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Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre

 
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clauabru
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MensajePublicado: Lun Nov 17, 2008 3:51 pm    Asunto: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
Tema: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
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Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre






La vida de Santa Isabel ha sido embelesada por sus hagiógrafos con numerosos cuentos que han llegado a conocerse como la "Leyenda Dorada". Sin embargo los datos fundamentales son históricos y revelan la gran caridad de la santa.

DIETRICH de Apolda refiere en la biografía de esta santa que, una noche del verano de 1207, Klingsohr de Transilvania anunció a Herman de Turingia, que el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y contraería matrimonio con el hijo de Herman. En efecto, esa misma noche, Andrés II y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que nació en Presburgo (Bratislava) o en Saros-Patak. El matrimonio profetizado por Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman. Cuando la niña tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo. Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se enamoró cada vez más de ella. Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una ciudad compraba un regalo para su prometida. "Cuando se acercaba el momento de la llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído". El era un buen rey que tomó por lema "Piedad, Pureza, Justicia".





En 1221, cuando Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad de landgrave e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la unión no les convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel. Según los cronistas, Isabel era hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras, fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad y de amor divino". Se dice también que era modesta, prudente, paciente y leal. Su pueblo la amaba.

El día de su boda, la joven Duquesa no quiso ir a la iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: "¿Cómo podría -dijo cándidamente- llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?".






La vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años que fueron calificados por un escritor inglés de "idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen ni en la experiencia humana". La joven reina descubrió profundamente el sentido del sacramento del matrimonio que está en poner a Dios primero de manera que el amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo. "Si yo amo tanto a una criatura mortal - le confiaba la joven reina a su amiga Isentrude-, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?".







Dios concedió tres hijos a la pareja: A los quince años, en el año 1222, Isabel tuvo a su primogénito, Herman quien murió a los diecinueve años. A los 17 años de edad, Isabel tuvo una niña (Sofía) y a los 20 otra niña que nació tres semanas despues de haber perdido a su esposo, quien muriera en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante y la Beata Gertrudis de Aldenburg. A diferencia de otros esposos de santas, Luis no puso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel escribió: "Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus fuerzas y que vuelva a descansar.

La liberalidad de Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En 1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer a los más necesitados. El landgrave estaba entonces ausente. Cuando volvió, algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el landgrave declaró: "Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres".




El castillo de Wartburg se levantaba sobre una colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. (La colina se llamaba "Rompe-rodillas"). Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie del monte, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios. Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los pobres. Sin embargo, la caridad de la santa no era indiscreta. Por ejemplo, en vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades.

Por entonces se predicó en Europa una nueva cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz. El día de San Juan Bautista, se separó de Santa Isabel y fue a reunirse con el emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino hasta el mes de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija. La suegra de Santa Isabel, para darle la funesta noticia en forma menos violenta, le habló vagamente de "lo que había acontecido" a su esposo y de "la voluntad de Dios". La santa entendió mal y dijo: "Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos conseguiremos ponerlo en libertad". Cuando le explicaron que no estaba preso sino que había muerto, la santa exclamó: "El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí".




Lo que sucedió después es bastante oscuro. Según el testimonio de Isentrudis, una de sus damas de compañía, Enrique, el cuñado de Santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan muchos detalles de la forma degradante en que la santa fue tratada, hasta que su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach. Unos afirman que fue despojada de su casa de Marburgo de Hesse, y otros que abandonó voluntariamente el castillo de Wartburg. Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto, obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La santa se trasladó allá con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen. Eckemberto, movido por la ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero Santa Isabel se negó absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían prometido mutuamente no volver a casarse. A principios de 1228, se trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de Reinhardsbrunn. Los parientes de Santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.

Los frailes menores habían inculcado a Santa Isabel un espíritu de pobreza que en sus años de Langravina no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos tenían todo lo necesario y la santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lahn. Más tarde, construyó una casita en las afueras de Marburgo y ahí fundó una especie de hospital para los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su servicio.

En sacerdote Maese Conrado de Marburgo tuvo gran influencia sobre la santa. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la santa. El esposo de la santa le había permitido hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo la figura del Padre Conrado es muy controversial. Por un lado la protegió no permitiéndole pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus bienes, dar más que determinadas limosnas ni exponerse al contagio de la lepra y otras enfermedades. Sin embargo, según las siguientes anécdotas, era dominador y severo en extremo.

"(Maese Conrado) probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad", escribió más tarde Isentrudis. "Para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado. Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios pudiese consolarla". En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos "mujeres muy rudas", encargadas de informarle de las menores desobediencias de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas y golpes "con una vara larga y gruesa", cuyas marcas duraban tres semanas en el cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: "Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!" Se dice que, aunque la santa se benefició al saber vencer los obstáculos que le ponía su confesor, pero, objetivamente, sus métodos eran injuriosos.

Cierto día, un noble húngaro fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El pobre hombre casi se fue de espaldas y se santiguó asombrado: "¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?" El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la santa se negó: sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la tierra. Vivían muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra cosa, hilaba o cargaba lana. En cierta ocasión en que estaba en cama, la persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. "Cantáis muy bien, señora", le dijo. La santa replicó: "Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un pajarito que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo". La víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró: "Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a mí". Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: "Es la hora en que resucitó del sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí". Santa Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir veinticuatro años. Su cuerpo estuvo expuesto tres días en la capilla del hospicio. Ahí mismo fue sepultada y Dios obró muchos milagros por su intercesión.

Prodigiosos milagros por la intercesión de Santa Isabel

El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. El dijo: "Señora, Ud. que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?". Y ella sonriente le dijo: "Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado". El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea. Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.

Maese Conrado empezó a reunir testimonios acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en 1235 por el Papa Gregorio IX.





Al año siguiente, las reliquias de la santa fueron trasladadas a la iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y "una multitud tan grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas algo semejante". La iglesia en que reposaban las reliquias de la santa fue un sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.

Algunos testimonios de la época: Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: "Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada". Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes. El emperador Federico II afirmó: "La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura".







Santa Isabel, ruega por los matrimonios, ruega por todos nosotros, qué el Señor nos conceda el don de un gran desprendimiento para dedicar nuestra vida y nuestros bienes a ayudar a los más necesitados.

Bibliografía
Sálesman, Eliécer. Vidas de Santos # 4.
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini. Un Santo Para Cada Día.
http://www.corazones.org/santos/isabel_hungria.htm

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Ultima edición por clauabru el Mar Mar 03, 2009 4:10 pm, editado 1 vez
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MensajePublicado: Sab Feb 14, 2009 11:11 pm    Asunto:
Tema: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
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MensajePublicado: Mar Mar 03, 2009 4:07 pm    Asunto:
Tema: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
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Trece carros se detienen delante del castillo de Wartburg. Bajan damas, condes y escuderos; sacan vasos de oro, cofres de marfil, collares, diademas, tapices, espuelas y frenos de plata; piafan caballos blancos de sangre árabe; cantan pájaros exóticos; pero entre el tumulto general, todas las miradas, todas las solicitudes se dirigen hacia una niña que con ojos estupefactos contempla la escena desde su cuna de plata. Unos brazos la arrebatan; de ellos pasa a otros brazos; la abrazan, la besan, la acarician. Ella ríe sin comprender del todo aquella explosión de cariño.

Así entró Isabel en el castillo de Wartbufg, alta montaña desde la cual el landgrave Hermann gobierna sus vastos dominios de Turingia. Tiene la niña cuatro años. Hija de Andrés, rey de Hungría, viene al centro de Alemania, desposada con el primogénito del landgrave, siete años mayor que ella. Allí empieza a conocer a su futuro esposo, aprende a leer, se ejercita en las pequeñas labores de su edad, juega, ríe. Juega con las hijas de los condes, que han venido a la corte para hacerla compañía. Pero, a juicio de sus compañeras, tiene cosas raras, que no se le ocurren a nadie. Interrumpe los juegos para hacerlas rezar el Avemaría, las lleva hasta la capilla del palacio, las mete en el cementerio y allí les dice palabras serias sobre lo corta que es la vida; se junta con los niños de casas pobres, y les da parte de su alimento o las sobras que ha podido encontrar en la cocina. Estos síntomas alarman a las gentes del castillo: aquella niña no es una princesa, es una beguina. El duque, que es un gran caballero y un gran cristiano, que nunca se acuesta sin leer un capítulo de la Biblia, la defiende; pero Hermann se muere al poco tiempo, dejando a la duquesa Sofía el gobierno de sus Estados.

Sofía no puede ver la dirección que va tomando la niñez de la pequeña princesa. Quiere en ella más dignidad, más respeto a su sangre, y se indigna contra aquella santidad precoz. «Hoy—dijo un día a su hija Inés y a su futura nuera—vamos a oír misa abajo, en la ciudad de Eisenach; poneos los mejores vestidos y las diademas de oro.» Bajaron a la ciudad; pero en la iglesia, Isabel, viendo un gran crucifijo, dejó la corona en un banco y se prosternó en tierra.

—¿Qué haces, señorita Isabel?—le dijo Sofía al verla de aquel modo—. ¿Quieres hacer reír a todo el mundo?

—No os enfadéis, querida señora—respondió la niña, deshecha en llanto—; está aquí mi Dios y mi Rey, este dulce y misericordioso Jesús, coronado de espinas, ¿y voy a estar yo delante de Él coronada de perlas?

—Está visto—decía luego la duquesa—; va a haber que meterla en un convento. Y todos en la corte, los parientes del landgrave, los consejeros y las damas se declararon contra ella. Sólo uno la defendía: Luis, su prometido. Siempre que podía, la consolaba en sus momentos de tristeza, aunque secretamente, por no ofender a su madre. Cuando al cumplir los dieciséis años se hizo cargo del gobierno, ya pudo obrar con más libertad. Siempre que se alejaba del castillo, volvía con algún regalo para su desposada: un rosario de coral, un crucifijo, una cadena, un alfiler de oro... Entonces ella salía a su encuentro, y con los obsequios recibía las caricias. Pero una vez se olvidó de darla el regalo de costumbre. Ella se puso triste y comunicó su pena a un viejo caballero que era quien la había traído de Hungría. Y sucedió que un día este caballero, estando con el duque de caza cerca de la montaña de Inselberg, le hizo esta pregunta:

—Señor, ¿me permitís hablaros con toda confianza?

—Hablad tranquilamente—respondió el joven príncipe.

—Quería preguntaros—replicó el caballero—qué es lo que queréis hacer de la señorita Isabel.

Al oír estas palabras, Luis que estaba tendido en la hierba, se levantó, y extendiendo la mano, dijo:

—¿Veis esta montaña? Pues bien, si fuese oro puro desde el pie hasta la cima, y me lo diesen con la condición de dejar a esa niña, no lo aceptaría. Por lo que es, por su virtud, por su piedad, la amo sobre todas las riquezas del mundo.

Santa Isabel de Hungría distribuyendo limosna (Giambattista Pittoni, 1734, Museum of Fine Arts, Budapest)El matrimonio se realizó entre aplausos y banquetes y cantos de minnesingers. Isabel tenía trece años; Luis, veinte. Él era un joven de hermosura varonil, alto, tez sonrosada, blondos y largos cabellos, semblante amable y sereno, sonrisa irresistible y voz de extraordinaria dulzura. A un valor legendario en los torneos y en los combates, unía una inocencia inverosímil en un caballero rodeado de todos los prestigios del poder, del lujo y de los peligrosos azares de una vida agitada. Sus ojos azules se inflaman con la indignación contra cualquier cosa que pudiese poner en peligro la pureza de su alma. Modelo del príncipe cristiano, había encontrado en su esposa todo cuanto puede seducir un corazón juvenil. Isabel era una belleza morena: cabellos negros, talle elegante y gracioso, andar lleno de majestad. Sus ojos, sobre todo, parecían un foco de ternura, de bondad y de misericordia. Pero no era el atractivo puramente humano lo que había unido aquellos dos grandes corazones. Luis veía, sobre todo, en su esposa, los encantos de la fidelidad, de la humildad, de la sumisión admirativa, de la virtud acrisolada. Virtuoso él por una convicción varonil, veía con emoción y hasta con orgullo aquellas manifestaciones heroicas de la santidad de Isabel.

Por las noches, aprovechando el sueño de su marido, la joven esposa salía del lecho conyugal y se ponía de rodillas, rezando largamente. A veces, Luis se despertaba y la cogía de la mano, diciendo: «Querida hermana, no te mates así, descansa un poco.» Sin embargo, siempre la dejó en libertad completa para entregarse a sus ejercicios piadosos. Uno de los mayores escrúpulos de Isabel era tener que alimentarse de las contribuciones que habían de pagar los vasallos. Para librarla de estos temores, el duque mandó poner en la mesa pan de sus tierras, vino de sus viñas y carne de sus rebaños. Por lo demás, todo lo que había en el castillo era de los pobres. Ya siendo niña, la pequeña no podía soportar la vista de un necesitado sin que el corazón se le partiese de dolor. Ahora su mayor alegría era remediar necesidades. Daba todo lo que había en el castillo: dinero, alhajas, ropas, provisiones, su alimento, sus adornos, sus vestidos. Recorría las viviendas de sus vasallos, entraba en las casas más necesitadas, las proveía de las cosas necesarias, y consolaba a los enfermos que había en ellas. Con frecuencia había recepciones y convites en el palacio, y sucedía que la duquesa se veía en la imposibilidad de asistir, porque le faltaba el manto, el collar, el ceñidor o los zapatos. Se lo había dado a los pobres. Pero alguna vez un manto más precioso aparecía de repente en la habitación, traído por los ángeles. Un día caminaba Isabel por la ciudad de Eisenach, regiamente vestida y coronada de perlas. Pronto se vio rodeada de pobres, que gritaban: « ¡Madre, madre!» Ella, siempre misericordiosa, les dio su plata y todas las joyas que llevaba, y no teniendo más que dar, sacó de la mano su guante, adornado de una hermosa amatista, y se le dio a un pordiosero. Viendo esto un gentilhombre que la acompañaba, corrió al afortunado, y, comprando el guante, le ató a su casco a guisa de cimera, como prenda de protección divina. Desde este momento, observaba él más tarde, siempre salió vencedor en los combates y en los torneos. En otra ocasión, estando el duque ausente, su mujer dejó exhaustos los graneros, las bodegas y todos los almacenes ducales. Al llegar su amo, los intendentes salieron a su encuentro, indignados de aquel despilfarro.

—Bueno—dijo él—; ¿está bien la duquesa? Y como le contestasen que sí, añadió:

—Pues eso me basta.

Pero apenas había caminado unos pasos, cuando se encontró con su madre, que gritaba furiosa:

—Ven, ven, y verás cómo te quiere tu mujer. Llevóle a su habitación, y acercándole al lecho conyugal, le decía:

—¿Ves? ¡La asquerosa!

Y sucedió una cosa extraordinaria: que el duque no vio al gafo repugnante que Isabel había puesto allí para cuidarle, y acariciarle y sanarle, sino al mismo Cristo crucificado.

Aquella virtud sobrehumana, aquel amor a los pobres, aquella vida penitente y abnegada, juntábanse en Isabel con el más tierno amor a su marido. Pocas veces hubo dos esposos que se amasen como aquéllos. Tan íntima era la unión de sus almas, que apenas podían estar separados. Siempre que podía, ella le acompañaba en sus expediciones, sin que la asustasen los calores, las nieves, ni las tormentas. Cuando el viaje era demasiado largo, Isabel se quedaba en el castillo, se vestía las tocas de viuda y se entregaba con más ardor que nunca a sus penitencias; pero apenas le anunciaban la vuelta de su marido, volvía a buscar sus sedas y sus joyas, y «con alegría infantil, dice el viejo cronista, salía a su encuentro para recibir mil besos en los ojos y mil en el corazón». Acaso, alguna vez, aquel sentimiento tan legítimo llegaba a hacerse demasiado humano, pero Isabel no tardaba en sentir los efectos de la voz divina, que se levantaba en su alma. Un día, asistiendo a una misa solemne, la duquesa fijó su mirada y su pensamiento en aquel esposo amado que estaba junto a ella, y estuvo contemplándole largo rato; mas he aquí que al llegar el momento de la consagración, viendo en la Hostia al Señor llagado y crucificado, reconoció su falta y empezó a llorar sin consuelo. El llanto continuó todo el día, de suerte que no pudo acudir a una fiesta que se celebraba en el castillo.

En uno de aquellos momentos de dulce familiaridad que había entre los dos esposos, Isabel desató el cinturón a su marido, y empezó a curiosear en la cartera que a él estaba unida. Entonces cayó en sus manos una cruz como las que los cruzados solían llevar en sus vestidos. Este descubrimiento la impresionó de tal manera, que cayó en tierra sin conocimiento. Aquello significaba la separación de con su marido por mucho tiempo.

—Si no es contra la voluntad de Dios, quédate conmigo, querido hermano—le decía después de volver en sí.

—Es un voto que he hecho a Dios, querida hermana —respondía él—: permíteme partir.

La lucha fue larga, desgarradora. Al fin, ella logró dominarse, y sus últimas palabras fueron éstas: «No quiero detenerte contra la voluntad de Dios; he hecho el sacrificio de ti y de mí. Vete en nombre de Dios y que su bondad vele sobre ti.» Como se decía entonces en Alemania, Luis se había adornado con la flor de Cristo para tomar parte en la quinta Cruzada. Durante algún tiempo guardó el mayor secreto por no afligir a su esposa; pero al fin era preciso marchar, y un día de San Juan Bautista, acompañado de sus condes y sus caballeros, dijo adiós al castillo de Wartburg. Isabel quiso acompañarle hasta las fronteras de Turingia. Allí no acertaba a despedirse y caminó otra Jornada a su lado; después, otra. Al fin, el escanciador del duque se acercó a ellos, diciendo: «Señor, ya es tiempo; hay que caminar con más rapidez.» Había llegado el instante supremo. Los dos esposos se abrazaron entre lágrimas y sollozos. Luis se dirigió hacia Italia para embarcarse en Otranto, e Isabel volvió medio muerta al castillo; desde entonces se despidió de sus joyas, vistiendo las tristes tocas de la viudez.

Había presentido que no volvería a ver a su marido, y así fue. Luis se embarcó, pero su alma voló a la Jerusalén del Cielo antes que sus ojos viesen la de la tierra. Fue la madre del difunto quien se encargó de dar la noticia a la joven esposa.

—Ten valor, hija mía—le dijo—; vengo a anunciarte una desgracia.

Viendo que Sofía no lloraba, Isabel respondió bastante tranquila:

—Si mi hermano está cautivo, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos le rescataremos.

—¡Oh, querida mía!—prosiguió la madre—; ten paciencia; tu marido te envía este anillo; desgraciadamente, ha muerto.

—¡Ah, Señor Dios mío! El mundo entero ha muerto para mí; el mundo y todo cuanto hay de amable en él.

Así decía la pobre viuda con voz entrecortada por los sollozos, corriendo como loca por las galerías del castillo y gritando; «¡Muerto, muerto, muerto!»

Fue el primer ímpetu de dolor. No tardó en dominarse, ofreciendo al Señor aquel cáliz de amargura. Pero era verdad: todo había muerto para ella. Desde ahora ya no queda nada en su alma más que Dios. La esposa perfecta se convierte en el más alto modelo de la viuda cristiana.

Santa Isabel de HungríaLos hombres, en vez de comprender su dolor, le aumentan. En el castillo se urde una conjuración contra ella y sus hijos. Su primogénito es el heredero de Turingia; pero los barones, envidiosos de los mendigos que recibían sus dádivas y sus favores, aclaman como landgrave a un hermano de su esposo. Esto era poco: Isabel recibe orden de salir inmediatamente del castillo. No puede llevar joyas, ni vestidos preciosos, ni dinero. Sólo puede llevar su hijo, el príncipe heredero, y sus tres hijas, una de las cuales acaba de nacer. Baja a pie la pendiente del castillo cargada con la pequeñuela. Dos fieles doncellas llevan a las otras niñas, y el niño se ase a la mano de su madre. Isabel ya no llora. En su cara brilla una resignación divina.

—Todo me lo han llevado—decía—, pero aún puedo rezar a Dios.

Entra en Eisenach, recordando los beneficios que durante diez años ha derramado en aquella ciudad. Pide hospedaje para ella y sus hijos, y nadie se le quiere dar, por temor al nuevo señor de la tierra. Tiene que meterse en una posada, cuyo dueño le ofrece para dormir un establo oscuro, lleno de trastos, cuyos inquilinos han sido hasta ahora los puercos. Sin embargo, está contenta. Sólo siente pesar por aquellos pequeños príncipes, nacidos en cunas de oro; pero encuentra gentes piadosas que se encargan ocultamente de ellos, y entonces la pobre desterrada, más tranquila, come, dando gracias a Dios, el pan duro que mendiga cada día. Una noche, estando aún con su marido, habían tenido ambos esta conversación:

—Señor, si no te desvelo, voy a decirte una idea.

—Dila, dulce amiga.

—Es casi una tontería—repuso Isabel—: quisiera que no tuviésemos más que una yugada de tierra y cien ovejas; entonces tú cultivarías el campo, yo cuidaría del ganado, sufriríamos por amor de Dios y seríamos felices. Al oír esto, el duque se echó a reír, y dijo:

—¡Oh dulce hermana! Serían mucho campo y muchas ovejas. Aún habría gente que nos envidiase.

Ahora Isabel podía estar segura de que no la envidiaba nadie, y además era completamente feliz.

Un día llegaron a Wartburg los guerreros que habían acompañado al duque Luis en la expedición, y como amaban entrañablemente a su señor, se irritaron de que tratasen de aquella manera a su esposa. Y gracias a ellos empezó a hacerse justicia. El hijo de Isabel fue declarado heredero, bajo la tutela del usurpador; y la madre volvió al castillo. Fue para poco tiempo. Ella no tenía nada que hacer entre las danzas, los torneos, los cantos de amor, las intrigas políticas y el mundo cortesano, donde todos la llamaban «la loca». Naturalmente, este mundo no la miraba con muchas simpatías. Para alejarla, diéronle la ciudad de Marburg, que va a ser el último teatro de aquella caridad prodigiosa. Isabel se instaló en una pequeña choza, junto a las puertas de la ciudad. Frente a la choza levantó un hospital, donde recibía a los pobres y curaba a los enfermos. Llamó a todos los necesitados de la comarca para deshacerse de todo cuanto tenía, y desde entonces no vivió más que de su trabajo. Ella misma iba a vender lo que hilaba o tejía. Sólo una joya quiso guardar: el manto viejo y remendado que le había regalado San Francisco. Al fin de su vida, su vestido era el sayal de la Tercera Orden del Pobrecillo de Asís.

«Y al poco tiempo, dice un cronista, Dios ordenó que la que había despreciado el reino terrenal tuviese el reino de los ángeles.» El amor y la penitencia la habían consumido y agotado en plena juventud. Veinticuatro años tenía cuando le vino el mal que la iba a conducir a la verdadera vida. Aquellos últimos días, los prodigios se multiplicaban en torno de ella. Pájaros maravillosos venían a posarse en sus labios cantando dulces canciones. Las palabras saltaban alegres de su boca y con las palabras, el cariño a cuantos la rodeaban. El día antes de morir, un poco antes de medianoche, preguntó: « ¿Qué haríamos si el enemigo se presentase aquí ahora?» Algo después gritaba: «Huye, huye, malvado, no quiero nada contigo.» Y añadió: «Ya se va; hablemos ahora de Dios; no podrá ser mucho tiempo.» El canto del gallo la hizo decir: «Esta es la hora en que la Virgen María dio a luz al Niño Jesús.» Siguió hablando muy gozosa, y al fin exclamó: « ¡Oh María, ayúdame!... Dios llama a sus amigos a las bodas... El Esposo viene preguntando por la esposa.... Silencio, silencio.» Al pronunciar estas últimas palabras, dejó caer su cabeza y se durmió en el último sueño.

"Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España)

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MensajePublicado: Mar Mar 03, 2009 4:13 pm    Asunto:
Tema: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
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MensajePublicado: Mar Mar 03, 2009 11:21 pm    Asunto:
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clauabru
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MensajePublicado: Mar Mar 03, 2009 11:52 pm    Asunto:
Tema: Santa Isabel de Hungría - 19 de noviembre
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