven para transportar a la realeza… ¿crees que la princesa venga ahí?
- No. Antes de partir, tuve confirmación de que la princesa está resguardada y bien protegida por su ejército dentro del palacio de Ukzur.
Marcius guardó silencio por unos instantes. Su mente comenzó a presentir que nada bueno podría salir de aquel inesperado encuentro.
- Ahora tendrás la oportunidad -le dijo el cónsul con voz de burla y acercándose a su oido- de probar tus habilidades seductoras amigo mío.
- ¿A qué te refieres? Has dicho que la princesa está en Ukzur, ¿quién viene entonces en la embarcación?
- Es obvio... su mano derecha…
Marcius miró detenidamente a Iulus mientras fruncía el seño, después regresó lentamente su mirada al mar donde la pequeña nave comenzaba a maniobrar las velas para detenerse al costado de la embarcación que dirigía a las mil naves del ejército romano que las seguían por detrás.
Algo andaba mal. Un presentimiento invadió al prefecto. La distancia que los separaba de las aguas que dividían el río Nilo con el río Anubej era muy corta ya. Si seguían el mismo curso estarían en el puerto de Ortos antes de que el sol llegara a la mitad de su camino, justo como lo habían planeado desde antes de salir. Entonces… ¿por qué habría mandado la princesa a esa mujer justo en aquel punto?
Guiado por la experiencia y el instinto que le habían servido en tantas batallas llevó su mano derecha hacia el mango de su espada mientras con la mirada de un cazador mantenía su vista fija en su presa. Habían sido sólo unos cuantos parpadeos los que dio antes de que frente a él estuvieran de pie tres figuras envueltas en capas de seda.
Marcius guardó silencio mientras con su propia capa mantenía cubiertos sus brazos, ocultando su espada de la vista de los ralís. Esperaba que alguno de ellos le dirigiera el saludo que era reglamentario, después de todo, eran ellos los que acababan de llegar ante su presencia… pero las figuras se mantuvieron inmóviles. Marcius miró a uno de sus centuriones y con un movimiento casi imperceptible de sus pestañas le advirtió que se preparara.
- No es necesario prefecto. No hemos venido a causar disturbios al hombre que nuestro emperador ha enviado para defendernos.
Iulus tenía razón. Aunque los tres ralís llevaban el rostro cubierto por sus capas, la voz de quien había hablado pertenecía sin duda a una mujer.
- Entonces sabrás –contestó el prefecto con voz fuerte y molesta-, que grave falta cometes al subir a mi nave sin dar a conocer tu rostro, tus intenciones y nombre.
La figura del centro dio un paso al frente. Con un movimiento lento, elegante y casi sensual se desprendió de su capa azul con ambas manos, dejándola caer mientras las otras dos figuras la agarraban para que no cayera al piso.
- He aquí mi rostro…
La mujer llevaba un vestido completamente blanco que dejaba ver sus delicados brazos bronceados mientras que el corte triangular sobre su pecho revelaba la finura y suavidad de su piel. Su negra cabellera ondulada ocultaba sus hombros y su rostro… el prefecto quedó hipnotizado en cuanto lo contempló.
- He aquí mis intenciones…
La mujer levantó su brazo izquierdo y extendió su mano para que el cónsul tomara el pequeño rollo de papiro que había custodiado durante su viaje.
- He aquí mi nombre…
La mujer dio otros dos pasos hasta quedar más cerca del prefecto.
- Sariel…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Jue Feb 28, 2008 9:11 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 11
- ¡Cómo pudiste ser tan tonto Marcius! ¡Pero claro que era una trampa! En cuanto viste a esa mujer debiste arrojarla por la borda para que fuera devorada por el mismo destino que ha lanzado sobre ti. Si tan sólo hubieras hecho caso a tu centurión nada de esto habría pasado. Este es tu castigo por tu falta de juicio, por tu desgraciada memoria que olvidó los detalles insignificantes de este sendero salvaje y por dejar que tus deseos por esa hembra demoníaca sustituyeran en tu mente a tus ideas y a los consejos de tus compañeros ¡Maldita la carta, maldita la princesa y maldita entre todas las mujeres tú, Sariel! Más te valiera que tu cuerpo acabara flotando sin vida sobre este mar que tan cruelmente nos ha castigado, porque te juro que de no ser así, tu vida habrá de terminar con tu cuello entre mis manos.
Los otros siete soldados que habían sobrevivido a la catástrofe mantenían su cabeza agachada con la mirada perdida y con la mente abatida mientras escuchaban cómo el prefecto romano se gritaba desesperadamente así mismo. A cada momento escuchaban sus pies pateando la arena y arrojando piedras de un lado a otro pero nadie acudía a calmarlo, su moral había caído tan bajo que nadie tenía ganas ni siquiera de levantar el rostro para verle.
Pensamientos confusos, recuerdos perdidos e imágenes destellantes sobre lo que había pasado se mezclaban en la mente de cada uno de ellos. Uno pensaba en su mujer y su hijo recién llegado al mundo; le dolía tanto que su hijo creciera igual que él, sin la figura de un padre que le ayudara a forjar su carácter, sabía bien que una situación así sería muy difícil pero oraba a los dioses para que dieran fortaleza a su esposa, la confortaran y la ayudaran a educar a aquel pequeño que no volvería a ver jamás.
Otro pensaba en la muerte que les esperaba. Todo había sido destruido, la madera quemada de todos los barcos navegaba a la deriva entre la bahía y la isla cubierta por enormes peñascos que había sido su perdición. Se encontraban lejos aún del puerto de Sirus al que el prefecto había decidido dirigirse después de que el cónsul le transmitiera el mensaje que la princesa Mila le había enviado con esa mujer. Aunque pudieran llegar al puerto de nada les serviría; en cuanto fueran vistos por los ralís les darían muerte. No había nada que hacer… todo estaba perdido… morirían ahí…
Otro de ellos recordaba las enseñanzas de aquél en quien había decidido depositar su fe. Con los ojos cerrados repetía una y otra vez la oración que había escuchado de la voz de uno de sus seguidores: “Padre nuestro que estás en el cielo…”
Uno de los soldados que se había alejado del grupo para no escuchar los gritos del prefecto no hacía más que acariciar la afilada hoja de su espada. Él viajaba en el navío del prefecto y el cónsul por lo que pudo presenciar uno por uno todos los errores que Marcius había cometido... y uno por uno los volvió a recordar.
El primero de ellos, como él mismo gritaba, era haber dejado abordar a esa mujer. Desde el primer momento en que vió su rostro supo que ocultaba algo. Si la princesa quería comunicarles algo antes de llegar a Ortos ¿por qué habría mandado a alguien tan importante para ella como portadora de un mensaje tan simple? Había escuchado decir al cónsul que esa mujer era la amante de la princesa ¿por qué mandarla a ella? Lo único que podía deducir con certeza era que la estaba utilizando para desviar la atención del prefecto de su trayecto original de manera que accediera sin problemas a sus deseos… Tonto, el prefecto cayó en la trampa desde que sus ojos la vieron.
Su segundo error fue hacer caso de los caprichos de la princesa. Cuando el cónsul le leyó el papiro resultaba evidente que todo era una trampa. El mensaje era tan obvio: continuar el curso del río Anubej rodeando la península ralí, pasando de largo por los puertos de Ortos y Antória hasta Sirus. La princesa alegaba que había reforzado la presencia de su ejército en la frontera norte y en los otros dos puertos para cubrir la espalda de los que combatirían en el desierto, por lo que solicitaba que llevara a sus hombres hasta Sirus donde las defensas eran más débiles. Eran quince mil hombres los que iban en ese viaje, cinco mil para tomar cada puerto. ¿Por qué enviarlos a todos al mismo lugar? No tenía ningún sentido pero el prefecto ni siquiera lo tomó en cuenta. Esa mujer lo sedujo, convenciéndolo de cumplir los deseos de Mila. El prefecto se lo creyó todo. Estaba encantado de poder alargar el viaje para poder pasar más tiempo con ella, así que dio la orden al centurión de seguir el curso que venía marcado en el papiro. Éste trato de disuadirlo pero no había palabras que pudieran traer a Marcius a la realidad… Sariel lo tenía bajo su control.
El tercer error lo había cometido el mismo Augusto al haber nombrado como cónsul a ese inútil de Iulus. El emperador debía tener sus motivos pero él no podía entender qué pretextos le habrían llevado a darle ese nombramiento. El cónsul era bueno en la oratoria pero era un cobarde sin escrúpulos ni lealtad. Escuchó claramente cuando Marcius lo cuestionó sobre los planes de la princesa. En ese momento tuvo la esperanza de que el prefecto lo aventara al río por traición o que al menos lo tomara preso, pero eran amigos y le permitió guardar su silencio. Si lo hubiera obligado a hablar, ahora estaría bajo el mando del centurión en el puerto de Antória siguiendo sus órdenes para dirigirse al desierto.
El último error no podía achacárselo al prefecto, después de todo su mente ya estaba perdida. El centurión debió tomar el mando desde el momento en que se dió cuenta que el camino que habían sido obligados a tomar los llevaba directo a aquel lugar. Una enorme isla que se extendía a lo largo de la bahía les cerraría cualquier ruta de huída en caso de que fueran atacados. Era como dirigir a un ejército a un túnel sin salida… a una muerte segura…
Esa noche era la última que pasarían en el agua antes de tocar tierra en Sirus. El mar había estado calmado durante todo su viaje pero apenas salió la luna, la marea comenzó a embravecerse; el viento comenzó a soplar con fuerza… el grito del centurión vino demasiado tarde.
Por ambos extremos de ese paso tan estrecho aparecieron de pronto una multitud de diminutas naves que se acercaron a sus embarcaciones en unos cuantos minutos: las Ebélidas. Cuando miró por la proa vió al menos a cien de ellas; cuando se volteó para mirar a las embarcaciones que venían detrás sólo pudo ver cómo a lo lejos, una por una, las naves romanas terminaban prendidas en llamas.
De pronto vió aparecer de la nada a Sariel. En ambas manos llevaba sendas espadas con las que cortaba ágilmente los cuellos de los romanos sin darles la más mínima oportunidad de reaccionar. Entonces él empuñó su espada también, lanzó un grito de furia y se lanzó sobre ella pero apenas se estaba acercando cuando la embarcación se levantó violentamente por el costado izquierdo como si hubieran chocado contra algo. Todos perdieron el equilibrio y fueron lanzados al otro extremo; los que no pudieron sostenerse cayeron sin remedio al agua. Él también estuvo a punto de caer pero la mano del centurión le salvó la vida. Con ojos de terror miró hacia abajo sólo para descubrir que en ese extremo había tres Ebélidas esperándolos. No llevaban a nadie a bordo o al menos eso parecía…
Ahora comprendía el engaño que representaban esas pequeñas naves. La madera de sus cubiertas servía sólo para ocultar la verdadera cubierta que estaba hecha de metal. Esta placa metálica tenía a sus costados varios orificios por los que salían continuamente lanzas con fuego en sus puntas. Era bastante claro cómo funcionaba su estrategia. Unas se estrellaban a un costado del barco para ladearlo, la inercia del golpe alejaba a las Ebélidas para permitirles quemar el costado mientras permitían a las del extremo opuesto arrojar las lanzas con fuego directo en la cubierta, repitiendo la misma maniobra una y otra vez hasta que destruían por completo a la embarcación. Las despiadadas olas les ayudaban a darles la fortaleza que necesitaban para golpear las naves hasta que acababan con ellas, después el viento se encargaba de moverlas rápidamente a su siguiente destino.
Los soldados que estaban a bordo de las embarcaciones romanas trataban de luchar pero sus lanzas y sus espadas salían disparadas al momento de chocar contra el metal de las Ebélidas. Los barcos que se encontraban en el centro y que aún no eran atacados trataron de huir hacia la bahía pero la furia del mar no se los permitió. Otros en su desesperación arrojaron los barcos directo a los peñascos de la isla que los tenía cautivos, prefirieron destruirse así mismo que morir a manos de los ralís. Los que terminaron en el mar morían ahogados no sin antes sentir el acero de las espadas ralís en sus pechos. Esa noche no hubo estrategia que los salvara.
Lo último que recordaba era haberse soltado violentamente de la mano del centurión mientras una lanza le atravesaba el costado antes de caer al agua. La última imagen que vió antes de perder la conciencia fue la sonrisa en el rostro de Sariel cayendo a su lado…
- ¡Mil naves! ¡Quince mil hombres! ¡Millares más marchando a su propia muerte en la frontera!...
El soldado no pudo resistir más los gritos de Marcius. Cerró los ojos y empuñando su espada se dio la vuelta y corrió hacia él con los ojos desorbitados. El prefecto apenas y tuvo tiempo de reaccionar cuando desenfundó su espada para enfrentar el ataque. El soldado gritaba sin control mientras trataba de dar muerte al hombre que lo había condenado.
- ¡Basta!
Sólo ese grito bastó para que el soldado se desconcentrara por un instante. Marcius lo pateó en el estómago y con la fuerza de su espada lo desarmó, pateándolo otra vez hasta que el soldado cayó indefenso al piso.
- ¡Detente Marcius! Debemos mantenernos unidos para salir de aquí –gritó otra vez el centurión mientras corría para detener al prefecto.
- ¡Qué sentido tiene ya Lucius! Todo está perdido –dijo Marcius mientras mantenía la punta de su espada sobre el cuello del soldado-. Los hombres que marchan por tierra hacia Arjamid, confiados en que llegaremos a reforzarlos, morirán también. Todos moriremos en esta tierra.
El centurión se acercó y con cuidado tomó la mano con la que el prefecto amenazaba con terminar la vida de ese desesperado hombre.
- Por eso mismo debemos mantenernos unidos. Hay que advertir a nuestros hombres sobre esta trampa antes de que comience la guerra.
- Ya no hay tiempo Lucius. La princesa nos ha vencido –Marcius miró fijamente al soldado hasta que por fin recapacitó y aventó su espada-. Mila me ha vencido. Todo es culpa mía, si te hubiera hecho caso sobre esa mujer amigo mío…
Lucius lo tomó por el hombro.
- De nada sirve lamentarse ahora amigo. Haces bien en aceptar tu falta. Ahora acepta tus obligaciones como romano y guíanos hasta el desierto para salvar a nuestros hombres y vengar la sangre que Mila ha derramado.
El soldado vencido se levantó y se quedó mirando al prefecto. Los otros también se acercaron y se formaron junto con él detrás del centurión.
- Hemos perdido a muchos hombres aquí Marcius, pero aún podemos salvar a muchos. Podemos hacerlo amigo, sólo necesitamos fe. Tú mismo escuchaste al profeta: “…si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible…” Oré al dios de los judíos y me salvó la vida. Estoy seguro de que si tenemos fe salvará a nuestros hermanos también.
Marcius miraba uno por uno a sus hombres mientras reflexionaba sobre las palabras del profeta. No creía por completo en él pero los milagros que había presenciado le hacían respetar sus palabras. Aunque nunca lo habían declarado públicamente, él y su centurión habían comenzado a creer en él. Qué bien lo conocía Lucius. Sabía que nunca pondría en duda las verdades del profeta del desierto…
- Parece que todos aquí saben cómo funciona mi mente y con qué palabras convencerme para hacer su voluntad pero será la última vez –les dijo el prefecto en tono de broma-. Escúchenme bien, no es Fe lo que me falta. En esta tierra somos enemigos y será peligroso cruzar la nación desde aquí. Mila planeó todo pensando hasta en el más mínimo detalle. Nos trajo justo al extremo opuesto de la frontera norte donde nos aguardan nuestros hombres. Desde aquí el camino será muy complicado: primero tendremos que cruzar el bosque, de ahí se cruzaran en nuestro camino varias aldeas que sirven como centros militares para el ejército ralí y por si fuera poco, tendremos que cruzar uno de los ríos que alimentan al Anubej que según recuerdo está controlado por el ejército para mover a sus hombres. Les repito, no es Fe lo que me falta, pero siendo un camino tan complicado no quiero llevarlos a ustedes también a la muerte, suficiente tengo con los hombres que he perdido como para perderlos a ustedes también.
- Amigo, por mi vida responderé yo ante quien me la ha dado –respondió firmemente el centurión.
Los otros soldados intercambiaron una mirada y uno de ellos respondió por todos.
- Nosotros también responderemos por nuestras acciones, prefecto.
Marcius los miró y golpeando el lado izquierdo con su puño derecho exclamó con orgullo:
- ¡Por la gloria del César!
Los demás respondieron con el mismo gesto y juntos comenzaron a internarse en el bosque que se abría ante ellos a unos kilómetros de la bahía.
Caminar por aquel denso bosque, casi a oscuras debido a las altas y tupidas copas de los árboles resultó más difícil de lo que pensaban. Todos llevaban alguna parte del cuerpo vendada por las heridas que habían sufrido y se lastimaban constantemente al resbalar sobre el lodo formado por la humedad. Mantenían los ojos abiertos para advertir cualquier peligro pero también para descubrir cualquier fruto con el que pudieran saciar el hambre.
- Hay algo que aún no entiendo –dijo uno de los soldados para mantenerse despierto ante el agotamiento-. La princesa pidió la ayuda del César para vengar la muerte del rey, ¿por qué nos ha atacado entonces? Arriesga mucho al declarar la guerra simultáneamente a dos naciones diferentes.
Marcius que iba a la cabeza cortando ramas para abrirse paso le respondió.
- Porque para cuando el emperador se dé cuenta de la traición será demasiado tarde. Mientras caminamos, la princesa habrá enviado ya mensajeros a la frontera para esperar a nuestros hombres y advertirles que los ralís los apoyarán en el combate mientras nosotros reforzamos el puerto de Sirus, por lo mismo solicitará del César más refuerzos por tierra en esa región. Nuestros soldados comenzarán la guerra contra los sirios en el desierto apoyados por los ralís, confiados en que llegaremos a apoyarlos en el momento preciso. Arjamid es muy grande. La guerra se llevará a cabo a lo largo de seis puntos, los romanos atacarán en los tres que se encuentran al este, pensando que los ralís defenderán los demás pero lo que en realidad sucederá es que los ralís se dejarán vencer ahí para que los sirios avancen hasta acorralar a los nuestros. Cuando esperen nuestra llegada… serán los ralís los que los terminen y enfrenten solos a los sirios hasta que lleguen nuevos refuerzos de Roma que caerán en la misma trampa…
- … hasta que los dos ejércitos se destruyan mutuamente –completó el centurión.
Por fin llegaron a un lugar donde los troncos de los árboles estaban más separados y permitían caminar con más facilidad.
- Pero al darse cuenta, el emperador le declarará la guerra a Ralos y los someterá ¿cierto?
- Después de perder tantos hombres y luchando en una región tan hostil como ésta, dudo que el senado apoye tal decisión –respondió Marcius-. La mejor estrategia sería declarar la independencia de Ralos y retirar a los pocos hombres que queden. Roma no es la misma de antes. La política, la corrupción y las traiciones gobiernan más sobre nuestra nación que el orgullo por defenderla.
- Pero no podemos permitir que…
La voz del soldado se cortó mientras los demás seguían avanzando.
- ¿No podemos permitir qué, Galius? –preguntó el soldado que venía delante de él mientras seguía caminando-. Termina de hablar Galius, no somos adivinos –dijo bromeando el soldado-. ¿Galius? –preguntó mientras volteaba la cabeza, después de no recibir respuesta.
- No podemos permitir que sigan por este camino…
El cuello del soldado se vió de pronto sometido por la hoja de una espada mientras varios hombres armados vestidos de negro salían de entre los gruesos troncos rodeándolos por todos lados.
Otro de los soldados trató de sacar su espada pero uno de los hombres se apresuró a amenazar su cuello de la misma manera que a su compañero. Marcius sintió que los latidos de su corazón le iban a destrozar el pecho al verse tan rápidamente emboscado a sólo unas cuantas horas de haberse embarcado en aquella peligrosa misión. Ahora se daba cuenta que contra los ralís no había cuidados que pudiera tener, siempre estaban un paso adelante.
De entre los troncos que estaban frente al prefecto salió el hombre que parecía liderar a ese grupo. Se acercó al prefecto y se inclinó ante él con una risa burlona. En ese momento sintió que el corazón le iba a estallar. Aunque no lo había visto nunca le bastó con observarlo unos segundos para saber de quién se trataba. Su única vestimenta era una larga falda de color negro atada a su cintura por un cordón dorado. Cuando se inclinó ante él pudo ver un símbolo negro marcado sobre su cabeza…
- Qué gusto haberlos encontrado, romano... Se me estaban acabando los “animales” para mis sacrificios…
Las palabras de ese hombre le causaron un temor aún mayor. Llevado por el miedo, Marcius apenas pudo escuchar su propia voz cuando su lengua se liberó por fin de su boca ante la presencia de ese hombre….
- … Zarej…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Sab Mar 01, 2008 10:03 pm Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 12
Al escuchar ese nombre, el errante lo miró con ira en sus ojos. Se agachó lentamente y tomó un madero del piso. Se levantó con la misma calma mirando únicamente el madero que había tomado, lo tenía agarrado fuertemente con su mano derecha mientras con la izquierda lo acariciaba como si fuera un objeto preciado. Pasó varios minutos así, como si estuviera apreciando la forma y textura de la madera, pasando sus dedos de arriba abajo, moviéndola de un lado a otro… hasta que repentinamente lo estrelló contra la cara del prefecto con tanta fuerza que el tronco se partió por la mitad.
- ¿Cuándo se ha visto que un cerdo hable a su amo? -le gritó el errante.
El prefecto cayó al piso con el lado izquierdo de su cara bañado en sangre. Los hombres del errante lo levantaron rápidamente y lo sujetaron nuevamente de pie frente a su amo. Éste se agachó otra vez para tomar otro madero y repetir el mismo procedimiento. Esta vez se lo estrelló del otro lado del rostro.
- No es mi nombre el que has mencionado –le dijo al prefecto, mientras sus hombres lo ponían nuevamente de pie-. Ese nombre perteneció al primero de nosotros –presionó el pedazo de madera roto contra su cuello levantándole la mirada-. No eres digno de conocer mi verdadero nombre, romano, así como yo no soy digno de tenerte en mi presencia, sin embargo… como serán los primeros cuya sangre sea derramada en esta guerra, les daré la oportunidad de redimir su pecado con su sacrificio. Espero que sepan apreciar mi bondad…
Marcius le escupió sangre directo en el rostro.
- Veo que aprendes rápido, romano. Sólo los hombres pueden hablar, los animales sólo actúan por instinto tal como lo has hecho.
El errante sonrió sólo por un instante, después estrelló su cabeza contra la de Marcius.
- Prepárenlos –dijo a sus hombres mientras se limpiaba la sangre del rostro con las manos-. Esta noche les mostraremos quién es su verdadero dios.
Los hombres del errante ataron a los romanos y se los llevaron a un lugar dentro del bosque donde los árboles crecían alrededor de un espacio circular de unos diez metros de diámetro. Ahí los tiraron boca abajo clavando ocho estacas, una enfrente de cada uno donde ataron sus manos. Sobre sus espaldas colocaron rocas enormes que les aplastaban los pulmones para dificultarles la respiración; ataron sus pies y doblaron sus piernas sobre las rocas para después sujetarlas con una soga a su cuello. Los mantuvieron en esa posición hasta que llegó la noche, sin embargo dos de los soldados no resistieron. Los otros cuatro que luchaban para mantenerse con vida escuchaban atentos las oraciones del centurión, repitiendo sus palabras, poniendo sus almas en paz con ese dios judío del que hablaba el profeta.
Mientras tanto, Marcius trataba de entender a ese hombre cuya mente había sido dominada por la locura. Observaba con mucho detalle cómo sus hombres habían formado un círculo con piedras, en el centro del cual habían arrojado varias ramas sin haber encendido todavía ningún fuego. Alrededor de las ramas habían depositado varios objetos, entre ellos había alcanzado a distinguir una especie de hacha, puñales y lo que parecía ser una espada envuelta en una piel de cordero. Pobres de sus hombres, los había llevado a la muerte y a una muerte terrible.
Cuando todo estuvo listo, el errante se sentó frente a las ramas. Marcius podía verlo directo a los ojos pues su rostro se mantenía levantado por la soga que unía a su cuello con sus pies. Lo veía sereno y tranquilo. Sus hombres le habían dejado solo dentro del círculo y lo miraban desde afuera. Marcius también había podido ver sus rostros y podía darse cuenta que estaban tan aterrados como ellos, tal vez era la primera vez que presenciaban ese tipo de rituales. Sus hombres le miraban la espalda y la cabeza, mientras Marcius apreciaba todas las cicatrices y heridas abiertas que aún llevaba sobre su pecho y brazos, restos de lo que habrían sido los quince castigos del dios que había soportado para convertirse en un verdadero errante. Era sólo un joven de veinte años… ¿cómo pudo su mente ser trastornada de esa manera?
De pronto el errante se levantó… elevó sus brazos al cielo y comenzó a pronunciar una oración, en lo que el prefecto sabía que era el antiguo idioma de Ralos. Después elevó también su mirada al cielo… la luz de la luna pareció ser liberada de entre las nubes iluminando la escena. Sin que nadie se hubiera movido, sin que nadie hubiera dado un solo respiro… las ramas comenzaron a arder.
- … si en mi Dios confío, nada me pasará…
Los hombres del errante dieron un paso hacia atrás. Tenían miedo también.
- … si a ti mi Dios me entrego, la vida no perderé…
El errante bajó la mirada.
- ... si en ti mi Dios deposito mi Fe, a nada ni nadie temeré...
Se agachó y tomó con ambas manos dos puñales que estaban en el piso.
- … si mi cuerpo muere, lleva mi alma a tu presencia…
Con ambos puñales en las manos se dio la vuelta.
- ... si abandono este mundo, a los que dejo aquí, protege Dios mío...
Sus hombres le abrieron paso mientras salía del círculo.
- ... si mis oraciones escuchas, bendíceme Dios mío...
Se dirigió a uno de los árboles donde comenzó a grabar el símbolo que llevaba sobre la cabeza.
- … si he pecado contra ti, mi Dios, perdóname…
Cuando terminó se dirigió otra vez al fuego y dejó los puñales en la tierra.
- ... si he de sufrir por ti mi Dios, lo haré con valor y orgullo…
Tomó una larga espiga afilada con una mano, y una pequeña bolsa de cuero con la otra.
- … si he de morir para gloria tuya, mi Dios… que así sea.
Marcius, al igual que los otros soldados, había repetido en voz baja la oración del centurión. Todos habían puesto sus almas en paz con el dios judío. En ese tiempo habían pensado en sus faltas y se habían arrepentido por cada una de ellas. No deseaban morir, pero ahora que era inevitable, estaban dispuestos a hacerlo por Él.
El errante cruzó a través del fuego sin que su piel o su falda sufrieran daño. Marcius lo vió dirigirse hacia él. Se agachó y acercó su cara a la suya. Sus ojos cafés y su piel blanca contrastaban con la negra alma que ese joven tenía. A Marcius le costaba trabajo entender cómo alguien tan joven había encontrado la maldad de esa manera. Si su piel no tuviera esas heridas, ni su cabeza ese símbolo, podría pasar por el más normal de los hombres, pero no era así. Ese joven era la encarnación del mal mismo; la forma humana del “maligno”, ese espíritu malvado a quien el profeta había vencido en el desierto.
Después de verlo por unos minutos el errante se hechó para atrás y frente a Marcius metió la espiga en la pequeña bolsa de cuero. Cuando la sacó, venía bañada en un líquido rojo parecido a la sangre pero menos espeso. Después paseó la espiga de un lado a otro frente a su cara de manera que pudiera verla de cerca.
- No tendrás perdón –le dijo Marcius esforzándose por hablar-, ni en este mundo ni en el siguiente. ¿Quién te crees para jugar con la vida de esta manera? Sólo eres el sirviente de un espíritu del mal.
Sin alejar la espiga de su rostro el errante le respondió sonriendo.
- Te golpearía por haberte dirigido a mí, pero morirás de cualquier forma. A menos que…
El errante alejó la espiga y se volvió a acercar a su rostro.
- Si me aceptas –le dijo en voz baja a Marcius-, como tu dios, tal vez tenga piedad de ti. Tal vez termine contigo de una forma menos dolorosa o quizá hasta te perdone la vida.
Marcius reunió la fuerza que todavía tenía y trató de liberar un poco su cuello arqueando aún más sus piernas, presionando la roca aún más sobre su espalda, sintiendo su peso aplastar aún más sus pulmones y haciendo para atrás su cabeza.
- Cuando termines conmigo me uniré a mi único Dios. Ante Él y sólo ante Él me postraré. Lo bendeciré y a su lado permaneceré eternamente.
Al errante pareció divertirle la respuesta, riéndose sutilmente.
- Yo estoy frente a ti, romano. ¿Por qué sufrir el penoso paso de la muerte si puedes vivir a mi lado? A mí me puedes ver y tocar, ¿por qué te entregas a un dios que nunca has visto y que no ha hecho nada por salvarte? Eleva tus súplicas a tu dios y pídele que baje y me destruya para liberarte; pídele que me castigue en este mismo lugar, que me haga sufrir por lo que te he hecho. Hazlo y verás que el único dios verdadero es el que está frente a ti ahora. Soy yo quien tiene tu vida en sus manos, entrégamela a mí y te daré un lugar entre mis sirvientes.
- Mientras más me hagas sufrir, más bendeciré a mi Dios. Le ofreceré mi dolor en penitencia por mis pecados y Él me perdonará llevándome a su presencia.
- Esta es tu última oportunidad, romano. Piénsalo bien antes de decidir. Eres el más fuerte de todos tus hombres, lograste sobrevivir al castigo de Ébelo –el errante se acercó y le susurró al oído- y a las tentaciones de Sariel... Sí, se bien que no la tocaste, te costó trabajo pero la fidelidad a tu esposa te fortaleció –se alejó y lo volvió a ver de frente-. En una guerra como la que está por venir, podría utilizarte, eres fuerte y leal. Lo único que tienes que hacer es pedir que te revele mi verdadero nombre, después ofréceme una súplica y yo te perdonaré tus pecados sin que tengas que morir.
- Suficientes pecados he cometido antes de conocer a mi verdadero Dios. No lo decepcionaré ahora que lo encontré; me ha aceptado como su hijo, y como su hijo responderé ante Él cuando mi hora llegue. Haz conmigo lo que quieras; yo veré en tus acciones el cumplimiento de la voluntad de mi Dios y sólo de Él recibiré mi castigo o mi premio por lo que he hecho en vida.
El errante se volvió a reír y se levantó.
- Sin duda eres el más fuerte de todos. Te dejaré hasta el final para que pruebes si tu fe es tan grande como presumes que es.
Dicho esto miró al centurión y a los demás soldados. Buscó en ellos al que reflejara mayor temor, aunque todos tenían los ojos cerrados y parecían tener en su rostro la misma convicción que su líder. Señaló entonces al soldado que estaba en la orilla al lado del centurión y se dirigió a sus hombres.
- Éste. Prepárenlo para el sacrificio.
Tres de sus hombres se acercaron. Uno tomó la espiga y la bolsa de cuero de manos de su amo. Se dirigió entonces al soldado y le encajó la espiga en el brazo, inyectándole el líquido rojo. Los otros dos comenzaron a desatarlo.
- ¿Qué hacen? –les cuestionó furioso el errante.
Los hombres se detuvieron y se miraron entre sí con una mirada de confusión.
- ¿Es así como tratan a un animal? Este cerdo –les gritó enfurecido el errante- no es ni ralí, ni mucho menos hombre. Trátenlo como se merece.
Los hombres se miraron temerosos entre sí. Uno pareció querer decir algo, pero la mirada de fuego que tenía su amo lo detuvo. Después los tres se levantaron, dos de ellos fueron por dos de las espadas que estaban cerca del fuego y el otro fue a tomar una roca que se encontraba cerca.
- ¡Pagarás en el fuego eterno por la sangre de todos nosotros! –gritó con fuerza el centurión.
El errante lo pateó con fuerza en la cara.
- ¡Entonces que así sea, romano! !Pero de este sacrificio no habrá dios que pueda librarte!
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Sab Mar 01, 2008 10:50 pm Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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NOTA.
Este capítulo no termina aquí, pero después de pensarlo mucho decidí no publicar la parte del sacrificio porque resultó demasiado fuerte. El propósito de esa escena era mostrar la maldad de Zarej, su completa ausencia de Dios y lo que es capaz de hacer con tal de lograr lo que todo errante busca: convertirse en un dios.
¿Por qué es tan malo y sangriento? El verdadero Zarej, el que vivió hace ochocientos años sufrió de niño la maldad de los quince dioses. Creció en una tierra donde la gente ofrecía sacrificios para fortalecer a los mismos dioses que se divertían con su sufrimiento. De ahí que decidiera alcanzar él también el nivel de un dios por medio de los mismos sacrificios que se ofrecían a sus dioses malvados para poder vengarse de ellos. Una vez que fuera como un dios volcaría su ira sobre los dioses, en especial sobre los dioses gemelos a quienes odiaba más que a los demás, lo único que quería era vengarse.
Zarej se convierte en errante después de ser expulsado del templo de Kezel. Su verdadero nombre, el que es el nombre prohibido, es una palabra en ralí antiguo que significa... bueno para no contarles todo sólo les diré que en algún punto Zarej se da cuenta que para convertirse en dios, primero tiene que creer que lo es.
De ahí que comienza a idear una serie de sacrificios sanguinarios, pues él se cree con el derecho de hacer con la vida lo que él quiera porque todos los seres le pertenecen a él. En su mente confundida, retorcida y perdida, piensa que él es el mayor de los dioses por lo que sus sacrificios también debían ser los más sangrientos. Mientras más temor influía en sus víctimas mayor era su placer y más se sentía fortalecido. El líquido rojo que inyecta a sus víctimas lo desarrolló a partir de varias yerbas y venenos que descubrió en el desierto. Su propósito es mantener conciente a la víctima el mayor tiempo posible para que sufra su castigo sin desmayarse... ese es Zarej, un despiadado hombre que ha sido poseído por el "maligno" y que busca por todos los medios convertirse en un dios aunque por su propia locura no se ha dado cuenta que se ha condenado él mismo.
Este es el motivo por el que esta parte de la historia se ha vuelto más oscura que la de Kabel. Espero que el giro y los nuevos personajes hayan sido de su agrado. Nos vemos en cuanto acomode el final de este capítulo. _________________
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mar Mar 04, 2008 8:26 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Marcius y el centurión sufrieron las siguientes dos horas como si todo lo que vieron y escucharon lo hubieran sentido en carne propia. Mejor hubiera sido quedarse sin ojos ni oídos antes que presenciar la desdichada muerte de tres de sus compañeros. Nunca habían sido testigos de un trato tan salvaje, ni siquiera a un animal se le debería de tratar así. Ambos oraban en silencio por el descanso de las almas torturadas esa noche.
- Traigan al siguiente.
La voz del errante resonaba con un terrible eco en ese lugar tan tenebroso. Los hombres a los que había señalado para efectuar el siguiente sacrificio temblaron de miedo al escucharlo, pero temiendo que les diera muerte como a sus otros cinco compañeros por haber mostrado dudas y debilidad, obedecieron. Hicieron lo mismo que sus compañeros muertos: uno tomó una de las espadas calentadas al fuego, otro tomó la roca y el tercero la espiga y la bolsa. Cuando el portador del veneno estaba a punto de inyectar la espiga en el brazo del soldado este comenzó a gritar desesperadamente…
- ¡No! ¡Lo que me pidas que haga lo haré, pero líbrame de esta muerte! –gritó aterrado.
- ¡Galius detente! ¡No vendas tu alma como lo han hecho estos desdichados, una vida eterna te espera después de la muerte! –le gritó el centurión.
El errante levantó una mano y su sirviente se detuvo al instante. Se acercó lentamente al soldado y con una sonrisa inesperada le habló suavemente.
- ¿En verdad harías lo que yo te diga?
- ¡Sí mi señor! ¡Serás mi amo eterno, mi dios si así me lo pides!
El errante se agachó y lo miró a los ojos.
- ¡Galius no seas tonto! ¡Te sacrificarás en vano si te entregas a este demonio! –gritó Marcius.
- ¡No me importa! ¡Mejor una vida con él antes que una muerte así! –respondió el soldado.
El errante lo miró alegre por unos momentos. Eso era lo que buscaba. El terror en la mirada de Galius le daba la fuerza que buscaba en cada una de sus víctimas. El que sus víctimas le imploraran piedad le hacía sentir superior… sólo a un dios se le puede pedir la salvación del alma.
- Romano –le dijo por fin el errante-, para mí eres tan indigno como el peor de los cerdos. Tu vida está acabada pero esta muestra de valor que has demostrado al pedir mi perdón no será pasada en vano. Te ofrezco una muerte sin dolor, un final sin sufrimiento, una vida eterna como mi sirviente a cambio de sólo una cosa.
- ¡Dímela y la haré, seré tu sirviente y haré todo lo que me pidas! –respondió sin dudar el soldado.
- ¡Galius no! ¡Es un engaño! ¡Moriremos todos aquí, entrega tu vida a tu creador, no a este demonio maldito! –le gritó desesperado el centurión temiendo que su soldado perdiera la salvación del reino eterno.
El errante se levantó tranquilamente. Miró desde arriba al centurión y sin darle tiempo siquiera de parpadear lo pateó con toda su fuerza en el rostro. El centurión soportó el golpe sin desmayarse pero el dolor no le permitió volver a hablar. Después, el errante se aproximó lentamente al prefecto y se arrodilló ante él.
- Lo ves, romano. Haz como ha pedido tu hermano y a ti te libraré de la muerte, sólo tienes que hacer lo que a él le diga.
Marcius lo miró con odio en los ojos pero no respondió.
- Entonces que así sea –dijo el errante.
Se levantó y se agachó nuevamente frente a Galius.
- … mi Dios, perdónalo pues no sabe lo que hace… -Marcius comenzó a orar por el alma de su soldado.
- Si haces lo que te diga, tienes mi palabra de que te libraré de este castigo, romano.
- Haré lo que tú me digas…
- … Señor y Dios mío, atiende mi súplica, salva a este hombre del demonio…
- Pídeme que te revele mi verdadero nombre…
- … fortalece su espíritu y líbralo de la tentación…
- Llámame por mi nombre y adórame…
- … en su último suspiro sálvalo de las llamas y llévalo a tu presencia…
- Ruega por mi perdón…
- … en tu infinita misericordia perdónale sus pecados…
- Y yo te perdonaré…
De pronto se hizo el silencio. Marcius seguía hablando pero ni el sonido de los árboles podía escucharse ya, era como si el tiempo se hubiera detenido, como si el errante quisiera escuchar con todo detalle la voz del soldado… la súplica de su víctima.
- Yo, Galius –comenzó a decir el soldado cuya voz era el único sonido en ese lugar-. Te imploro a ti, mi dios, que me des a conocer tu nombre para así adorarte y pedir de tu infinita bondad tu perdón.
El centurión que comenzaba a sentir la fuerza volver a su cuerpo comenzó a moverse bruscamente en un intento por hacer escuchar una vez más su voz, pero todos sus intentos fueron inútiles.
- Conoce pues mi verdadero nombre… … …
En el momento en que el errante pronunció por primera vez el nombre prohibido, los árboles comenzaron a azotarse unos contra otros sin que se escuchara ni un solo ruido. Galius cerró los ojos, el sudor llenaba su frente, cayendo gota por gota sobre su nariz y barbilla. Tardó en contestar, parecía que se arrepentiría en el último segundo pero fue sólo una vana esperanza. Pudo más su deseo por salvarse de ese castigo horroroso, que su deseo por la salvación de su alma. Cuando abrió los ojos, su voz, que ahora sonaba fuerte, clara y tranquila como si todo su sufrimiento hubiera pasado, pronunció una alabanza al errante.
Apenas terminó su oración recibió la respuesta. El errante lo miró con una sonrisa de bondad.
- Y yo te perdono…
Levantó su brazo izquierdo. Uno de sus hombres que había ido a recoger la espada envuelta en cuero que estaba cerca del fuego la descubrió y la depositó en la mano de su amo. Éste se levantó, pronunció una oración… tomó la espada con ambas manos… y terminó con el sufrimiento de Galius…
Mientras regresaba la espada a su sirviente el sonido comenzó a volver y los árboles comenzaron a calmarse. Los otros dos sirvientes comenzaron a desatar al soldado; esta vez sin causarle ni una sola herida, tal como su amo se lo había prometido. Una vez que lo liberaron, llevaron su cuerpo al fuego y lo depositaron junto a los otros cuerpos que ahí descansaban. El errante se dirigió entonces a Marcius una vez más.
- ¿Ves ahora que no te he mentido? Cumplí mi promesa. Lo liberé de su dolor sin causar en su cuerpo las heridas del sacrificio. Su alma espera tranquila mi llegada al inframundo donde lo separaré de los otros para ponerlo al lado de mis sirvientes. Será él quien castigue y no quien sea castigado. Esto mismo puedo hacer por ti, sólo tienes que hacer lo que tu hermano hizo y a ti te trataré aún mejor. Te mantendré con vida y me servirás mientras termino mi trabajo en este mundo, después te llevaré conmigo y serás entre mis sirvientes el que los mande a todos, y todos te obecederán a ti.
- ¡No eres un dios! ¡Nunca tendrás el alma de ningún hombre! –volvió a gritar el centurión.
El errante lo miró con una mirada de fuego. Esta vez realmente se había enfurecido.
- He tenido suficiente de ti y de tus habladurías. ¡Prepárenlo!
Apenas hubo dicho esto cuando una densa neblina comenzó a salir de entre los árboles. Sus hombres se quedaron inmóviles. De alguna manera sabían que esta vez no había sido su amo quien había provocado ese fenómeno. El errante también se mantuvo de pie sin moverse... Cerró los ojos.
La neblina, que había cubierto rápidamente todo el lugar comenzó a dividirse para crear un espacio vacío entre el cuerpo del errante y el árbol que tenía a sus espaldas, el mismo árbol en que había grabado su símbolo. De entre las sombras salió un jabalí enorme, negro como la noche misma. Con paso calmado comenzó a recorrer el camino que lo separaba de su amo, pasando entre las llamas y pisando despiadadamente los cuerpos sin vida que se convertían en cenizas, hasta detenerse justo unos pasos detrás del errante.
Esta vez ni Marcius ni el centurión pudieron articular palabra alguna. Los había invadido el temor al ver a esa abominable bestia inclinar sus patas delanteras y su cabeza detrás del errante, como si realmente tuviera conciencia de lo que estaba haciendo, como si realmente se inclinara ante su amo. Los sirvientes se habían quedado petrificados ante la escena. Sus piernas querían temblar pero ni siquiera de eso eran capaces…
El errante se mantuvo quieto y en silencio al igual que la bestia. Parecían comunicarse sin necesidad de palabras. Sirviente y amo hablándose a través de un poder sobrenatural. Sirviente y amo en comunión a través de un lazo invisible al ojo del hombre. Sirviente y amo unidos por la misma esencia maligna…
Cuando terminaron su comunicación el jabalí se levantó, se dio la vuelta y desapareció por donde había venido. La neblina se desvaneció tan rápido como había aparecido y frente a Marcius y el centurión quedó sólo un hombre con los ojos cerrados… los abrió repentinamente…
- Debo volver… algo ha pasado…
Después de decir esto, el errante se dio la vuelta y caminó otra vez hacia el fuego donde se mantuvo de pie sin sufrir daño. Un caballo de color negro salió de entre los árboles como si hubiera obedecido el llamado silencioso de su amo. Llevaba bajo su silla un estandarte de color azul con el escudo de Ralos bordado con hilo dorado. El errante subió en el animal y antes de partir habló a sus hombres…
- Sacrifíquenlos. Quemen todo y vayan a reunirse con los demás.
El errante guió a su caballo hacia la oscuridad del bosque pero antes de desaparecer giró su cabeza para dejar su último mensaje a sus sirvientes.
- Si fallan… terminarán como ellos…
Después azotó las riendas, golpeó al caballo con los pies y desapareció entre la noche.
Los sirvientes se miraron entre sí. Marcius podía ver claramente que no sabían qué hacer. Estaban confundidos entre ejecutar las órdenes de su amo o desaparecer de ahí. Uno de ellos pareció tomar la decisión por los demás. Se acercó al fuego y tomó una de las espadas. Entendiendo el mensaje, los otros fueron por la roca y el veneno para terminar con ellos.
- Aún pueden salvarse –les dijo Lucius-, si su corazón se arrepiente, el Dios bueno que todo lo ve los perdonará.
Parecieron no haberlo escuchado. El que traía la espiga la encajó sin dudar en el brazo del centurión. Éste sintió el veneno fluir por las venas de su cuerpo… en vez de debilitarlo lo fortaleció. Tal era el efecto del veneno: dar la fuerza necesaria a la víctima para soportar su tortura el mayor tiempo posible antes de morir.
- Esta no es la vida que desean –dijo ahora Marcius-. ¿Acaso quieren arder en el fuego de las almas malditas por siempre? Arrepiéntanse y encontrarán el perdón.
El soldado que traía la espada ardiente la colocó sobre las muñecas del centurión sin tocarlo. El olor a piel quemada comenzó a contaminar el aire.
- No lo hagas hermano –le pidió nuevamente Lucius-. Si me matas, rendirás cuentas de mi alma a mi creador y Él te dará un castigo aún mayor que éste.
El tercer sirviente tomó la roca y la levantó sobre su cabeza con ambas manos justo debajo de la espada que sostenía su compañero.
- Los perdono entonces por su pecado…
Lucius cerró los ojos y suspiró profundamente para recibir el castigo que liberaría sus manos de sus ataduras, el castigo con el que comenzaría la liberación de su alma de la prisión carnal antes de entrar en la presencia de quien había recibido la vida…
El soldado que sostenía la roca también cerró los ojos, también suspiró y sin dudarlo dirigió la roca hacia el suelo para cumplir los deseos de su amo ... y la roca cayó...
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mar Mar 11, 2008 7:37 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Fue sólo instante. Cuando Lucius abrió los ojos la roca yacía al lado de la estaca.
- No puedo hacerlo –dijo el sirviente con los ojos cerrados.
- ¡Tonto! ¡Mejor ellos que nosotros!
- ¡Hazlo ya! ¡Termínalo! ¿O quieres que nuestro amo nos torture de la misma manera?
El sirviente comenzó a llorar. Se dejó caer en el piso. Sus manos le temblaban sin poder controlarlas.
- Yo no quiero terminar como ellos –dijo con la voz temblorosa-, pero si los matamos terminaremos así de todas formas. ¡Nos hemos condenado, no lo ven!
Su grito pareció despertar la conciencia de los otros sirvientes. El que sostenía la espada la separó de las muñecas del centurión y se puso de pie. El que traía el veneno se acercó a sus compañeros y con temor en la voz les dijo.
- Démosles una muerte rápida, quememos todo y larguémonos de aquí.
Los otros dos asintieron en silencio con un movimiento temeroso de la cabeza. Uno de ellos tomó nuevamente la espada con que habían terminado la vida de Galius y la empuñó con ambas manos. Lucius que se mantenía tranquilo comenzó a orar. El sirviente respiró varias veces hasta que levantó la espada. Las manos le temblaban, ni siquiera era capaz de abrir los ojos para mirar a su víctima. Trató de calmarse respirando profundamente… elevó lo más que pudo la espada apuntando a la cabeza del centurión. Un último suspiro y con toda su fuerza dejó caer la punta de la espada… justo al lado de la cabeza de Lucius.
- ¡No puedo! ¡Ebém me castigará por los animales que he sacrificado pero por el alma de este hombre no habrá castigo suficiente para mi espíritu en el mundo superior!
Los tres se abrazaron sufriendo por la condena que habían arrojado sobre sí mismos. Aunque estaban convencidos de haberse condenado ante su dios, el hecho de cargar con aquellos sacrificios salvajes era por sí mismo un castigo terrible. Su religión les prohibía terminar con la vida de los animales habiendo castigos severos para cada circunstancia pero… ¿habría castigo por haber terminado con la vida de aquellos hombres de esa manera tan despiadada? Ebém era un dios bondadoso, pero al haber quebrantado su culto de esa manera temían que el dios no encontrara perdón para ellos. Seguramente un castigo excepcional les esperaba en el inframundo…
- Dejémoslos pues aquí y huyamos –dijo por fin uno de ellos.
Los otros dos estuvieron de acuerdo. Se dieron la vuelta pero no dieron ni un solo paso más…
Frente al árbol donde estaba grabado el símbolo del errante estaba el mismo jabalí negro...
De las copas de los árboles comenzaron a caer enormes serpientes que no tardaron en enrollarse en sus piernas. Lentamente el jabalí comenzó a acercarse a ellos. Uno de los sirvientes alcanzó a articular unas palabras antes de que el animal cambiara drásticamente su velocidad y los emboscara con toda su fuerza.
- Ebém… perdónanos…
El jabalí se estrelló contra uno de ellos destrozándole una pierna y arrojándolo al suelo, mientras el que portaba la espada trataba con todas sus fuerzas de encajarla sobre su duro lomo. El otro se lanzó sobre el animal para tratar de quitarlo de encima de su compañero pero era inútil. La fuerza de esa bestia era enorme. Las serpientes comenzaron a clavarles los colmillos en las piernas, encajándoles su mortal veneno mientras tensaban sus cuerpos enroscados a su alrededor.
Gritos desesperados comenzaron a salir de sus bocas. Eran los gritos de terror de las víctimas que se habían encontrado de repente ante el ataque de un demonio. El que estaba en el piso trataba de alejar de su cuello el hocico del animal pero a éste no parecían no importarle ni siquiera las múltiples heridas que el otro le infligía con la espada. Una serpiente calló directo sobre la cabeza del otro que intentaba por todos los medios alejarlo de sus compañeros, se le enroscó rápida y ferozmente sobre el cuello mientras tensaba sus mandíbulas sobre su hombro. En unos cuantos segundos el círculo del sacrificio se vió llenó de serpientes que se dirigían hacia sus víctimas.
El jabalí se enfureció al no poder destrozarle el cuello al que tenía en el piso así que haciéndose hacia abajo e impulsándose con sus patas dio un brinco para quitarse a los otros de encima. Una de sus patas fue a dar contra la rodilla del que traía la espada, yendo a caer ésta a sólo unos centímetros de las manos del centurión y el prefecto. Las serpientes comenzaron a acercarse al que había caído herido hasta cubrirlo por completo. Sus manos y sus piernas trataban de quitárselas de encima pero eran demasiado pesadas hasta que poco a poco su fuerza comenzó a ceder ante su veneno.
El centurión hizo un esfuerzo y volteó su cabeza para mirar a Marcius.
- Cuando tengas la espada en tu mano libérate y huye sin voltear la mirada.
Marcius lo escuchó con terror. Suficiente tenía con ver a esos demonios devorar a los desdichados sirvientes como para escuchar ahora aquella orden de su centurión.
- ¡Ni lo pienses Lucius! La espada aún está lejos de nuestro alcance –respondió espantado el prefecto por las intenciones que adivinaba en su viejo amigo.
- He aquí la grandeza de mi Dios -dijo con orgullo el centurión- que me da la oportunidad de salvar tu vida, y con ella, miles más de nuestros hermanos.
- ¡No Lucius! ¡Moriremos o nos salvaremos juntos!
Después de terminar con su víctima, el jabalí había volcado su furia contra el último sirviente que aún estaba de pie. El hombre gritaba desesperado, quería correr pero las serpientes que llevaba enrolladas en las piernas no se lo permitían. Cayo al suelo aventado por la furia del demonio y apenas trató de levantarse sintió múltiples colmillos enterrarse sobre su cuerpo demolido.
- Recuérdame viejo amigo –le pidió el centurión-. Cuando llegue ante mi creador oraré por ti, hazlo tú también por mí en esta buena tierra.
- ¡No lo hagas por favor! –le suplicó llorando el prefecto.
- Nos volveremos a ver… ora por mi alma… hasta luego mi amigo… mi hermano…
Marcius se esforzó y lo miró por última vez. El nudo que tenía en la garganta sólo le permitió decir una sola palabra.
- … Lucius…
Al escucharlo, el centurión le dedicó su última sonrisa. Después volvió a mirar al frente. Suspiró. Reunió toda su fuerza en sus manos y las estrelló contra el piso. Una y otra vez repitió la misma acción hasta que por fin varias de las serpientes detectaron el movimiento en la tierra con sus cuerpos. Se voltearon hacia su presa, sacaron la lengua y se dirigieron hacia él. Durante su trayecto una de las serpientes pasó sobre la espada que yacía sobre la tierra. Fue cuestión de unos cuantos segundos. Diez de ellas atacaron el cuerpo del centurión de un sólo golpe. Lucius contuvo el grito y el dolor de las heridas. El veneno que los sirvientes le habían inyectado pareció ayudarle a soportar el sufrimiento… pero tenía que resistir más…
En unos cuantos segundos el centurión se vió cubierto por todos lados hasta que por fin fue atacado por la serpiente que estaba sobre la espada. Ésta se levantó, arqueó su cuerpo hacia atrás, abrió sus mandíbulas y se lanzó sobre una de sus muñecas. Esta vez no pudo contener el grito pero no cedió ante el dolor. Con la fuerza de la otra mano le clavó los dedos en la cabeza. Ésta comenzó a retorcerse de un lado a otro sin soltar a su presa hasta que por fin su cola golpeó el mango de la espada acercándola a las manos de Marcius.
El prefecto estaba aterrorizado ante la escena. Fueron minutos los que perdió hasta que su mente reaccionó. Tomó la espada y la empuñó con fuerza. La maniobró hasta que pudo colocarla al lado de la soga, luego, moviéndola hacia delante y hacia atrás logró cortar la soga que lo mantenía prisionero.
Cuando sintieron el moviemiento en la tierra, las serpientes que habían cubierto el cuerpo de Lucius comenzaron a dirigirse hacia él.
En cuanto sus manos estuvieron libres de la estaca trató de girar su cuerpo hacia la derecha para librarse de la pesada roca que tenía sobre la espada, pero el peso era mucho y su debilidad aún más. Con la espada en ambas manos comenzó entonces a cortar la soga que mantenía su cuello atado a sus pies sobre la roca. Cortaba tan rápido como podía pero la posición en que estaba le fatigaba muchísimo. De pronto vió el cuerpo del último sirviente con vida salir volando hasta estrellarse contra el árbol que el errante había usado para los sacrificios. Esa imagen le bastó para apresurarse.
Cuando por fin cortó la soga sus pies cayeron como piedras sobre la tierra sólo para encontrarse con los mortíferos colmillos de una de las serpientes que ya se había acercado lo suficiente. Gritó en cuanto sintió la mordida y con la espada en una mano la partió en dos; después comenzó a dibujar arcos en el aire para terminar con las que se seguían acercando, pero eran muchas. El jabalí, que hasta ese momento le había dado la espalda se dio la vuelta ante sus gritos de dolor y desesperación.
Mató a una más. Empuñó la espada con ambas manos y comenzó a enterrarla a su lado izquierdo; con la fuerza de sus brazos enterrando la espada y con la de sus rodillas comenzó a ladearse poco a poco hasta que por fin pudo librarse de la pesada roca. Apoyándose aún con la espada se puso en pie tambaleándose, la desenterró y con ella comenzó a destruir a los demonios que lo rodeaban… hasta que escuchó al jabalí…
Sus ojos rojos no parecían de animal. Cuando lo vió ante sí, supo que sin duda esa bestia era un demonio. Había escuchado que el profeta tenía el poder para expulsarlos en nombre de Dios, así que cerrando los ojos y empuñando su espada en forma horizontal comenzó a orar.
- Dios mío, saca de esta bestia al demonio que ha tomado posesión de ella y así libra a éste tu siervo de morir a manos del maligno. Si es mi castigo lo aceptaré pues mi Dios eres y mi Fe sólo a Ti pertenece. A Ti me entrego, mi Señor… en tus manos estoy, mi Dios…
Dicho esto abrió los ojos y con un grito corrió hacia delante para enfrentar a su enemigo. El animal hizo lo mismo, se lanzó con toda su furia sobre él. De pronto el miedo que sentía Marcius desapareció, una fuerza sobrenatural se apoderó de sus piernas y brasos heridos, empujándolo hacia su enemigo. Justo a unos centímetros de que la cabeza del animal chocara contra la espada, éste abrió el hocico. Marcius escuchó claramente varias voces salir de él, voces de dolor y lamentos, pero él siguió adelante enterrándosela justo por el centro del hocico hasta atravesarlo por completo; sintió sus afilados colmillos desgarrarle la piel de las manos mientras la espada terminaba de penetrar en él… los dos cayeron al suelo después de chocar uno contra el otro, el animal había caído muerto.
No tuvo tiempo para descansar. Las pisadas de varios caballos se escuchaban a lo lejos. Había escuchado al errante decir a los suyos que después de terminar con ellos “se reunieran con los otros”. ¿Serían ellos?
Se levantó apresuradamente y se dirigió hacia donde se encontraba el cuerpo de su amigo. Al quitarle las serpientes de encima se dio cuenta que todas habían muerto… al igual que su amigo. Cuando le vió la cara pálida no pudo evitar llorar su desgracia. Se había sacrificado para salvarlo a él, aún cuando toda aquella situación había sido culpa suya por haber seguido los caprichos de Sariel y su princesa. En el fondo de su corazón le pidió que lo perdonara y le prometió que su sacrificio no sería en vano; todo lo que estuviera a su alcance para evitar esa guerra lo haría… así le costara la vida a él también.
Los caballos se encontraban ahora más cerca. Trató de sacarle la espada al jabalí para al menos liberar el cuerpo de su amigo pero parecía como si estuviera clavada en una roca. Por más que intentó no logró ni siquiera moverla. Buscó como loco las espadas y los otros puñales que se habían utilizado en los sacrificios, pero los cuerpos de las serpientes no le dejaron encontrarlos. Desesperado por el acercamiento de más de esos hombres sin alma abandonó sus intentos. Descubrió el cuerpo de uno de los sirvientes, tomó su túnica negra y se la puso. Después corrió hacia el bosque tan rápido como pudo hasta que el único sonido que quedó en aquella oscuridad era el de sus propios pies resbalando sobre el lodo.
Cuando se sintió a salvo se tiró en el piso y comenzó a orar. La herida de la serpiente que llevaba en el tobillo le ardía pero no podía hacer nada. En ese lugar los árboles volvían a tapar la luz de la luna dejándolo a ciegas como para poder buscar algo con qué curarse. Poco a poco el dolor y el cansancio lo vencieron. Se abandonó asimismo en sus rezos y en el sufrimiento de su conciencia… pero su Dios no lo abandonó…
A la mañana siguiente el dolor había desaparecido. Cuando abrió los ojos se sintió tranquilo y en paz, algo que no hubiera esperado en aquella situación. La realidad de lo sucedido la noche anterior aún le causaba escalofríos. El recuerdo de sus amigos sacrificados y el de aquel que ante todo sacrificó su vida para salvarlo, le llevó a ponerse de pie en aquel oscuro bosque que lo tenía atrapado.
¿La herida? Sobre su tobillo había un vendaje improvisado con hojas de los mismos árboles. Incluso las heridas de sus manos estaban vendadas, le dolían sí, le sangraban sí, pero la fortaleza que sentía parecía provenir de un ser ajeno a él que había entrado en su ser. En aquel lugar, en aquella situación, en aquella desolación... ¿quién podría haberlo curado?
Fue entonces cuando descubrió sobre el piso un pequeño rollo de papiro que no había advertido antes. Lo tomó y lo leyó asombrado:
“No ha sido animal ni hombre lo que te ha atacado, así como no es hombre el que te ha curado. No ha sido una espada la que te ha salvado, así como no ha sido tu Fe la que te ha abandonado.
No será la fuerza de tus brazos lo que la victoria te dé, sino la que de tu Fe saques y hagas crecer. Mira al frente y lleva en alto la cabeza, cuando pruebas más difíciles hagan desvanecer en tu cuerpo la fuerza.
Sigue adelante, pues Aquel en quien has confiado no te ha abandonado. Enseña lo que has aprendido al que encontrarás en tu camino.
No dudes. No llores. A los que has perdido, verlos otra vez se te ha concedido. Dolor, sacrificio, sufrimiento, no se turbe con ellos tu mente al pensar, pues una vida dichosa al lado de tu creador habrás de gozar.
Cuando tu cuerpo muera y por última vez sientas tus ojos cerrar, ten por seguro que sobre tu alma verás la luz de tu Creador brillar...”
La carta estaba escrita en latín, la lengua de Marcius, pero la firma parecía estar en un idioma diferente, sólo eran cuatro símbolos que no pudo reconocer…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Vie Mar 14, 2008 7:06 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 13
- Dios mío… ¿qué es esto?
Cuerpo y alma se le llenaron de terror ante lo que tenía a su vista. Después de horas de escarbar sobre la arena por fin había descubierto la enorme roca. Sobre ella estaba grabado el símbolo de Zarej y una leyenda alrededor en ralí antiguo cuyo significado no pudo descifrar. Algo le decía que ese lugar guardaba un significado aún más oscuro dentro de la leyenda de los errantes… si tan sólo hubiera alguien que le explicara lo que significaba eso que sus ojos no podían comprender.
Miró en derredor tratando de descubrir algún indicio, alguna pista sobre el lugar al que había ido a parar, pero todo lo que lo rodeaba eran sólo ruinas de una aldea destruida tal vez varios siglos atrás. Cinco días llevaba perdido después de haber salido del bosque de Jherzid, si tan sólo pudiera recordar los detalles de los muchos mapas que había estudiado durante los meses anteriores a su partida podría ubicar su posición y tal vez el nombre de ese lugar, pero su memoria siempre había sido su peor enemiga. Lo único que le quedaba era seguir hacia el noreste y orar para que en su camino no se cruzaran ni ralís ni errantes hasta llegar a Arjamid, pero tampoco estaba seguro de que esa fuera una buena idea. Estaba realmente perdido.
Se tomó unos minutos más para observar la enorme roca circular que tenía a sus pies. Quién hubiera pensado que después de haber tropezado contra un montón de piedras sueltas su labio habría de cortarse con el filo de las enormes rocas que ocultaban aquel monumento antiguo del cual, tal vez sólo el mismo Zarej sabría su significado. La roca era hermosa, medía unos siete metros de diámetro, hecha a partir de obsidiana pura al igual que los altares que había escuchado se levantaban en honor a Ebém. El símbolo y las letras estaban grabados en un perfecto relieve que contrastaba, según Marcius, con el despreciable mensaje que tan celosamente le ocultaban.
Suspiró decepcionado una vez más. Se dirigió a una de las orillas del hueco que había escarbado con sus propias manos y comenzó a trepar para salir de lo que sólo podía describir como una tumba, una tumba que había tenido sepultado ese símbolo por varios siglos. Cuando estuvo arriba caminó en derredor tratando de encontrarle sentido a las letras pero él apenas y conocía un poco de ralí, pocas esperanzas tenía de descifrar un mensaje en el idioma que los ralís habían dejado de utilizar hacía más de quinientos años.
- ¿Qué haré ahora mi Señor? ¿Qué camino habré de seguir? Esta tierra está envuelta por todos lados de los signos del maligno, ¿cómo habré de luchar contra él? ¿Acaso mi Fe es suficiente para acabar con estos demonios? -clamaba terriblemente abrumado.
Finalmente se sentó a la orilla de la tumba y volvió a escudriñar nuevamente el lugar.
- Una señal mi Señor, sólo te pido una señal que me indique el rumbo que he de tomar para llegar a tiempo. Morir aquí no me preocupa más, pero si mi vida puede servir para salvar otras, entonces guíame Tú mismo para que mis pies no me engañen, ni mi vista me haga ver destinos que me aparten de mi misión. Sé Tú mi guía y mi guardián en esta tierra plagada de mitos y leyendas oscuras… Una señal, Dios mío… dame una señal, Dios mío… por favor…
Marcius se quedó sin voz. El temor de desperdiciar el tiempo rodeando Ralos le afligía muchísimo. Después de tantos sacrificios y muertes, él era el único que quedaba con vida y el único que hasta el momento sabía los planes de Mila. Si no llegaba a tiempo todo sería en vano. Miles morirían y la sombra del mal no sólo cubriría a Ralos, sino a miles de pueblos y naciones.
Sentado a la orilla de la tumba comenzó a balancear sus piernas haciendo chocar sus talones contra la arena. Miraba su pie vendado con detenimiento. Sobre el tobillo se había amarrado el rollo de papiro que encontró la mañana siguiente después de los sacrificios. No quería creer que un ser divino se lo había dejado, pero si no fue un ángel, ¿entonces quién? Eran palabras de aliento las que le habían dejado aunque un sin fin de dudas le habían surgido. Estaba seguro de que sufriría muchísimo en ese lugar y la carta se lo confirmaba advirtiéndole que sólo la Fe lo sacaría victorioso. Después de lo que había pasado, ¿sería posible soportar aún más dolor?
Otra cosa en la que había decidido no pensar mucho era la frase sobre pasar lo que había aprendido a aquel que conocería en su camino. ¿Quién sería? ¿Qué conocimiento era ese del que hablaba la carta? Muchas eran sus preguntas pero no había nadie que las respondiera. Cada minuto que pasaba, cada hora, cada día era tiempo perdido… y ya no podía perderlo más.
Cerró los ojos y endureciendo sus músculos se levantó decidido a continuar. Se vistió nuevamente la túnica que se había quitado mientras escarbaba en la arena, se limpió el sudor de la cara y reafirmó nuevamente los nudos de los vendajes que llevaba en el pie y en las manos. Después se paró de frente a la tumba y permaneció ahí unos últimos minutos contemplando la enorme roca negra…
- Si tan sólo supiera en dónde estoy… -suspiró por última vez.
El cuerpo se le petrificó al instante cuando de la nada escuchó a sus espaldas la voz de un hombre dándole la respuesta que había pedido.
- Nelíben. Aquí nació y murió Zarej... Aquí nació y morirá su leyenda…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mie Mar 26, 2008 3:40 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Como un relámpago se dio la vuelta sólo para encontrarse con la afilada punta de una larga espada que amenazaba su cuello.
- Si mueves un sólo dedo terminarás sepultado en la tumba que has profanado.
Cuando estuvo frente a él vió a un hombre de unos treinta años. Llevaba un pañuelo azul atado a su cabeza con una cinta dorada. Su túnica, también de color azul, llevaba grabada en el pecho el escudo de Ralos. Todas las esperanzas de Marcius se desvanecieron al darse cuenta que había sido emboscado en silencio por un grupo de soldados ralís. Qué suerte la suya. Por tercera ocasión se veía derrotado antes de poder levantar su espada. Por tercera ocasión los ralís lo habían sorprendido sin darse cuenta. Ahí acababa su sueño de salvar a los suyos.
Sin embargo había algo extraño en el soldado. Su rostro delataba que actuaría según sus amenazas, pero contrario a lo que pensaba Marcius, no parecía querer hacerle daño.
- ¿Has sido tú quien ha matado al sirviente de Zarej en Jherzid? –le preguntó el soldado.
- ¿Sirviente?
- La bestia en qué Zarej depositó a uno de sus demonios.
- ¿Acaso hablas del jabalí?
El soldado bajó su espada y la enfundó. Al parecer, el que Marcius hubiera mencionado al jabalí le había dado confianza al soldado. Se sorprendió. Pensó que al identificarlo como romano su muerte sería inmediata pero ahora de entre las ruinas salían quince soldados que se habían mantenido ocultos. Marcius comenzó a sentirse confundido. ¿Quiénes eran esos hombres?
- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí? –respondió finalmente Marcius ante el silencio.
Los otros soldados se habían agrupado detrás del hombre que lo había amenazado. Todos le miraban fijamente, parecían sorprendidos, como si no pudieran creer que un hombre hubiera podido sobrevivir a los rituales de Zarej y mucho menos a esas bestias que usaba como sirvientes.
- Tus dioses y mi dios están contigo, romano. Ante la furia de los zerinios y del mismo Zarej no ha habido ser vivo que haya podido salir con vida –le dijo finalmente el soldado haciendo una pequeña reverencia con la cabeza.
- ¿Zerinios? –preguntó confundido Marcius.
El soldado comenzó a caminar lentamente hacia Marcius mientras los otros permanecían en su lugar sin moverse.
- Muchos son los fenómenos sobrenaturales que rodean al errante –respondió el soldado cuando estuvo a sólo un paso de Marcius-. Se dice que con el pasar de los años, Zarej adquirió un conocimiento extraordinario sobre artes ocultas que ningún ralí habría podido comprender. Se dice, que desarrolló un ritual especial por medio del cuál podía reencarnar en bestias a las almas perdidas del Jurbos si le juraban lealtad como a un dios. Se dice, que estas almas se convirtieron en sus demonios, sirvientes malditos que le entregaron su existencia. A estos demonios se les conoce con el nombre de zerinios.
Marcius no entendía nada. ¿Por qué le decían esas cosas? ¿Por qué no le daban muerte de una vez? Después de todo él era el enemigo en esa tierra… ¿o no? De pronto una idea se le cruzó por la mente. Tal vez no eran errantes los que había escuchado acercarse cuando abandonó el círculo de los sacrificios, tal vez habían sido esos soldados.
- Hablas con la verdad cuando dices que mi Dios está conmigo, pues a mi lado está. Mi nombre es Marcius, prefecto del imperio romano. De mis hombres sólo yo he quedado con vida, pues hombres de tu tierra dieron muerte a mis hermanos. Si he logrado sobrevivir a los ataques de tu gente y de ese demonio ha sido sólo por deseo de mi Dios. Tu tierra, tu guerra y tus leyendas me son desconocidas, poco entiendo de lo que me revelas, aunque siento que hablas con la verdad, no sintiendo engaño en tus palabras. Dime ahora quién eres y por qué tus intenciones se alejan de hacerme daño siendo yo tu enemigo.
El hombre sonrió al escuchar la palabra “enemigo” y comenzó a explicarle su situación.
- Mi nombre es Jhalsid y soy… fui Belzir del ejército de Ralos que la princesa mandó a Sirus para recibirlos. Mis hombres y yo teníamos órdenes de llevarlos hasta el desierto y disponer de sus hombres para reforzar las ciudades que encontraríamos en nuestro camino, pero del mar sólo llegó una Ebélida con la esclava de Mila y otros cuatro hombres.
- ¿Sariel? –preguntó enérgicamente Marcius llevado por un repentino enojo.
- Si –respondió el soldado-. De acuerdo a su historia, nuestro dios Ebém se enfureció con nosotros por profanar sus mares con embarcaciones de romanos a quienes aborrece, según ella, igual que a los sirios.
- ¡Pero eso es una mentira! ¡Tu princesa pidió nuestra ayuda y a cambio nos tendió una trampa en la que mató a todos mis hombres! ¡La misma Sariel mató a los que viajaban conmigo! –gritó furioso el prefecto.
Jhalsid levantó sus manos para pedirle a Marcius que se calmara.
- Lo sé, lo sé… Tranquilízate y déjame terminar. Ningún ralí podría creer que Ebém haya matado a tus hombres pues ha sido él quien nos ha mantenido en paz con ustedes. Él, de entre todos los dioses, es el más benévolo y el que más respeta la vida de los hombres. Te puedo asegurar que nunca ejecutaría una traición como la que Sariel describió y la prueba de que su relato era una mentira la tuvimos al darnos cuenta de la identidad de los que llegaron con ella. Uno de los hombres que la acompañaban resultó ser el cónsul romano…
- ¿Iulus?
- El mismo –respondió molesto el soldado.
- Pensé que había muerto en el ataque.
- Para Ralos y Roma habría sido lo mejor, pero Mila no es tonta y sabe que aún puede sacarle provecho. Uno de mis hombres escuchó una conversación entre él, Sariel y el Alzir en donde revelaban la traición a los romanos y parte de sus planes para deshacerse de los sirios y así devolver la libertad a nuestra nación; sin embargo, Sariel nos descubrió antes de que pudiéramos apresarlos y nos acusó de traidores. El ejército entero se volteó en nuestra contra y sólo unos cuantos pudimos escapar. Durante días hemos permanecido escondidos en el desierto buscando los grupos que Zarej ha comenzado a formar para fortalecer su culto.
El soldado hizo una pausa y lo miró apenado.
- Fue así como descubrimos los restos de tus compañeros… quemamos todos los cuerpos y enterramos sus cenizas de acuerdo a nuestra religión… que Ebém los tenga en el mundo superior… lo siento mucho. Como verás, no eres mi enemigo, ambos estamos del mismo lado en esta guerra sin sentido.
Jhalsid le puso una mano sobre el hombro en señal de solidaridad por el dolor del que había sido testigo. Marcius tomó su mano y la apretó. En una situación normal, su instinto le habría llevado a dudar de esos hombres pero había algo en la mirada de Jhalsid que le hacía confiar en sus palabras. Dejó a un lado sus deseos de venganza contra Sariel y en vez de eso comenzó a llenar su mente con la información que había recibido. Trató de recordar todo lo sucedido y lo que sabía sobre esa nación… tenía que descubrir cómo detener esa guerra, el tiempo se estaba acabando.
- Has dicho que el Alzir ha estado aquí. Según mis informes ese es el hombre de mayor rango de su ejército, siendo su autoridad superada sólo por la del gran sacerdote de Ukzur. Y si no mal recuerdo el hombre es un anciano. ¿Por qué lo utiliza tu princesa para dirigir a sus hombres y sobre todo por qué lo ha mandado tan lejos de la capital? Pensé que lo mantendría en Ukzur para protegerla.
Jhalsid bajó la mirada como si la respuesta a esa pregunta le doliera en el fondo de su corazón. Se tomó unos segundos y después volvió a ver a Marcius a los ojos para responderle.
- Mila es despiadada y astuta. No habrá nada que la detenga para lograr lo que quiere. Un Alzir anciano y débil no serviría para dirigir al ejército de Ralos en una guerra tan importante. Después de la ejecución del negociador sirio, Mila nombró a un nuevo Alzir, más joven, más fuerte y con una gran habilidad para la guerra. Con él al frente del ejército logró ganar muchos adeptos para su gobierno, sin embargo, eso no era suficiente.
El que parecía ser el segundo al mando se acercó a ellos y continuó el relato.
- El pueblo la odiaba. La culpaban de traición por las muertes de su hermano y padre, además de despreciarla por haber rechazado el culto a Ebém. Con el nuevo Alzir recién nombrado comenzó la siguiente etapa de su plan para concretar la guerra entre Ralos y Siria.
Los demás soldados avanzaron también. Otro de ellos tomó la palabra.
- Comenzar una guerra tan grande sin el apoyo de su gente hubiera sido una estrategia peligrosa. Fue así como decidió comenzar un juicio que duraría cerca de un año en contra del negociador. Durante este tiempo, Siria alejó sus tropas de la frontera, pues el rey sentía gran aprecio por el príncipe y el rey Zadir a quién quería y respetaba mucho. Mila, no teniendo que preocuparse más por defender la frontera, volcó su ira contra el negociador y con discursos que llamaban a la unidad y a la venganza por la muerte de su padre comenzó a ganarse el apoyo de los ralís.
Uno de los soldados que analizaba los daños de su espada continuó la historia con la mirada perdida.
- Corre el rumor de que corrompió los espíritus de varios de los sacerdotes del gran templo de Ukzur para que admitieran públicamente que el dios la había perdonado por todas sus faltas y que declararan que su corazón era puro, que sus ideales servían únicamente a Ralos y a Ebém… y así lo hicieron. En el gran templo se realizó un sacrificio como nadie de los que vivimos ahora habíamos visto jamás. De todos los rincones de la nación llegaron ralís que querían ser testigos de la conversión de su princesa. De cierta forma se sentían aliviados al saber que Mila había cambiado y que haría lo posible para llevar a Ralos por el mejor rumbo. Los rumores de derrocarla o asesinarla terminaron. La gente dejó de odiarla al verla como una verdadera hija de Ralos, hija de grandes reyes… hija de nuestro gran dios.
- Si se proclamó hija de Ebém, ¿por qué han aumentado los cultos a los otros dioses? –preguntó Marcius.
Un par de soldados cruzaron una mirada hasta que uno de ellos se decidió a responder.
- Con el corazón de los ralís en sus manos comenzó a difundir la idea de que la venganza por la muerte del rey tendría que ser tan grande que ninguna nación se volviera atrever a pisar la tierra de Ralos. Un crimen tan grande merecía una guerra de la misma magnitud; así que empezó a dar discursos sobre el amor de los dioses por nuestra nación. Clamaba enérgicamente que para liberar a Ralos y vengar la opresión de la que hemos sido objeto durante tantos siglos era necesario devolver su poder a los dioses, sólo así, Ralos sería lo suficientemente fuerte para enfrentar a los enemigos. Arjab, Pandej, Kralos, todos debían ser liberados de su prisión en el Jurbos para que pudieran reinar nuevamente sobre nosotros. Los sacerdotes la apoyaron y declararon que era deseo de Ebém el que los dioses fueran liberados, y que además exigía que los ralís rindieran sacrificios no sólo a él, sino a los demás dioses para poder recuperar su fuerza y así deshacer la dura roca en que había convertido al pantano del Jurbos. Daríamos a los dioses una nación nueva, con un espíritu renovado y un amor como nunca se les había dado. Fue así como empezaron a surgir nuevamente los rituales a los otros dioses.
- El Alzir –volvió a tomar la palabra Jhalsid-, junto con los sacerdotes y el errante han sido sus principales armas. Durante los últimos cuatro meses, el Alzir ha ido de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, convocando a todos los hombres en posición de luchar para que se integren al ejército. Hasta ese grado de astucia llega la princesa, no obliga a nadie a luchar, usa el amor que la gente tiene hacia el Alzir para que sean ellos mismos los que se convenzan de que pelear en esta guerra es un honor; además ordenó que las aldeas más pequeñas fueran desalojadas para concentrar a la población en las ciudades más grandes, de esta manera el pueblo se sentiría más protegido y no sufriría por falta de alimento, vestido y hogar durante la guerra. Con éstas y otras acciones, Mila logró ganarse a la gente, la nación entera la apoya en su lucha por la liberación de Ralos; sin embargo, aún cuando algunos sabemos la verdad, es imposible luchar contra ella. Lo que las espadas no protegen en Mila, lo protegen demonios. ¿Cómo puede un grupo tan pequeño de soldados luchar contra tanto poder?
En los rostros de los soldados se veían sólo frustración e impotencia. Eran hombres que al igual que él, trataban de detener la guerra pero la misión sobrepasaba sus fuerzas. En sólo dos semanas comenzaría el ataque; si no lograba cruzar el país en un tiempo menor, las muertes de sus hombres, sus sacrificios y su dolor serían en vano. Los sirios acorralarían a sus tropas y los sobrevivientes morirían a manos de los ralís. ¿Qué debía hacer?
Jhalsid y sus hombres atendieron sus heridas y le dieron de comer, mientras continuaban poniéndolo al tanto de la situación tan crítica a la que habían llegado. Uno de los soldados advirtió entonces el papiro que llevaba atado en el tobillo. Marcius les explicó entonces lo sucedido y dejó que uno de los soldados lo tomara para leerlo. Cuando el hombre vió la firma exclamó a gritos:
- ¡Mi señor! ¡Mi señor!
Corrió hacia donde estaba Jhalsid y le señaló la firma. Éste tomó el papiro… y al momento se puso pálido…
- Es imposible… -murmuró para sí mismo.
Al darse cuenta, Marcius se levantó y se reunió con ellos. Jhalsid tenía el papiro estirado con ambas manos, lo había volteado de cabeza, mirándolo de revés contra la luz del sol. Lo giraba hacia un lado y hacia el otro con el rostro lleno de incredulidad.
- Es imposible… -dijo esta vez en voz alta.
Ordenó a uno de sus hombres que sostuviera el papiro en ciertas posiciones de manera que pudiera ver los cuatro símbolos mientras él los escribía sobre la arena. Marcius no comprendía por qué tardaba tanto en copiarlos, pero las posiciones en que ponían el papiro eran tan variadas que ni siquiera él, que los había memorizado, podía reconocerlos. Cuando por fin Jhalsid terminó, comenzó a escribirlos nuevamente en un orden distinto como si tratara de recordar alguna regla olvidada del idioma al que pertenecían. Los vellos sobre la piel de Marcius se erizaron. Si ese hombre conocía la firma y aún más, si conocía el idioma entonces… sabría bien quién había escrito la carta… Contrario a lo que pensaba, saber la respuesta le causo un terror enorme. Jhalsid escribía y borraba con la palma de su mano tan rápido como su nervioso pulso lo dejaba… hasta que…
- ¡Es imposible! –gritó finalmente.
Cuando Marcius vió la firma resultante escrita sobre la arena, fue él quien entonces se sintió repentinamente asombrado.
- ¡Pero es imposible! ¡Es idéntica! –gritó asustado el prefecto romano.
Jhalsid se volteó y con una mirada de confusión lo interrogó.
- ¿Acaso conoces lo que estás viendo?
- Su significado lo desconozco… pero ya había visto esta palabra.
- ¡¿Dónde?! –le gritó Jhalsid mientras lo tomaba con fuerza de los hombros.
A Marcius le abandonó la razón y la conciencia. Sus ojos miraban a Jhalsid pero en realidad miraban la imagen que su mente le había revelado. Por primera vez su memoria se había apiadado de él y le había hecho recordar el lugar exacto donde podía encontrar esa escritura.
“Dios mío, no has sido Tú quien me ha guiado hasta aquí… Engañado he sido por el maligno… Dios mío… ¿donde morará mi alma después de la muerte?...”
Ése era el único pensamiento de Marcius cuando respondió a Jhalsid.
- Dios mío…
- ¡Contéstame! –Gritó enfurecido el soldado-. ¡¿En dónde has visto esta escritura?!
- En la tumba… en la leyenda que rodea el símbolo de Zarej… Dios mío… me has condenado…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mie Abr 02, 2008 4:43 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Jhalsid aventó a Marcius mientras corría hacia la tumba para observar la piedra que ni él ni sus hombres habían observado todavía. Cuando la vió, sus ojos y boca se abrieron…
- Ebém… ¿qué es esto? –dijo asombrado.
Él y sus hombres habían pensado que Marcius había profanado la tumba de un ralí. La plática sobre la guerra los había mantenido tan ocupados que su atención se desvió por completo de lo que estaba oculto bajo la arena, pero ahora que contemplaba la roca no podía más que preguntarse el origen sobre la misma.
Los otros soldados abandonaron a Marcius, quien se había tendido sobre el piso lamentándose por su infortunado destino, para rodear la tumba y contemplar la misteriosa roca. Lo que habían escuchado de él era cierto, ahí se encontraban grabados en un relieve perfecto el símbolo del errante y una leyenda en derredor que contenía la palabra que el Belzir había descubierto. El soldado que le había advertido sobre la firma se dirigió a él preocupado.
- Jhalsid… ¿será posible?
- No –contestó con voz de incredulidad-. No puede ser…
- Entonces… ¿quién ha hecho esto?... ¿acaso…?
- No lo sé –lo interrumpió abruptamente Jhalsid-.
Los otros soldados se miraban desconcertados unos a otros. Parecía que sólo el Belzir y su segundo al mando conocían el significado de esa extraña escritura alrededor del símbolo errante.
- Si la firma es auténtica, entonces…
- Sí –respondió firmemente Jhalsid antes de que su soldado terminara la frase-. Si la firma es auténtica, entonces… aún hay esperanza.
- ¡¿Esperanza?! –gritó desde atrás Marcius que se había levantado enfurecido-. El mal cubre esta tierra, tal como el Sol lo hace con su luz. Creí que mi Dios había sido quien me había traído hasta aquí pero ahora veo que ha sido el mismo demonio el que me ha cegado. No, Jhalsid, no hay esperanza ni para los tuyos ni para los míos. Nuestro destino ha sido escrito con la sangre maldita de aquel a quien llaman errante.
- Te equivocas, romano –respondió con voz firme el Belzir mientras se volteaba para mirar a Marcius-. Tú mismo lo dijiste: hablé con la verdad al decir que mi dios y tus dioses estaban contigo. Ahora veo que en verdad, el mismo Ebém te ha enviado a nosotros para luchar en esta guerra de dioses y demonios.
Marcius se acercó a él lentamente. Con el ceño fruncido y confusión en su voz comenzó a interrogar al Belzir.
- ¿Pero qué dices? ¿Acaso no es de un demonio la firma? Pero si está escrita en la roca, ¿no lo ves?
- Romano, eres tú mismo quien se ha cegado al no ver el poder de nuestros dioses a tu alrededor. ¿Por qué asumes que la firma es de un demonio, cuando tú mismo has dicho que no conoces su significado?
Marcius se sintió avergonzado al recibir un reproche sobre su Fe de la voz de alguien ajeno a ella, pero seguía sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.
- Si la firma no es de un demonio entonces… ¿de quién es?
- Nadie lo sabe, romano.
Jhalsid tomó a Marcius del brazo y lo acercó hasta el borde de la tumba para mostrarle la roca.
- Tus palabras no hacen más que confundir mi mente. Explícame qué significa todo esto –le dijo al Belzir mientras contemplaba atónito hacia el fondo de la tumba.
- Que Zarej fue un hombre de carne y hueso es indudable. Zarej fue un ralí que en vida sufrió como ningún otro ha vuelto a hacerlo desde entonces. Sin embargo, hay en su leyenda muchas partes ocultas, algunas son mitos o leyendas que la gente ha agregado con el tiempo para completar aquello que ignoran, otras tal vez sean ciertas pero no hay modo de comprobarlas. Su símbolo por ejemplo, es una de las pocas evidencias sobre su existencia que se han conservado a lo largo de los siglos.
- ¿Qué significa?
- Después de que él mismo se declarara culpable por varios asesinatos dentro del templo de Kezel, los sacerdotes lo mantuvieron preso durante varios días hasta que por fin recibieron la respuesta de los dioses: Zarej debía ser expulsado. Se había convertido en un monstruo al que ni los propios dioses podían controlar, matarlo los haría impuros incluso a ellos, ésta fue la razón por la que ordenaron a los sacerdotes sacarlo de Kezel, condenándolo a permanecer “errante” por el resto de su vida hasta que su cuerpo muriera por sí mismo o él acabara con su propia vida. Sin embargo existía un problema…
- Su cabeza rapada –dijo Marcius quién comenzaba a comprender el significado del símbolo.
- Así es. Zarej se encontraba aún en edad de poder caminar sobre Ralos sin ningún cabello sobre su cabeza y nadie lo tomaría por impuro; así que para asegurarse de que todos supieran que era un hombre maldito los sacerdotes le grabaron con un hierro el símbolo que ves aquí: un Sol y una Luna en cuarto menguante. El Sol se encuentra en la parte superior del círculo, de él sale un brazo afilado por el lado derecho que cae hasta unirse con la Luna, simbolizando el eterno equilibrio que existe entre los dos astros. ¿Que por qué eligieron este símbolo los sacerdotes? Porque Zarej fue declarado el hombre más impuro de Ralos. Se le condenó a permanecer errante durante toda su vida: sin destino, sin hogar, sin familia ni amigos y sobre todo, sin dioses que velaran por él. Su vida dependería sólo de él mismo y de los dos astros que cuidan a los hombres de todas las naciones. Los ralís no necesitaron de una explicación para entender que nadie debía acercarse a ese hombre, puesto que nosotros encontramos impuros a todo aquél que adore al Sol o a la Luna según lo marca la ley escrita en uno de los libros sagrados. Al ser expulsado y manifestar él mismo su rechazo a Ralos y a todos sus dioses, no podía seguir utilizando su propio nombre, así que los sacerdotes lo nombraron de acuerdo a su castigo. El nombre prohibido es aquella palabra cuyo significado es “errante” en ralí antiguo, de esta manera quedó completamente ajeno a nuestra nación. Fue así como Zarej quedó marcado por siempre con estos dos símbolos: los astros del cielo y el nombre prohibido…
Inconscientemente, Marcius pronunció en ese momento el nombre que había escuchado de los labios del mismo Zarej. Apenas lo hubo hecho, un viento sopló fuertemente sobre ellos, golpeándolos repentinamente con la delicada arena. Jhalsid lo golpeó al instante y le gritó.
- ¡Tonto! ¡Jamás pronuncies el nombre!
El viento se calmó en unos cuantos segundos y todo volvió a la normalidad. Marcius se levantó, limpiándose la sangre que le salía del labio.
- Perdóname. Aún hay muchas cosas que me faltan por comprender, pero dime, ¿qué espíritu es el que reacciona siempre de manera tan violenta al escuchar el nombre?
Jhalsid tragó saliva, al parecer hablar sobre la leyenda aún le causaba un miedo terrible.
- Zarej… Se dice que después de abandonar la vida y al no poder entrar ni al mundo superior ni al inframundo, su espíritu permaneció en Ralos, vigilante siempre de almas a quienes engañar y a quienes pasar su conocimiento para convertirse en errantes al igual que él. Afortunadamente, a lo largo de la historia no ha habido muchos que obedecieran a su llamado; el errante que está con vida es el séptimo desde hace más de ochocientos años.
- No puedo entender –dijo desconcertado Marcius-, qué llevaría a un hombre a entregarle su alma a un demonio como éste. ¿Por qué un alma elegiría condenarse voluntariamente?
- Es lógico, romano: Poder. Todos los errantes buscan lo mismo desde hace siglos: convertirse en dioses, ser dueños de lo viviente y de lo inerte, ser adorados por los vivos y por los muertos. Los que se han convertido en errantes han sido gente común, guerreros e incluso sacerdotes, la búsqueda del poder y la corrupción del espíritu habitan por igual en el corazón de todos los hombres.
- ¿Ha habido alguna mujer errante?
- No se sabe con certeza, pero algunos dicen que el cuarto errante fue de hecho la hija del rey Alib. Existen tres hechos que corroboran la historia: el primero es que de su vida sólo se sabe hasta que cumplió los quince años; el segundo es que su cuerpo no descansa en la morada de los reyes, de hecho no se sabe en donde está enterrada, si es que fue enterrada alguna vez; y el tercero es que… dicen… que la cuarta espada errante tiene grabado su nombre.
- Dios bendito… -dijo Marcius aterrorizado-. ¿La hija de un rey? Eso quiere decir que ¿incluso Mila podría declararse como una errante?
- No estaría tan seguro de eso, romano. Es cierto que Mila es un demonio encarnado, pero su corazón es aún más despiadado que el de los errantes. Aún no lo comprendo, pero algo me dice que ella busca algo… algo terrible. Tal vez por eso… ha regresado…
Jhalsid volteó su mirada hacia la tumba para contemplar nuevamente la extraña firma bajo la luna del símbolo errante.
- ¿A qué te refieres? ¿De quién hablas?... ¿De quién es la firma? –le preguntó con miedo el prefecto.
El Belzir lo miró directo a los ojos y le contestó con temor.
- Te lo he dicho, nadie lo sabe; sin embargo... existe una antigua leyenda que habla sobre este nombre...
- ¿Y cuál es ese nombre?
- Amir...
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Mie Abr 02, 2008 7:20 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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- ¿Amir? ¿Y quién fue él?
- La pregunta correcta es ¿quién ES él?
- No entiendo nada Jhalsid –dijo desesperado Marcius.
- Sólo hay un hombre en Ralos que puede contarte sobre Amir y su relación con Zarej, lo que escuches de mí sólo te confundirá más. Escúchame… -Jhalsid se acercó a su oído- no podemos evitar que la guerra inicie, pero si Amir nos favorece, como creo que lo hace, entonces tal vez podamos acabar con Zarej… Romano, tenemos que encontrarlo, de eso todo depende…
- ¿Pero de qué hablas?
De pronto Jhalsid se quedó quieto mirando sobre el hombro de Marcius.
- No hay tiempo, romano… están aquí…
Cuando Marcius se dio la vuelta vió a lo lejos una gran polvareda sobre el horizonte que se dirigía hacia a ellos. Marcius sintió miedo, pero lo rechazó de inmediato. “Sigue adelante, pues Aquel en quien has confiado no te ha abandonado.” Las palabras de la carta resonaron en su mente por sí mismas. No importaba si habían provenido de Amir o de su Dios, estaba seguro de que su Dios estaba con él y que no le abandonaría, lo creía firmemente. Sabía que si confiaba en Él todo saldría bien… tenía que salir bien…
- ¿Quiénes son? –preguntó al ver la enorme polvareda que se extendía por varios kilómetros.
- El nuevo Belzir… -contestó Jhalsid después de unos segundos.
Todos miraban asombrados la enorme cantidad de soldados que se dirigían directo a Nelíben, tendrían que ser miles…
- Mi señor, tenemos que irnos –le dijo su segundo-.
- Creo… que tienes razón… -dijo lentamente Jhalsid mientras comenzaba a retirarse de la tumba-. ¡Tomen todo y vayamos por los otros, tenemos que entrar al Jherzid!
Mientras todos corrían para recoger sus bolsos y tomar las riendas de sus caballos, Marcius jaló del brazo a Jhalsid.
- ¡Espera!
- ¡No seas tonto y sube a mi caballo! –le gritó Jhalsid soltándose bruscamente-. Tal vez Amir nos favorece, pero no creo que venga a destruir a ese ejército para salvarnos.
- No puedo ir con ustedes, debo hacer algo por los míos, ¡huir sólo me quitará tiempo!
Cuando Jhalsid estuvo a punto de subir en su caballo se detuvo, los otros soldados le gritaron mientras comenzaban la huída pero él se dio la vuelta para encarar a Marcius.
- Quizás tengas razón.
Jhalsid lo miró directo a los ojos como si tratara de encontrar en él alguna debilidad o alguna duda, pero en el rostro firme y seguro de Marcius esos sentimientos no existían.
- Si Ebém y Amir están contigo –le dijo después de convencerse de que podía confiar en él-, tal vez éste sea tu destino –Jhalsid soltó las riendas de su caballo y se acercó a Marcius-. Tienes que encontrar al hombre que conoce la leyenda, sólo él puede revelarte la verdad escondida en esta roca y en la carta que te ha sido dejada. Sólo él puede revelarte los secretos de Ralos, de Zarej y de Amir…
- ¿Y quién es él?
- El antiguo Alzir. Pero te advierto que llegar a él no será fácil. No te voy a mentir, romano. No creo que puedas hacerlo, pero si mi dios ha confiado en ti, lo haré yo también.
- Dime a donde debo ir, con mi Dios a mi lado no habrá lugar ni enemigo a los que mi alma tema.
- No estés tan seguro…
Los sonidos de los caballos comenzaron a escucharse a lo lejos. Cuando Jhalsid volvió a mirar hacia el horizonte pudo ver a lo lejos siete estandartes con el escudo de Ralos ondear sobre el enorme ejército.
- Nelíben guarda secretos que tal vez Mila quiera sepultar antes de que alguien los descubra –volvió a hablar apresurado Jhalsid-, pero hay un lugar en la orilla este del desierto de Arjamid que guarda secretos aún más oscuros. Sigue el camino que rodea los volcanes de Gelzajher hasta encontrar un sendero cubierto por enormes árboles y plantas con flores amarillas. Cuando el sendero termine, sigue hacia el norte, ahí encontrarás una pequeña aldea, pasa de largo sin que nadie advierta tu presencia; más adelante se encuentra un brazo del río Anubej, sigue río arriba hasta llegar al lago de Ebém. Ahí encontrarás que el lago rodea a las montañas de Arjab, deberás hacerte camino entre ellas para llegar al valle que protegen, ahí, protegida por la sombra del dios, está tu destino… Kezel.
- Kezel… -repitió Marcius como si de pronto hubiera recordado el nombre.
- Te dije que no sería fácil. El Alzir está prisionero en las catacumbas de alguno de los siete palacios. Romano, sin un guía te será imposible entrar y encontrar el camino correcto entre el laberinto de túneles que hay debajo de Kezel, yo no puedo ir contigo ni darte a ningún hombre, pero en el dios confío para que ponga a alguien en tu camino que te guíe hacia las catacumbas.
Un extraño sonido salió del ejército. Cuando ambos voltearon vieron cómo un pequeño grupo se separaba, comenzando a cabalgar más rápido hacia ellos… los habían visto.
Jhalsid tomó a Marcius de los hombros y le habló con mayor seriedad.
- Escúchame bien. Tu única preocupación debe ser encontrar al Alzir, es un hombre sabio y el único que conoce la verdad sobre muchas cosas de Ralos, él te dirá lo que necesitas saber, a dónde ir, qué buscar y qué hacer. Yo iré con mis hombres al bosque de Jherzid, de ahí iremos a Ukzur. Si Ebém lo quiere, trataremos de añadir más hombres a nuestra causa para poder enfrentar al ejército en las puertas del templo y tratar de llegar hasta Mila. Zarej será tu objetivo. Somos esperanza uno del otro, si no me defraudas yo tampoco lo haré, me va la vida de por medio pues hago este juramento ante los ojos de mi dios.
- No te defraudaré hermano mío, juntos combatiremos esta guerra y juntos la terminaremos.
Jhalsid se dio la vuelta y sacó de uno de los bolsos que llevaba sobre su caballo una enorme espada cubierta por una piel de cordero.
- Esta es la tercer espada errante, forjada hace más de seiscientos años –Jhalsid le extendió la espada con que había matado al jabalí-. Ningún ralí puede tocarla pues quedaría impuro al ser un arma maldita por los dioses; sin embargo, tal vez en tus manos, tus dioses obren en ella lo que los nuestros no pueden. Toma mi cinto y llévala en tu cintura, quizá al sólo verla, los demonios se alejen de ti y te dejen libre el camino sin hacerte daño.
Marcius tomó el cinto de Jhalsid y se lo ciñó apresuradamente a su cintura, después descubrió la espada y la guardó en la funda. El tiempo se acababa, desde su posición podían ver ya con claridad a los soldados que se dirigían hacia ellos.
- Gracias hermano mío –le dijo Marcius-.
Jhalsid le sonrió.
- Marcius –por primera vez el ralí le hablaba por su nombre-, agradéceme cuando volvamos a reunirnos después de haber terminado esta guerra. Ahora vete y que tus dioses te protejan.
- Sólo un Dios me protege hermano… sólo un Dios.
Jhalsid asintió, montó en su caballo y partió rumbo al bosque. Marcius comenzó a correr entre las ruinas tratando de mantenerse oculto de la vista de los soldados que ya estaban bastante cerca. Se escabulló entre los muros demolidos de lo que alguna vez fueron casas hasta llegar a un área boscosa donde comenzó a correr en dirección a los volcanes que Jhalsid le había señalado. Una fuerza ajena a él era la que movía sus piernas a esa velocidad, pues aún sentía el dolor en su cuerpo por los castigos que los errantes le habían impuesto y por la lucha contra el zerinio; sin embargo su mente estaba concentrada en las direcciones que le habían dado. Poco a poco comenzó a recordar los mapas.
- ¡Gracias Dios mío!
Dijo con fuerza al ver que no lo seguía ningún soldado y que las imágenes de los mapas de esa tierra comenzaban a aparecer en sus pensamientos. De pronto se detuvo. Un nombre había aparecido en su mente, el nombre de la aldea a la que tenía que llegar para encontrar el brazo del río Anubej. Sonrío agradecido y lo pronunció, orgulloso de su memoria.
- Neljabib…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Sab Abr 05, 2008 10:21 pm Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 14
“Está aquí” fue lo único que había dicho, ¿por qué se enfureció tanto? Se arrepintió de haberlo golpeado, pero ya era tarde.
Muchas veces su conciencia se hacía presente en situaciones en que actuaba de acuerdo a como otros lo esperarían, en vez de actuar conforme a sus convicciones, pero no tenía otra opción. Su posición le daba un poder y una jerarquía que tenía que demostrar aunque su esencia se perdiera en el camino. Ya era demasiado tarde para cambiar.
Se miró la mano derecha; los anillos que llevaba sobre sus guantes de tela estaban manchados con la sangre que había salido de la mejilla del soldado que ahora trataba de levantarse del piso. No podía dudar, ni siquiera podía perder tiempo en esos pensamientos suyos, mostrar debilidad o compasión no era parte de su carácter. Endureció el rostro nuevamente y terminó de hablar con el soldado.
- Cómo te atreves a hacerlo esperar. ¡Sal de aquí y tráelo!
El soldado hizo una reverencia y salió corriendo de la tienda. Fue entonces cuando escuchó el reproche.
- Sólo anunció su llegada, no tenías que tratarlo de esa manera. Te obedece porque es su deber, pero te aborrece porque es humano.
Ahora que estaban los dos solos podía aceptar su error, pero no lo hizo. Se alejó de la entrada de la tienda y caminó con furia en el rostro hasta el centro donde tomó asiento en uno de los cojines rojos. Agarró su copa y después de degustar el exquisito vino respondió.
- Un soldado obedece porque sólo tiene en su mente lo que le es ordenado. Un soldado no siente, porque no se le ordena sentir, y si así lo hace entonces no merece servir a Ralos.
Después de contestar volvió a beber de su copa sin quitar la vista de su interlocutor, éste le respondió con voz de desprecio.
- Eres igual a ella.
Colocó la copa sobre sus piernas tomándola con ambas manos, siempre viendo a los ojos al que tenía enfrente.
- Si tanto te molesta lo que hice ve y cúralo tú mismo.
Levantó nuevamente su copa y cuando estaba a punto de tocarla con los labios, una mano la tomó con fuerza de la muñeca. Una gota de vino cayó sobre su vestido…
- Si vuelves a tocar a uno de mis hombres te juro que…
- No hace falta jurar, Alzir.
La voz vino de la entrada de la tienda. Cuando lo escucharon, el Alzir y Sariel se miraron a los ojos por un último instante, aquella discusión no había terminado. El Alzir la soltó y junto con ella hicieron una reverencia ante el hombre que acababa de entrar… el Manalí.
Cuando se levantó, Sariel lo observó con detenimiento, nunca había podido evitar mirarlo por mucho tiempo aunque sabía que eso lo incomodaba. Era un anciano de estatura media, calvo y obeso; tenía una nariz achatada que siempre le había llamado la atención porque se la habían reconstruido médicos egipcios después de que un sirio se la destrozara en una batalla cuando era joven. Su hermosa vestimenta, que constaba de una túnica blanca y una capa dorada, ambas con inscripciones en ralí antiguo, sólo acentuaba aún más la fealdad de su rostro. Después de observar las cicatrices sobre su cara maltratada, Sariel acostumbraba fijar su vista en las imágenes que llevaba grabadas en el centro de la túnica, a la altura del pecho, ahí podía observar con toda claridad la representación de cada uno de los quince dioses de Ralos. Mirando a los dioses gemelos fue cuando volvió a escuchar la voz del Manalí.
- Sus diferencias poco me importan. Alzir, ¿está todo listo para partir?
- Mi señor –contestó el Alzir-, aún faltan horas para que amanezca, todo estará listo antes de que los primeros rayos del Sol iluminen el cielo.
- No he viajado desde Kezel para esperar horas esperando en este lugar, Alzir. Si la princesa nos ha mandado llamar a Ukzur, es porque algo grave ha ocurrido. Deja al ejército en manos de un Belzir, toma sólo algunos hombres y salgamos. Me serviré una copa de vino –dijo el Manalí mientras pasaba entre ellos-, para cuando termine de beber quiero que esté todo listo.
El Alzir se tragó sus palabras junto con su saliva, Sariel sabía que no tenía el valor para contrariar las decisiones del sumo sacerdote del templo de Ukzur… el Manalí lo superaba en autoridad.
- Así se hará, mi señor.
El Alzir se dio media vuelta y salió de la tienda.
- Mientras tanto, tú prepara al cónsul –con la copa en la mano el Manalí se volteó para mirarla-. No quiero retrasos.
- No los habrá, mi señor.
Sariel hizo una reverencia y salió de la tienda con paso firme.
De cierta manera se sentía aliviada al no tener que quedarse sola con ese horrendo hombre. No podía creer que alguien con una apariencia tan grotesca fuera la máxima autoridad religiosa de Ralos, aunque claro, tenía que aceptar que el hombre tenía la reputación de un héroe. En tiempos del rey Zadir, se había ganado el respeto y admiración del pueblo al defender durante quince años la frontera de los ataques sirios; su gran valor y devoción a los dioses le merecieron años después el título de Manalí. La gente lo apreciaba mucho… ingenuos… no sabían que su corazón estaba podrido por dentro. Sólo los que habían participado sabían que él había sido uno de los conspiradores para asesinar al rey. Fue él quien ayudó a Mila en la recolección de las armas y rituales errantes; fue él quien descubrió al hombre que se convertiría en errante… fue él quien después de cuatrocientos años grabó con hierro, una vez más, el símbolo del sol y la luna sobre la cabeza del nuevo discípulo de Zarej.
¿Quién podría adivinar que el gran Manalí, el representante de Ebém en la tierra, era un conspirador en el sacrificio del dios? Tontos ralís, eran tan fáciles de manipular.
Con estos pensamientos llegó hasta la tienda en que mantenían oculto al cónsul romano. Los cinco soldados que vigilaban la entrada le abrieron paso y la escoltaron hasta el interior, una vez ahí la dejaron sola. Cuando el cónsul la vió… se aterrorizó una vez más.
- ¿Qué quieres ahora de mí, tú, Sariel, esclava demonios? ¿Acaso no me has torturado lo suficiente? ¿Acaso son mentiras lo que quieres que de mi boca salgan, al no convencerte mis verdades? Te lo he dicho todo, ¿qué mas…?
Una bofetada lo calló de repente. Cuando se trataba de golpear y torturar a Iulus no había arrepentimiento en su mente. Ella misma le había causado todas las heridas que llevaba sobre el cuerpo durante las tres semanas que llevaban en Sirus. Ahora que lo miraba semidesnudo tratando de volver a sentarse en el piso se sentía orgullosa de lo que había hecho; Iulus era un cobarde y se merecía ese y todos los demás castigos que le esperaban en Ukzur. En momentos como ese sentía que Mila no se equivocaba al despreciar a los hombres, pues habiendo presenciado los lamentos y súplicas del cónsul se había convencido que por dentro era sólo un cobarde; en verdad Mila tenía razón: los hombres sólo aparentan fortaleza en el exterior, pero por dentro son tan débiles como los pétalos de las rosas.
Se acomodó sus anillos y los guantes que utilizaba para que su piel no tocara la de los hombres, tal como lo había aprendido de Mila, y pateando a Iulus, le ordenó que se levantara.
- Romano infeliz. ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Levántate!
Iulus intentaba obedecer pero con las manos y pies atados era difícil obedecer la orden. Sariel no tardó en desesperarse. Aunque era delgada y esbelta tenía la fuerza de mil bestias; lo tomó de los cabellos con una mano y lo levantó de un solo movimiento. Iulus gritó al sentir que varios de ellos se le desprendían de la cabeza.
- Grita todo lo que quieras aquí romano, pero una vez que salgas no quiero escuchar ni tu respiración, ¿me entendiste?
- ¿Por qué haces esto Sariel? Te he dicho la verdad. No he hecho más que obedecer las órdenes de Mila.
- Espero que así sea –le respondió con una voz seria y pausada.
- Si me matas violarás la ley de Ralos y la furia de los dioses caerá sobre ti.
Esa fue una de las pocas veces que concedió a Iulus escuchar su risa.
- ¿Y qué me importan a mí los dioses de Ralos, no siendo yo una ralí? Yo sólo obedezco las órdenes de mi Señora, su voz es la mía y su voluntad mis actos.
Poco a poco vió que Iulus comenzaba a mostrar su verdadero temor en el rostro, eso era lo que quería ver.
¿A dónde me llevas ahora? –preguntó con dificultad el cónsul.
- Ante mi Señora…
Iulus abrió sus ojos de par en par. Sariel notó que algunas lágrimas comenzaron a caer de sus ojos, tal vez por miedo, tal vez por dolor… “Te odio romano” pensó Sariel sin decir nada. Lo azotó contra uno de los maderos que sostenían la tienda y lo dejó caer nuevamente, después salió y ordenó a uno de los guardias que lo prepararan para partir. Pudo haberlo hecho sin necesidad de entrar, pero le gustaba torturar al romano y tal vez esa sería su última oportunidad.
De regreso a la tienda contempló el campamento en la oscuridad. Las antorchas que se extendían a lo largo de las afueras de Sirus le daban una idea de la magnitud del tamaño del ejército; cinco mil hombres comandados por el Alzir en persona. Sariel nunca había estado en una guerra, pero ahora que veía los movimientos de Mila y la forma en que disponía de los soldados y de los dos hombres que la seguían en autoridad, pensaba que pocas guerras en la historia de Ralos se habían planeado con tanto detalle como la princesa lo hacía. Sonrió en su interior, con Mila al mando no había forma de perder la guerra, ni siquiera los dioses podrían vencerla.
Antes de entrar nuevamente miró al horizonte. A unos kilómetros de distancia podían verse las fumarolas que salían de los volcanes del dios Gelzajher. El Manalí tenía razón en tener prisa, ciertamente algo grave debía estar ocurriendo en Ukzur… los dioses comenzaban a despertar.
Cuando entró en la tienda, el Manalí y el Alzir se encontraban enfrascados en una discusión sobre lo que había ocurrido unos días atrás.
- Eres un estúpido –decía el Manalí enfurecido-, al gran Alzir, al gran hombre que comanda a los hombres de Ralos se le ha escapado un hombre… ¡Y no cualquier hombre Alzir! ¡Se te ha escapado un Belzir! ¿Acaso te das cuenta de lo peligroso que esto puede ser?
Sariel miró al Alzir, quería ver cómo respondía ante aquel desafortunado evento. Sabía que le dolía la traición de Jhalsid.
- Lo atraparemos, no puede permanecer en el bosque por mucho tiempo –respondió con la cabeza en alto sin mostrar dudas.
- “¿Permanecer en el bosque?” ¡¡PERMANECER EN EL BOSQUE!! –Gritó rojo del coraje el Manalí mientras con ambas manos volteaba y arrojaba por los aires la mesa que lo separaba del Alzir- ¡No lo quiero en el bosque, estúpido, lo quiero aquí!
- Mis hombres temen entrar en el bosque, mi señor. Es territorio maldito por el dios Jherzid y en estos momentos se encuentra plagado de seguidores del errante, no puedo arriesgar a mis hombres de esa manera.
El Manalí levantó sus brazos, agarrándose con fuerza la cabeza. Sariel no pensaba que esa situación le pudiera causar tal desesperación, a menos que… él supiera algo que ella no.
- ¡No me importan tus hombres! ¡Quema todo el maldito bosque si es necesario pero tráeme su cuerpo! Quiero verlo muerto, ¿me has entendido? –El Manalí se acercó al Alzir lentamente- De otra forma tendré que pedir a Mila que nombre a un Alzir que tenga el valor para obedecer ésta orden.
Sariel no dejaba de mirar al Alzir, sólo ella lo conocía lo suficiente para saber que en su mente había dudas sobre todo lo que se le había pedido hacer, pero matar al que fue su Belzir… eso era algo que no haría jamás.
- Lo encontraré –dijo con el semblante sereno-, si lo quieres ver muerto, mátalo tú mismo. Yo soy el responsable de mantener a salvo la vida de mis hombres, no de acabar con ella.
El Manalí alzó su mano en un intento por golpear en el rostro al Alzir, pero éste detuvo su puño antes de que lo tocara.
- Tú eres la voz de Ebém –le dijo en voz baja el Alzir-. Si quieres matarlo, ordena al dios que lo mate y nos entregue su cuerpo. Dudo que tengas su permiso para actuar así… mi señor.
Poco a poco el Alzir comenzó a torcer la mano del Manalí hasta que éste no aguantó más y soltó un grito de dolor. Sariel pensó que ese era el momento preciso para terminar con esa discusión.
- El cónsul está listo, mis señores.
El Alzir la miró a los ojos, después soltó al Manalí y comenzó a recoger los jarrones y copas que estaban tirados sobre el piso. Colocó la mesa en su lugar y se sirvió una copa con el poco vino que aún quedaba. Eso era lo que Sariel admiraba de él. A pesar de ser el segundo hombre más importante de Ralos, era tan sencillo y humilde que en vez de ordenar a los guardias que recogieran los destrozos del Manalí, lo hacía él mismo sin emitir ni una sola queja. Tal vez era por por su nobleza que Mila lo mantenía al margen de sus planes. A sus treinta y tres años tenía el porte de un rey, el cuerpo del más fino guerrero, un rostro hermoso y varonil, adornado por su elegante barba que combinaba con su larga cabellera lacia color castaño. Así como ella era deseada por todos los hombres de Ralos, el Alzir lo era por las mujeres. Sariel bajó la mirada sintiendo un pequeño dolor en su corazón; la diferencia entre ambos era que a él lo amaban, mientras que a ella… la odiaban.
- Al menos dime que has encontrado la roca –dijo el Manalí después de tranquilizarse un poco.
- Se encontraba justo donde me indicaron –respondió el Alzir ocultando el hecho de que, según sus hombres, Jhalsid ya la había visto-. Se encuentra lista para partir.
- Bien hecho –respondió con algo de sarcasmo-, ordena a tus hombres que al amanecer la lleven a Kezel. Los sacerdotes se encargarán de ella.
- Esta es la más grande de todas. Es un rectángulo de veintisiete metros de largo y diez de ancho, será muy difícil atravesar las montañas de Arjab con una carga de ese tamaño; si mi señor está de acuerdo, quiero partirla en piezas más pequeñas para poder pasarlas.
- Imposible –dijo el Manalí meneando la cabeza-. No me importa que tarden meses en llevarla, la roca debe mantenerse intacta. Cuando lleguemos a Ukzur te daré más esclavos para que el traslado sea más fácil.
- Cómo usted ordene, mi señor.
Dicho esto los tres salieron de la tienda y se dirigieron hacia donde el Alzir tenía todo preparado. Sariel observó que el cónsul llevaba el rostró cubierto por un pañuelo e iba resguardado sobre el caballo de uno de los soldados. El Alzir dejó órdenes a uno de los Belzir y antes de montar en su caballo, ayudó a Sariel a montar en el suyo. Le gustaba que tuviera ese tipo de detalles con ella a pesar de que no acostumbraba recibir la ayuda de los hombres. El Alzir era el único al que admiraba… y el único al que amaba.
El grupo constaba de cuarenta hombres. Tres de ellos iban al frente llevando tres estandartes: el azul de Ralos, el rojo del Alzir y el blanco del Manalí. Los demás iban en derredor de ellos tres para protegerlos.
Marchaban lentamente a través de las tiendas del campamento, esos eran sus últimos momentos de calma, a penas salieran, cabalgarían sin descanso hasta llegar a Ukzur. Los ruidos que provenían de los volcanes de Gelzajher eran lo único que se escuchaba, hasta que el Alzir rompió el silencio. Cuando Sariel escuchó lo que preguntaba al Manalí cerró los ojos y apretó sus puños: “Tonto, ¿por qué no puedes dejar de lado tu maldita curiosidad?” Esto era lo que Sariel pensaba, esperando que se callara.
-¿Qué significan las leyendas grabadas en esta roca? –preguntaba el Alzir al Manalí.
- Te lo he dicho antes y te lo repito una vez más –contestó el Manalí un poco molesto-, lo que las rocas esconden está fuera de tu comprensión. Déjalo así y no preguntes más.
- He perdido hombres para recolectar esas rocas, merezco saber por qué motivo han perdido la vida.
- Han perdido la vida en el nombre de Ralos –el Manalí se volteó para mirarlo-, ahí está tu motivo.
- No me tomes por estúpido –respondió con su voz calmada-. Todas las rocas tienen el símbolo errante, ¿qué tiene que ver el nombre de Ralos en todo esto?
- Escuchar una leyenda es una cosa, desenterrarla y conocer la verdad es otra. Créeme, tu espíritu sólo puede soportar escuchar leyendas –lo volvió a ver a los ojos-, conocerlas lo mataría. Eres un buen hombre, tal vez seas el único de nosotros al que los ralís verdaderamente amen. Déjalo así. Tienes respeto, tienes poder, tienes autoridad, tienes un lugar al lado de la princesa; si continúas por este camino no perderás nada, si te desvías, lo perderás todo, incluso tu vida eterna en el mundo superior.
- Todo lo que rodea al espíritu de Zarej está maldito y es impuro ante nuestros dioses, tal vez al desenterrar esas rocas me haya condenado de todas formas, así que dime la verdad.
- Alzir… -dijo esta vez un poco desesperado ante su insistencia-. ¿Por qué no puedes simplemente hacer lo que se te dice? Tu espíritu y el de tus hombres estarán a salvo mientras hagan lo que se les ordena.
Sariel se alegró de que el Alzir se callara. En varias ocasiones le había advertido ya, que si seguía cuestionándolo todo acabaría muerto, pero su buen corazón no lo podía dejar tranquilo. A veces se preguntaba si un hombre como él podría realmente amarla. Él se lo había dicho, pero siendo ella tan malvada como Mila, le costaba mucho trabajo creer que fuera verdad. Durante esas semanas que habían estado juntos en Sirus le había sugerido huir en repetidas ocasiones, le había dicho que él podía sacarla por el puerto de Sirus, escondida en alguna embarcación, pero ella se había negado. Ya era demasiado tarde, su corazón era tan negro como el del demonio que era su dueña. Cuando se quedaba sola en las noches… lloraba.
Apenas salieron del campamento aceleraron el paso. Una hora después se desplegaba frente a ellos el primero de los volcanes de Gelzajher. Al verlo en todo su esplendor, iluminado por la luna, Sariel sintió un escalofrío…
Algo andaba mal…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Dom Abr 06, 2008 12:20 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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De pronto la luz de la luna comenzó a desaparecer detrás de una serie de nubes.
- ¡Deberíamos rodear los volcanes por el otro lado, si seguimos por aquí no veremos nada! –gritó Sariel al Manalí al sentir miedo de cabalgar entre la oscuridad de la falda de los volcanes y el pequeño bosque que se extendía a su lado.
- ¡No! –Gritó el Manalí- ¡El camino es más corto por aquí!
A Sariel le dio vergüenza, pero el temor que comenzó a sentir la llevó a voltearse y gritarle al Alzir.
- ¡Algo anda mal! ¡Tenemos que ir por el otro lado!
- ¡Ya es muy tarde Sariel! ¡Sigue adelante, no falta mucho para que amanezca! –le gritó el Alzir con una sonrisa.
Pero una sonrisa no la iba a tranquilizar. Se habían quedado a oscuras. La única luz era la de las antorchas que los soldados llevaban en derredor de ellos.
“Algo anda mal” Pensaba y pensaba Sariel mientras obligaba a su caballo a ir tan rápido como podía. “Algo anda mal”… para desgracia suya y de todos ellos... tenía razón.
Un rayo calló de repente justo en frente de ellos. Sariel gritó de inmediato. El Alzir se acercó a ella, la tomó de la cintura y la pasó a su caballo. En ese momento un segundo rayo cayó justo sobre los soldados que cabalgaban detrás de los que llevaban los estandartes.
- ¡Sujétate! –Le gritó el Alzir- ¡Hacia el volcán! ¡Cabalguen hacia el volcán! –ordenó a los demás.
Apenas comenzaban a voltear a su izquierda para dirigirse a la falda del volcán cuando la tierra comenzó a abrirse frente a ellos, varios de los soldados cayeron, otros alcanzaron a reaccionar y dieron la vuelta hacia el otro lado, hacia el bosque. Cuando Sariel vió al Manalí y al guardia que custodiaba al cónsul entrar en la sombra de los árboles volvió a gritar.
- ¡Es una trampa de los dioses! ¡No me lleves al bosque!
Una tormenta comenzó a caer. Las antorchas que quedaban encendidas se apagaron. Ya no podían ver nada.
- ¡Tenemos que entrar al bosque Sariel! ¡Es nuestra única salida!
- ¡No! –Era la primera vez que lloraba de esa manera- ¡Volvamos al campamento!
- ¡Mi señor! ¡Estamos ciegos! ¡¿Qué camino seguimos?! –gritó uno de los soldados.
En ese momento salió una gran fumarola acompañada de fuego, del volcán que tenían a su lado. Todos los caballos comenzaron a relinchar llenos de temor. Además de la lluvia comenzaban a caer enormes rocas de color rojo que alcanzaron a aplastar a algunos de los soldados. La luz le dio la oportunidad al Alzir para calcular su posición, entonces gritó tan fuerte como pudo para que todos lo escucharan.
- ¡¡TODOS CABALGUEN HACIA EL BOSQUE!! ¡¡TODOS AL BOSQUE!!
Sariel estaba a punto de desmayarse, desconocía la razón, pero algo le decía que algo terrible le pasaría si entraba en el bosque. El Alzir la apretó de la cintura y le gritó con fuerza al oído.
- ¡Es la única salida Sariel! ¡Pase lo que pase no te alejes de mí!
La tormenta comenzó a caer con más fuerza. La furia de los volcanes se volvió a sentir. Un cuarto rayo cayó sobre los soldados que cabalgaban frente a ellos mientras la tierra volvía a abrirse para tragarse a otros. El caballo del Alzir se levantó sobre sus patas traseras, ambos fueron lanzados al piso. Sariel perdió la conciencia al golpearse la cabeza contra una roca. El Alzir la tomó por la cintura y con ella sobre el hombro comenzó a correr desesperado hacia el bosque.
La tierra seguía moviéndose y del cielo no dejaban de caer piedras que los golpeaban con ira. A punto estuvo de caer en uno de los agujeros que se habían abierto enfrente de él si no hubiera sido porque un rayo le iluminó el camino. Sus pies derraparon sobre el lodo pero con el cuerpo de Sariel logró mantener el equilibrio. Se hizo un poco para atrás, después volvió a correr y con todas su fuerzas dio un salto enorme hasta caer del otro lado. Lo había logrado, el bosque estaba justo ahí; corrió como loco tratando de no caer al tropezar con las plantas que se le atoraban en los pies, pero no alcanzó a ver una roca que estaba frente a él… Los dedos del pie se le rompieron al chocar contra ella y tanto él como el cuerpo de Sariel, fueron a dar al suelo.
- ¡Sariel! ¡Sariel!
Gritaba tratando de incorporarse y buscando con sus manos el cuerpo de Sariel pero no lograba ver nada. Los rayos dejaron de caer, el sonido de la tormenta se desvaneció; todo había pasado.
Caminaba con dificultad, gritando a todos lados, desesperado al no escuchar nada hasta que tropezó nuevamente y cayó al suelo. Cuando se incorporó, vió a lo lejos un pequeño resplandor entre unos árboles. Corrió directo hacia ese lugar gritando.
- ¡Sariel!
Cuando pasó entre los árboles el resplandor comenzó a desvanecerse pero alcanzó a ver el cuerpo de Sariel… no tenía ni una sola herida.
Se hechó sobre ella y la tomó entre sus brazos.
- ¡Gracias Ebém! –gritó agradecido por haberla encontrado.
Un ligero resplandor comenzó a aparecer detrás de él. El cuerpo se le congeló al escuchar una voz detrás de él.
- ¿Por qué temes?
Era la voz de una niña justo detrás de él.
- Nhelsid… ¿Por qué temes? –volvió a preguntar.
El Alzir sintió aún más miedo al escuchar su propio nombre. Tenía a Sariel entre sus brazos pero no podía voltearse, los músculos no le respondían. El pulso se le aceleró cuando vió que el resplandor comenzaba a rodearlo para ponerse frente a él. Lo único que fue capaz de mover fueron sus párpados para cerrar sus ojos y evitar mirar al espíritu que pasaba junto a él.
- Nhelsid… hijo de Rajid, hijo de Nelezír… Gran Señor Alzir de Ralos… ¿Por qué temes? –Preguntó una vez más con una voz dulce y tierna.
A Nhelsid se le escapó un suspiro de temor cuando sintió una pequeña mano sobre su cabeza. Los vellos de todo el cuerpo se le habían erizado tanto, que sentía una serie de piquetes en toda la piel.
- Nhelsid… Hijo de Rajid, hijo de Nelezír… Gran Señor Alzir de Ralos… Hijo mío… ¿Por qué temes? –le preguntó a sólo unos centímetros de su cara.
Las caricias que la pequeña mano hacían sobre su cabeza, junto con la dulce voz de la niña y la agradable fragancia que salían de ella comenzaron a calmarlo. Trató de responder pero sólo podía tartamudear.
- ¿Por… por… por qué… por qué por qué me atormentas… espíritu?
La poca calma que sentía se desvaneció al escuchar la risa de la niña que estaba frente a él.
- Hijo mío, alma pura y buena, corazón de oro y de bondad genuina. ¿Por qué temes? ¿Acaso no te he protegido de la furia de los demonios? Hijo mío, ¿acaso no he protegido a la mujer que amas? Entonces, ¿por qué temes?
Nhelsid no entendía lo que quería decir, pero las palabras lo tranquilizaban. La niña comenzó a acariciarle el rostro con ternura y poco a poco comenzó a sentir calor y paz en su corazón. El dolor del cuerpo desapareció, la herida de su pie sanó. Cuando se sintió calmado… abrió los ojos.
Frente a él estaba una hermosa niña de unos nueve años, un misterioso brillo la rodeaba dándole un esplendor mágico y divino. Su cabello era largo y de color blanco, su túnica, también de color blanco, llevaba en el centro la representación de Ebém. Su rostro, aunque no parecía humano, le sonreía con cariño.
- ¿Quién eres? –le preguntó ahora que la voz le había sido devuelta.
La niña le sonrío aún con más dulzura.
- Las palabras que escuchas no provienen de mí, sino de Aquel que me ha enviado. Alégrate Nhelsid, hijo de Rajid, pues Aquél quien todo lo ve, se alegra con tu corazón. Quien me ha enviado a ti, no te abandonará, antes bien, te cuidará y bendecirá durante el tiempo que permanezcas en esta vida mortal.
Nhelsid la miraba asombrado. Era tan hermosa…
Sin darse cuenta de sus actos, depositó el cuerpo de Sariel en el suelo y con un dedo tocó la mejilla de la niña. Ésta ladeó su cabeza y con su mano tomó la suya, alegre por ver confianza en él.
- ¿Eres acaso hija de Ebém? –le preguntó casi hipnotizado.
- Con el tiempo comprenderás que Aquél a quien llamas Ebém, es sólo una imagen de un sólo Dios aún más grande. Alégrate Nhelsid, pues tu Dios te ha concedido el conocer la verdad. Sigue tu culto a Ebém con la misma fidelidad como lo haces ahora, hónralo, cuídalo, protégelo, entrega tu vida por Él, y te aseguro que no morirás sin conocer a tu verdadero Dios. A las leyendas sobre tu dios no hagas caso, hombres han sido las que las han creado, mortales y no dioses, han sido los que han maltratado tu tierra. Un cordero será sacrificado para salvar a todos los hombres, gracias a Él, tu alma descansará eternamente al lado de tu Creador.
- ¿Y mis hombres? ¿Y aquellos que han quedado impuros por tocar las rocas errantes?
La niña se rió. Tomó la mano con la que la acariciaba y la puso entre las suyas.
- Hijo mío, haces bien en temer a los dioses. Que tu alma descanse tranquila, pues si ha sido tomada la vida de tus hombres, ha sido únicamente para que sus almas no caigan en manos del demonio. Por los que han tocado las rocas a las que llamas “errantes”, no te aflijas, pues impuros ante tu Dios no son, y de “errantes”, tales rocas no poseen nada. Pronto conocerás la verdad y el camino que debes seguir.
- Dime entonces lo que tengo que hacer, para la gloria de mi Dios –dijo Nhelsid con voz firme.
- Una misión se te ha encomendado desde lo Alto. Dentro de poco, el misterio que rodea a la leyenda de Zarej será descubierto. Cuando los hombres conozcan la verdad, se unirán en contra de los demonios que han poseído a Mila y a sus sirvientes. Sólo un hombre, con la Fe en su Dios por aliado, podrá llevarlos a la victoria en la guerra que está por venir. Difícil será vencer, pérdidas sufrirás muchas y un gran dolor invadirá tu alma y cuerpo, pero no dudes, pues tu Dios estará contigo hasta el final. Busca a tu hermano, él te ayudará en tu misión.
- Así lo haré.
- Otros hay, cuya misión es distinta a la tuya, juntos lograrán vencer, pues han encontrado gracia ante los ojos de su Creador. Anda pues con la bendición de tu Dios a enfrentar a estos demonios.
- Antes de partir, sólo una cosa más quiero saber… ¿cuál es tu nombre?
La respuesta no vino de la niña… sino del Manalí que se encontraba oculto entre las sombras detrás de ella.
- Amir.
La niña soltó la mano de Nhelsid y le habló directo a su corazón sin que se escuchara su voz.
- Huye ahora y ve en busca de tu hermano. Deja a esta mujer aquí, pues un destino diferente le espera.
Nhelsid miró el cuerpo de Sariel por última vez y sin dudar de las palabras de la niña se levantó y comenzó a correr. La niña se volteó para mirar al Manalí. Su cuerpo se transformó de repente en el de un hombre alto y fuerte, el brillo a su alrededor aumentó más, iluminando todo el bosque, ayudando a que Nhelsid encontrara la salida.
- Ebém, dios mío perdóname si he obrado en tu contra –decía Nhelsid mientras corría-, pero si con mi vida puedo reparar el daño que he hecho, haré tu voluntad.
Cuando por fin pudo ver nuevamente los volcanes, la luz desapareció y un fuerte estruendo se dejó escuchar en el centro del bosque. Nhelsid se detuvo. ¿Qué habría pasado? ¿Quién sería Amir? No había tiempo para esas preguntas, sus soldados se encontraban afuera del bosque, en cuanto lo vieron salir, el Belzir que los comandaba gritó de inmediato.
- ¡Ahí está el traidor! ¡Atrápenlo!
No lo podía creer, sus propios hombres se lanzaban en su contra. A Nhelsid no le quedó más opción que volver a entrar en el bosque para evitar ser capturado. Tenía que salir con vida de ahí para cruzar los volcanes y entrar en el Jherzid, era su única oportunidad de encontrar a su hermano. Mientras corría sólo un pensamiento ocupaba su mente.
"Jhalsid, hermano mío, perdóname…"
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Jue Abr 10, 2008 4:28 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 15
Aunque todavía era de noche los reconocieron desde lejos.
Ambos soldados se miraron un poco confundidos, pero no tenían tiempo qué perder. Uno de ellos le dio la señal al otro con un movimiento de la cabeza, el otro le respondió de la misma manera. Se dio la vuelta y caminó hasta el extremo de la torre, tomó una de las antorchas y comenzó a moverla, trazando con códigos en el aire, el mensaje que quería transmitir al interior de la muralla.
A setenta metros de distancia el soldado que estaba al mando de la entrada principal vió la señal, tomó una antorcha y respondió con el mismo código, después miró al frente y comenzó a trazar círculos en el aire. La señal fue recibida a otros setenta metros, por los soldados que custodiaban la enorme puerta. Los crujidos de los maderos que la aseguraban por dentro comenzaron a escucharse mientras cadenas y voces dirigían las maniobras de los soldados.
Cuando se aseguró que el mensaje había sido recibido, el soldado que estaba en la entrada dejó su antorcha; tomó un rollo de papiro, lo desenrolló y comenzó a escribir sobre él. Una vez terminado, se volteó y entregó el mensaje a uno de sus hombres. Éste tomó una flecha y con una cinta de color rojo aseguró el papiro a su alrededor; con la flecha en una mano y su arco en la otra comenzó a correr entre los guardias que custodiaban el túnel de treinta y cinco metros de largo. Antes de llegar al final de su recorrido se acercó a uno de los extremos y estirando su brazo encendió la punta de la flecha con una de las antorchas; saliendo del túnel continuó corriendo hasta ubicarse justo en el centro de la galería circular que cientos de soldados custodiaban desde los niveles superiores. El soldado alzó su mirada y comenzó a girar hasta que sus ojos encontraron la señal que buscaba: un estandarte de color azul con el símbolo de Ralos marcado con hilos dorados. Se hincó, colocó la flecha sobre el arco y la lanzó a su destino.
La flecha fue recibida en el segundo nivel por un pequeño círculo de madera de tan sólo cinco centímetros de diámetro. Un soldado tomó la flecha y después de revisar que el papiro siguiera intacto la colocó sobre su arco. Se dio media vuelta y apuntando con precisión a su objetivo la lanzó.
El fuego de la flecha iluminó por un instante las esculturas y grabados del pasillo de treinta metros de largo hasta impactarse con otro pequeño círculo de madera que se ubicaba sobre una antorcha. Una mano la tomó desde arriba. La metió en un jarrón lleno de agua cuidando que el papiro no se mojara para que no sufriera daño; después de retirar la cinta de color rojo y liberar el mensaje, se lo entregó a otro soldado.
A través del laberinto de pasillos y galerías que conformaban ese nivel, el soldado llegó por fin a su destino. Subió la última escalera de mármol, al final de la cual se encontraba una hilera de seis guardias, al llegar al último escalón, entregó el papiro a uno de los guardias y se retiró.
El guardia caminó con paso apresurado, aunque firme, hasta llegar a la cortina azul que ocultaba el último túnel que separaba al papiro de su destinatario. Con ambas manos hizo a un lado la cortina y atravesó el umbral.
No importaba si era de día o de noche, el soldado no podía evitar sentir escalofríos cada vez que tenía que entrar en ese lugar. Eran sólo siete metros los que tenía que recorrer, pero la lúgubre visión que había al final siempre provocaba que los vellos de su piel se erizaran. Trataba de no verlas pero era imposible… parecían fantasmas. Las últimas custodias de ese largo recorrido eran las sacerdotisas.
Siete mujeres vestidas completamente de blanco de pies a cabeza, con un velo cubriendo sus rostros custodiaban la última entrada. El guardia, tratando de ocultar su temor se inclinó ante ellas y extendió su brazo con el papiro en la mano; no podía evitar que la mano le temblara. La que estaba en el centro tomó el mensaje y dándose la vuelta atravesó la última cortina azul.
En el centro de la extraña habitación había una mujer de pie. Su cabello, adornado por hermosos hilos de oro, brillaba como fuego a la luz de las antorchas. La sacerdotisa hizo una reverencia hincándose ante ella y extendiendo su brazo entregó, por fin, el papiro. La mujer lo tomó y lo desenrolló. Después de leerlo, el silencio que reinaba en todo el palacio de Ukzur se rompió con la aguda y firme voz de la princesa de los ralís.
- Bien. Llévalos a la entrada de los calabozos.
La sacerdotisa se levantó y se dirigió a la entrada para cumplir con la orden, pero apenas estaba por abandonar la habitación cuando escuchó su nombre. Aunque su rostro estaba oculto por el velo, no pudo evitar hacer un gesto de angustia. Se volteó y con la mirada en el piso aguardó el último mensaje.
- Prepara a ese pobre infeliz y espera mi llamado afuera de la celda.
La sacerdotisa hizo una reverencia y salió escoltada por otras de sus compañeras.
Cuando salió, Mila volvió a mirar el mensaje escrito en el papiro.
“Mi Señora.
El Manalí, Sariel y cuatro soldados más están aquí.
No hay señales de nuestro Gran Señor Alzir.”
Perfecto. Todo iba saliendo de acuerdo a sus planes.
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Dom Abr 13, 2008 11:53 pm Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Escoltada por siete sacerdotisas, Mila hizo su aparición frente a la entrada de los calabozos. Hermosa y elegante, con el majestuoso símbolo de Ralos sobre su mejilla, parecía realmente diosa en vez de mortal. Su cuerpo iba cubierto por la capa real de color rojo con bordes blancos, un medallón de oro, con el símbolo de la nación, colgaba de su delicado cuello, pero lo que la caracterizaba eran las brillantes trenzas de oro que salían de su cabeza. Así era ella… un símbolo viviente, un emblema andante de poder y belleza.
Frente a la puerta la esperaba ya un pequeño grupo entre los que se encontraban el Manalí, el cónsul romano con la cabeza cubierta y el cuerpo lleno de heridas, y una mujer vestida con un fino vestido de color verde cuyo rostro estaba cubierto por un velo hermoso del mismo color… Sariel.
La princesa no tuvo que abrir la boca. El eco del sonido que hacía el oro al moverse su cabello la delataba. Al verla llegar, los soldados, después de hacer una reverencia, abrieron la puerta para que su andar no sufriera demora. Al verla, el Manalí también se inclinó.
- Mi Señora…
- Cállate –respondió tajante mientras entraba en el túnel.
La respuesta surtió el efecto deseado. Después de entrar, los demás la siguieron en absoluto silencio sin cuestionar sus pasos ni su destino. Caminaron por varios minutos, bajando rápidamente a través de las escaleras que dibujaban curvas en un sentido y en otro, iluminadas únicamente por unas cuantas antorchas. A pesar de que ahí se encontraban celdas llenas con criminales cuyos actos les habían costado el precio de su libertad de por vida, no se escuchaba ni un sólo sonido. El fino choque de sus trenzas era señal suficiente para que los pocos que se quejaban, guardaran silencio al instante. Sentir su temor y su respeto elevaban aún más su vanidad; poder, era lo que ella deseaba, poder, era lo que demostraba.
Al llegar al cuarto nivel subterráneo se detuvo en el último escaló. Se volteó y con voz fuerte habló a los guardias que venían detrás.
- Hasta aquí llegan ustedes, regresen y vigilen la entrada.
Después se dirigió a sus sacerdotisas.
- Ustedes aguarden aquí.
Dada la orden, el Manalí pasó entre ellas para ubicarse detrás de Mila. Con un movimiento elegante y preciso, Sariel sacó los dos sables que siempre cargaba a sus costados y presionándolos contra la espalda del cónsul lo obligó a seguir adelante.
La estancia en que se encontraban, era un círculo de quince metros de diámetro, cuya circunferencia se abría en siete extremos equidistantes de donde salían siete pasillos idénticos de veintiún metros de largo. Cuando llegaron al centro de la estancia, Mila se dirigió al guardia encargado de ese nivel, ordenándole que encerrara al cónsul en cualquier celda y que sacara a todos los soldados de ahí.
El guardia obedeció al instante sin cuestionar la extraña orden de su señora. Tomó a Iulus de un brazo y gritando a sus hombres comenzó a indicarles que evacuaran el nivel. Liberada de su carga, Sariel devolvió elegantemente sus armas a sus fundas. Todos los soldados obedecieron en silencio. Una vez encerrado el cónsul romano, el guardia también abandonó el nivel. Mila no tuvo que voltear. Sabía que todos, al pasar entre las sacerdotisas habían bajado la mirada por temor a verlas. No los culpaba, pues en verdad parecían fantasmas, pero le divertía el hecho de ver temor en los ojos de los hombres. Le gustaba aplastar su orgullo y sacar su verdadera naturaleza cobarde.
Esperó varios minutos más sólo para asegurarse de que se encontraban absolutamente solos. Después se dirigió al primer pasillo a su derecha. Sariel y el Manalí, uno a cada lado, comenzaron a caminar con ella. La oscuridad era extrema, sólo había una antorcha alternada en cada lado, cada siete metros, lo que dificultaba la visibilidad, pero cuando llegaron a la mitad aparecieron de repente tres figuras blancas justo en el fondo. Aunque eran idénticas, Mila podía reconocer a cualquiera de ellas con los ojos cerrados: la del centro era Nashdí, aquella a quien le había ordenado que prepara al prisionero. Todo estaba listo.
Cuando llegaron al fondo, Mila miró a Nashdí y asintiendo lentamente con la cabeza le indicó que se mantuviera alerta para recibir su señal, Nashdí se inclinó en señal de entendimiento. Las otras dos sacerdotisas se acercaron inmediatamente a la última celda del lado derecho.
Mila sintió cómo el temor llenaba los cuerpos de Sariel y el Manalí. Aunque ambos eran fuertes de espíritu y tenían el corazón de piedra, había cosas que podían atemorizarlos. Eso era bueno. Esa era una señal de que aún podía controlarlos. Eso significaba que aún le eran de utilidad.
Al pararse frente a la puerta, las dos sacerdotisas levantaron su llave y las metieron en los orificios que había a los dos lados. Las llaves eran barras de hierro puro de veinte centímetros de largo y dos de ancho, con tres pequeñas barras atravesadas perpendicularmente en su punta. Al escuchar el ruido que provocaban al entrar en las cerraduras, Mila sintió que el miedo aumentaba. De los cuatro lados de la puerta salía una luz roja y un ruido profundo, como si el interior estuviera consumido en llamas. Ambas mujeres dieron vuelta a sus llaves en sentidos opuestos… el Manalí dio un pequeño salto de nervios al escuchar el chillar de las barras de metal desplazarse en ambos extremos para liberar la puerta… hasta que ésta quedó lista para ser abierta.
Sacando las llaves y jalando cada una su hoja, la puerta se abrió hacia fuera… Sariel se descubrió el rostro, se mantuvo firme tratando de que su cuerpo no delatara lo que su mente pensaba, pero el Manalí no era tan fuerte. En cuanto contempló lo que había adentro dio dos pasos hacia atrás con el rostro deshecho.
- ¡Por todos los dioses! ¡¿Qué es esto?!
Sin prestarles atención, Mila entró. Sariel no lo dudó y la siguió sin decir nada. El único que no se atrevía a entrar era el Manalí. Ante su tardanza, las tres sacerdotisas comenzaron a avanzar hacia él pero parecía estar en trance. Desesperada por su cobardía, Nashdí sacó un pequeño puñal que llevaba oculto sobre su espalda y apuntándole directamente al cuello lo hizo reaccionar. El Manalí parpadeó varias veces, asustado, hasta que entre las tres lo obligaron a entrar. Con todos en el interior, las sacerdotisas cerraron la puerta y la aseguraron nuevamente para que nadie pudiera entrar… ni salir…
- Toma tu posición –le dijo Mila al Manalí.
Éste, absorto en sus propios pensamientos miraba lo que tenía en frente sin poder creerlo y sin escuchar nada más que las llamas que se consumían en la celda.
Era un espacio pequeño, un cubo de piedra de cuatro metros de lado. Una celda como todas las demás pero con algo sobrenatural en su interior. Sobre el piso estaba dibujado un círculo de color rojo de un metro de diámetro y alrededor de él, cuatro círculos equidistantes de setenta centímetros. Cada círculo tenía el escudo de Ralos pero tenían colores distintos que indicaban quién debía estar sobre ellos. Mila se encontraba de pie sobre el de color azul, Sariel estaba a su derecha en el verde; al ver el de color blanco el Manalí se posicionó ahí, pero faltaba uno… el rojo… el que pertenecía al Gran Señor Alzir de Ralos.
- ¿Qué has hecho Mila? ¿A qué oscuro demonio has despertado ésta vez? –Preguntó asustado el Manalí.
Mila no tuvo que responder, el demonio lo hizo por ella.
Del círculo del centro salía un remolino de fuego que lanzaba furioso sus llamas contra el techo. Al escuchar las preguntas del Manalí, las llamas se enfurecieron y trazaron un círculo alrededor de él.
- ¡Aléjate de mí, espíritu maligno! ¡Mila!
El Manalí se cubría desesperado con los brazos al no poder moverse hacia ningún lado, gritando y llorando como un niño asustado. Mila sonrió. Eso era lo que quería ver… el Gran Manalí de Ralos, la encarnación viva de Ebém hecho un cobarde... igual que el dios. ¿Por qué no podía aprender a comportarse como lo hacían las sacerdotisas o la misma Sariel? Ella también tenía miedo pero no se dejaba llevar por sus instintos. Mila estaba orgullosa de ella, desde lo siete años en que su padre se la presentó como obsequio, la había tenido a su lado, la había formado, la había entrenado, la había hecho una imagen de ella y se sentía orgullosa de lo que había logrado: Sariel era la esclava perfecta, la guerrera perfecta, la asesina perfecta… y la amante perfecta.
Para mostrar su control sobre ella y probar su valor, la miró en silencio, indicándole con un movimiento de la cabeza que se hiciera cargo. Sariel asintió respetuosa y con su característica agilidad sacó los dos sables. Blandiéndolos de un lado a otro cortó con ambos el brazo que conectaba al misterioso remolino con el círculo que rodeaba al Manalí. Como si fuera un ente vivo, el remolino se estremeció pero Sariel no mostró miedo, antes bien, se hechó para atrás y poniendo sus sables frente a ella y apuntándolos hacia el misterioso ente, tomó su posición de ataque.
- Suficiente –dijo Mila, orgullosa de su guerrera-. Sariel, toma de nuevo tu lugar.
Sin dejar de ver al remolino de fuego, Sariel obedeció, ubicándose nuevamente sobre su círculo. El demonio también obedeció y calmó la furia de sus llamas. Con todos bajo su control y ahora que el Manalí se había calmado, Mila estaba lista para el ritual.
- Un evento inesperado ha ocurrido –comenzó a hablar la princesa-. Los he convocado aquí para sacar provecho de un nuevo aliado. Sólo juntos, con los tres poderes de Ralos y la sangre fría de mi esclava podremos llevar a cabo uno de los rituales errantes que ni el mismo Zarej pudo realizar en vida.
El Manalí, que había logrado controlar su temor, miró de reojo el círculo vacío de color rojo, y aunque temía un reproche de la princesa no pudo evitar el externar su interrogante.
- Mi Señora –dijo mirándola a través del fuego, tratando de ocultar su nerviosismo- falta la figura del Gran Señor Alzir de Ralos; y es que ha ocurrido... que nuestro señor nos ha…
- Cállate –volvió a decir la princesa-. ¿Acaso me tomas por una estúpida? Infeliz. ¡Yo soy Ralos! Lo sé todo, no necesito que un hombre como tú venga a informarme de lo que con anterioridad he tenido conocimiento. Sé bien que nuestro Gran Señor nos ha traicionado, pero pronto habrá un nuevo Alzir, uno que ningún ejército podrá vencer.
Mila no tuvo que mirar a Sariel para saber lo que había en su mente. Era lógico. Se sentía usada. Pobre Sariel. No lograba entender que para que ambas estuvieran juntas, era necesario deshacerse de ese maldito Nhelsid. Había sido de gran ayuda durante la primera parte del plan, incluso había logrado rescatar con éxito todas las rocas, pero ahora sólo era un obstáculo… un obstáculo entre su corazón y el de su amada Sariel.
- ¡Nashdí! –gritó Mila.
Al instante las cerraduras se volvieron a escuchar y la puerta se abrió una vez más. Con las manos atadas y con las tres sacerdotisas detrás de él, entró un hombre alto y fuerte con la cabeza cubierta. Su cuerpo tenía las marcas de castigos terribles y tormentos continuos… siendo tan fuerte apenas podía mantenerse en pie. Cuando las sacerdotisas lo soltaron cayó de inmediato al piso, quedando su cabeza justo entre los pies del Manalí y Sariel. La puerta se cerró nuevamente.
- Sariel –dijo Mila, sin mirarla-. Ya sabes lo que tienes qué hacer.
Su esclava obedeció al instante. Salió de su círculo, caminó lentamente hasta donde se encontraba el hombre tirado, abrió sus piernas para pararse justo encima de él. Con una mano sacó lentamente uno de sus sables y apuntándolo hacia su nuca comenzó a elevarlo.
- Mila estás loca –dijo inmediatamente el Manalí-, ¿intentas darnos un nuevo Alzir matando a un hombre? Lo que necesitamos es a un hombre con vida, no a un muerto.
Esta vez Mila se rió. La ignorancia del Manalí y su poco juicio realmente la divertían.
- Que tonto eres –contestó con una sonrisa-. Ese es el ciclo de la vida, estúpido. Un hombre muere… un hombre viene a la vida.
La boca del Manalí se abrió por completo. Claro, ya había entendido…
Mila miró a Sariel. Algo le pasaba. Se estaba tomando mucho tiempo para acabar con la vida de ese hombre. ¿Por qué demoraba tanto? Era una asesina, lo llevaba en la sangre, a menos qué… No. Imposible. Estaba segura de que ella no lo había visto. El espíritu de Amir sólo se había presentado ante Nhelsid y el Manalí. Aunque tal vez la experiencia por la que había pasado la había sensibilizado un poco. Mila cerró los ojos. Si era así… entonces también tendría que matarla.
- ¡Hazlo ya Sariel, qué esperas! –gritó de repente Mila.
Su mirada estaba seria, parecía no tener dudas, pero había algo en su corazón. Utilizando el poder del errante, Mila entró en la mente de Sariel y comenzó a hablarle…
“No eres ralí. No hay dios que proteja tu vida. No tienes padres ni hermanos ni familiar alguno. No tienes conciencia propia. No tienes sentimientos. No tienes dudas. Todo lo que eres te lo he dado yo. Soy tu familia, tu ama, tu señora, tu compañera. Tu vida es mía. Haces lo que yo te pido porque sólo mis órdenes obedeces. Yo soy tu diosa, tu mundo, tu vida.
Obedéceme. Acaba con éste infeliz. No habrá castigos para ti. La ley de los dioses no aplica en alguien como tú, pues sólo bajo mi mando estás. Si quieres una vida eterna, si quieres felicidad, obedéceme y la tendrás. Si me fallas, lo perderás todo. Es muy tarde para cambiar Sariel. Esta es tu vida y ya no hay nada que puedas hacer para cambiarla… ésta eres tú...ya es demasiado tarde mi amor.
Hazlo. Acaba con él. Usa la fuerza de tus brazos. Usa el arma con la que te he entrenado yo misma y con la que has terminado con la vida de tantos hombres y mujeres. Eso es lo que eres Sariel… eres una asesina. Sólo yo puedo quererte así, no hay hombre en el mundo que pueda entender tu mente como lo hago yo. ¿No lo ves? Estás sola. Yo soy todo para ti.
Cierra tus ojos y enfoca tu arma. Siente el metal del sable en tus manos. Acarícialo. Enfoca tus pensamientos en tu presa. Deja caer tu arma sobre él y termina con su sufrimiento… eso es… ahora hazlo…
…
…
Bien hecho.”
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Lun Abr 21, 2008 4:42 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Después de terminar con la vida de ese gigantesco hombre, Sariel guardó su arma y en silencio retomó su lugar a su derecha. ¿Qué le pasaba? Mila esperaba que su amada esclava no volviera a mostrar esas señales de dudas, o indicios de un corazón blando, porque de ser así, ya no le serviría más… de ser así… tendría que matarla también…
Afortunadamente, ahora que Nhelsid había salido de su vida las cosas serían más simples; ya tendría tiempo para arreglar el corazón Sariel, en ese momento lo que más importaba era terminar el ritual. Con la vista fija en el remolino de fuego y elevando sus brazos, volvió a hablar con su aguda voz.
- Estamos listos… tráelo ante mí.
El Manalí estuvo a punto de dar un paso hacia atrás, pero su propio temor se lo impidió. Del remolino comenzaron a salir manos, brazos, pies, incluso cabezas humanas bañadas en fuego que gritaban desesperadas por el terrible dolor que sufrían. Cobarde. Mila no esperaba menos de él, después de todo era un hombre, y todos los hombres eran iguales. Sariel en cambio, tenía ambas manos sobre los mangos de sus sables, lista para empuñarlos en caso de ser necesario; a punto estuvo de hacerlo, cuando una de las manos casi le toca el rostro pero justo en ese instante, el cuerpo del espíritu fue jalado nuevamente hacia dentro del remolino por los demás que sufrían el mismo castigo.
Después de algunos minutos los espíritus desaparecieron repentinamente en el fuego, dejando escapar un último grito: no de dolor, sino de miedo… un espíritu mayor había llegado.
El color del fuego comenzó a cambiar gradualmente de rojo a un azul intenso. El diámetro y la altura del remolino comenzaron a disminuir; formando poco a poco la figura de un hombre. Mila miró de reojo a Sariel, indicándole con un ligero movimiento de sus cejas que se mantuviera alerta, ésta le respondió de la misma forma, levantando un centímetro ambos sables; hombre o espíritu, su esclava la defendería si el ritual se salía de control. No haría falta, pero ante su extraño comportamiento era necesario tener la mente de Sariel bajo su control.
Estaba hecho. El fuego tomó la forma de un hombre que comenzó a reírse en cuanto se sintió completo; se burlaba de sí mismo al verse una y otra vez los brazos y piernas convertidos en fuego.
- Dime tu nombre –dijo Mila sin ninguna señal de temor.
El espíritu no le hizo caso y siguió balbuceando palabras en ralí antiguo mientras se divertía contemplando su naturaleza de fuego.
- Dime tu nombre –repitió con voz molesta.
El espíritu se detuvo ésta vez. Se irguió tan alto como era, frente a ella y emitió una especie de rugido mientras la miraba con sus ojos de fuego.
- Dime… tu… nombre… -ésta vez se aseguró de que el espíritu supiera que estaba furiosa.
Fue el espíritu quien ahora, al hacer retumbar la celda con un rugido aún más fuerte, dejó ver que era él quien estaba furioso.
Mila se apresuró a levantar una mano cuando vió que Sariel comenzaba a sacar sus armas. De todos los muros de las celdas se separaron enormes rocas que se situaron alrededor de Mila. Giraban a muy poca distancia de ella, movidas por el gruñir del demonio.
- ¡Déjate de estupideces y contesta! –gritó furiosa.
El demonio lanzó un grito. En ese momento, todas las rocas se lanzaron furiosas contra Mila… pero ninguna le hizo daño. Todas se desintegraron antes de poder tocarla, como si su cuerpo estuviera protegido por alguna fuerza invisible. Mila se rió al ver la confusión que sentía el demonio ante su frustrado ataque.
- Un demonio –por fin dejó escuchar su voz de león dentro de la celda-, te protege, Mila, hija de Ralos. Un errante sin duda…
- Te dije que prepararía todo –contestó la princesa-. Ahora dime tu nombre.
El demonio giró sobre sí mismo contemplando los rostros de Sariel y el Manalí, después volvió a verla a los ojos.
- Está entre nosotros –dijo el demonio-, puedo sentir su esencia. Muéstramelo y te diré mi nombre.
Mila ni siquiera tuvo que pensarlo. En cuanto el demonio terminó de hablar, emitió la orden.
- ¡Muéstrate!
En ese instante, el fuego de color azul que formaba al demonio se dividió en dos. La figura de un segundo hombre más pequeño tomó forma justo en frente del primero; en cuanto terminó la transformación, el fuego del segundo demonio se tornó rojo.
- Muéstrame el símbolo –dijo el primer demonio al recién formado.
El fuego que rodeaba la cabeza de éste se abrió de manera circular para dejar al descubierto la piel sobre la cual llevaba grabado en fuego el símbolo de los errantes: el sol y la luna. El demonio, al ver el símbolo se inclinó un poco ante él y realizó la misma acción… el fuego de color azul se abrió sobre su cabeza para mostrar exactamente el mismo símbolo…
- ¡Por todos los dioses! ¡Son dos! –exclamó sorprendido el Manalí.
- ¡Cállate! O haré que te destrocen vivo –le ordenó la princesa.
Dirigiéndose nuevamente al demonio azul, Mila volvió a hablarle.
- He cumplido con lo que has pedido. He dispuesto de todo lo necesario para efectuar el ritual. Ahora cumple tú con tu parte y comienza por darme aquél nombre que llevaste en vida hace más de quinientos años: Espíritu errante… demonio aborrecido por todos los dioses… espíritu olvidado… ¡Yo, Mila! Te ordeno que me des tu nombre para que una vez más sea pronunciado por cada hombre de esta nación. ¡¿Cuál es tu nombre?!
Por unos segundos el palacio entero tembló ante el rugido que emitió el demonio al responder…
- ¡JHOR!
El Manalí no pudo evitarlo, esta vez la fuerza del aire que salió del demonio al gritar su nombre lo derrumbó en el piso. Sólo Sariel y Mila fueron lo suficientemente fuertes para soportar el repentino estremecimiento del palacio.
- Vuelva pues, el nombre de Jhor a Ralos –dijo satisfecha con la respuesta.
Con la unión del antiguo errante, los planes de Mila se fortalecían aún más. Jhor, el sexto y último errante hasta la aparición del nuevo a quién el Manalí había marcado, había sido el más sanguinario de todos. Contaba la leyenda que por su estatura y fortaleza, había sido el único de ellos que no había forjado una espada, sino un enorme mazo de acero con el que destrozaba a sus víctimas. Cuando su espíritu se le presentó en sueños, hacía sólo algunos días, Mila no pudo resistirse a la idea de realizar el ritual por medio del cual, Zarej había tratado de dar a los zerinios un cuerpo humano. Ningún errante había podido efectuarlo con éxito, pero ahora que contaba con el apoyo del Manalí, la fuerza del nuevo errante y la sangre fría de Sariel, estaba segura de que tendrían éxito.
¿Quién mejor que el antiguo Jhor para llevar al ejército a la victoria? Había sido esa la razón por la que había decidido deshacerse de la figura de Nhelsid, a quién ya no podía sacarle más provecho. Con él fuera del camino podría nombrar al errante como Gran Señor Alzir de Ralos. ¿Quién podría imaginarse que el Gran Señor era un errante? Tontos ralís. Lo apoyarían, gritarían su nombre, lo seguirían hasta la muerte sin saber sus verdaderas intenciones. Mila se enorgullecía de la habilidad con que podía controlar a la gente, una vez que hiciera el nombramiento y le diera el título de Alzir ante las puertas del templo de Ukzur, nadie pondría en duda el resultado de la guerra.
Les bastaron sólo unos cuantos minutos para que todo estuviera listo para el ritual. Todos ocupaban su posición tal como lo marcaban las antiguas pieles en que los errantes habían dejado grabada su sabiduría. A partir de ese momento, la única lengua que se escuchó dentro de la celda fue el ralí antiguo. Mila sintió una fuerte emoción invadir su corazón, al darse cuenta que dentro de poco, el espíritu de Jhor reencarnaría en el cuerpo del prisionero muerto.
Había sido el mismo Jhor quien había desatado aquella terrible tormenta junto a los volcanes de Gelzajher. Esa era una muestra de que su poder había aumentado gracias a las almas perdidas del Jurbos, a quienes había prometido una vida eterna sin castigos si lo apoyaban en su liberación. Era una lástima que Nhelsid no hubiera muerto en el ataque, pero algo bueno e inesperado había salido de todo eso: Amir.
Mientras Mila guiaba cada parte del ritual y daba indicaciones a cada uno sobre lo que debían hacer, una parte de sus pensamientos se concentraban en el antiguo espíritu de Amir. La leyenda de los errantes se había convertido en leyenda, precisamente porque nadie sabía la verdadera historia. A través de los años, los ralís se habían encargado de deformar partes y olvidar otras. Mila estaba segura de que ni siquiera los errantes conocían la verdadera historia de Zarej, de otra manera… nunca hubieran existido. Mila sonrió en su interior; en toda Ralos existían sólo tres personas con vida que conocían la verdad: ella, el Manalí y el antiguo Alzir, ahora prisionero en las catacumbas de Kezel. Había un cuarto hombre que podría significar una amenaza: el Belzir Jhalsid. Pero ninguno de ellos importaba, cuando el tiempo llegara, sus vidas terminarían, y con ellas el secreto de Amir… y las rocas.
Todo estaba bajo control. El poder del errante le permitía observar cosas que ningún mortal podría ver, escuchar voces que nadie podía escuchar, incluso podía ver los pensamientos de otros y entrar en sus mentes. Eso no se comparaba al poder que adquiriría una vez que el último ritual, el sacrificio de Ebém, terminara. Entonces gobernaría sobre todos los dioses y sobre los mundos de los mortales y de los espíritus. ¿Qué rival se atrevería a enfrentársele? Se volvió a reír. No habría mortal, ni espíritu que la amenazara… ni siquiera Amir.
Las sacerdotisas que custodiaban la entrada de ese nivel de los calabozos sacaron sus espadas para contener a los soldados que venían bajando por las escaleras. Sin decir ni una sola palabra, utilizando únicamente el lenguaje de sus armas, les ordenaron retroceder y regresar a sus puestos. Y es que desde el fondo de uno de los pasillos, desde la última celda, salía una luz cegadora de color azul y rojo, así como cientos de gritos de dolor que hacían retumbar todos los muros del enorme palacio.
Los ojos de Mila se abrieron por completo… el ritual estaba funcionando.
Aunque no podía ver ni escuchar nada, el poder de Zarej le permitía apreciar todo desde su mente. Ahí estaba el Manalí postrado en el piso, orando a todos los dioses y expulsando al espíritu del prisionero para que Jhor pudiera ocupar su cuerpo. Sariel estaba parada frente a él, luchando contra aquellos espíritus que trataban de entrar en vez de Jhor. Sus manos llevaban las espadas errantes, sólo esas armas eran capaces de defenderlos de los demonios del inframundo. Zarej se encontraba frente al prisionero haciéndole heridas precisas a lo largo de la piel, heridas que serían utilizadas por Jhor para poseerlo. Mila estaba justo detrás de ellos con una piel de cordero sobre sus manos, recitando las oraciones errantes que ahí estaban grabadas.
De pronto Mila se detuvo…
Uno de los espíritus que salieron del remolino de fuego que se había vuelto a formar dentro del círculo era…
- ¡Madre!
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Lun Abr 21, 2008 7:45 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Esa fue la primera vez que Mila sintió dolor en su corazón.
Nunca había conocido a su madre, pero no le cabía la menor duda de que el espíritu al que Sariel acababa de regresar al fuego era la mujer que le había dado la vida. Su rostro, aunque deformado por las llamas era idéntico al de ella. Por unos instantes el espíritu había entrado en su corazón y se lo había hecho saber; se estremeció al escuchar sus gritos, ella no quería poseer al prisionero… quería advertirle algo. Aunque ya era demasiado tarde y su espíritu había regresado a su castigo, sus palabras seguían en su mente:
“¡Mila, hija mía! ¡No lo hagas! ¡Aún hay esperanza para tu alma! ¡No condenes tu alma como yo lo he…!”
Mila endureció su corazón y siguió adelante con el ritual.
¿Qué importaba si era su madre o algún engaño de Amir? Nunca estuvo a su lado, nunca la ayudó en los momentos en que una hija necesita a su madre, nunca recibió nada de ella. Se sintió como una tonta al haber sentido esas emociones por ese espíritu condenado. ¿Una reina en el inframundo? Mila se avergonzó de sí misma. Si ese espíritu fuera en verdad el de su madre, no le merecía ninguna emoción. Si hubiera sido una buena persona, su espíritu habría terminado en el eterno de descanso que ofrecía el mundo superior, no en el castigo del inframundo. No. Esa mujer no era su madre. Ella no tenía familia; nadie la merecía, ni siquiera sus padres ni su hermano.
Una vez que se repuso, Mila continuó recitando las oraciones, ahora más furiosa que nunca. El cuerpo sin vida del prisionero comenzó a retorcerse, repentinamente. El Manalí elevó sus brazos al cielo y continuó con sus oraciones: el espíritu del prisionero estaba saliendo para entrar en el inframundo.
Los guardias que vigilaban desde las tres torres de la muralla triangular del palacio sintieron temor. Desde el centro provenían gritos, mezclados con múltiples voces en agonía. Los que vigilaban la entrada, junto con los que resguardaban los niveles circulares del palacio bajaron inmediatamente hasta la entrada de los calabozos, pero ninguno pudo acercarse: las sacerdotisas tenían bloqueados todos los accesos.
De pronto el cuerpo del prisionero se elevó por sí mismo hasta entrar en el remolino de fuego. Jhor, que estaba adentro del fuego se hizo cargo de la última parte del ritual. Ya era suyo. Zarej también entró, y ante su presencia todos los espíritus desaparecieron…
Lo que sucedió entonces no se puede describir…
El único que quedó en llamas fue Zarej. Frente a él, tirado en el piso estaba el cuerpo del prisionero. Ya no había ruidos, ya no había voces ni estremecimientos. El ritual había terminado.
El Manalí tomó entonces un manto que estaba en uno de los rincones y con él, cubrió el cuerpo desnudo del prisionero.
- ¿Ha funcionado? –preguntó Mila a Zarej.
Éste la miró con una sonrisa desde el interior de las llamas que consumían su cuerpo sin hacerle daño, ni causarle dolor.
- Ha funcionado –dijo con su típica risa sarcástica.
Sin acercársele, Mila le habló al cuerpo tumbado en el piso.
- Levántate.
El Manalí no pudo evitar soltar una carcajada. Desde que comenzó el ritual parecía otro hombre, había dejado a un lado sus temores. Tal vez el hecho de presenciar ese ritual le daba la energía y el valor suficientes para seguir adelante. Ahora, con el cuerpo del prisionero levantándose por sí mismo, no dejaba de reír como un loco.
Mila y Sariel en cambio se mantenían serias. La princesa tocó ligeramente el brazo izquierdo de Sariel, ésta se colocó frente a ella de inmediato con las manos sobre sus armas, lista para defenderla en caso de que ese hombre intentara atacarla.
El hombre se levantó.
- Dime tu nombre –le ordenó Mila.
Pero el hombre no le respondió. En vez de eso comenzó a reírse, burlándose de sí mismo, contemplando sus brazos y sus piernas convertidos ahora en carne y hueso.
- ¡Dime tu nombre! –gritó desesperada.
El hombre se detuvo. Se irguió tan alto como era y con una voz grave y profunda respondió.
- ¡JHOR!
El Manalí dejó de reírse. Mila supo de inmediato que volvía a ser el mismo cobarde de siempre. Lentamente se movió hasta colocarse detrás de Mila.
- ¿A quién obedece Jhor? –preguntó Mila.
Jhor se mantuvo en silencio mostrando una ligera sonrisa en su rostro. Zarej que estaba justo detrás de él, bañado en fuego, le gritó de repente.
- ¡Contesta maldito!
El antiguo errante contestó sin dejar de sonreír.
- Jhor obedece sólo al espíritu de Zarej… y por el momento… a Mila.
Mila no sintió temor ante la respuesta. Sabía bien que los errantes sólo obedecían las órdenes de Zarej, pero con un errante de su lado, la voluntad de Zarej era la suya.
- Por tu propio bien más te vale que así sea, Jhor. Ahora muéstrame lo que puedes hacer, quiero comprobar que no he perdido mi tiempo contigo.
Jhor se rió.
- Sariel –dijo Mila.
Sin dar tiempo a que pudiera siquiera parpadear y mirándolo siempre al abdomen, Sariel sacó de repente sus dos sables y dibujando dos arcos enormes en el aire los lanzó contra el cuello de Jhor.
- ¿Suficiente? –respondió Jhor divertido.
Aunque su rostro no lo reflejaba, Mila estaba sorprendida. Con esa velocidad, con esa fuerza y con esa destreza que sólo Sariel tenía, el golpe pudo haberle destrozado el cuello a un elefante; y sin embargo ambos sables habían quedado suspendidos en el aire, cada uno tomado por sólo dos dedos de las enormes manos de Jhor. Era la primera vez que veía que Sariel quedaba indefensa, con ambas armas bloqueadas, con ambos brazos extendidos y con su cuerpo expuesto a cualquier ataque.
- Eres tan arrogante como todos los errantes. Mi esclava te ha dado ventaja, estando tu cuerpo aún débil. Pero no era esto lo que quería comprobar –Mila hizo una pausa y después le habló a su esclava-. Sariel…
Jhor soltó de pronto una sonora carcajada que inundó toda la celda.
- ¿Ventaja? ¿No ves que he dejado a tu esclava sin defensa? Una patada en el pecho y la destrozaría…
Mila terminó la frase como si no hubiera escuchado a Jhor.
- …termínalo.
No acababa de pronunciar la orden, cuando de la nada y sin dejar de mirarle el abdomen, Sariel soltó los sables en las manos de Jhor. Movió sus brazos hacia atrás colocando sus manos detrás de ella, a la altura de su cintura. Cuando volvió a mostrarlas, Jhor trató de agarrarla de las manos… pero ya era demasiado tarde. De su espalda, Sariel había sacado dos pequeñas dagas que llevaba ocultas bajo su pesado vestido, a penas las tuvo en sus manos, las empuñó con fuerza y las sacó, arrojándose con toda su fuerza sobre el punto, en el abdomen de Jhor, que no había perdido de vista. Clavadas las dos dagas, las giró dentro del cuerpo del cuerpo de Jhor para destrozarle las entrañas. Terminado esto las soltó, y sin dejar de mirarlo tomó los dos sables que Jhor había soltado para defenderse, las manos de Sariel los tomaron cuando llevaban la mitad de su recorrido hacia el piso. Jhor estaba a punto de poner sus manos sobre su abdomen cuando Sariel le encajó los dos sables justo entre las dagas. Jhor no pudo evitar emitir un pequeño sonido de dolor al sentir cómo Sariel soltaba los sables para retirarle las dagas; se las guardó nuevamente y dejó sus manos sobre la empuñadura de sus sables, lista para terminarlo. Jhor había caído de rodillas frente a ella, su rostro le quedaba sólo unos cuantos centímetros. Sariel lo miraba sin mostrar emoción. Mila se sintió orgullosa de ella una vez más.
- Bien hecho Sariel. Suficiente.
Sariel obedeció la orden, sacándole los sables hacia arriba, cortándole parte de las costillas y tantos órganos internos como pudo. Blandiendo sus sables en el aire para quitarles la sangre, se los guardó a sus costados y volvió a adoptar su posición frente a Mila.
- ¡Lo has matado Mila! ¿De qué ha servido el ritual si lo acabas de matar?
Mila se volteó para enfrentar cara a cara al Manalí. Su mirada reflejaba que estaba completamente harta de él y de sus inoportunos comentarios.
- ¡Cállate estúpido y observa! –le gritó, volteándose de inmediato para mirar a Jhor.
Poco a poco, Jhor volvió a reírse. La sangre que le salía del abdomen comenzó a desaparecer, las heridas comenzaron a cerrar, las costillas volvieron a regenerarse... en unos cuantos segundos estaba curado. Se levantó y miró sonriendo a Sariel.
- No olvidaré esto –le advirtió.
- ¡Basta! Era necesario probar tu resistencia Jhor –dijo Mila-. No quería recibir la noticia de tu muerte en la primera batalla.
- ¿Cómo te atreves a dudar de mi habilidad? –preguntó indignado.
- Nadie enfrenta a Sariel y vive para contarlo. Es por esto que la elegí a ella para atacarte, era la única que podría hacerte un verdadero daño. ¿Te satisface mi respuesta?
Jhor no respondió con palabras sino con un gruñido y una mirada de advertencia a Sariel, quien lo miraba sin emoción en el rostro.
- Bien –se apresuró a decir Mila antes de que hubiera un nuevo enfrentamiento-. Las sacerdotisas se encargarán de llevarte a una habitación donde podrás descansar. Mañana arreglaremos todo para efectuar tu nombramiento como Alzir. ¡Nashdí!
La sacerdotisa y sus compañeras efectuaron las mismas maniobras para abrir la puerta. En pocos minutos, dos de ellas salían con la figura de Jhor cubierta por su manto, llevándolo al interior del palacio a través de un camino secreto que se ocultaba en el interior de otra celda.
Cuando se llevaron a Jhor, Mila se acercó al Manalí y sin pensarlo le dio una bofetada que lo tiró al piso.
- ¡Estúpido! ¡Si tus dudas y cobardías hubieran hecho que el ritual fracasara, te hubiera matado aquí mismo! ¡Ahora lárgate y quiero que prepares el nombramiento de Jhor! ¡Se hará en dos días, me oíste! ¡Tienes dos días! ¡Lárgate!
El Manalí se levantó y sin decir ni una sola palabra salió de la celda corriendo.
- Nashdí, espera afuera.
La sacerdotisa obedeció la orden y salió. En ese momento, una voz entró en la mente de Mila.
“Lo lleva en la pierna derecha”
Mila se volteó y se acercó a Sariel.
- Gran trabajo has hecho por mí –le dijo-, ahora es justo que descanses mi querida Sariel. Ve a nuestra habitación. Las sacerdotisas se encargarán de darte un baño caliente y prepararte para dormir.
- ¿Mi Señora quiere que me retire? –dijo Sariel mirando de reojo a Zarej.
- Has hecho todo lo que te he pedido –le respondió acercando su rostro al suyo con sus manos-, el asunto que me detiene aquí no tiene mayor importancia, querida. Ahora vete y espérame, no tardaré mucho.
Sariel hizo una reverencia y mirando una última vez a Zarej comenzó a retirarse.
“¿Qué haces? No puedes dejar que lo vea”
- Sariel –dijo Mila justo antes de que su esclava abandonara la celda.
- Sí, mi Señora –respondió dándose la vuelta y manteniendo la mirada en el piso.
- Acércate.
Sariel, sin dejar de mirar el piso se acercó a ella. Pobre Sariel, incluso ella temía las últimas órdenes que acostumbraba darles a sus sirvientes antes de despedirlos por completo.
- Para lo que voy a hacer necesito una de las armas que llevas contigo.
Un poco confundida ante la extraña orden, Sariel colocó su mano sobre la empuñadura de uno de sus sables. Mila la detuvo al instante.
- Es muy grande –le dijo con un susurro-, deja que yo la tome.
Sariel alejó su mano del sable y la dejó tomar el arma que quería. Mila se inclinó ante ella y con mucho cuidado comenzó a meter ambas manos debajo de su hermoso vestido verde. La tomó por el tobillo y lentamente comenzó a recorrerle la pierna.
Estaba tensa. Los músculos de su pierna estaban duros como una piedra. ¿Sabría algo? ¿Lo habría visto ya, sin que ella se hubiera dado cuenta?
“Aún no lo ha visto. Pero en su mente comienza a hacerse preguntas.”
- Mi amada Sariel –comenzó a hablarle para tranquilizarla mientras sus manos seguían subiendo-, te he puesto en situaciones que ningún hombre podría soportar. Estoy orgullosa de ti, querida. Nada de lo que has hecho pasará sin recompensa. No temas por mí. Ésta última parte puedo manejarla yo sola, pero como te lo he dicho siempre –Mila comenzó a acariciarle el muslo con una mano mientras con la otra le desataba un fino cinto de cuero-, no hace mal estar prevenida…
Cuando se lo desató, continuó acariciándola y hablándole para calmarla. Sus manos bajaron por donde habían subido, extrayendo de su vestido un hermoso cinto de cuero en el que estaba guardada una elegante daga de oro puro. Mila se aseguró de ocultarla bajo la manga de su manto, para que Sariel no la viera, después, dándole un cálido beso en la mejilla le pidió que se retirara.
Mila miró entonces a Zarej por varios segundos más. Era difícil adivinar su rostro bajo todas las llamas que lo cubrían.
- Tu misión está en Kezel –le dijo por fin.
- ¿Estás segura? No llegarán ni a la primera montaña. El único riesgo que representa Kezel, es ese anciano Alzir, a quien considero que deberíamos matar de inmediato. Los hermanos en cambio, pueden ser más peligrosos una vez que estén juntos.
- Sabes bien que yo no me ando con juegos. Si Amir está con ellos, entonces el romano y el ralí representan una seria amenaza. Debes llegar a Kezel antes que ellos. Los quiero vivos Zarej, los tres me pueden servir. En cuanto a los hermanos… Jhor se encargará de ellos.
- ¿Y qué hay de la mujer?
- Estando en Ukzur será más fácil de vigilar. Sariel podrá hacerse cargo mientras descansa de su agitada misión. La quiero cerca ahora que Amir ha tocado su corazón.
- Más te vale que así sea Mila, si algo le llega a pasar a esa mujer…
- ¡Te he dicho que estará bien aquí! ¿Crees acaso que no cuidaría a la mujer que lleva en su vientre a los dioses gemelos? Estúpido, me importa a mí, tanto como a tí.
Zarej se burló de Mila haciendo una reverencia sarcástica.
- Como usted diga… su alteza.
- Ahora vete, te mandaré llamar si te necesito. De no ser así, permanece en Kezel hasta que la guerra haya comenzado y tengas prisioneros al romano y al ralí.
El fuego que cubría a Zarej desapareció, mostrando su verdadero rostro; se acercó a Mila hasta que sólo un centímetro separaba su boca de la suya.
- Recuerda. Tú… Mila… serás mía… ese es mi precio…
Sin moverse, la princesa le respondió con el mismo desprecio con el que siempre lo hacía.
- Primero me aventaría de la torre del palacio, me abriría el vientre con una espada, me aventaría al fuego del templo, me sacaría los ojos y la lengua con mis propias manos… antes que ser de cualquier hombre… en especial de ti.
Al terminar le escupió justo en el rostro. Zarej comenzó a reírse y caminando hacia atrás se ubicó nuevamente en el círculo del sacrificio.
- ¡Serás mía!
Le gritó mientras el círculo se prendía en llamas. Unos segundos después el remolino de fuego desapareció, dejando sólo algunos rastros de fuego en el interior del círculo. Mila se acercó y se arrodilló ante el fuego.
Con cuidado se sacó el cinto que le había quitado a Sariel. Le quitó el broche y sacó la daga de oro… enrollada sobre el metal estaba un pequeño rollo de papiro. Mila lo leyó con detenimiento por algunos minutos mientras se dejaba llevar por sus pensamientos.
“A los otros puedes tenerlos. Pero a ella no. Sariel es mía. ¡Mía! Su cuerpo, su espíritu, todo su ser me pertenece a mí. Puedes seguir intentando pero no tendrás éxito. Ni tú ni nadie pueden hacer nada para salvarla. Así que déjala en paz…”
Después tomó el papiro y lo dejó caer en el fuego. Se levantó y abandonó la celda. Nashdí la escoltó hasta sacarla de las catacumbas por donde habían entrado…
En el interior de la celda, el fuego se consumió…
Del papiro sólo quedaron dos fragmentos cuyas letras apenas podían entenderse. Uno de los fragmentos decía:
“… no dudes… … … … … enfrentarla… … … … Él… … contigo… … … … … … serás… … …libre…”
La carta estaba escrita en la lengua natal de Sariel. El segundo fragmento contenía cuatro símbolos escritos en la lengua perdida de Armila y Arjém… que traducidos al ralí antiguo querían decir:
“…A…M… I…R…”
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mie Abr 30, 2008 6:07 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 16
Ese fue un día especial.
Por la mañana Kabel abrió los ojos sin temor. No hubo ni sudor, ni lágrimas, ni gritos de terror. Se sentía tranquilo y en paz. Por primera vez en casi siete años, se despertaba seguro, relajado y sin miedo. En su interior sabía muy bien que ese sería un día especial; sabía que la visión que acababa de tener sería la última. Después de esa mañana ya no habría más que enseñarle, el objetivo de aquel hombre se había cumplido. Su mensaje se le hacía claro ahora: amar y perdonar hasta el último aliento, sin importar el dolor o el sacrificio. Ese hombre lo hizo: dio su vida en la cruz por aquellos a quienes quería y por defender la fe en su dios. Se sacrificó a sí mismo para demostrarles su cariño y para dejar ejemplo en ellos del amor absoluto. Aunque todo hubiera sido producto de su imaginación, Kabel había aprendido la lección y estaba decidido a seguir su ejemplo. Al levantarse se postró en tierra y oró por el espíritu de ese hombre. Aunque lo que hizo era contrario a su religión, una paz ajena a él lo confortó mientras rezaba por primera vez a un dios desconocido. Después de todo, ese era un día especial. La última visión le mostró la escena completa: desde el momento en que fue apresado hasta que expiró su último aliento sobre la cruz… por primera vez lo vió de cuerpo completo.
Con una extraña alegría y una sobrenatural paz, Kabel comenzó a recoger las cosas que había preparado la noche anterior. Por fin había llegado el tiempo de abandonar Neljabib y reunirse con Shaila, su esposa, en Ukzur. Para ese entonces, Kabel era el único que quedaba en la aldea. Todos los demás habían emigrado a las ciudades más grandes como Antória, Inos, Ukzur y Sirus, tal como lo había ordenado la princesa en su afán por concentrar a la población en pequeños núcleos que el ejército pudiera defender con mayor fuerza. La gente había aplaudido la estrategia. El gobierno de Ralos les daría hogar, alimento, vestido y todo lo necesario para sobrevivir mientras durara la guerra; además, aquellos, que como él, vivían en aldeas pequeñas y retiradas, se sentían más protegidos en caso de que las tropas de los sirios entraran en territorio ralí.
Kabel se avergonzaba de su nación. ¿Cómo podían aplaudir a Mila? ¿Cómo pudieron perdonarla por sus atroces crímenes contra el dios y contra su familia? ¿Cómo podían estar de acuerdo en lanzar una guerra contra Siria? Era cierto que no había pruebas en su contra, pero a él no le quedaba la menor duda: no habían sido los sirios, ni los rebeldes los que habían dado muerte al rey Zadir y a su hijo. Seguramente Mila había planeado todo desde el principio para tener algo con qué negociar su guerra. Aún recordaba aquel vergonzoso juicio en que después de más de un año se dio muerte al negociador sirio enfrente de las puertas del templo de Ukzur. Él y Shaila habían presenciado todo, pues por esos días habían asistido al templo para pedir un favor de la gracia del dios. Pobre hombre, había muerto sólo para satisfacer los deseos de una mujer demente.
¿Qué había pasado con la Gran Ralos que con tanto esfuerzo había reconstruido el rey Zadir? ¿Tan fáciles eran de olvidar las bendiciones que Ebém había derramado sobre toda la nación después de haberlo ofendido durante tantos años? A la princesa le bastaron menos de dos años para destruir todo lo que su padre había logrado. Incluso logró que la gente comenzara a abandonar el culto de Ebém para que en su lugar se ofrecieran sacrificios a los otros dioses. Según ella, sólo con el poder de los quince dioses podrían obtener la libertad que los ralís tanto deseaban. Kabel también anhelaba la libertad igual que todos, pero una guerra no se las daría. Por varios años Zadir había logrado retener los ataques de Siria. Sus negociaciones habían comenzado a dar frutos, Siria comenzaba a retirar a sus hombres de la frontera, sólo un par de meses y tal vez la paz hubiera surgido entre las dos naciones… pero Mila tenía otros planes en mente.
Antes de salir miró por última vez la casa en la que habitó junto a su esposa durante casi dos años. Estaba completamente vacía. Tenía el presentimiento de que sería la última vez que vería su hogar; era como si su corazón supiera algo que su mente ignoraba. Lo único que sabía con certeza era que ese sería un día especial…
Con sus bolsos detrás de él, un manto de color blanco, un pañuelo del mismo color sobre su cabeza y montando el hermoso caballo egipcio del cuál no recordaba su origen, Kabel se hallaba recorriendo por última vez el sendero que conectaba a Neljabib con el camino principal que unía a las ciudades de Inos y Zélejhar. Para el final del día, si todo salía bien, se encontraría en la entrada de la capital de Ralos: la majestuosa ciudad de Ukzur.
Mirando cómo una paloma alimentaba a sus crías en lo alto de un árbol, Kabel no pudo evitar sentirse avergonzado de sí mismo. Esa ave daría su vida por defender a los suyos, ¿y qué hacía él? ¿Esconderse en Ukzur al lado de su esposa era su forma de defender a Ebém y a Ralos? El joven meneó la cabeza decepcionado de sí mismo. Sus amigos, aquellos con los que había crecido y junto a los cuáles había sobrevivido a las torturas de Kezel, se habían unido a las filas del ejército para proteger la frontera. Su propio padre había tomado las armas y se encontraba ahora resguardando el templo de Ukzur donde su esposa, su madre y su suegra habían sido llevadas para su protección. ¿Y él qué hacía? Nada.
Cuando el Alzir llegó a su aldea para incitar a los hombres a unirse a la guerra, él fue de los pocos que se negaron a hacerlo. Su padre no tardó en reprenderlo. Ese fue un día terrible para el joven. Su padre se marchó al día siguiente sin despedirse de él, después de una terrible discusión la noche anterior. No era así como le hubiera gustado que terminaran las cosas entre ellos, pero él no podía defender a Ralos uniéndose a los deseos de Mila. De alguna manera sabía que todo era un engaño de la princesa y que no tenía la aprobación del dios para actuar de esa manera. ¿Cómo podría matar en nombre de Mila y con el castigo de Ebém? Pero su padre no quiso escuchar sus razones. Para él, sus ideales de defender al dios eran tonterías, Ralos necesitaba hombres de carne y hueso para defender a su gente, no cobardes que se escudaban en leyendas antiguas.
Al llegar al cruce del sendero con el camino que lo llevaría a Zélejhar, el joven se detuvo. La voz de su padre llamándolo “cobarde” resonaba en su cabeza mientras con sus manos se limpiaba el sudor de la frente. Esa palabra le destrozó el corazón. La imagen de él mismo saliendo de la casa paterna, escuchando a lo lejos los gritos de su padre le dolieron en el fondo de su ser. ¿A qué hijo no le duele sentirse rechazado por su padre? Pero más que eso, ¿qué padre es capaz de rechazar a su hijo? Pero el corazón de Kabel se había mantenido sereno gracias a la paz que el hombre de sus visiones le transmitía.
Fue él por quien decidió quedarse en vez de partir con Shaila dos semanas atrás. Estaba seguro de que el final de las visiones estaba cerca y que pronto conocería una verdad oculta. Shaila respetó su decisión y partió junto con su madre y su suegra al templo de Ukzur donde un lugar había sido reservado para ellas. Kabel se lo agradeció antes de despedirse de ella. Aunque ella no necesitaba explicaciones, Kabel le dijo por última vez, que tenía el presentimiento de que si partía con ella, las visiones se apartarían y el mensaje que querían darle se perdería. Afortunadamente Kabel tenía razón.
Cuando vió por primera vez el cuerpo completo de ese hombre sufrir aquella terrible tortura supo de inmediato que era esa fortaleza sobrenatural lo que quería que aprendiera. Por eso perdonó a su padre y siguió firme en su convicción de que algo podría hacer para defender a Ralos sin caer en la tentación de la guerra. De aquel hombre aprendió que ante una caída hay que levantarse con la frente en alto, ante un golpe no hay que perder la razón, ante un insulto hay que perdonar y sobre todo, que ante el dolor más fuerte de la carne, la fe del espíritu debe prevalecer.
Con la mente más tranquila después de sus reflexiones, Kabel tomó nuevamente las riendas del caballo y giró a su izquierda sobre el camino principal. A los dos pasos se detuvo en seco…
En el centro del camino, a unos cincuenta pasos de él había un hombre que lo miraba.
Llevaba un manto de color negro, sucio y roto, que lo cubría de pies a cabeza. Su rostro estaba oculto bajo varios vendajes improvisados; sus pies sangraban víctimas de numerosas cortadas; de sus manos cubiertas por trozos de tela sucia caían gotas de sangre que eran absorbidas al instante por la fina arena del camino. Su cuerpo, aunque robusto, estaba encorvado, tal vez por el dolor, el cansancio o el hambre de quienes indudablemente era víctima.
A Kabel no le sorprendió el hombre, sino el manto de color negro con que iba vestido. Tiró nuevamente de las riendas de su caballo y cuidadosamente comenzó a acercarse a él para apreciarlo más de cerca. El sudor que se había limpiado regresó nuevamente no sólo sobre su frente, sino sobre todo su cuerpo. Sus ojos iban fijos únicamente en una pequeña costura que el manto tenía en la parte inferior izquierda, justo sobre su pie.
Aunque trataba de mantener la calma, su mente comenzó a jugar con los diferentes escenarios que podrían salir de aquel desafortunado encuentro, en caso de que sus sospechas fueran reales. ¿Qué haría en tal situación? No llevaba armas consigo y aunque era un excelente guerrero y el hombre estaba herido le daba miedo confrontarlo.
A tan solo treinta pasos de él, Kabel se detuvo otra vez…
Ante la proximidad del encuentro, el hombre se enderezó, mostrando su verdadera estatura y la fortaleza de su cuerpo. Si fuera un bandido Kabel, no tendría problemas en enfrentarlo pero después de verificar la costura del manto y comprobar que el hombre no llevaba el cabello largo, el joven comenzó a sentir miedo.
No había dudas… sobre el manto estaba grabado un círculo que encerraba un sol y una luna…
No había dudas… el hombre era un errante…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Lun May 05, 2008 12:48 am Asunto:
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¿Qué debía hacer?
Ese hombre probablemente no era el errante que se había unido a Mila, pero podía ser uno de sus tantos seguidores, en cuyo caso, Kabel debía desviarse inmediatamente de su camino, sin mirarlo ni cruzar palabra con él; sin embargo había algo extraño que le llamaba la atención...
Haciendo caso omiso de las reglas, Kabel continuó su camino, acercándose cada vez más a aquel misterioso hombre sin quitarle la vista de encima. Estaba temblando del miedo pero la curiosidad pudo más que la precaución. Dándose cuenta de su desventaja al estar agotado y herido, el hombre de negro dio un paso hacia atrás, como si tuviera aún más miedo que el joven. Kabel se preguntaba si el dios le reprendería el hecho de prestarle ayuda a ese hombre. Después de todo aún no le hacía ningún daño y era visible que necesitaba atención médica, atención que gracias a las enseñanzas de su madre podía darle.
A sólo diez pasos de distancia Kabel se detuvo y bajó lentamente del caballo. El hombre se abrió el manto roto a la altura de su cintura para que el joven pudiera ver la enorme espada que llevaba consigo. Kabel sintió que un nudo le cerraba la garganta pero sacando fuerzas de su interior logró articular un saludo.
- El dios te bendiga y lleve por buen camino tus pasos, hermano.
El hombre no respondió. En su lugar cruzó su brazo derecho frente a él para tomar la empuñadura de su espada. El joven sintió que su respiración se aceleraba, ¿qué estaba haciendo? El errante se estaba preparando para atacarlo y él, violando todas las normas, trataba de hablar con él para ayudarlo.
- Tu arma no será necesaria hermano –le dijo el joven-, pues mi intención se aleja de hacerte daño. Lo que quiero es ayudarte, ya que veo que tu cuerpo está herido.
Kabel dio dos pasos hacia delante, pero en cuanto lo hizo, el errante levantó su espada dos centímetros por encima de la funda. Al ver la hermosa y afilada hoja de acero, Kabel se detuvo.
- De tus manos gotea sangre –dijo Kabel mientras retrocedía los dos pasos que había avanzado-. Tus pies desnudos llevan heridas abiertas sin ningún vendaje que las proteja. Hermano, si te dejo así, las heridas se infectarán y no pasarán muchos días antes de que mueras. Mi hogar se encuentra en esta aldea –Kabel señaló en dirección a Neljabib-. Mi madre tiene ahí todo lo necesario para atenderte. Ven conmigo…
Antes de que pudiera terminar la oración, el hombre de negro liberó la mitad de la espada de su funda. No necesitaba hablar más para darse cuenta de que no lo iba a convencer. Decepcionado y avergonzado por haber violado las normas de los ralís, Kabel subió a su caballo. En ese momento el hombre guardó su espada y comenzó a mirar en dirección a la aldea de Kabel. Parecía confundido, miraba en derredor inspeccionando el camino, la aldea e incluso a Kabel quién con la vista al frente sin mirar al errante, continuó su camino.
Antes de pasar a su lado, el hombre de negro se quedó de pie mirándolo fijamente. Cuando la cabeza del caballo estuvo a su lado, el hombre comenzó a girar para no perderlo de vista. Kabel lo miró desde arriba hasta que pasó de largo.
De pronto la mano del hombre lo tomó con fuerza del pie…
Kabel no se asustó. Detuvo al caballo y sin voltearse le dijo al hombre:
- Sube entonces.
El hombre obedeció sin decir una sola palabra. Kabel comenzó a orar al dios. Llevar a un hombre como ese justo detrás de él era un riesgo altísimo: podía ahorcarlo, apuñalarlo, golpearlo en la nuca, tirarlo y huir con su caballo. Pero algo le decía que valía la pena correr el riesgo, pues sin poder explicarlo, sentía que entre ambos existía un lazo sobrenatural que los unía.
- ¿Cuál es tu nombre? –le preguntó Kabel.
El hombre no respondió. Por el olor que desprendía, Kabel podía adivinar que llevaba cerca de dos días con los mismos vendajes sin haberlos cambiado.
- ¿De dónde vienes? ¿Qué te ha pasado? ¿Hacia dónde te diriges? –Seguía preguntando sin recibir respuesta-. Tal vez pueda ayudarte.
Durante el corto recorrido de un kilómetro de regreso a Neljabib, Kabel siguió interrogando al hombre hasta que se dio cuenta de que no le iba a sacar ni una sola palabra. Al llegar, el joven se dirigió al hogar de sus padres, donde recordaba que su madre había dejado varias hierbas y jarrones con los que solía curarlos a él y a su padre.
Bajando del caballo, ambos entraron en el pequeño hogar. Kabel le dio de comer con el alimento que había preparado para su viaje, mientras buscaba entre las cosas que había dejado su madre todo lo que pudiera servirle para curar a ese hombre.
- Mientras terminas de comer iré al cuarto de mis padres a traer una tela con qué cambiar tus vendajes, no tardaré.
Diciendo esto, el joven dejó sólo al hombre, quién devoraba ferozmente el pan y la ------ que le había dejado. Cuando llegó al cuarto de sus padres observó que se encontraba vacío, dejó el cuarto y se dirigió al suyo para ver si encontraba ahí algo con qué poder cambiar los vendajes del hombre. Afortunadamente encontró su cuarto tal como lo había dejado antes de que abandonara su hogar para irse a vivir con Shaila después de casarse.
Era un espacio en forma de cuadrado de unos cinco metros de lado, construido, al igual que muchas de las casas de Ralos, de roca suave de caliza de color blanco. En el muro del fondo se encontraban tres tinajas de un metro de altura donde Kabel dejó aquellas pertenencias que no tuvo tiempo, o no le interesó llevarse a su nuevo hogar. A su lado, dobladas sobre el piso, se encontraban mantos, túnicas, sábanas y algunas telas que también había dejado ahí. El joven se acercó al muro y agachándose frente a las telas escogió una de color blanco para hacer con ella los nuevos vendajes. Con la tela en la mano se levantó pero no pudo evitar observar fijamente las tres tinajas que había dejado ahí. Hacía ya dos años que no veía su contenido. Muchas veces había tenido la intención de volver por ellas, pero las continuas peleas con su padre lo habían mantenido alejado de sus intenciones. Dejando la tela en el piso comenzó a observar sus pertenencias olvidadas.
La primera tinaja contenía en su mayor parte una serie de juguetes con los que Kabel había pasado su infancia. La mayoría eran figuras de madera que variaban entre caballitos, barcos, espadas, algunos animales y uno, que en especial recordó con mucho cariño: un soldado ralí de madera. Su padre se lo regaló cuando cumplió siete años. Desde entonces le había inculcado la lealtad a la nación y el honor de combatir por ella. Ese juguete le había dado muchas horas de diversión pero también de aprendizaje; su padre solía tomarlo y armar con él las más fascinantes historias con las que le enseñaba la historia de Ralos; ahora con sus veintidós años aún recordaba su nombre: se llamaba “el soldado Ajmul”. Lo acarició con cariño y lo colocó encima de la tela blanca, definitivamente era un objeto que no quería volver a abandonar.
Poniendo la tapa de barro sobre la tinaja, se dispuso a abrir la segunda. Nada interesante encontró ahí. Sólo contenía ropa que usó de pequeño. Su madre nunca había querido deshacerse de ella pues siendo hijo único, encontraba en esas vestimentas un recuerdo de los años que dedicó a su cuidado.
Lo que encontró en la tercera tinaja sí le sorprendió. Estaba casi vacía pero en su interior se encontraba la túnica con que había dejado Kezel y había vuelto a Neljabib siete años atrás; sus sandalias, un cinto de cuero… todo estaba ahí. Los recuerdos de ese viaje se le habían hecho confusos al pasar de los años. Fue en ese regreso que el caballo egipcio llegó a su vida sin poder recordar cómo fue. De acuerdo a lo que sus padres le habían dicho, él mismo les había contado que durante su regreso un grupo de bandidos lo había atacado y lo habían dejado casi inconsciente; un hombre, cuya identidad nunca conoció, lo cuidó y le dejó junto con alimento para el viaje, el caballo blanco que era suyo ahora.
Después de sacar todo lo que contenía la tinaja, se dio cuenta que en el fondo se encontraba una sábana de color rojo, que no recordaba haber visto nunca. La sacó con mucho cuidado al notar que en el centro guardaba un objeto rectangular. Colocándola en el piso comenzó a desdoblarla hasta que por fin pudo apreciar una pequeña caja de madera cuidadosamente pulida.
Por más que trató de recordar, su mente no pudo arrojarle ninguna pista sobre su origen y mucho menos sobre su contenido. ¿De dónde había salido? No recordando nada sobre ella, Kabel llegó a pensar que tal vez sería de su madre. Cuando la abrió una mirada de confusión se plasmó en su rostro.
Después de quitar los cuatro broches de cobre y quitar la tapa de madera pudo contemplar los dos objetos que contenía: una pequeña tabla de madera y un rollo de papiro…
Tomando la tabla de madera entre sus manos pudo ver que tenía grabadas sobre ambas caras, dos oraciones en latín que nunca había escuchado, pero que sin embargo se le hacían familiares.
Así comenzaba la primera.
“Padre nuestro que estás en el cielo…”
Y así comenzaba la segunda.
“Tú eres mi Dios: ten piedad de mí, Señor,…”
Después de leerlas dos veces la sensación de un recuerdo perdido ingresó en los pensamientos del joven; sin embargo, no era lo suficientemente claro para que Kabel pudiera entender el origen de la pequeña tabla de madera. Pensando que tal vez el segundo objeto podría arrojarle más claridad sobre el misterio, depositó la tabla en la caja y desenrolló el papiro. Un ligero dolor en la nuca comenzó a surgir de repente mientras leía su contenido.
“Hermano mío:
….
Tres días han pasado desde que encontré tu cuerpo…
…
…que retome el camino hacia mi destino donde mi gente aguarda por mí…
…
He sido diligente en los cuidados de tus heridas…
…
Te he dejado a uno de mis caballos…
…
… Si algún día quisieres buscarme sólo piénsalo y seré yo quien venga a ti…”
En cuanto terminó de leer y observó los cuatro símbolos desconocidos que formaban la firma, Kabel se llevó una mano a la nuca. Era como si esos recuerdos perdidos quisieran entrar en su cabeza, abriéndose camino a través de una herida invisible detrás de su cabeza. Esos dos objetos sin duda le pertenecían pero… ¿de dónde habían salido? ¿Qué significan? Y sobre todo… ¿por qué los había olvidado?
Los ruidos que venían de la estancia donde comía el hombre de negro lo devolvieron a la realidad. Guardó el soldado junto con la tabla y el papiro en la caja de madera; cerrándola con los cuatro broches de cobre la colocó sobre la tela blanca y abandonó su cuarto. Tal vez con el tiempo los recuerdos volverían a su mente hasta aclararle todo lo que había pasado en esos días perdidos de su vida.
Cuando regresó a la estancia miró con asombro que el hombre había devorado toda la comida.
- Me alegra que tu hambre se haya saciado, hermano. Ahora es tiempo de atender tus heridas.
Kabel dejó la tela sobre la mesa y acercando las hierbas y los jarrones tomó asiento frente al hombre en uno de los cojines.
Con el mayor cuidado que pudo comenzó a retirarle el vendaje de la mano izquierda. Con cada tirón el hombre lanzaba pequeños suspiros de dolor.
- Perdona hermano pero la tela se te ha pegado en la piel.
Cuando parte de la mano estuvo descubierta, Kabel derramó un líquido de color rojo sobre los tejidos desnudos. Su madre lo utilizaba para minimizar el dolor en heridas profundas como la de ese hombre; Kabel siempre bromeaba con ella sobre si era el contenido del líquido lo que actuaba como sedante, o el espantoso olor que tenía. Afortunadamente las vendas que el hombre tenía sobre el rostro minimizaban el desagradable olor.
- No ha sido hombre el que te ha desgarrado la piel sino un animal, hermano –le dijo cuando descubrió por completo su mano-. Diría, por la forma de estos agujeros que te ha hecho, que han sido los colmillos de un lobo.
Kabel miró al hombre, quien, con un movimiento afirmativo de su cabeza, le respondió que tenía razón en su apreciación.
Cerca de treinta minutos le llevó al joven limpiar la herida, curarla y volverla a vendar. En todo ese tiempo, el hombre lo miraba con detenimiento. Extrañado tal vez de que alguien como él se hubiera tomado el tiempo para cuidarlo. Convencido de que no le hablaría, Kabel había decidido realizar todas sus maniobras en silencio, hasta que el hombre le habló. Quizá había logrado adquirir su confianza mediante sus acciones, pero sin importar la razón, Kabel se alegró de poder escuchar su grave voz por primera vez.
- ¿Por qué me ayudas? –preguntó el hombre.
Kabel levantó la mirada y le sonrió al responder.
- Porque puedo.
Un alivio inesperado vino también al corazón de Kabel, al escuchar las palabras de ese hombre. Aunque la pregunta había sido hecha en ralí, la pronunciación y entonación del idioma era muy forzada. Eran pocos los extranjeros que a lo largo del tiempo lograban una pronunciación correcta del ralí, debido más que nada a la dificultad de la pronunciación de algunas sílabas.
- Eres romano, ¿cierto? –preguntó Kabel mientras comenzaba a quitar los vendajes de la otra mano.
- Fue la “SHJ” lo que me delató, ¿cierto? –En ralí, la palabra “ayuda” se pronunciaba “IKLASHJA”.
- La entonación también tuvo que ver –respondió contento Kabel-, ¿me dirás ahora tu nombre?
- Sí, soy romano... y mi nombre es Marcius.
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endor Asiduo
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Mie May 07, 2008 6:16 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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- ¿Y qué hace un romano con un atuendo errante?
Confundido por la pregunta, Marcius se miró el manto como si no entendiera a qué se refería con “atuendo errante”. El joven tomó entonces la orilla inferior del mismo, y sin mirar el símbolo lo levantó para que él lo viera.
- ¡Dios mío! ¡No lo había notado! –respondió sorprendido.
- ¿De dónde lo has tomado?... O debería decir… ¿De quién lo has tomado?
Marcius volvió a guardar silencio. Al parecer, aquello que había vivido no le traía buenos recuerdos, ya que en vez de responder, comenzó ahora él a cuestionar a Kabel.
- ¿Cómo te llamas tú?
- Kabel
- ¿Tienes esposa?
- Sí, su nombre es Shaila y unimos nuestras vidas hace ya casi dos años.
- ¿Tienen hijos?
Kabel fue quien tardó en responder esta vez. En el tiempo que llevaban casados, el dios aún no los bendecía con la semilla de la vida. Habían orado mucho pidiendo la bendición del dios pero aún no se les concedía ese anhelo que tenían. Incluso habían asistido al gran templo de Ukzur para pedirle su bendición; esa vez tuvieron que permanecer tres días en la capital debido a la gran multitud que se había congregado por el juicio del negociador sirio. Fue hasta el tercer día que pudieron entrar y ofrecer los sacrificios al dios, pero su suplica aún no era escuchada.
- No. El dios, con su gran poder e infinita bondad ha decidido que aún no es tiempo para que tengamos descendencia –respondió con la voz un poco triste.
- Lo siento, veo que mi pregunta te ha incomodado –respondió Marcius apenado-, no es mi intención alterar al que con tan buen corazón me ha ofrecido su ayuda.
- No te preocupes. Sé que tu intención no ha sido mala. Aunque debo confesar que me sorprende el hecho de que hasta hace unos minutos no habías querido decir una palabra y ahora te encuentras interrogándome.
Marcius se rió.
- Tenía miedo. Alguien con mi apariencia y mi estado tan débil podría ser presa fácil para cualquier bandido. Justo estaba por cruzar el camino hacia tu aldea cuando te ví parado en el cruce del camino. Cuando me viste me quedé parado del miedo. No sabía si me atacarías o te daría lástima y pasarías a mi lado. Ahora que me has demostrado que tienes un corazón noble y gentil quisiera saber más de ti antes de que retomes tu camino y yo el mío.
- ¿Y qué camino es el que sigues? –le preguntó Kabel mientras derramaba el líquido rojo sobre la mano de Marcius para limpiarla.
- Eso no puedo decírtelo.
- Siendo romano, supongo que te diriges al desierto. No te preguntaré cómo has llegado hasta aquí, pero debes saber que la mayoría de los caminos están cerrados. Si quieres puedes acompañarme a Zélejhar, ahí los soldados se encargarán de ti.
- No. Te agradezco la ayuda pero debo seguir mi camino yo sólo.
- Está bien. De cualquier forma en tu camino seguramente encontrarás soldados que puedan orientarte y prestarte ayuda.
- ¿Por qué dices eso?
- ¿No lo sabes? –preguntó Kabel un poco desconcertado-. La mayoría de los caminos se encuentran bloqueados, y los que están libres son vigilados día y noche por el ejército ralí y algunas tropas romanas.
Marcius guardó silencio. Kabel comenzó a confundirse. Ese hombre le estaba ocultando algo. Tal vez había huido de su regimiento o era perseguido por el ejército por haber cometido algún delito.
- Si tu intención era –continuó Kabel- seguir el curso de Neljabib hacia el norte, entonces te dirigías hacia el río Alib-Anubej, por lo que tu destino más probable tendría que ser la ciudad capital de Ukzur. Debo advertirte que el camino está cerrado por el ejército y no se permite a nadie pasar por ahí. Te lo digo en serio Marcius, la única forma de llegar al desierto o a Ukzur, es rodeando el río por el camino que lleva a Zélejhar.
- Ni el desierto, ni la ciudad de Ukzur son mis destinos…
Kabel pudo adivinar que debajo de los vendajes, el rostro de Marcius se había sorprendido al saber que no podría pasar sin ser detectado por los soldados… cualquiera que fuera su destino. ¿Quién sería ese hombre?
- Mi dios es bueno –comenzó a decir Kabel, notando que Marcius se había quedado pensativo-. Durante generaciones nos ha dado todo lo que hemos necesitado, y a mí, sin duda, me ha bendecido con una buena vida. Mientras estés en su territorio, estoy seguro de que te ayudará también a donde quiera que vayas.
Inesperadamente, sus palabras parecían haber logrado el efecto opuesto al que quería Kabel. Marcius, con tono molesto le respondió de inmediato.
- ¿Acaso juzgas a tu dios por lo que te ha dado? Si un día amanecieras sin nada, sin tus padres, esposa, amigos, hogar, tierras… ¿sería malo tu dios?
Sin dejar de curarlo, concentrado en no lastimar la mano de Marcius, Kabel respondió avergonzado.
- No es eso lo que he querido decir. Sólo digo que al gozar de todo lo que se me ha dado, ya sea material o espiritual, mi dios me ha bendecido. La esencia de Ebém, mi dios, es buena en todos los sentidos. Un dios como él no podría actuar en contra de nosotros: su más fina creación.
Después de algunos minutos de silencio, como si Marcius hubiera pensado muy bien lo que iba a decir, volvió a hablar, ésta vez, con más calma y tranquilidad.
- Lo que te voy a contar, lo escuché de la voz de un viejo amigo que ya no se cuenta entre los vivos. Espero que logre en tí el efecto que logró en mí.
Kabel no prestó mucha atención a lo que Marcius decía, más sin embargo lo escuchaba mientras trituraba algunas hierbas para ponerlas sobre su mano.
- “Cierto día –comenzó a hablar Marcius-, dos grandes reyes de las tierras del norte fueron invitados a la boda de la hija de uno de los reyes del sur. Como ambos debían viajar por el mismo camino, decidieron unir sus caravanas y recorrer juntos el largo camino.
Siendo ambos, hombres fieles a sus creencias religiosas, comenzaron a contarse las proezas que habían logrado, las tierras que habían conquistado y las riquezas que habían concentrado gracias a sus dioses.
Cuando terminaron cada uno sus relatos, se dieron cuenta de que el poder de sus dioses era igualmente grande, pues no podían definir con certeza cuál de los dos era el más rico y poderoso. ‘Hagamos algo -sugirió uno de los reyes- faltan aún veinte días para que lleguemos a las tierras del sur. En ese tiempo, aquél de nosotros que logre adjudicarse la mayor cantidad de hombres, será aquel, cuyo dios sea el más grande’. Los dos estuvieron de acuerdo y fue así que en cada ciudad por la que pasaban, ambos hablaban a la población entera para ofrecerles las bondades de sus dioses.
Pasados los días, estando a punto de salir de la última aldea antes de llegar a las tierras del sur, sucedió que al contar la cantidad de hombres que cada rey había logrado unir a su religión, era la misma. ‘¿Qué haremos ahora –preguntó uno de los reyes- para definir cuál de nuestros dioses es el más poderoso? Sin duda han obrado a través de nuestras palabras, pues nuestras caravanas son ahora veinte veces más grandes desde que partimos; a nosotros se han unido los más grandes guerreros, médicos, oradores, gran cantidad de obreros, esclavos e incluso reyes y reinas de otras naciones, pero aún así, ninguno ha logrado vencer al otro’.
Sucedió entonces que a la salida de la aldea se encontraba un ciego pidiendo caridad a los que por ahí pasaban. ‘Hombres fuertes y poderosos hemos incorporado para gloria de nuestros dioses –dijo uno de los reyes-. ¿Qué podría ofrecerles este pobre hombre?’ Pero el otro rey no estuvo de acuerdo y le respondió de esta manera: ‘Está claro que nuestra contienda sólo puede ser definida por la adición de un hombre más, ¿qué importa si es ciego o cojo? Aquel de nosotros que logre convencerlo, demostrará que su dios es sin duda el más grande.’
El otro rey, movido por su orgullo, aceptó. Acercándose al ciego le habló de esta manera: ‘Reyes somos. Grandes son los dioses que nos acompañan, pero entre nosotros existe la duda de saber cuál es el más grande de ellos. En el abandono te han dejado tus dioses. Sin vista, familia o alimento que conforten a tu cuerpo y espíritu. Ven conmigo buen hombre. Conoce las bondades de mi fe y únete a mi dios para que obre en ti lo que los tuyos no han hecho.’ A punto estaba de dejar hablar al otro rey, cuando volvió a tomar la palabra: ‘Si te unes a mí y adoras a mis dioses te daré un cargo dentro de mi reino, además de tierras, buena comida y una mujer joven y hermosa para que pase contigo los días que te falten de vida’.
El segundo rey, al ver que el otro trataba de comprarlo con riquezas y poder, le ofreció aún más cosas. El ciego, quién los escuchaba en silencio, sin decir una sola palabra, se levantó cuando el segundo rey terminó su ofrecimiento. Acercándose a ambos les dio su respuesta: ‘¿Quién soy yo para cuestionar la vida que mi dios me ha dado? ¿Quién soy yo para reprochar mi ceguera al que mis ojos ha creado? ¿Quién soy yo para poner en duda la bondad que ha tenido mi dios al mantenerme con vida todos estos años? Aunque ciego me vean, ciego no soy; aunque abandonado aparento estar, solo no estoy; pues a mi lado mi dios está y a su lado nada me ha de faltar.’
Decepcionados con la respuesta y a punto de partir, uno de los reyes habló nuevamente al ciego. ‘Si en esta miseria eres feliz, que así sea. Pero antes de partir dinos algo. De acuerdo a lo que has escuchado de nosotros, ¿cuál crees que sea el dios más grande de todos?’
El ciego les respondió: ‘Aquel de ustedes que sea capaz de desprenderse de todas sus pertenencias y riquezas, será aquel cuyo dios sea el más grande, pues si tan grande es su fe, su dios no habrá de abandonarlos’. Los dos reyes se miraban confundidos sin saber qué hacer. El ciego entonces se quitó el manto. Con éste en una mano y el único alimento que tenía en la otra, se los entregó a cada uno. Después volvió a su lugar en silencio."
Cuando Marcius terminó su relato, Kabel comenzó a reírse.
- ¿Qué hay de proeza en lo que acabas de contarme? –Preguntó entre risas- Está claro que el mendigo les daría todo, pues nada tenía. ¿Qué hay de grandeza en sus actos?
- Despojarse de todo lo que uno posee –contestó Marcius serenamente-, y entregarse en cuerpo y alma a tu dios, sin importar lo que éste te dé a cambio… eso es tener una fe absoluta en tu dios.
- Yo tengo una fe absoluta en Ebém. Le agradezco lo que me ha dado y cumplo con todas sus leyes en señal de agradecimiento. ¿Por qué habría de despojarme mi dios de todo lo que tengo para arrojarme a una vida de miseria?
- ¿Y si lo hiciera? Seguirías teniendo la misma fe en él.
Kabel guardó silencio unos minutos. “Lo que el dios te ha dado… no te lo quitará nunca”. Las palabras que alguna vez Shaila le había dicho resonaban en su cabeza. Le había entregado toda su vida a Ebém. Amaba a su dios como muy pocos en Ralos lo hacían, de eso estaba seguro, pero… ¿y si ocurriera lo que Marcius acababa de decir? ¿Qué pasaría si Ebém alejara de su vida a Shaila y todos los sueños que tenía con ella? Esa era una pregunta difícil que no se atrevía a responder.
- Te lo preguntaré de ésta manera Kabel. Si pudieras elegir qué vida tener ¿cuál elegirías? ¿Serías rey o mendigo?
Kabel terminó de colocar la mezcla de hierbas que había preparado sobre la mano de Marcius y comenzó a vendarla con la tela blanca.
- Si fuera rey –contestó por fin-, podría hacer mucho por mi gente. Tendría el poder y los medios para acabar esta guerra y para fortalecer la fe de mi nación. Sería mucho lo que podría hacer para la gloria del dios. Si fuera mendigo sólo podría aspirar a seguir con vida a la mañana siguiente, no podría hacer nada por Ralos.
- ¿Tan seguro estás?
Intencionadamente, Kabel apretó de más la venda sobre la mano de Marcius, causando que éste lanzara un corto grito de dolor.
- ¿Lo estás tú? –respondió el joven.
- Kabel, la vida que tienes, es sin duda un regalo que un poder divino te ha concedido. Pero no debes ligar tu fe a lo que recibes de tu dios. La fe debe ser libre y pura, sin ataduras materiales o sentimentales de por medio. La fe es un regalo que tú mismo aceptas o rechazas con las decisiones que tomas. De ti depende que ese regalo de frutos o se marchite en tu corazón. ¿Me entiendes?
- ¿Me estás diciendo que aquellos que llevan una vida miserable deben agradecer sus desgracias? ¿Qué clase de dios le haría eso a los hombres Marcius? Explícame por qué un dios se complacería de la misma manera con un hombre feliz que con uno infeliz.
- El Dios de quien te hablo no se alegra con las desventuras ni los dolores de los hombres, Kabel. No es mi Dios quien hace sufrir a los hombres, hermano mío. Es la naturaleza del hombre la que lo hace sufrir cuando elige voluntariamente obrar en contra de la ley de Dios.
Cuando terminó de vendar su mano, Kabel miró a Marcius a los ojos.
- Siendo romano, hablas de un dios que no lo es.
- Los dioses –le respondió- no tienen nacionalidad, Kabel. Todos los hombres fuimos creados a imagen y semejanza del molde perfecto, el de un único Dios que gobierna sobre lo visible y lo invisible. Es Él, de quien todos hemos recibido la vida y a quien hemos de volver cuando ésta termine. Si Él, que con tanto amor nos ha traído a este mundo, y que con tanto cariño te ha cuidado durante tantos años, te pidiera hacer algo, ¿se lo negarías?
- Si tu dios me lo pidiera… sí. Pues mi fe, como ya te lo he dicho, es una fe absoluta en mi dios: Ebém.
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endor Asiduo
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Jue May 08, 2008 5:57 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Marcius lo miró en silencio. Observó después sus manos recién atendidas y suspirando profundamente volvió a hablar con una sonrisa en el rostro.
- Eres hombre de leyes y sentimientos puros. Yo mismo quisiera tener algún día esa fe absoluta que tú tienes por tu dios. Tu lealtad es admirable y tu determinación por defender a tu dios, indestructible. Doy gracias a Dios por ponerte en mi camino, pues escuchándote, mi alma se ha fortalecido para continuar con mi misión hasta el final.
Kabel no entendía a qué se refería Marcius, sin embargo le agradeció las gentiles palabras con una ligera inclinación de la cabeza.
- Ahora es tiempo de curar las heridas de tus pies.
Tratando de evitar nuevas discusiones sobre las dos religiones, Kabel se concentró únicamente en la curación de esos destruidos pies. Le levantó el manto hasta las rodillas para poder maniobrar con mayor facilidad. Atado en la pierna derecha, el romano llevaba un pequeño rollo de papiro muy similar al que el joven había descubierto en su caja de madera. Tratando de ocultar su interés, trató de descubrir su origen de la manera más prudente que pudo.
- No quisiera que el papiro que llevas sobre tu pierna sufriera daño mientras te atiendo. Mejor sería quitártelo y ponerlo sobre la mesa.
- Descuida –respondió Marcius haciendo a un lado las manos de Kabel para quitárselo él mismo-. Con todo lo que he pasado, me parece un milagro que aún siga intacto.
- Entonces debe ser importante para ti.
- Mucho.
- ¿Por su contenido o por quien te lo ha dado?
- Por ambas razones.
Kabel no pudo continuar preguntando. La voz y la celosa actitud del romano delataban que no quería hablar sobre ese pequeño rollo que guardó entre sus manos. No queriendo parecer inoportuno, Kabel se dedicó a atender las heridas del pie izquierdo. Esta vez el procedimiento fue más tardado pues tenía que tener mucho cuidado al retirar las piedras y astillas de madera que se le habían encajado... ¿Astillas? Hasta ese momento fue que Kabel pudo darse cuenta de lo que pasaba.
- Marcius… ¿vienes de Sirus?
- Si. Yo y mis…
Para cuando Marcius se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Aunque se detuvo a media respuesta, Kabel ya había descifrado lo ocurrido. El sólo hecho de pensarlo le ocasionó un ligero escalofrío que le recorrió lentamente todo el cuerpo.
- Perteneces entonces, a los hombres que el César ha mandado para defender a Ralos. De la ciudad comercial de Inos salieron numerosos rumores sobre tus hombres. Se decía que por órdenes del dios, Mila los mandó a fortalecer las defensas del puerto. Algo debió ocurrir ahí para que Tú y los que te acompañaron huyeran de Sirus en dirección hacia el bosque encantado de Jherzid, donde buscaron ocultarse de nuestro ejército. Ahí fue donde seguramente caíste preso de los hombres del errante, quienes habitan en gran número ese territorio. Tal vez tus hombres perecieron, víctimas de los horrorosos sacrificios errantes pero tú, matando a uno, o quizá a varios de ellos, lograste salir con vida. De uno de ellos fue de quién tomaste el manto que llevas puesto y tal vez también la espada que llevas a tu costado pues, sin duda no es de origen romano. De ahí, debiste seguir el camino hacia Nelíben, de donde entraste al bosque de Zelib-Jherzid para continuar tu camino al lado de los volcanes de Gelzajher. Fue ahí, que al deshacerse tus sandalias con el calor de las rocas decidiste volver hacia el bosque, hacia el camino que resguardan las Ílidas, unas plantas cuyas flores son de color amarillo.
Marcius escuchaba atentamente mientras Kabel le relataba paso a paso todo lo que las heridas del pie le revelaban, cual libro recién abierto.
- Al salir del camino –continuó hablando Kabel-, debiste seguir hacia el frente, caminando a través de la extensa llanura que se abrió ante ti. En un intento por encontrar resguardo para no dormir a la intemperie, te dirigiste hacia las mesetas que estaban a tu derecha. Pensaste que dentro de las cuevas que se forman entre la roca de las colinas podrías pasar la noche, pero no sabías que esa zona está llena de lobos y otros animales feroces que salen a cazar cuando se pone el sol. Fue ahí donde los animales te atacaron y de donde seguramente sólo pudiste salir con vida, arrojándote por las colinas de arena y piedra. Cerca de ahí se encuentran dos aldeas que debiste encontrar vacías. En alguna de ellas fue donde encontraste las telas para vendar tus heridas, pero al no encontrar comida continuaste con tu largo viaje hacia el norte… hasta que nos encontramos dos días después.
Después de un minuto de silencio, Marcius, aún asombrado por lo que seguramente debió de ser una descripción perfecta de sus tribulaciones, le preguntó cómo había deducido todo aquello. Kabel, tomando con una mano las piedras y astillas de madera que le había sacado del pie, le extendió la palma de la mano para que las observara.
- Ralos me lo ha dicho.
- ¿Pero cómo? –preguntó Marcius sin entender.
- No hay sobre Ralos dos regiones con las mismas características Marcius. Incluso la arena y las piedras cambian de forma, color y tamaño de acuerdo al lugar en que te encuentres, lo mismo pasa con las plantas y los árboles, que se dan de manera exclusiva en ciertas regiones de la nación. Tus pies, con todo lo que han recogido en tu camino, no han hecho más que mostrarme el rumbo que has seguido desde que llegaste. Siempre te has dirigido hacia el norte Marcius… -Kabel levantó la mirada- ¿Por qué? ¿A dónde te diriges?
Esta vez Marcius tardó más tiempo en contestar. Kabel tuvo la impresión de que ésta vez le confiaría su secreto… y así fue.
- A Kezel.
- ¿A Kezel? –Preguntó Kabel, asombrado con la respuesta- ¿Y qué esperas encontrar ahí?
- La verdad.
- ¿Qué verdad?
- La verdad sobre Zarej y sus seguidores. En mi camino, como bien has dicho, he pasado por la ciudad abandonada de Nelíben. Ahí me encontré con uno de los Belzir de Ralos, quien me ha encomendado ir a la tierra de Kezel para encontrar al único hombre que puede revelar los misterios que se ocultan detrás de ésta inútil guerra.
Kabel guardó silencio.
Bajando la mirada, colocó sobre el suelo las piedras y astillas sobre su mano y volvió a atender las heridas de Marcius.
- Iré contigo –le dijo por fin.
- No digas tonterías, hijo –respondió de inmediato Marcius-. Agradezco tu oferta, pero si en verdad es tu deseo ayudarme a detener esta guerra, indícame entonces el camino más seguro para poder llegar a mi destino.
- No lo entiendes Marcius. Kezel es una fortaleza natural, clavada en el corazón que protegen las siete montañas de Arjab; no hay forma en la que puedas entrar sin un guía que te lleve por el camino correcto.
- Tu única preocupación, hijo, debe ser reunirte con tu esposa en Ukzur. Una vida te espera a su lado, muy distinta de la que me espera a mí. Sólo indícame la dirección y mi Dios se encargará de llevar mis pasos por buen camino, tal como lo dijiste cuando me saludaste esta mañana.
- ¿Quién es el hombre a quien buscas?
- Al antiguo Alzir de Ralos, quien, según me han hecho saber, se encuentra preso en las catacumbas.
- ¡Nabím! –gritó de repente Kabel, incorporándose de un salto frente a Marcius- ¡Imposible! Nabím es un hombre honorable. Ni siquiera Mila se atrevería a hacer algo así.
- Kabel –le dijo en tono apacible para calmarlo-, Mila es capaz de cualquier cosa con tal de ganar esta guerra, es por eso que no tengo razones para desconfiar de la información que se me ha dado.
Tomándolo de los brazos, Marcius trató de tranquilizarlo, pero Kabel seguía sin creer lo que escuchaba. Nabím, el antiguo Alzir o “el sabio”, como le conocía la gente, era el único "rastro" que quedaba del gobierno del rey Zadir cuando Mila tomó posesión del trono. La gente se había entristecido al escuchar la noticia de que un nuevo Alzir sería nombrado para enfrentar la guerra, pero todos estaban orgullosos de saber que el retiro se había realizado otorgándole todos los honores que, una leyenda como él, se merecía. Enterarse ahora de esa nueva mentira de Mila, le había partido el corazón al joven. Era como si él fuera el único que viera la realidad de Ralos como era: una pesadilla que con el tiempo se volvía más aterradora.
Después de darse de cuenta de toda la maldad que se levantaba a su alrededor, las pocas dudas de Kabel desaparecieron. Esta era la oportunidad que había esperado para hacer algo por su nación. Al lado de Marcius encontraría el aliado perfecto para hacer realidad su sueño de liberar a Ralos de la opresión de Mila, y recuperar el culto de Ebém.
- Te necesito tanto como tú a mí, Marcius. Iré contigo.
Estaba hecho.
El que lideraba al grupo dio la orden de partir, y la orden se cumplió al instante. Los cincuenta soldados, con antorcha en mano, ocultos por la oscuridad que comenzaba a caer sobre Ralos partieron de inmediato.
Detrás de ellos, la oscuridad no era tan profunda. A varios kilómetros de distancia de Neljabib, Khizjar, su aldea vecina… ardía en llamas.
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mie May 21, 2008 7:41 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 17
Había caído la noche.
Durante las últimas horas, Kabel se había encargado de curar las heridas de los pies de Marcius, mientras éste había terminado por relatarle todo lo acontecido durante su viaje. Qué fe tan grande la de ese joven. Por más que intentaba, el prefecto romano no había logrado quitarle la idea de unirse a su misión.
Le había hablado sobre la destrucción de sus flotas, de la traición de Sariel, del descubrimiento de la piedra en Nelíben y de su encuentro con el Belzir. No era gloria lo que el joven buscaba. Después de saber todo aquello por lo que Marcius había pasado, el joven parecía decidido a ayudarlo con el único objetivo de ayudar a su nación y defender el culto de su amado dios.
Poco a poco comenzaba a pensar que un joven como ese le sería de gran ayuda, tomando en cuenta el estado tan débil en el que se encontraba. Además, si lo que Kabel decía era cierto, le sería muy difícil encontrarse un camino seguro hacia las catacumbas de Kezel. Cuanto más quería decir al joven que aceptaba su oferta, con mayor fuerza regresaban a su mente los recuerdos de todos los soldados cuyas vidas había perdido. No estaba dispuesto a sacrificar ni una sola vida más, mucho menos la de ese noble joven.
- Ahora que hemos cenado, es tiempo de que cure las heridas de tu rostro.
Marcius parpadeo rápidamente, como si las palabras de Kabel lo hubieran sacado de un profundo trance.
- Mucho tiempo has invertido en mi salud, sacrificando el tiempo que podrías pasar con tu esposa –le dijo un poco apenado-. Mejor sería que partieras y me dejaras aquí para que continúe mi camino, Kabel. Ten por seguro que no pasará ni un solo día de ahora en adelante, en que no rece por tu bienestar y el de los tuyos.
- Te lo diré una vez más, Marcius –le respondió con un semblante serio-. No podría vivir sabiendo que pude hacer algo para detener esta guerra y no lo hice por mantenerme a salvo, al margen de todo.
- Pero… ¿y tu esposa? ¿Qué será de ella si algo te pasa? Son jóvenes, Kabel. Juntos podrán tener una vida plena y maravillosa, no quiero ser la fuente de tu desgracia y dolor.
Esta vez, Marcius tuvo la impresión de que el joven reconsideró su oferta. Se mantuvo callado, acercándose nuevamente hacia él para comenzar a retirarle los vendajes del rostro.
- Amo a mi esposa más que a nada en el mundo, ella lo sabe y mi dios también. No es para fortuna mía si camino por este sendero oscuro, sino para ofrecerle a ella y a mi gente la oportunidad de llevar una vida plena, lejos del mal que azota a nuestra nación. Mi dios está conmigo, Marcius, tal como el tuyo está contigo, ¿crees que no nos cuidarán? ¿Crees que Ebém abandonaría a Shaila si algo me pasa? Si acepto éste destino, él se encargará de guiarme y mantenerme a salvo para que regrese con mi mujer y podamos cumplir nuestros sueños. Un día envejeceremos, un día mi esposa cerrará mis ojos por última vez… ¿sabes qué le diré al dios cuando llegue a su presencia?... Gracias. Y si llegara a morir en el trayecto, no dejaría de agradecerle todo lo que me dió en esta vida mortal. Estoy seguro de que él la cuidará, Marcius. Por eso mi mente no duda de mi decisión.
Marcius se quedó pensativo. Las palabras de ese joven le devolvían la fuerza que su cuerpo había perdido. Ese joven no necesitaba de músculos para luchar y vencer, su asombrosa fe en su dios lo impulsaba de la misma manera que el dios del profeta lo hacía con él. ¿Sería éste el joven de quien hablaba la carta de Amir?
“…Enseña lo que has aprendido al que encontrarás en tu camino…”
¿Quién sería Amir? ¿Cómo sabía que encontraría a este joven en su viaje hacia Kezel? Aunque le daba pena aceptarlo, Marcius creía que era Kabel quien le enseñaría más cosas sobre la fe, que lo que él pudiera enseñarle.
Cuando Kabel terminó de retirarle el vendaje y pudo ver su rostro… se quedó paralizado.
- ¿Tan mal me veo? –preguntó confundido.
Kabel apenas y respiraba. Sus ojos se clavaron en su rostro, examinándolo minuciosamente. Marcius se confundió aún más cuando escuchó la extraña pregunta del joven.
- Marcius… ¿alguna vez participaste en una crucifixión?
¿Qué clase de pregunta era esa? Marcius tardó unos momentos en reaccionar ante la inesperada pregunta pero cuando lo hizo, se avergonzó al responderla.
- Si, hijo. Antes de descubrir a mi verdadero dios cometí numerosos crímenes, entre ellos la crucifixión de varias decenas de hombres.
Si la primera pregunta le había sorprendido, la segunda lo hizo aún más.
- ¿Participaste en la crucifixión de un hombre con una corona de espinas clavada sobre su cabeza?
- ¿Qué dices? –respondió desesperado y confuso al no entender las preguntas del joven.
- Una corona de espinas, Marcius. Me has dicho que tu memoria nunca ha sido buena, pero a un hombre con una corona de espinas seguro habrás de recordarlo.
Marcius miraba a Kabel tratando de descubrir en sus ojos si todo eso se trataba de alguna trampa, alguna prueba que el joven quisiera poner sobre él, pero el joven estaba tan sorprendido como él, que pensó que no se trataba de ningún engaño.
- Sin duda recordaría a un hombre así, pero lamento decirte que jamás he sido testigo de semejante crucifixión. ¿Por qué me preguntas esto? ¿Qué has visto en mi rostro Kabel?
Después de mirarlo por un par de minutos más el joven respondió con un murmullo que apenas pudo escuchar.
- Yo… te he visto antes…
- ¿En dónde? ¿De qué hablas?
- En mis visiones… tú y otros se encontraban ahí…
- Kabel, no entiendo nada de lo que dices, tranquilízate y explícame de qué se trata todo esto. ¿Dónde me has visto? ¿De qué otros hablas? ¿De qué hombre hablas?
Kabel tomó los pedazos de tela ensangrentados entre sus manos y bajando la mirada le respondió.
- Desde hace siete años, todas las noches he tenido la misma visión de un hombre crucificado… Hoy terminaron esas visiones, Marcius. Hoy pude ver con claridad su cuerpo, su rostro, su tortura; fui testigo de los insultos, bofetadas y golpes que dieron a ese hombre hasta que murió en la cruz. Una gran multitud lo seguía gritando a los romanos que le dieran muerte. Todos lo miraban con desprecio pero de entre la multitud pude ver a un pequeño grupo que observaba todo lo sucedido. Iban en silencio y permanecieron con él hasta que murió… tú estabas ahí.
Marcius no comprendía. Estaba seguro de que lo que Kabel relataba era falso. Él nunca había presenciado una muerte como la que él describía, seguramente, esas visiones eran sólo sueños o imágenes con las que su mente jugaba por las noches. Tal vez de niño, Kabel había presenciado esa muerte y hasta hacía unos años la había vuelto a recordar.
- Kabel… yo…
- A tu lado derecho se encontraba una mujer que te tomaba de la mano –lo interrumpió antes de que pudiera decir algo más-. De piel blanca, delgada, cabello ondulado y dorado. Por las marcas de su piel debía ser sólo un par de años más joven que tú. Su belleza se complementaba con un par de ojos azules, una boca pequeña y finos labios; debajo del ojo izquierdo tenía tres pequeños lunares, pero su cuello estaba cubierto por varios de ellos, aunque muy claros para ser notados a simple vista.
- ¡Imposible!
- A tu lado izquierdo había un general romano más alto que tú. Su cuerpo, aunque no tan robusto como el tuyo, tenía los músculos de un guerrero. Un general de alto rango sin duda por su porte y la autoridad que emanaba de su rostro, más joven que el tuyo. Cabello largo y negro, ojos cafés, semblante duro y piel blanca. En su barbilla tenía una cicatriz perfectamente recta, como si hubiera sido originada por el ligero roce de una espada.
Marcius se levantó.
- ¡Basta! ¿Quién eres tú? ¿Qué demonio ha poseído tu cuerpo? ¿Qué es lo que quieres de mí?
Kabel se levantó con mucha tranquilidad y mirándolo a los ojos continuó su descripción.
- Detrás de ustedes había al menos cinco figuras más con el rostro cubierto. Una de ellas, sin duda era una mujer, pues su cabello y boca la delataban…
Marcius perdió la paciencia y antes de que Kabel terminara su frase lo golpeó con fuerza en el rostro, tirándolo en el piso. Enfurecido, como si se encontrara nuevamente emboscado por sorpresa por el enemigo se arrojó sobre él, lo tomó de los hombros y con una fuerza sobrenatural lo levantó, estrellándolo contra uno de los muros. Con el antebrazo en su cuello lo levantó del piso y comenzó a gritarle.
- ¿Cómo te atreves a decir estas cosas? ¿Quién eres? ¡Dímelo antes de que acabe contigo!
Kabel, que conservaba la calma a pesar del dolor y la sofocación que sufría le contestó con trabajos.
- Solo… he dicho… lo que he visto…
- ¡Mientes! ¡Sabes bien que jamás volveré a ver mi esposa e hijo! ¿Por qué me atormentas de esta manera?
Las lágrimas de dolor y rabia comenzaron a salir de los ojos desorbitados de Marcius. No se daba cuenta, pero el joven, a pesar de estar faltándole cada vez más el aire no oponía la menor resistencia a su castigo.
- Él… me… lo… ha… mostrado…
- ¡¿Quién?!
- El hombre… en la cruz…
- ¡¿Y quién es él?!
- Marcius… Marcius… -los ojos de Kabel comenzaron a cerrarse pero aún así no se defendía- … juntos… lo… descubriremos…
- ¡Moriré aquí! ¡Moriré aquí!... –los gritos de Marcius se cortaron por el llanto que salió de su corazón destrozado-. Valeris… Calius… moriré… aquí…
Vencido por su dolor, Marcius dejó caer a Kabel y él mismo se derrumbó en el suelo, presa del sufrimiento por no volver a ver a sus seres queridos.
Después de toser varias veces y llenar repetidamente sus pulmones con el aire del que había sido privado, Kabel se acercó a Marcius. Lo abrazó y trató de tranquilizarlo.
- Marcius, no te aflijas. Ya verás cómo nuestros dioses nos protegen de todo mal. Más pronto de lo que te imaginas gozarás nuevamente del calor que los abrazos de tu esposa y de tu hijo te darán. Tú mismo ofreciste hacer por tu dios lo que él te pidiera, así fuera dejarlo todo y sufrir. Es muy pronto para que te arrepientas. Aún no le has dado oportunidad a tu dios para que te muestre su grandeza y su poder. Ánimo, amigo. Juntos lograremos vencer y tendremos la paz y felicidad que tanto anhelamos.
Confortándolo de esta manera y abrazándolo con fuerza, el joven logró calmar su desesperación. Entre sollozos, el joven lo levantó y lo ayudó a sentarse nuevamente.
Marcius se sentía destrozado por dentro. Muchas veces había pensado en las consecuencias de su misión en Ralos, pero no tenía otra opción: Kabel tenía razón. Él mismo quiso darle ejemplo de fortaleza y aceptación ante las difíciles pruebas a las que Dios llega a someternos para agrandar la fe, ¿qué ejemplo le daría comportándose así? Mostrar debilidad y dudas ante el plan divino que Dios tenía para él no era la manera en la que habría de enseñarle la verdadera fe.
Con la mente más tranquila y recordando que todo lo que habría de padecer sería para gloria de Dios, se limpió las lágrimas del rostro y volvió a mirar a Kabel a los ojos.
- Perdóname. Es sólo que me duele pensar en todas las cosas que no llegué a decirles, tantas cosas que me hubiera gustado compartir con ellos y siento una frustración enorme al verme atrapado aquí sin poder regresar para cumplir mis sueños con ellos, así como lo deseas tú con tu esposa.
- No tengo nada que perdonarte, Marcius –respondió el joven con ternura-. Somos mortales, no dioses, y como hombres sufrimos y actuamos de acuerdo a nuestros sentimientos, olvidándonos muchas veces de que el dios que nos ha dado la vida se encuentra justo a nuestro lado cuando creemos que hemos perdido todo lo que amamos. Ánimo, querido amigo. Todo saldrá bien, ya lo verás.
- Sí. Tienes razón. Te prometo que no volverás a ver en mí esta debilidad. Ni volveré a golpearte… a menos que me obligues a hacerlo.
Ambos se rieron. Marcius se sintió aliviado al tener a ese joven a su lado. La idea de que él aprendería más de Kabel, se hacía más fuerte en su mente. Ahora se daba cuenta de que a pesar de que pudo haber terminado con su vida, él no había levantado su puño en su contra. Gran fe era la de ese joven en su dios, ojalá que algún día, la suya fuera tan fuerte como la de él.
Una vez que se sintió calmado por completo, dejó que Kabel limpiara su rostro y lo curará con sus medicamentos. Durante ese tiempo, el joven le describió los detalles de sus visiones. Después de escucharlo, Marcius estuvo seguro de que nunca había presenciado una escena como esa, pero sin duda existía entre ambos un lazo sobrenatural. A ninguno de los dos le quedaron dudas de que estaban destinados a luchar en la misma guerra, uno al lado del otro. Con el tiempo quizá, Kabel comprendería que no eran dos dioses los que los habían unido… sino sólo uno.
- Listo, hermano –Kabel pronunció esa palabra con tanto cariño que Marcius no pudo evitar sonreír, agradecido por el gesto de fraternidad que el joven le ofrecía-. Ni los egipcios habrían logrado una momia tan perfecta como tú.
Marcius se rió junto con el joven al darse cuenta que ahora que tenía las manos, pies y cabeza vendados por completo, sin duda debería parecer una momia.
- Gracias, Kabel. Sin duda has hecho un excelente trabajo. No sé qué hubiera hecho de haber continuado con esos vendajes. No tengo como agradecerte, pero te aseguro que haré lo posible por compensarte todos los cuidados y atenciones que has tenido conmigo.
El joven le sonrió. Se levantó y comenzó a guardar las medicinas que había utilizado, depositando todo nuevamente en el lugar en que su madre lo había dejado. Mientras lo observaba, Marcius tuvo un presentimiento.
- Kabel, ¿puedo pedirte un favor?
- Claro, ¿qué deseas?
- El papiro que llevo conmigo –Marcius lo tomó en sus manos-. Quiero que lo guardes y lo lleves tú. Si algo llegara a pasarme, no es el papiro lo que te pertenecerá… si no las palabras que ahí se encuentran.
- No digas tonterías Marcius. Nada te pasará, te lo prometo.
- Eso espero, amigo. Aún así quiero que lo tengas, algo me dice que quien haya sido el que escribió esas palabras, pensó también en ti al hacerlo.
Kabel dejó los jarrones que llevaba en las manos sobre la mesa y se acercó a él. De su mano extendida tomó el papiro y asintiendo con la cabeza aceptó guardar el pequeño rollo.
- Lo cuidaré con mi vida, y cuando todo esto haya pasado te lo devolveré intacto.
- Que así sea –respondió complacido.
Guardando el papiro en la caja de madera donde había colocado el suyo, Kabel comenzó a arreglar nuevamente los bolsos, agregando más provisiones para el largo viaje que les esperaba. Salió y entró varias veces de su hogar para cargar sobre el lomo de su caballo los bolsos de piel entre los que no olvidó poner varias medicinas y telas para seguir atendiendo a Marcius durante el viaje. Mientras el joven terminaba de dejar todo listo para partir en la mañana, Marcius volvió a interrogarlo sobre su destino.
- Dime algo: ¿qué hay de especial en Kezel?
- Amigo mío. Kezel es el centro de Ralos. Es una fortaleza creada por los mismos dioses hace más de mil años. Kezel es un conjunto de siete templos encerrados por las siete montañas de Arjab, mismas que a su vez se encuentran rodeadas por el enorme lago de Ebém.
- Montañas y lagos no suenan muy sorprendentes.
- Porque no los has visto. Las siete montañas forman un círculo en cuyo centro se encuentran los siete templos, tallados de la misma roca de las montañas. Una de las tantas leyendas de ese lugar cuenta que el dios Arjab, en su afán por tener una morada digna de un verdadero dios, hizo crecer de la tierra las siete montañas. Su hermano gemelo, Ebém, no queriendo que Arjab fuera considerado un dios mayor a él, creó un enorme lago circular que rodea las montañas y no sólo eso, el lago es tan grande que de él sale toda el agua que alimenta a Ralos.
- Aún así no veo por qué es tan difícil llegar hasta los templos.
Kabel se rió.
- Cuando lleguemos, lo verás por ti mismo.
Marcius se rió, pensando que todo eso eran sólo cuentos y leyendas que la gente inventaba para asustar a los niños pero no hizo mayor hincapié en ese tema. Más bien se enfocó en preguntar por los secretos de esa región tan misteriosa.
- ¿Y qué hay en los templos? ¿Qué los hace ser el centro de todo?
- Resguardados en su interior se encuentran los siete libros sagrados de Ralos.
- ¿Los libros sagrados?
- Sí. La leyenda cuenta que cuando los quince dioses mataron a su madre, la diosa Armila, decidieron forjar una nueva nación. Todo lo que los dioses patriarcas habían creado sería destruido, toda la historia e incluso el idioma fueron borrados por completo. Con una nación nueva, los dioses eligieron a un hombre para que escribiera las leyes y la forma en que habían obtenido su poder. Toda nuestra historia se encuentra plasmada ahí. La leyenda dice que cuando se le reveló su tarea a ese hombre, tenía quince años, cuando terminó, tenía noventa y cinco… y murió apenas terminó de escribir la última palabra.
- Debió haber sido un hombre muy especial.
- Sí. Se le conoce con el nombre de “El Divino Halib-Halém” y fue sin duda un hombre ejem…
Kabel no terminó la frase.
Marcius, mirándolo a los ojos presintió al igual que él, que algo andaba mal. El caballo del joven comenzó a relinchar, pero sus sonidos apenas se oían, como si el animal no quisiera que alguien más lo escuchara.
- ¿Por qué se ha asustado el caballo? –preguntó Marcius.
Kabel, manteniéndose quieto, sin mover ni un solo dedo esperó un minuto más antes de responder. A Marcius le dio la impresión de que trataba de escuchar algún sonido lejano, pero él, con el vendaje sobre la cabeza no tenía la misma agudeza auditiva. De pronto Kabel, le dio la respuesta.
- No está asustado Marcius… nos está advirtiendo.
- ¿Sobre qué?
- Tenemos que irnos ahora… toma ese bolso y salgamos de aquí.
- Kabel estás loco. Aún faltan horas para que amanezca, sería mejor…
- Marcius tenemos que irnos ahora.
Sacando las últimas cosas de su hogar, Kabel salió y comenzó a ajustar las provisiones a los costados del caballo. Marcius lo siguió sin entender lo que ocurría.
- ¿Qué estás haciendo Kabel? ¿De quién huimos?
- ¡De ellos!
Kabel señaló hacia el camino por el que habían entrado a la aldea. Marcius apretó el bolso que llevaba en la mano, y sin decir nada más se lo aventó a Kabel para que terminara de ajustarlo al caballo.
- ¡Pronto, sube!
Esta vez supo que no era momento para hacer más preguntas y subió sin decir ni una sola palabra al caballo. A penas estuvo sobre la silla Kabel agitó las riendas y el animal comenzó a correr con todas sus fuerzas hacia el lado norte de Neljabib. Cuando Marcius volteó su mirada, observó a un grupo de soldados con vestimenta romana y antorchas en las manos acercarse velozmente hacia la aldea.
- ¡Es imposible que sean romanos! –le gritó a Kabel.
- ¡No lo son!
- ¿Qué quieres decir?
- ¡Son soldados de Mila!
Fue cuestión de segundos para que el grupo de soldados llegara a la entrada de la aldea. Numerosas flechas con las puntas de fuego comenzaron a volar por el aire. Marcius no pudo evitar sentir un dolor profundo en su corazón cuando vió que Kabel miraba hacia atrás sólo para descubrir que lo que alguna vez fue su hogar comenzaba a arder en llamas que se elevaban a gran altura.
Cuando Marcius volvió a mirar, un grupo de soldados parecían correr detrás de ellos pero un grito de alguien detrás de ellos los hizo detenerse y volver a la aldea para terminar de quemarla.
- ¡¿Recuerdas la pregunta que me hiciste?! ¡Ya tengo la respuesta Marcius!... ¡Elijo ser mendigo! ¡Renuncio a todo lo que tengo! ¡Mi única pertenencia, mi único tesoro… será mi dios! ¡Y a su lado nada me faltará!
Marcius admiró esos ojos llenos de seriedad y orgullo del joven. Moviendo la cabeza afirmativamente, le hizo saber que había acertado en su respuesta.
Caían los primeros rayos del sol cuando el mensajero bajó de su caballo. Esta era la quinta aldea que veía destruida por el fuego. ¿Qué habría pasado? ¿Quién habría sido capaz de semejante atrocidad?
Caminando hacia la casa en la que había estado hacía unos cuantos días, notó ciertas prendas sobre el piso. “Romanos” pensó para sí mismo. Sin duda eran animales, tal como Mila lo había dicho. Roma, al igual que Siria, se había convertido en un enemigo de Ralos.
Cuando entró en los restos de la pequeña casa, buscó entre los escombros, alguna señal del hombre al que había visitado la vez anterior pero la casa estaba completamente vacía. Sólo eran piedras y madera quemada, ni siquiera había telas o vestimentas. Un cierto alivio surgió en su corazón al pensar que tal vez había alcanzado a huir antes de la tragedia.
De su cintura sacó la carta que debía entregarle y la arrojó hacia el centro del hogar. Si había logrado salir con vida ya no sería necesario el mensaje, en poco tiempo lo descubriría el mismo, lo que le causaba cierta alegría a pesar de no conocerlo bien.
Regresando sobre sus pasos montó su caballo y se retiró por donde había llegado. No había nada más qué hacer en ese lugar. Lo único que restaba era comenzar a esparcir la noticia de que los romanos habían cometido un crimen imperdonable en tierra ralí, esperando que tal vez, la princesa los hiciera pagar como lo había hecho con el negociador sirio.
El rollo de papiro que arrojó al centro de la casa, se desenrollo al romperse el sello mientras rodaba sobre los restos de madera que habían quedado. Una de las orillas comenzó a quemarse al entrar en contacto con una pequeña llama que aún ardía. No hubo nadie que leyera su contenido antes de desintegrarse por completo, pero expuesto como quedó cualquiera que lo hubiera encontrado a tiempo habría podido leer lo siguiente:
“Kabel.
Gran pena me causa el tener que darte esta noticia estando tan lejos de ti. Pero mi corazón y mi espíritu no pueden descansar tranquilos sabiendo que pueden ser aún muchos los días que pasarán sin que podamos volver a vernos.
Sabes que respeté tu decisión de quedarte en la aldea, y espero con ansia que pronto llegue el día en que tus visiones te revelen ese misterio que tan deseoso estás de conocer. Pero ante la incertidumbre y con estas ganas que tengo de que estés a mi lado no pude soportar la fuerza con que mi corazón me pide gritarte.
Kabel. Ebém, nuestro dios, ha encontrado agradables nuestras súplicas y oraciones. Kabel. El dios se ha complacido con nuestros sacrificios y sufrimientos. Kabel. Por fin ha entrado en mí la semilla que tanto hemos anhelado.
Kabel… dentro de mí… crece ya el fruto de nuestro amor…
¡Un hijo, amado mío!
¡Nuestro hijo!
Shaila”
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Jue May 22, 2008 5:15 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 18
- ¡Ayúdame!
- Tú, Ebém, que todo lo miras, apiádate de mí…
- ¡Por favor!
- Tú, Ebém, dios mío, escucha mis súplicas y no me dejes caer en las garras del mal…
- ¡¿Por qué me haces esto?! ¡¿Acaso no me quieres?! ¡¿Vas a dejarme morir?!
- En ti confío. En ti, mi dios, deposito mi espíritu para que sea protegido y nada malo caiga sobre él…
- ¡Yo te salvé! ¡¿Por qué no haces lo mismo por mí?!
- Ebém, escucha a este hijo tuyo que se encuentra atrapado en las manos de este dios maligno. Aleja de mí a estos demonios y no dejes que mis ojos y mente sean traicionadas por los engaños que veo y escucho…
- ¡Por favor!... por favor… ayúdame –sus gritos comenzaron a mezclarse con llanto.
- No caeré en la tentación, dios mío, si tú a mi lado perteneces y no me abandonas. Fortalece mi espíritu, dame fuerza para soportar estas torturas…
- Yo te salvé Nhelsid… ¿por qué me haces esto? Nhelsid… ayúdame… ayúdame por favor…
- Mis oídos escuchan tu voz, mi mente tus deseos y mi corazón tu consuelo. Aparta de mí a este demonio y libérame de esta prisión. Oh! Gran Ebém hijo de dioses, amo y señor a quien mi espíritu clama.
- … por favor… Nhelsid… ayúdame… por favor…
Después… gritos de dolor y desesperación.
“Esto no es real. Tú no eres Amir.”
Estas palabras pensaba Nhelsid mientras contemplaba horrorizado cómo los siete enormes perros que rodeaban a la figura de Amir… la devoraban.
Cuando terminaron con ella, con sus hocicos llenos de sangre, los perros lo miraron desafiantes, como si él fuera la próxima víctima… pero no le hicieron daño. Se dieron la vuelta y sus cuerpos se perdieron en la espesura del bosque encantado de Jherzid, donde llevaba ya cinco días perdido.
Con un gran dolor en su corazón se acercó al lugar donde se encontraban sólo algunos trozos de carne y huesos de la hermosa niña. Su manto blanco, estaba teñido de rojo por su sangre derramada, pero eso no fue lo que más le horrorizó. A tan sólo dos pasos estaba tirada la pequeña cabeza de Amir, arrancada de una sola mordida por una de las bestias. Su rostro, cubierto por sus finos cabellos manchados de sangre estaba frente a él con los ojos cerrados.
De pronto, la cabeza sin vida abrió los ojos y lo miró.
Nhelsid se hechó para atrás pero cayó de espaldas, presa del miedo al contemplar esos ojos negros sin vida. Siete voces sobrenaturales salieron de la boca de la niña.
- Eres mío.
Las voces comenzaron a reírse y el rostro de Amir se deformó, convirtiéndose en una cara demoníaca. Su piel blanca y suave se tornó gris y áspera. Su sonrisa se acentuó con numerosas arrugas alrededor de su piel, como si en un solo momento la niña se hubiera convertido en una anciana.
Sin poder levantarse, Nhelsid se arrastró hacia atrás con la ayuda de sus manos y pies para alejarse de ese demonio. Las risas de las siete voces se hicieron más fuertes y graves hasta que el Alzir de Ralos pudo ver cómo la cabeza comenzaba a incendiarse. Unos segundos después, frente a Nhelsid, sólo había un charco de sangre y cenizas.
Aún asustado se levantó y corriendo con todas sus fuerzas se internó nuevamente en la negrura del bosque.
Después de todo lo que había presenciado, no le quedaban dudas de que el dios Jherzid había sido liberado del Jurbos y reinaba nuevamente sobre su bosque, ese lugar encantado al que ningún ralí se atrevía a entrar. De todas las pruebas que el dios le había hecho pasar, había sido esa, sin duda, la que más dolor le había causado, pero sabía que todo era un engaño del dios. Las leyendas contaban que todo aquel que se atreviera a entrar en el reino del dios era sometido a las más duras torturas físicas y mentales. Jherzid gozaba, como ningún otro dios, con torturar a sus víctimas con sus propios recuerdos. Todo lo bueno o malo que un ralí hubiera vivido se hacía realidad en el bosque… hasta matarlo.
No había en Ralos ni una sola leyenda que contara sobre algún hombre que hubiera logrado salir con vida de ahí. ¿Cómo haría entonces para encontrar a su hermano? Nhelsid rogaba a Ebém para que Jhalsid no hubiera sufrido su misma suerte.
“Ojalá haya salido antes de que la maldad de Jherzid cayera sobre el bosque otra vez.”
Vencer a un hombre no es tan difícil, pero vencer a las culpas y remordimientos del corazón es una lucha completamente distinta. Nhelsid trataba de alejar de su mente aquellos pensamientos que le habían causado dolor, con la esperanza de que el dios no los usara en su contra, pero con todas las torturas que había sufrido se le hacía más difícil lograrlo.
Al llegar a un lugar más despejado, Nhelsid se detuvo para recuperar su aliento, pero el dios no estaba dispuesto a darle ni un solo descanso.
Frente a él, todos los árboles comenzaron a derrumbarse. La tierra se abrió, formando un enorme grieta que lo separó de la orilla por unos quince metros. Los árboles derribados formaron sobre el aire dos caminos para llegar al otro lado. Uno de los caminos se convirtió en un canal de piedra blanca y lisa, lleno de agua pura y fresca; el otro se convirtió en un canal de piedra negra y áspera, con brazas de carbón ardiente. Al final de cada camino había una figura. La que estaba al final del canal de agua fresca era la imagen de Amir, la segunda era la imagen de Amir convertida en demonio.
- ¡Por aquí Nhelsid! -le gritaban ambas una y otra vez.
Nhelsid se miró los pies. Desde el primer día había perdido el calzado y había tenido que correr descalzo todo ese tiempo; qué bien le caería caminar sobre el camino de agua fresca. Esta vez ni siquiera lo dudo. Apresurándose, se acercó hasta la orilla del primer camino dispuesto a dar un descanso a sus destruidos pies. Cuando estaba a punto de tocar al agua se detuvo. Miró hacia el otro lado, hacia donde se encontraba el demonio con imagen de Amir y trató de comprender qué nuevo engaño tramaba ésta vez el dios para torturarlo.
Mirando una y otra vez a las dos niñas, la razón le mostró la respuesta a esa nueva prueba. Miró a la figura hermosa de Amir y le gritó:
- ¡Tú me dijiste que mi lucha no sería fácil, que sufriría mucho pero que al final recibiría la recompensa de saber la verdad! ¡Me prometiste que mi dolor no sería en vano, pues si muero habré de conocer a mi verdadero dios!
Nhelsid se retiró de ese camino y se dirigió al de las brazas ardientes. Mirándolo directo a los ojos, le gritó ahora al demonio.
- ¡Para ti, mi sufrimiento sólo representa diversión! ¡Para mí, es la salvación! ¡Si he de morir, que así sea! ¡Diviértete con mi muerte si así lo quieres, pero no te daré el placer de verme suplicar por tu ayuda! ¡Si muero no será a tí a quién mi espíritu vaya, sino a alguien cuyo poder es superior al tuyo!
Nhelsid respiró hondo; cerró los ojos y encomendándose nuevamente a Ebém, comenzó a caminar sobre las brazas.
- ¡Complácete! –Le gritaba Nhelsid al demonio-. ¡Puedes quemar mis pies, pero jamás mi fe!
Las dos imágenes de Amir dejaron de gritarle. Aunque no era normal ver a un demonio guardar la calma, Nhelsid observó asombrado cómo ambas niñas lo observaban con cara de incredulidad.
Avanzando lo más rápido que el dolor le permitió, escuchando con cada paso el sonido de su piel quemándose con el calor y viendo su piel desvanecerse en humo, Nhelsid logró llegar a la otra orilla donde el demonio lo esperaba con pose tranquila.
Apenas tocó tierra, Nhelsid, gritando, se tiró al suelo, sentándose con las piernas cruzadas para que sus pies, ahora sin piel, no tocaran la áspera tierra del bosque.
- Tonto –le hablaron las voces de los siete demonios a través de la pequeña niña frente a él-. Sabes bien que jamás saldrás de aquí, ¿qué había de malo en caminar sobre el agua y tomar un descanso? ¿Qué importa abandonar a tu dios, si él te ha abandonado en mi bosque?
La niña se le acercó hasta que Nhelsid pudo percibir el desagradable olor a putrefacción que salía de ella. La niña lo tomó del cuello con una mano helada y le levantó la mirada para verlo a los ojos.
- ¡Contéstame!
- Cuando llegue ante mi creador, tal vez el castigo que me habrá de dar por mis pecados sea menor, al haber pagado en vida parte de ese dolor… gracias a ti.
La niña le dedicó una sonrisa de desprecio y lo soltó.
- Estúpido. Si ese es tu deseo, entonces habré de darte el castigo que tanto anhelas.
De la misma tierra que estaba debajo de Nhelsid comenzaron a salir numerosas manos que lo tomaron con fuerza de las piernas, enterrándolo violentamente en el suelo.
- Eres valiente –le dijeron las voces-… pero no lo suficiente.
En pocos segundos Nhelsid estaba tirado sobre el piso con medio cuerpo enterrado. Quería gritar pero las manos frías y malolientes de los muertos le tapaban ya por completo. Lo último que vió fue el rostro del demonio de Amir.
Poco podía hacer contra la fuerza de esas manos. La tierra comenzó a entrarle por la nariz y por la boca hasta que poco a poco fue perdiendo la conciencia. Dejó de escuchar, dejó de sentir, dejó de respirar… pero Jherzid aún no terminaba con él.
En una fracción de segundo abrió los ojos y se impulsó hacia arriba para jalar aire. Cuando miró a su alrededor se dio cuenta de que ahora se encontraba sumergido en un pantano. A su alrededor flotaban numerosos cuerpos sin vida de hombres y mujeres. Esos eran tal vez, todos aquellos que habían muerto, víctimas de los castigos del dios. Su olor era insoportable y sentía una repugnancia enorme al sentir sus pieles rozar contra la suya, pues del uniforme que llevaba puesto sólo quedaban ciertos trozos de tela que apenas lo cubrían.
Armándose de valor y viendo que las pilas de cuerpos se extendían por todo el pantano, se agarró del cuerpo más cercano y subió en él. Afortunadamente no podía ver los rostros de los muertos pues todos descansaban boca abajo. ¿Cuántos cuerpos más habría debajo del que se encontraba de pie? ¿Decenas? ¿Cientos? ¿Miles? Nhelsid sintió una gran pena al contemplar todos esos ralís perdidos, pero nada podía hacer ya por ellos. Eran cuerpos sin vida. Sólo podía esperar que Ebém se apiadara de sus espíritus y los librara de los castigos del inframundo.
Después de comprobar que no había ninguna orilla para ese pantano, Nhelsid comenzó a caminar sobre los cadáveres en línea recta con la esperanza de encontrar tierra nuevamente. Ni siquiera con ambas manos sobre su nariz podía disminuir el asqueroso olor de ese lugar. Sentía náuseas pero no podía detenerse, tenía que seguir adelante y encontrar una salida de ese lugar. No importaba cuántas torturas más le esperaran, tenía que salir con vida de ahí para encontrar a Jhalsid.
Caminó durante mucho tiempo antes de que por fin pudiera divisar a lo lejos las copas de varios árboles. Con una nueva esperanza, Nhelsid se apresuró a brincar y correr sobre los cuerpos para salir de ese lugar. Varias veces, sus pies adoloridos le hicieron caer sobre el pantano, pero sus deseos de sobrevivir eran tan grandes que pudo soportar su dolor y seguir adelante. Una y otra vez resbalaba sobre las pieles de los muertos pero no se daba por vencido. Tenía que haber una forma de salir, y lo primero que tenía que hacer era encontrar nuevamente el bosque.
No le fue fácil pero lo logró. Cuando por fin tocó tierra se dejó caer pesadamente sobre las rocas de la orilla. Estaba agotadísimo; apenas podía sentir sus piernas y su cuerpo estaba cubierto por completo del olor a muerte.
Descansó durante varios minutos hasta que sintió que podía levantarse. Apoyándose sobre sus puños levantó la mitad de su cuerpo, temiendo caer al no soportar el dolor en sus pies… frente a él, sentado sobre una roca a unos siete metros, se encontraba un hombre elegantemente vestido.
- Bien hecho Nhelsid –le dijo con una voz suave y fina, digna de un rey.
- ¿Quién eres?
- ¿Por qué preguntas lo que tu espíritu teme escuchar?
Nhelsid se quedó inmóvil, soportando el peso de su cuerpo sólo con sus puños.
- Jherzid –respondió Nhelsid con una voz apenas audible.
El hombre le sonrió y moviendo su cabeza en señal afirmativa le respondió.
- Así es. Bienvenido a mi reino... tu prisión... de la que jamás saldrás.
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Lun May 26, 2008 4:11 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Nhelsid, rendido por el agotamiento de su cuerpo, se dejó caer sobre las rocas. Su mente cansada no tenía más fuerzas para enfrentarse al dios.
Jherzid se puso de pie y avanzó hacia él. Lo miró desde arriba caminando en derredor suyo como un cazador vigila a su presa para que no se escape. Con el pie derecho le dio vuelta a su cuerpo y lo observó de pies a cabeza. Nhelsid sentía su pesada mirada sobre él pero no se atrevía a mirarlo a los ojos.
- ¿Tan fácil te rindes? Hombre de poca fe –le reprochó el dios con desprecio.
- Cinco días me has torturado y sin embargo mi fe sigue intacta, ¿por qué dices eso?
- Mírame.
Nhelsid se negó a obedecer.
- Te digo que me mires. No tengas miedo, no te haré daño, mi pequeño hombre.
Parpadeando con dificultad y temor por observar al dios, Nhelsid obedeció. El dios tenía la apariencia de un hombre alto y hermoso. Su cuerpo estaba cubierto de pies a cabeza por una túnica fina de color negro; sobre su cintura llevaba atada una tela de diez centímetros de ancho y de color rojo con símbolos grabados en oro, escritos en ralí antiguo. Su cabello le caía por ambos costados, unos siete centímetros por debajo de los hombros; tenía un cabello lacio que brillaba con un color rojo muy intenso. Sus ojos rojos combinaban a la perfección con su atuendo, su piel blanca como la nieve y los delicados trazos de su rostro; su cuerpo aunque no era robusto, tenía una figura esbelta y elegante. Un dios sin duda…
Agachándose, el dios se acercó a Nhelsid para hablarle de cerca. Cuando éste olió por primera vez la esencia de los dioses su cuerpo comenzó a sentir alivio.
- Tanto asombro ha causado en mí tu fe, que no puedo creer que un hombre como tú se rinda tan fácilmente. Si tu fe fuera tan grande podrías salir de mi reino, pues aquel que a tu lado viaja es alguien, a quien, incluso yo, no puedo negarme a obedecer. Pero tu fe no es tan fuerte aún…
- ¿Aquel que viaja a mi lado? ¿Qué engaño tramas ahora en mi contra?–preguntó desconcertado.
Jherzid no habló. En vez de eso, levantó su mano derecha y señaló con su delicada mano en frente de él, advirtiéndole que mirara para el otro lado, como si alguien estuviera justo enfrente del dios.
- Yo no veo a nadie –respondió Nhelsid, buscando en esa dirección alguna presencia que no hubiera advertido, pero no había nadie junto a ellos.
- Está aquí, pequeño hombre. Justo en frente de mí. Justo a tu lado.
- No me tortures más dios malvado, te digo que no hay nadie en este lugar.
- Y sin embargo, aunque tu fe sea tan ciega, él se mantiene a tu lado.
- Dile que se muestre para que yo pueda ver de quién me hablas.
El dios se rió sutilmente, miró al frente como si quisiera compartir su alegría con aquel que aseguraba se encontraba ahí, después miró otra vez a Nhelsid y le respondió.
- Hijo –dijo con una voz suave y tranquila-, ¿cómo habría de atreverme a ordenar semejante capricho al que te acompaña? Ciego eres al no verlo –el dios se incorporó-. Ahora levántate y ven conmigo.
Nhelsid lo miró confundido, no entendía lo que estaba pasando. Ese dios lo había torturado durante cinco días y ahora aparecía ahí, frente a él, hablándole sobre un compañero invisible y tratándolo con bondad.
- No. Todo lo que dices son engaños…
- ¿Engaños? –Le interrumpió el dios, ofendido por el engaño-. Pequeño hombre, fuiste tú el que entró por voluntad propia a mi bosque; yo sólo te he brindado la oportunidad de conocer aquellas cosas que ni tú mismo sabes sobre tu corazón. Todo lo que has visto y escuchado es lo que viaja contigo, yo sólo he materializado tus pensamientos. ¿Qué hay de engaño en eso? Te he ofrecido lo mismo que ofrezco a todos los que entran al bosque… la verdad.
- Me has torturado haciéndome testigo de muertes que jamás he presenciado. He visto almas que jamás he conocido. Me has hecho tomar decisiones en escenarios que mi corazón jamás ha contemplado… ¿a esto le llamas verdad?
- Dame un ejemplo y te demostraré que solo ha sido la verdad lo que te he mostrado.
Movido por todo el dolor que había sufrido, dejando de lado sus heridas, Nhelsid se puso de pie para enfrentar al dios.
- Me hiciste presenciar cómo siete perros terminaban con la vida de Amir mientras ella gritaba desconsolada. Dime, oh gran dios del engaño, ¿qué verdad ahí en eso?
-Todo –respondió el dios-. Han sido doce ocasiones en las que te he mostrado la muerte de Amir. En todas ellas tuviste la opción de salvarla, elegir entre ella o alguien más, o dejarla y continuar tu camino. Tu corazón aún no la conoce, pero tu obsesión por conocerla te mantiene concentrado para continuar tu camino. Su muerte representa el temor que tienes por no volverla a ver, quedando tu corazón en penumbra y confusión. Así que no ha sido engaño lo que has visto, sino un deseo interno que no quieres que se haga realidad.
Nhelsid guardó silencio durante un minuto, meditando la respuesta del dios. Después volvió a cuestionarlo.
- ¿Y qué hay de aquella ocasión en la que me hiciste matar a un soldado ralí que se lanzó sobre mí?
- El soldado representa a las fuerzas ocultas que están controlando al ejército. En tu mente hay pensamientos que quisieran librarse de esas fuerzas para recuperar el control de tus hombres y regresar la paz a tu nación. ¿Me equivoco?
Nhelsid no pudo objetar la respuesta. Era cierto. Desde que conoció a Amir, sus sospechas sobre la princesa y el Manalí se habían acrecentado. El Belzir que había dejado al mando lo señaló como traidor de Ralos, ¿por qué? ¿Qué plan secreto se ocultaba detrás de esa guerra? Su deseo por permanecer cerca de Sariel, le había obligado a hacer a un lado esas ideas pero lo que el dios le había revelado era verdad; deseaba despojar de su poder a Mila y al Manalí para terminar con la guerra, Sariel era lo único por lo que mantenía ocultos esos sentimientos.
- Lo vez, mi pequeño hombre. No he tramado contra ti ningún mal, mucho menos he deseado que salieras herido… mírate.
Nhelsid bajó la mirada y poco a poco comenzó a contemplar su cuerpo… estaba limpio y curado. Las heridas sobre sus pies habían desaparecido y su uniforme se había convertido en una elegante túnica, semejante a la del dios, pero de color rojo y cinto negro.
- ¿Por qué haces esto, oh gran dios Jherzid? Si tu poder es tan grande, ¿por qué me mantienes prisionero en este bosque, presa de tortura y dolor?
- Mi pequeño, no soy yo quien te mantiene prisionero, sino tu corazón. Acéptalo, tienes miedo de abandonar el bosque y enfrentarte a la guerra que está por comenzar. Te lo he dicho, aquí sólo encontrarás la verdad.
- Pero te has dedicado a torturarme diciéndome que te pertenezco y que nunca abandonaré tu bosque…
El dios le puso un brazo sobre sus hombros y comenzó a caminar con él sobre las piedras. El pantano a sus espaldas desapareció y los árboles que se encontraban frente a ellos comenzaron a derrumbarse a su paso para dejarlos pasar.
- Mientras estés en mi reino, todo eso será verdad. Tengo poder para hacer contigo lo que yo quiera y para retenerte aquí por siempre, si así lo deseo. Eres diferente a los demás. Todos los cuerpos que viste en el pantano pertenecieron alguna vez a aquellos ralís que entraron y no salieron. Debo aceptar que tú me has sorprendido mucho. Hasta ahora nadie había sido capaz de permanecer con vida más de un día, tú llevas cinco y tu fe, como bien lo dijiste, no ha disminuido. Es por eso que me atreví a convertirme en mortal y ofrecerte una tregua después de tantas pruebas que has pasado.
De pronto el bosque se convirtió en el interior de un palacio hermoso. Frente a ellos se desplegaba una enorme mesa llena de manjares y alimentos exóticos que Nhelsid jamás había visto.
- Toma asiento y come –le dijo el dios.
Nhelsid obedeció pero no se atrevió a tocar la comida a pesar de que su cuerpo se lo exigía.
- No seas tonto, pequeño hombre. Si quisiera matarte lo habría hecho ya –el dios le sonrió-. Siempre hablo con la verdad, y si te digo que quiero darte un descanso, no tienes por qué desconfiar de mis palabras ni acciones. Come, bebe, sacia tu hambre pues bien merecido lo tienes.
Un poco indeciso, Nhelsid tomó una manzana y le dio una pequeña mordida. Tomó una de las copas de oro y se sirvió de una de las siete jarras de vino que había sobre la mesa. Después comenzó a devorar la demás comida sin piedad. El dios se rió, satisfecho por verlo comer.
- Siendo el primer mortal –le dijo el dios-, al que le permito contemplar mi rostro, te daré el honor de saber aquellas verdades que desconoces. Pregunta lo que quieras y recibirás de mí la respuesta.
Al escuchar la oferta del dios, Nhelsid dejó el muslo de codorniz que estaba devorando y lo puso sobre la mesa, después hizo la siguiente pregunta al dios.
- ¿Quién eres?
- Yo soy Jher…
- Sin engaños –le interrumpió de inmediato Nhelsid-. El espíritu antiguo de Amir, como tú lo llamas, me dijo que no hiciera caso de las leyendas de mi dios, pues hombres habían sido los que las crearon. Dime entonces la verdad, Jherzid… ¿quién eres tú?
El dios lo miró con sus ojos rojos y después sonrió ante la astucia de la pregunta.
- Mi nombre es Belphigor…
A Nhelsid se le cayó la copa de vino al escuchar el verdadero nombre del dios. En ese momento tuvo miedo al darse cuenta de que el dios le revelaría realmente su identidad y con ello el secreto tras las leyendas de Ralos.
- Soy uno de los sirvientes del mayor de los demonios, cuyo nombre no pronunciaré aquí.
- ¿Quiere decir que no eres un dios de Ralos?
- Mi pequeño hombre. Ralís, romanos, egipcios, todos y cada uno de los hombres tienen sólo un dios, Aquél que creó el cielo y las estrellas.
- ¡Pero Ralos tiene quince dioses!
- Eso es lo que te han hecho creer, mi pequeño hombre. En el orden divino existe sólo un dios al que todos los seres obedecen, incluso mi amo, debe apartarse ante la pronunciación de su nombre.
- Dime más, ¿quién es ese dios?
- De Él, mi pequeño, yo no puedo hablar.
- Si no eres un dios, entonces ¿qué eres?
- Un demonio. Somos siete los demonios que obedecemos las órdenes de nuestro amo Eleuretti, éste a su vez obedece a nuestro gran amo y señor. Cuyo nombre no puedo pronunciar ante ti.
- ¿Y qué haces en Ralos?
- Divertirme –Jherzid se rió-. Han sido pocas las veces en que se me ha permitido bajar al mundo de los mortales, la última vez que pisé la tierra, seduje al pueblo elegido, después de que salieran de Egipto, para que abandonaran el culto de su dios y me siguieran, al igual que los moabitas… Perdóname mi pequeño, eso fue hace tanto tiempo que seguramente no sabes de lo que te estoy hablando. Lo que sí debes saber es que hace ya varios siglos que a varios hermanos míos se nos encomendó la tarea de infundir el mal entre los hombres de Ralos, cuando la nación apenas comenzaba a formarse.
Nhelsid tragó saliva, pero a pesar de su temor, formuló la duda que le había surgido.
- Arjab, Ebém… ¿son demonios también?
- Arjab, Ebém y todos los demás, pequeño hombre –respondió el demonio-, son los nombres que los ralís dieron a los poderes sobrenaturales que comenzaron a atestiguar.
- ¿Quién es Ebém?
- Tu dios.
- ¿Quién es Arjab?
Jherzid le sonrió y después le respondió amablemente.
- El mío.
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mar May 27, 2008 5:38 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Nhelsid sintió temor en su corazón al escuchar la respuesta. Lo que el demonio le había revelado era algo que no esperaba. Todo el poder divino de Ralos se reducía a dos figuras: Ebém y Arjab, el bien y el mal… La simetría era perfecta, los dioses gemelos representaban el eterno equilibrio que regía las acciones de los mortales. Aunque aún dudaba de sus palabras, el joven Alzir comenzaba a encontrar sentido a las antiguas leyendas.
- Esto quiere decir –dijo Nhelsid con la mirada perdida en los ojos del demonio-, que todas las leyendas de Ralos son mentiras…
- No necesariamente mi pequeño. La mayoría de sus leyendas surgieron de los siete manuscritos que redactó aquél a quien llaman “El Divino Halib-Halém”. Ese hombre plasmó con la elegancia de sus palabras lo que tu Dios y nosotros le dictamos, agregando por su parte eventos sobrenaturales y poderes a hombres como tú, de manera que lo que ahí quedó plasmado se convirtió con el tiempo en la religión de Ralos. Lo que Halib-Halém presenció y escuchó fue la verdad, pero la verdad no siempre es fácil de entender, mucho menos de describir.
- ¿Y por qué permitió mi dios que mi pueblo creyera en esas desviaciones de la verdad? ¿Por qué no se mostró? Si es tan poderoso como dices, ¿por qué no nos mostró la verdad él mismo?
Belphigor tomó un poco de vino en una de las copas de oro y aún con la copa en la mano le respondió.
- Pequeño eres, pequeña es tu mente, pequeños tus sentidos si a tu propio Dios no logras ver, mi pequeño hombre.
El demonio tomó un poco más de vino y depositó la copa sobre la mesa.
- ¿No lo ves, mi pequeño?
- No. ¿Por qué puedo verte a ti y no a mi creador?
- Eres ciego entonces, mi pequeño. Mira tus manos, mira la perfección de tu cuerpo, la hermosura de tu rostro, los dones que posees, tus habilidades, tu inteligencia… ¿quién sino Aquel quien todo lo puede, pudo haber creado semejante creatura como tú?
Nhelsid miró sus manos. Y comenzó a observar todos los detalles que formaban la piel de sus dedos.
- Así es mi pequeño. Dios está en ti. Tan grande es que te concedió el privilegio de venir a la existencia y…
- ¿Por qué me hace sufrir entonces? –Replicó de inmediato Nhelsid- ¿Por qué no me saca de este bosque encantado y me muestra la salida? ¿Por qué ha dejado que me tortures aquí? ¿Por qué no detiene esta guerra? ¿Por qué…?
- ¡Basta! –Gritó Belphigor enfurecido por primera vez-. Incluso yo te aborrezco, pequeño hombre, por la ceguera a la que tú mismo te sometes. ¿Por qué no se lo preguntas a él?
Nhelsid sintió un escalofrío. El demonio apuntaba justo a su derecha, donde aseguraba que se encontraba su acompañante invisible.
- ¿Quién es aquél quien dices que se mantiene a mi lado?
El demonio se levantó de su silla. Por primera vez se mostraba molesto, y con esa molestia se dirigió a la derecha de Nhelsid como si dialogara con un ser al que él no podía ver con sus ojos mortales.
- No soy yo quién te lo ordena –habló a la figura invisible-, sino aquel a quien custodias por órdenes de la Luz Eterna. Se tú mismo su respuesta en este lago de ignorancia al que lo has sometido. Entra en este reino del que tu pureza es indigna y revela tu Luz a este pequeño hombre abatido por la ignorancia. Que sean tus palabras y no las mías, las que respondan por qué su Dios lo ha abandonado en esta tierra maldita y…
De pronto la expresión de Belphigor cambió. Su cuerpo comenzó a temblar, sus puños se cerraron como si estuviera luchando contra una fuerza sobrenatural. Sus ojos rojos se cerraron… y ante la sorpresa de Nhelsid… el demonio se arrodilló.
- Que así sea entonces –dijo Belphigor como si estuviera haciendo una reverencia ante un ser invisible.
Nhelsid se levantó de su lugar y sobre la mesa vió a la figura del demonio arrodillada en el piso con sus manos detrás de la espalda y la cabeza agachada.
- ¿Qué ha pasado? –Le preguntó impaciente- ¿Ante quién te arrodillas?
Sin levantar la mirada, el demonio señaló a la derecha de Nhelsid.
- Ante el poder que protege a tu ángel custodio… Contémplalo, mi pequeño… ahora puedes verlo...
Nhelsid, apoyado con ambas manos sobre la mesa para mirar al demonio, no se atrevía a voltear la mirada. Una destellante luz comenzó a surgir a su derecha. El mármol del palacio comenzó a reflejar la luz iluminándolo todo con un destello cegador. Nhelsid reconoció al instante la dulce fragancia que comenzó a llenar el lugar… era la misma que despedía el cuerpo de Amir…
La luz se volvió tan intensa que Nhelsid, aún con los ojos cerrados, tuvo que llevarse ambas manos al rostro para protegerse. En esta posición se dio la vuelta hacia su derecha; en ese momento sintió que la luz aumentaba aún más. Escuchó entonces una hermosa melodía, acompañada de cánticos en un idioma que jamás había escuchado. A su alrededor sintió la presencia ya no de uno, sino de miles de seres a los que no se atrevía a mirar, pues temía quedar ciego si abría los ojos. Poco a poco los cánticos y las melodías sobrenaturales comenzaron a hacerse más fuertes.
- ¡No temas mi pequeño! ¡Abre tus ojos y contempla la gloria del ser, a quien tu Dios ha encomendado tu cuidado! ¡No temas Nhelsid, hijo de Rajid! ¡Contempla a tu ángel y arrodíllate ante tu Dios!
Nhelsid estaba paralizado del miedo. Ni siquiera ante la presencia de Amir había sentido tanto temor. Por todos lados escuchaba ahora las voces de esos seres divinos que llenaban el palacio. De pronto una dulce voz entró en su cabeza.
- ¿Hijo mío por qué temes?
- ¡Amir! –Gritaba Nhelsid- ¡Amir! ¡Eres tú!
- No temas Nhelsid, hijo de Rajid, pues tu Dios se alegra con tu corazón. Las palabras que salen de mí no me pertenecen. Yo soy sólo un medio por el que tu Dios quiere acercarte a la verdad. Obedece hijo mío y no temas. Abre tus ojos…
Las mismas delicadas manos que Nhelsid había sentido en el bosque cuando vió a Amir por primera vez, tomaron sus manos y poco a poco comenzaron a retirarlas de su rostro.
- Abre los ojos Nhelsid, pues tu Dios te ha concedido la gracia de ver a tu ángel custodio. Alégrate con su presencia y guarda este momento en tu corazón para que te acompañe en los momentos difíciles que aún están por venir.
Una vez más, con el roce de las manos de la pequeña, el corazón de Nhelsid se llenó de una paz sobrenatural que no podía describir… y así… abrió los ojos.
No existen palabras para describir lo que el corazón del joven Alzir presenció, pero de la visión que tenía enfrente pudo percatarse de que la luz cegadora no provenía del ser que estaba frente a él… La luz provenía de un punto detrás de él y tan cegadora como era no podía distinguir al ser que la producía.
El ángel, como lo llamaron Belphigor y Amir, se acercó a él, pero ni siquiera a esa distancia podía distinguirlo por la luz que provenía del ser superior. Sólo podía distinguir a un ser que levitaba en frente de él… ¿tenía forma de mortal? ¿Tenía forma de algún animal conocido? A pesar de estar a sólo unos centímetros de él, Nhelsid era incapaz de distinguirlo era… simplemente indescriptible.
El ángel le habló entonces directo a su corazón, con una voz que Nhelsid no podía saber si pertenecía a hombre o a mujer.
- Nhelsid, hijo de Rajid, hijo de Nelezír. Arrodíllate, pues el poder de tu Dios ha permitido que contemples un pequeño destello de su poder.
El ser se hizo a un lado y fue entonces que Nhelsid pudo distinguir en el centro de la luz un punto dorado. Nhelsid cayó de rodillas. Sus ojos no lo vieron… pero el ángel permitió que el corazón de Nhelsid pudiera observar a través de la luz… En ese momento Nhelsid vió todo… vió al ángel en su verdadera naturaleza… vió a los seres que corrían a su alrededor entonando cánticos… vió a Amir como realmente era… pero lo que más le maravilló fue la indescriptible belleza del destello dorado que ahora podía apreciar.
- Nhelsid –le habló el ángel nuevamente-, lo que tus ojos no entienden, tu corazón lo comprende, pues la gracia de tu Dios lo ha permitido. No dudes más, pues en verdad tu Dios reina en tu corazón.
Aunque sus ojos no lo veían, el corazón de Nhelsid distinguió con toda perfección la sonrisa de su ángel. Amir, que estaba a su lado, sonriendo volvió a hablarle a su corazón.
- No se turbe tu corazón por lo que no entiendes Nhelsid, hijo de Rajid, pues el tiempo para entender llegará cuando tu Dios así lo decida. Vuelve ahora al reino de Belphigor, confiado en que encontrarás la salida… y recuerda hijo mío… no estás solo, tu Dios está contigo y este ángel custodio permanecerá a tu lado durante toda tu vida. En tus momentos de duda, en tus momentos de dolor, él sabrá confortarte, sólo tienes que abrir tu corazón y lo escucharás.
La visión desapareció, pero lo que Nhelsid sintió no. Su corazón estaba revitalizado por la extraña fuerza que le había sido entregada. Sus ideas eran firmes y claras… sus objetivos fijos y su decisión de seguir adelante inquebrantable.
Con una Fe como nunca la había tenido se levantó y volvió a mirar el palacio, pero con el poder que su ángel y Amir habían depositado en él, pudo verlo como realmente era… un calabozo lleno de fuego y almas atormentadas. Se volteó nuevamente para mirar a Belphigor y lo encontró ahí, frente a él… ahora lo veía en su verdadera naturaleza… una bestia demoníaca, un monstruo enorme de piel roja, arrugada, con larga barba, dos grandes cuernos negros y unas gigantescas garras. Cuando abrió la boca, Nhelsid pudo ver su horrible lengua, protegida por una serie de colmillos perfectamente afilados; de su espalda salían dos alas negras de unos cuatro metros que al moverse agitaban el fuego con que otros demonios torturaban a las desdichadas almas que ahí habitaban.
- ¿Lo ves mi pequeño hombre? -Le dijo el demonio con su verdadera voz- He sido yo quien te ha hablado de las grandezas de tu Dios, ¿y qué ha hecho Él por ti? Te ha abandonado a tu suerte en mi reino del que no saldrás jamás.
El demonio comenzó a reírse con un sonido terrorífico y profundo, era tan fuerte que varios de los picos de piedra que había en ese calabozo caían sobre los demonios pequeños y los cuerpos atormentados ahí.
- ¡Muéstrame la salida! -le gritó Nhelsid.
- ¿A un mortal he de obedecer? Yo, Belphigor, servidor de Eleuretti. Yo, fiel sirviente del Gran Duque Astaroth. Yo, miembro de la corte del Príncipe Belcebú. ¡YO CREATURA DEL GRAN EMPERADOR LUCIFER! !JAMAS!
La risa invadió nuevamente el calabozo. El temor quería entrar en el corazón de Nhelsid pero la fuerza de su ángel lo mantuvo con la frente en alto. Rocas enormes comenzaron a caer a su alrededor pero él no se movió ni un solo centímetro.
- ¡A tu dios obedecerás Belphigor! ¡En nombre de Él te ordeno que te apartes y me liberes de esta prisión!
- ¿Pero quién te crees, hombre pequeño e insignificante? ¿Cómo te atreves a hablar en nombre de un Dios, cuyo nombre incluso desconoces?
Nhelsid sonrió y contestó al demonio.
- Te equivocas Belphigor, demonio torturador de hombres, pues no son las palabras de mi cuerpo mortal las que te lo ordenan, sino las de mi corazón que conocen a mi Dios y su nombre. ¡Obedéceme hijo de Satanás, por el poder mi Dios te ordeno que te alejes y me dejes libre de esta prisión!
- ¿Así me pagas, insignificante hombrecillo? Te he ofrecido ante todo la verdad y el conocimiento que tu Dios se ha negado a darte. Yo puedo darte todo lo que siempre has deseado, poder, riqueza, todo será tuyo… incluso esa mujer a la que amas… Sariel... sólo tienes que...
- ¡Basta demonio! ¡Aléjate, te lo ordeno en nombre de Dios, tu Dios!
El demonio dio un grito tan fuerte que el piso del calabozo se derrumbó frente a Nhelsid dejándolo en una pequeña torre de rocas a unos quince metros del demonio.
- ¿Quieres salir, hombrecillo? ¡Hazlo pues! ¡Obedezco a tu mandato, eres libre!
Mirando hacia abajo, Nhelsid vió un río de lava hirviendo al final del enorme agujero que lo separaba de la orilla donde había quedado Belphigor. Sin puentes, sin rocas a las cuáles brincar y con quince metros de distancia era prácticamente imposible salir de ahí… a menos que…
- ¡Esa es una promesa –le gritó al demonio- que ante tu Dios no podrás romper Belphigor! ¡Soy libre entonces!
Y mirando al frente, Nhelsid dio un paso al vacío… y cayó a la lava.
El sonido de los pájaros fue lo que lo despertó. Abrió los ojos y observó a su alrededor. ¿Qué había pasado?
Aunque la luz escaseaba, pudo distinguir que comenzaba a atardecer. Cuando se puso de pie observó las enormes copas de los árboles, el lodo formado por la humedad y la enorme espesura del bosque encantado de Jherzid. Se miró la vestimenta, su uniforme rojo, su capa, su espada y el pañuelo sobre su cabeza estaban intactos.
- Sigue esa dirección y antes de que anochezca habrás encontrado a tu hermano.
Nhelsid se dio la vuelta asustado al escuchar la elegante voz de un hombre detrás de él.
- ¡Belphigor!
El demonio, con la apariencia elegante con que se había presentado por primera vez ante Nhelsid, estaba ahí recargado contra uno de los árboles y dedicándole una cálida sonrisa.
- Es una pena Nhelsid, pudiste tenerlo todo pero elegiste esta vida mortal llena de sufrimiento.
- En esta vida… es donde está todo lo que quiero.
- Dime una cosa antes de partir, mi pequeño. ¿Por qué te arrojaste?
- Porque dijiste que siempre decías la verdad. Dijiste que sólo materializabas los pensamientos que llevamos en el corazón. Dijiste que ante mi Dios no había nada a lo que pudieras negarte. Sabía que si te ordenaba liberarme en su nombre, obedecerías. Sabía que si obedecías, cualquiera que fuera el camino me llevaría a la salida. ¿Quieres saber por qué me arrojé? Porque esa era tu última prueba… Una prueba de fe.
El demonio se rió.
- Bien hecho mi pequeño. Ahora anda a buscar a tu hermano. He cumplido lo que se me ha ordenado. Tu Dios ha obrado en tí y yo debo obedecer su voluntad. Eres libre Nhelsid.
Nhelsid lo miró por última vez, se dio la vuelta y comenzó a caminar en la dirección que el demonio le había señalado.
- ¡Pequeño hombre!
Nhelsid se detuvo pero no se dio la vuelta. El demonio comenzó a reírse.
- ¡Mira al cielo, mi pequeño!
Nhelsid obedeció. Belphigor tenía razón, un color rojo comenzaba a llenar el firmamento. En ese momento la tierra comenzó a sacudirse, varios árboles se derrumbaron con la fuerza de un huracán y mientras tanto el demonio seguía riendo. Era una fuerza tan grande, que Nhelsid no pudo mantener el equilibrio y cayó en el lodo.
- ¡Es la señal, mi pequeño hombre! ¡La guerra está por comenzar! ¡Esta noche caerá la sangre de Ralos!
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Jue May 29, 2008 5:40 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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CAPITULO 19
¿El año? 785 a.u.c
¿El día? Kalendis Maii.
¿La hora? Cuarenta minutos antes de la media noche.
¿El lugar? La entrada del Gran Templo de Ukzur.
¿La celebración? La coronación de La Reina.
De noche… pero de día…
De cada ciudad, de cada aldea, de cada camino… de cada volcán, salía el fuego con el que se iluminaba el cielo de Ralos esa noche. Entre gritos de enojo y alegría se celebraban en toda Ralos sacrificios a los quince dioses. Sangre de animales perfectos se derramaba sin cesar en un sacrificio como no se había realizado desde la última gran guerra. A una voz, Ralos gritaba unido: ¡Gloria a La Reina! ¡Muerte a los enemigos! ¡Libertad para Ralos!
Kabel y Marcius tuvieron que bajar del caballo, los continuos temblores habían causado estragos sobre el terreno, ahora bloqueado por varios árboles derrumbados ante la fuerza de los dioses.
- Es la guerra, ¿cierto? –dijo Marcius mirando el cielo rojo que se desplegaba ante ellos.
- Sí. Pero aún hay esperanza mi querido amigo.
Kabel puso una mano sobre el hombro de Marcius y después se dirigió al caballo.
- ¿Qué haces?
- Marcius, no podemos llevarlo por este camino –Kabel acarició el lomo del caballo, después continuó desatando los bolsos-. Es tiempo de que vuelva a su verdadero dueño. Con nosotros sólo puede esperarle la muerte…
- ¿Y a nosotros? –preguntó Marcius con voz seria.
- A nosotros nos espera el orgullo por cumplir la voluntad de nuestros dioses…
Marcius sonrió ante la respuesta del joven.
- Que así sea entonces.
Y acercándose a Kabel, le ayudó a quitar la carga del hermoso caballo.
- ¿Aún crees que podamos vencer?
Nhelsid, miró a su hermano a los ojos. Cuánta alegría le daba estar junto a él en ese momento de tanta tristeza. Cerró los ojos y abrió su corazón. Cuando miró en derredor, miró a su hermano otra vez; después, girando, miró a todos los hombres que los seguían… Había una luz al lado derecho de cada uno de ellos… los ángeles custodios.
- Hermano, tus ojos sólo pueden ver hombres. Los míos en cambio, ven un ejército al que ninguna fuerza maligna podrá vencer jamás.
El rostro de Jhalsid se tranquilizó con las palabras. Los volcanes de Gelzajher volvieron a hacer erupción y un nuevo temblor sacudió el bosque. Las altas copas de los árboles los protegían del huracán que azotaba al bosque de Jherzid.
Uniéndose en un fraternal abrazo, los dos hermanos continuaron observando la fuerza con la que los demonios castigaban a Ralos desde el atardecer.
- ¿Padre, por qué queman a tantos animales?
Jhalvid a sus casi veintisiete años, mirando a sus tres hijas, se hacía la misma pregunta.
- Vayan con su madre –les ordenó sin saber cómo contestar a la pregunta.
Las niñas obedecieron temerosas por los gritos de la gente y el fuego que se alzaba desde la entrada del templo. Jhalvid las observó hasta que su esposa las metió en su pequeño hogar. En toda su vida jamás había presenciado semejante espectáculo en el puerto de Antória.
- Aún son pequeñas Jhalvid. Si Ebém permite que la guerra termine pronto, jamás recordarán este día.
Jhalvid miró a su primo con cara de preocupación.
- Eso espero Rajid. No me importa si ganamos o perdemos, lo único que deseo es que tanto mi mujer como mis hijas estén a salvo.
- El puerto está bien protegido –le respondió el viejo Rajid viéndolo de lado-. Siempre has tenido un buen corazón –ahora Rajid miraba nuevamente a la entrada del templo-. Ebém no abandona a hombres como tú.
Jhalvid suspiró. No quería preocupar a su primo, pero había escuchado rumores de sus amigos que decían que varias embarcaciones sirias se acercaban al puerto.
- El dios nos proteja a todos -le dijo finalmente.
Mirando el fuego que iluminaba a su ciudad, Jhalvid se repetía así mismo… “El dios nos proteja a todos”.
- Mi Señor… Mi Señor… -el comandante de campo habló más fuerte esta vez para hacerse escuchar- ¡Vénego!
El General del ejército romano parpadeo rápidamente, como si se sintiera abruptamente arrojado a su realidad al escuchar su nombre. Sus pensamientos lo habían dejado hipnotizado; sin embargo ahora que volvía en sí, se daba cuenta de que era el momento de permanecer atento y concentrado en dirigir a sus hombres.
- ¿Están listos?
- Sí, mi Señor Vénego. Los hombres están en posición y listos para el ataque.
- Bien hecho. Ven conmigo.
Apenas comenzaban a avanzar montados sobre sus caballos, el comandante acercó su cabeza a la de Vénego.
- Mi Señor. Tengo un mal presentimiento de todo esto. Nuestros hombres están muy atrás. En esa posición los sirios podrán entrar con facilidad en…
El General Vénego levantó su mano. El comandante se calló de inmediato. Con la mirada al frente, el General respondió.
- Lo sé. Mantén los ojos abiertos.
A siete metros de ellos estaba una guardia de soldados ralís y detrás de ellos, de espaldas, un caballo negro tan grande como su jinete. Cuando estuvieron a sólo unos pasos de la guardia, el jinete dió la vuelta a su bestia con un movimiento brusco y veloz. Tan grande como era, el caballo parecía tener la fuerza de siete toros. Vénego había escuchado que el animal era un caballo salvaje de origen griego que había sido regalado al rey Zadir, pero al no haber sido domado nunca, se le había mantenido cautivo en los establos reales, alejado de todos los demás animales. Ahora que lo veía de frente se daba cuenta de la razón: sólo un hombre como ese podría tener la suficiente fuerza como para contener a semejante bestia. El General había dado la razón a los ralís cuando escuchó que por su apariencia, el caballo había sido llamado “demonio”. Lo llamaban Jhaztor.
- Mis hombres están listos –dijo Vénego al enorme jinete.
Éste emitió un gruñido antes de responder.
- ¿Lo estás tú?
Vénego volvió a sentir temor al escuchar otra vez esa gruesa voz, pero su cuerpo no tembló hasta que lo vió bajar de Jhaztor… Ahí de pie, con sus más de dos metros cuarenta centímetros se encontraba el Gran Señor Alzir de Ralos.
- Lo estoy… Jhor.
- Mi señora no debería estar aquí.
Shaila se volteó para ver a las sacerdotisas a las que había sido encomendada por mandato expreso de Sariel.
- Luhíla, Naeubí, Rhosí… ¿cómo habré de descansar en una noche como ésta? Mi esposo está lejos, lejos de mí, lejos de nuestro hijo. La guerra caerá sobre nosotros y nuestra paz desaparecerá… No. Agradezco las atenciones que han tenido conmigo desde la primera vez que las conocí, pero esta noche la pasaré aquí… a la sombre del Gran Templo, rezando a mi dios Ebém para que pronto me reúna con mi amado y devuelva la tranquilidad a nuestra tierra.
Las tres sacerdotisas, con su túnica blanca y el velo que cubría sus rostros de pies a cabeza se miraron entre sí. Después respondieron como una sola.
- Velaremos con mi señora, entonces.
Shaila agradeció el gesto con un movimiento de la cabeza y después volvió su mirada a la entrada del Templo. Con la mente llena de pensamientos de dolor, apreció una vez más la escena que tenía ante sí.
La explanada inferior, un rectángulo blanco de setenta metros de largo por veintiuno de ancho, estaba llena de sacerdotes que ofrecían sacrificios a los dioses; de ahí subía la primera sección de escaleras rojas que terminaban en una segunda explanada de color rojo. Ahí se encontraba, en el centro, un altar circular de obsidiana protegido por ambos lados por dos estatuas gigantes de veintiún metros de largo; la de la izquierda, de color rojo representaba a Arjab; la otra, de color blanco, representaba a Ebém. De ahí surgía la segunda sección de escaleras blancas que terminaban en la tercera explanada del mismo color; al final se encontraban ocho columnas de cuarenta y nueve metros de alto, hechas de roca caliza, cuatro rojas y cuatro blancas, que soportaban el techo de la entrada al Gran Templo. De éste caían siete enormes estandartes con el escudo de Ralos grabado en oro; los tres de ambos extremos eran blancos… el del centro, rojo. El Templo terminaba en una pirámide blanca que se extendía sobre todo el techo. Era un monumento creado por arquitectos egipcios que el Faraón había obsequiado a Ralos hacía varios siglos atrás, como muestra de amistad después de la muerte de Ptolomeo.
Desde el piso hasta la entrada del Templo se levantaban, a ambos lados, dos pequeñas rampas de un metro de ancho, cubiertas de antorchas. Al lado de ellas había numerosos soldados que protegían la entrada…
- ¡Mi señora!
Las tres sacerdotisas abrazaron a Shaila para protegerla de la multitud que se había vuelto loca. Todos se agitaban tratando de acercarse lo más posible a la primera explanada. El Celzir que estaba a cargo de la seguridad ordenó de inmediato a sus hombres que ayudaran a los soldados para contener a la multitud. Con sus lanzas en posición horizontal para no hacer daño a la gente y sus escudos de acero, los soldados los empujaron hacia atrás.
Con su fuerza, las sacerdotisas protegían el vientre de Shaila, pero nada podían hacer para proteger sus oídos del enorme estruendo que estaba causando la gente a su alrededor. Cuando Shaila volvió a mirar al frente vió la razón…
De la entrada del Gran Templo salía por primera vez, confiada, segura, imponente, magnífica y hermosa… la futura Reina de Ralos… Mila.
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Jue May 29, 2008 5:55 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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Rhosí -> Rocío Hernández
Luhíla -> Lula
Naeubí -> Nubeia
Vénego -> Venegas
Jhalvid -> javi26
Un pequeño tributo por su apoyo y excelentes aportaciones al foro. Faltan muchos más foristas claro, pero la historia todavía no se acaba
Saludos! _________________
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Mie Jun 04, 2008 4:18 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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En la cima de una de las siete montañas. Solitario, vestido únicamente con una falda negra y una tela dorada ceñida a su cintura se encontraba observando el hermoso espectáculo con que los dioses dejaban ver la grandeza de su poder. Las múltiples heridas sobre su pecho y espalda habían dejado de sangrar pero seguían abiertas causándole el dolor del que tanto gustaba. Con sus brazos entrecruzados sobre su pecho y su cabeza orientada hacia la ciudad capital de Ukzur, no dejaba de pensar en lo bien que habían salido los planes de Mila. Había tenido que esperar mucho tiempo… pero ella había cumplido con su palabra.
Una vez coronada como Reina de Ralos, el pueblo la apoyaría hasta el final. Tontos. Una persona es difícil de convencer, pero cuando la gente se reúne en masas… El errante sonrió. Mila tenía razón, cuando la gente se une de esa manera sus mentes se vuelven inútiles. Se vuelven uno sólo, y la convicción de uno se vuelve la creencia de todos.
Miró hacia el este. A lo lejos podían observarse claramente los campamentos sirios que se habían apostado en esa parte de la frontera para iniciar su ataque. Tontos sirios… tontos romanos… tontos los hombres sin una fe verdadera…
Contento por todo lo que podía observar desde las montañas de Arjab, celosas guardianes de los templos de Kezel, el errante miró al cielo. De entre las nubes salía una luna llena más grande y hermosa de lo acostumbrado, su color rojo teñía al cielo como si éste sangrara… y pronto… lo haría…
Entre sus piernas comenzó a enrollarse una serpiente. El errante se agachó y tomándola por la cabeza se la quitó, alzándola hasta que pudo verla a los ojos. Hizo una reverencia ante ella, mostrándole el símbolo de la luna y el sol que llevaba grabado en su cabeza rapada… el zerinio, el alma atormentada que habitaba en el cuerpo de la serpiente le respondió con el mismo gesto y después le transmitió su mensaje…
“Mi amo y señor… todo está listo…”
Los cinco mil soldados romanos, rodeados por los quince mil soldados ralís se encontraban expectantes. El comandante de campo a cargo de enfrentar a las tropas sirias en el lado este del desierto estaba nervioso. A su lado había dos centuriones, cuyos pensamientos no estaban muy lejos de los suyos.
Siendo la primera fuerza de ataque que enfrentaría a los sirios, los soldados, aunque firmes en sus posiciones, no dejaban de temer a lo que estaba por ocurrir. No sólo el cielo rojo los asustaba… frente a ellos… a sólo unos trescientos metros estaban apostadas las tropas enemigas listas para comenzar a atacar.
La noche y el desierto no eran aliados para los romanos, pero las órdenes de Vénego, quien se encontraba en el lado oeste, habían sido muy claras: “Nuestra misión es servir al ejército ralí y defender el territorio que pertenece a Roma. Hagan lo que el Belzir les ordene.” Y aunque habían obedecido las órdenes, no había un solo soldado que sintiera que los ralís podrían traicionarlos. Después de todo, el ejercito ralí estaba detrás de ellos a una distancia de setenta metros; si los traicionaban… quedarían en el centro de dos enemigos de los que no podrían escapar.
“Son míos.”
De la mano de Sariel, bajaba Mila con el atuendo real. Una hermosa túnica de color blanco con símbolos de ralí antiguo grabados en oro que la cubría desde el cuello hasta los pies; una complicada trenza dorada ajustaba la vestimenta a su cintura, resaltando su esbelta y hermosa figura. Su cuello y muñecas estaban embellecidos por piezas de oro y piedras preciosas que sólo en una reina podrían lucir tan hermosas. La piel blanca de sus brazos brillaba, cubierta por cientos de finas pulseras, ocultando unas letras rojas que llevaba pintadas de cada lado. Alrededor de su cuello llevaba atada una cinta roja de la que colgaba por detrás una enorme capa de color rojo, tan grande y pesada que tenía que ser sostenida por ambos extremos por las sacerdotisas que bajaban junto con ella; con cada escalón la capa se extendía de manera que se formaba un triángulo invertido, estando la punta justo detrás de Mila; en su centro… quince esferas grabadas en oro y a su alrededor… sacerdotisas que formaban una elipse. Nunca el escudo de Ralos se había visto tan majestuoso.
Al llegar a la segunda explanada, Mila se detuvo ante el altar de obsidiana. De ambos extremos de la entrada del templo comenzaron su descenso dos grupos compuestos por sacerdotes y sacerdotisas acompañados por el Gran Manalí de Ralos. Al frente llevaban cada grupo, dos objetos de oro: el cetro y la corona de Ralos. Los gritos de la gente estallaron aún con más fuerza al verlos pues se llenaban de orgullo al saber que nuevamente serían portados por una reina. Mila levantó ambos brazos y la gente respondió con energía a su saludo.
La cabeza de la princesa estaba cubierta por la misma capa. Sus intrincados rizos de oro caían por ambos lados, pero por primera vez, no era su cabello el que llamaba la atención de los ralís…
Su delicado rostro estaba cubierto por una máscara brillante de dos colores: la mitad izquierda roja y la derecha blanca.
“Tan hambrientos están de sangre… que no pueden ver el veneno en la comida.”
Mila tenía razón. El pueblo le aplaudía y gritaba enérgicamente su nombre. Todos estaban tan maravillados con su presencia que no podían descubrir el mensaje oculto que ella misma representaba. Su capa roja, el color de Arjab, había cubierto la escalinata blanca que representaba a Ebém, significando la entrada del culto a Arjab en vez del de Ebém; el escudo de Ralos estaba sobre las escaleras blancas, sobre el dios mismo, significando que los deseos de libertad de la Nación estaban por encima del dios; la máscara que representaba a los dioses gemelos y el hecho de que Mila se encontrara a la punta del triángulo de Ralos significaban que ella… Mila… La Reina de Ralos… era el centro de todo…
Con dos bolsos perfectamente cerrados sobre sus espaldas, Kabel y Marcius avanzaban por la orilla del río Alib-Anubej entre los troncos derrumbados por los temblores.
- ¿Crees que lo encontraremos con vida? –Preguntó Marcius con angustia.
- No lo sé amigo… no lo sé. Ebém nos dará la respuesta cuando lleguemos a nuestro destino. Si lo que el Belzir te dijo es verdad, Nabím podría darnos la clave para acabar con los poderes malignos que han caído sobre Ralos. Oremos para que lo encontremos con vida hermano.
- ¿Crees que Amir sea real?
- Jamás había escuchado de él –Kabel suspiró profundamente-. Espero que sea real…
Y mientras continuaban su camino el cielo comenzó a nublarse. El color rojo se volvió más intenso…
- ¡Dios mío! ¿Qué esto? ¡Kabel, mira! ¡El río!
El joven volteó su mirada hacia donde la mano de Marcius indicaba. Despacio se acercó a la orilla del río. Metió su mano y sacándola cuidadosamente observó asombrado el líquido que volvía gota por gota a su origen.
- Sangre…
- El agua del río se ha convertido en sangre Kabel. ¿Qué demonio haría esto?
Kabel seguía observando la consistencia del líquido y perdido en sus propios pensamientos dio su respuesta.
- Ninguno, hermano. Son las lágrimas de nuestro dios. Esta, mi hermano, es la sangre de Ralos…
- Te juro por mi propia vida que si tocas a mis hombres, terminaré con la tuya.
Jhor miró a Vénego. Gruñó como un león y le sonrió como si la frase le hubiera causado gracia.
- Jura entonces por algo más valioso.
Pero Vénego no se rió.
- Mis hombres están en desventaja –le respondió-. Se encuentran en un terreno bajo, lo que los hace presas fáciles para las flechas enemigas. Nos rodearán, Jhor. Deberíamos extender las tropas…
- No. Tus hombres se quedarán ahí. Kralos hará su parte.
- ¿Cómo? ¿Bajará el dios a pelear contra los sirios?
- No. Pero su fuego sí.
Vénego miró al frente. Sus hombres se encontraban a unos cien metros en el centro de un valle rodeado por una colina de arena. El horizonte estaba iluminado por el fuego del campamento sirio pero oculto a su vista. Miró a ambos lados. La orilla del valle estaba rodeada por más tropas romanas, pero si Jhor se mantenía firme en esa formación lo que ocurriría en el centro sería una masacre.
Un hombre como Jhor, con su estatura y fortaleza no podía usar una espada como arma. Jhor hizo una señal al Belzir y éste le entregó un enorme mazo de acero de dos metros de largo y cinco centímetros de diámetro, que junto con su cabeza, un rectángulo de granito sin pulir, debía de pesar más de setenta kilos. Con el uniforme del Gran Señor Alzir, su enorme arma y montado sobre Jhaztor parecía realmente invencible. Vénego, sin embargo, no dejaba de temer que esa inmensa figura lo traicionara y diera muerte a sus hombres, pero ¿qué podía hacer?
Jhor levantó en alto su enorme mazo y al instante la señal se propagó al ejército ralí que se encontraba detrás de ellos. Todos tomaron posición en sus regimientos y empuñando sus espadas se prepararon para la guerra.
Vénego se sintió vencido. Ya era demasiado tarde para cambiar de planes. Montó también en su caballo y al lado de Jhor se dirigieron hacia el frente donde estaban la guardia con los estandartes de Roma y Ralos.
- Abre bien los ojos, romano –le dijo Jhor con desprecio-, para que contemples cómo mi dios me libra de “mis enemigos.”
Vénego volvió a sentir temor. Algo le decía que “mis enemigos” no se refería sólo a los sirios…
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endor Asiduo
Registrado: 29 Oct 2006 Mensajes: 200 Ubicación: México, D.F.
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Publicado:
Dom Jun 08, 2008 8:03 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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para los que han seguido la historia y pa'los q no también, sólo quiero decirles antes que nada muchas gracias!! y gracias x sus comentarios también!! Y además que ya por fin pueden leer la historia como Dios manda en la siguiente dirección:
Link
Espero les guste la página y si tienen algún comentario ya saben que es muy bienvenido. Hasta ahorita he subido hasta el capítulo 8 completitos y sin cortes, ya pa'l final del día estarán todos
Por el momento se llama "La Leyenda de Ralos", si se les ocurre otro nombre pues ustedes dirán ok?
Ojalá les guste y gracias!
Saludos! _________________
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Lula Moderador

Registrado: 04 Oct 2005 Mensajes: 3995
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Publicado:
Mie Jun 11, 2008 5:50 am Asunto:
Tema: Una novela virtual... |
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endor escribió: | Rhosí -> Rocío Hernández
Luhíla -> Lula
Naeubí -> Nubeia
Vénego -> Venegas
Jhalvid -> javi26
Un pequeño tributo por su apoyo y excelentes aportaciones al foro. Faltan muchos más foristas claro, pero la historia todavía no se acaba
Saludos! |
Hola endor!
Voy atrasada en la lectura; no he podido estar tanto tiempo en el foro.
Pero mira....ahora sì que te pasaste de amable, en serio! Mil gracias, qué gesto tan lindo y gentil has tenido con nosotros. De corazón te lo agradezco endor, qué honor.....Luhíla sacerdotisa
Te lo agradezco mucho por el aprecio que esto lleva implícito...eso es invaluable y sabes que eres totalmente correspondido. Pero "tributo"..... no hermanito. Tributo a Dios, que es por El y en El que se da lo bueno que pueda haber en todos nosotros.
Entré a ver tu pàgina y me gustò mucho. Como que "combina" muy bien con el ambiente de la historia. Me gustó màs leer allá, es como "más fàcil". Asì que como me quedé en el capítulo 12, voy a ponerme al dìa allà mejor. Muchas gracias y felicitaciones por el trabajo que has hecho, y por poner en acción los dones que Dios te ha dado.
Que Dios te siga bendiciendo, y siga brillando y actuando a través de ti. Que nuestra Madre linda te cubra y te lleve siempre de Su Mano.
Y....sigo leyendo.
Un abrazo fraternal con cariño para ti hermanito.
Saludos! _________________
¿Ya platicaste hoy con tu Angel Custodio? |
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